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La tradición en política y su valor como fundamento de los derechos humanos: históricos y emergentes
La tradición en política y su valor como fundamento de los derechos humanos: históricos y emergentes
La tradición en política y su valor como fundamento de los derechos humanos: históricos y emergentes
Libro electrónico737 páginas10 horas

La tradición en política y su valor como fundamento de los derechos humanos: históricos y emergentes

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Este intento de significar al concepto tradición en política, particularmente en el paradigma derechos humanos universales, surge de la intuición basada en proposiciones teóricas que afirman que la tradición social o costumbre tiene una gran determinación sobre nuestras instituciones políticas, por lo general más de lo que suponemos. El objetivo de
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2021
ISBN9786074176681
La tradición en política y su valor como fundamento de los derechos humanos: históricos y emergentes
Autor

José Antonio Farías Hernández

Doctor en Ciencias Sociales y Políticas, y maestro en Derechos Humanos; ambos títulos por la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. Licenciado en Economía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre sus libros y artículos recientes destacan: La tradición en política y su valor como fundamento de los derechos humanos: históricos y emergentes (UIA); Cómo John y Yoko aplican los valores Ibero en su vida (UIA); y, San John Lennon: el Maestro en el cielo eterno del rock. Es académico de tiempo completo en la Universidad Iberoamericana Ciudad de México.

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    La tradición en política y su valor como fundamento de los derechos humanos - José Antonio Farías Hernández

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    La tradición en política y su valor como fundamento de los derechos humanos: históricos y emergentes

    José Antonio Farías Hernández

    LA TRADICIÓN EN POLÍTICA Y SU VALOR COMO FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS HUMANOS: HISTÓRICOS Y EMERGENTES

    Universidad Iberoamericana
    UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA CIUDAD DE MÉXICO.
    BIBLIOTECA FRANCISCO XAVIER CLAVIGERO

    [LC] JA 71 F37.2020                                              [Dewey] 148 F37.2020

    Farías Hernández, José Antonio

    La tradición en política y su valor como fundamento de los derechos humanos: históricos y emergentes / José Antonio Farías Hernández. – México: Universidad Iberoamericana Ciudad de México, 2020 – Publicación electrónica – ISBN: 978-607-417-668-1

    1. Ciencia política. 2. Derechos humanos. I. Universidad Iberoamericana Ciudad de México. Dirección de Formación y Acción Social.

    D.R.© 2020 Universidad Iberoamericana, A. C.

    Prol. Paseo de la Reforma 880

    Col. Lomas de Santa Fe

    Ciudad de México

    01219

    publica@ibero.mx

    Primera edición: 2019

    ISBN: 978-607-417-614-8

    Versión electrónica: 2020

    ISBN: 978-607-417-668-1

    Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

    Hecho en México.

    Digitalización: Proyecto451

    Índice de contenido

    Portadilla

    Introducción

    Primera parte

    Capítulo 1. La tradición en política

    1. La milenaria resistencia de la tradición frente al imperio de la razón

    2. Capital teórico acumulado sobre la idea de tradición estructuralista/renovada/progresista

    2.1. William Graham Sumner: el gran cimentador desde la sociología

    2.2. Antropología

    2.3. Historia

    2.3.1. Giambattista Vico: anticipar el estructuralismo y valor presente de la tradición

    2.3.2. Wilhelm Dilthey: empirismo, estructuralismo y relativismo pioneros

    2.3.3. Eric Hobsbawm-Terence Ranger: tradiciones inventadas

    2.4. Filosofía

    2.4.1. Aristóteles: tradición y diversidad política en la antigüedad griega

    2.4.2. (Versus) Santo Tomás de Aquino: fuerza social y utilidad pública de la costumbre

    2.4.3. Johann Gottfried Herder: precursor del relativismo y el tradicionalismo renovado

    2.4.4. (Versus) Georg Hegel: la responsabilidad de accionar la cadena de la tradición

    2.4.5. (Versus) marxismo no dogmático: la autoridad moral de ciertas instituciones burguesas

    2.4.6. (Versus) Edmund Burke y el conservadurismo clásico: conservación con evolución

    2.4.7. Hans-Georg Gadamer: dignificación de la tradición desde la nueva hermenéutica

    2.4.8. (Versus) Alasdair MacIntyre: tradición con nuevo espíritu localista

    2.4.9. José Ortega y Gasset: presente-pasado en la cadena tradicional

    2.5 Sociología

    2.5.1. Alexis de Tocqueville: la fuerza de las instituciones históricas en el cambio revolucionario

    2.5.2. Norbert Elias: tradición y proceso civilizatorio

    2.5.3. Max Weber: regularidades sociales por costumbre

    2.5.4. (Versus) Jürgen Habermas: tradición e Ilustración total

    2.6. (Versus) Michael Oakeshott: el gran teórico desde la filosofía política contemporánea

    3. Aportes para la construcción de una teoría progresista de la tradición en política

    3.1. Naturaleza humana dependiente de la cultura

    3.2. Materialismo (empirismo)

    3.3. Necesidad/utilidad social

    3.4. Estructuralismo

    3.5 La persona como entorno y el grupo como portador

    3.6. Utilitarismo refinado

    3.7. Fuerza social, autoridad moral y moralidad intrínseca

    3.8. Fundamento de las instituciones sociales y políticas

    3.9. La paradoja de la tradición en política

    3.10. Iuscostumbrismo (o iustradicionalismo)

    3.11. Institución social tradicional

    3.12. Doble principio relativismo-sociocentrismo (etnocentrismo)

    3.13. Bien común social

    3.14. Otras características de la tradición

    4. Una taxonomía de corrientes de pensamiento tradicionalista

    4.1. Tradicionalismo sagrado (reaccionario)

    4.2. Tradicionalismo romántico (restauracionista)

    4.3. Tradicionalismo dogmático (uniculturalista)

    4.4. Tradicionalismo objetivista (reaccionario)

    4.5. Postradicionalismo (irreal)

    4.6 Tradicionalismo conservador (reaccionario)

    4.7. Tradicionalismo progresista (evolucionario)

    Segunda parte

    Capítulo 2. El valor de la tradición como fundamento de los derechos humanos universales

    1. Emplazamiento del tradicionalismo entre las fundamentaciones paradigmáticas

    2. Incompatibilidad con el iusnaturalismo por atender un objeto de estudio diferente

    3. Asimilación por el tradicionalismo del positivismo, consensualismo y eticismo

    4. Dignificación teórica del historicismo

    Capítulo 3. La tradición como fundamento de los derechos humanos universales históricos

    1. La construcción de la tradición moderno-europea de los derechos humanos universales

    1.1. Antecedentes hacia el final de la Edad Media

    1.2. La irrupción de la modernidad y sus coordenadas de necesidad social

    1.2.1. Niklas Luhmann: los derechos fundamentales como resguardo contra involuciones sociales

    1.2.2. Karl Marx: necesidades estructurales del sistema capitalista

    1.3. El ciclo declaracionista

    1.4. El ciclo constitucionalistA

    2. Balance inicial de la fuerza de tradición política en la declaración de la ONU

    3. Análisis modular de la fuerza de tradición en la declaración de la ONU

    3.1. Principales categorías analíticas

    3.2. Preámbulo. Resistencia. El supremo recurso es degradado

    3.3. Artículos del 1 al 30

    4. Balance final sobre la tradición como contenido en la declaración de la ONU

    4.1. Sabio contenido tradicionalista contra excesos de racionalismo político

    4.2. Fuerza de tradición coyuntural sobre fuerza de tradición estructural

    4.3. Declaración antiprogresista dentro de un programa progresista

    Capítulo 4. La tradición como fundamento de los derechos humanos universales emergentes

    1. Una propuesta tradicionalista-progresista de derechos humanos emergentes

    2. Ruptura política de tradiciones históricas y temas excluidos en 1948

    2.1. Resistencia contra la opresión y la tiranía

    2.2. Re-entry de pueblos indígenas y minorías nacionales

    2.3. Paz, defensa nacional, insurgencia popular, no sufrir los horrores de la guerra en cualquiera de sus manifestaciones, incluido el terrorismo y la violencia de Estado

    2.4. Castigo a genocidios, masacres y crímenes de lesa humanidad

    2.5. Prohibición de la pena de muerte

    2.6. Re-entry de otras tradiciones culturales familiares

    3. Temas relacionados con la potenciación de la libertad individual (autopresentación)

    3.1. Preferencias sexual y cultural

    3.2. Aborto y otras tradiciones contrarias en el tema maternidad

    3.3. Eutanasia y suicidio asistido

    3.4. Prostitución como oficio legal

    3.5. Consumo de drogas

    3.6. Ocio (incluido el turismo)

    3.7. Familia monogámica homosexual (matrimonio igualitario)

    4. Nuevas fuerzas de tradición estructural

    4.1. Protección a todo miembro de la familia (dependientes)

    4.2. Medio ambiente sano

    4.3. Agua y saneamiento

    4.4. Autonomía generacional

    4.5. Desarrollo como derecho y su progresión en el derecho al desarrollo sustentable

    4.6. Desarrollo biotecnológico como derecho de la persona

    4.7. Internet: comunicación, educación, cultura y libertades económicas y políticas

    4.8. Acceso a los bienes culturales (piratería)

    4.9. Información del poder y democratización de los medios masivos de comunicación

    5. Nuevas fuerzas de tradición coyuntural

    5.1. Consulta colectiva y consentimiento informado

    5.2. Justicia transicional: verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición

    5.3. Protección de datos personales

    5.4. Crímenes económicos y regulación e intervención de monopolios privados y entidades financieras

    5.5. Acceso a los medicamentos esenciales

    5.6. Movilidad local y derecho a la ciudad

    6. Protección redoblada o especial a grupos vulnerables históricos y emergentes

    7. Temas no factibles: migración, renta universal, paridad de género en política, democracia global

    8. Derechos humanos emergentes: sumario

    Tercera parte

    Epílogo. Hacia un relativismo social funcional –sociotradicionalista funcional– como forma política de Estado-nación

    1. Indicaciones teóricas sobre la naturaleza relativista de la sociedad contemporánea

    2. Re-acoplamiento estructural entre nuestra sociedad relativista y nuestro modo de gobierno arcaico

    3. Tradicionalismo progresista y relativismo social funcional

    Bibliografía

    A Laura Isabel, María José

    y María Montserrat

    A las instituciones:

    Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

    Universidad Iberoamericana Ciudad de México

    Universidad de Deusto

    Por afirmar en mí la idea de que, como dice Sumner,

    la vida en sociedad nunca empieza con pensamientos,

    siempre empieza con actos, y éstos se estructuran…

    INTRODUCCIÓN

    Cuando algunos derechos de protección frente al poder de fin del Medievo resultan tan parecidos en su redacción formal a nuestros derechos humanos universales –por ejemplo, el debido proceso–, a pesar de referirse aquéllos a una época de cuerpos sociales y éstos a otra de individuos libres, es que en varios siglos hubo conservación, y donde hay conservación opera la tradición. Igualmente, cuando una estructura social –por ejemplo, la homosexualidad– ha persistido por un tiempo suficiente como para constituirse en una costumbre de nuestra sociedad, es que ha habido preservación, y donde hay preservación opera la tradición, debiendo preguntarnos como sociedad, siguiendo el ejemplo, si se puede –no si se debe– ensanchar el universo de los derechos humanos –en este caso de personalidad– hasta abarcar el matrimonio igualitario. De manera más general la pregunta teórica es: ¿tiene algo que decir la tradición acerca de los fundamentos de los derechos humanos?

    Este intento de significar al concepto tradición en política, en particular en el paradigma de los derechos humanos universales, surge de la intuición basada en proposiciones teóricas que afirman que la tradición tiene una gran determinación sobre nuestras instituciones políticas, en general más de lo que suponemos. Una primera cosa de llamar la atención es lo irónico que resulta a un público escuchar que asumiremos el concepto tradición para justificar y proponer órdenes institucionales progresistas. Más aún si bautizamos a esta postura como tradicionalismo progresista. Esto se debe a que por lo común la tradición (o costumbre) se asocia con mirar al pasado, no al presente, menos al futuro. Pues bien, la tradición enfocada como lo hacemos aquí se ocupa ante todo del presente, reconociendo al pasado, y sin dejar de percibir al futuro. Se trata de las instituciones sociales y políticas que nos sirven hoy, pero que están acreditadas por un pasado de utilidad que las hace familiares a nosotros, y a las cuales libre y espontáneamente aceptamos al activarlas día a día como parte de una cadena generacional de actos. Y es precisamente esa penetración anónima y silenciosa la que la lleva a ser incomprendida y repudiada como argumento cuando, por ejemplo, se blande en favor de cosas como el debido proceso o el matrimonio igualitario, acostumbrados como estamos al estridente análisis científico racionalista. De ahí que Tocqueville diga que mucho a lo que hemos asignado una necesidad conceptual, no son sino cosas a las que nos hemos acostumbrado. En nuestro caso, el universo de instituciones políticas tradicionales a estudiar son los derechos humanos universales (DHU).

    En el medio de las teorías sociales y políticas no es fácil encontrar hoy día un tratado sobre la tradición, pues quien la asume es por lo general ubicado como conservador, inmovilista, retrograda. Sin embargo, como veremos, la tradición ha estado siempre vigente en la teoría –en resistencia frente al imperio de la razón–, con defensores eminentes y, sobre todo, con artífices de su renovación y dignificación conceptual, que aportan a la construcción de este tradicionalismo progresista, especie de filosofía política adecuada para el gobierno de la factualmente sociedad relativista –multitendencialista– contemporánea. Por añadidura, dicha ironía toma visos de revancha científica, cuando recordamos que la tradición es un concepto fundamental para escuelas como el conservadurismo, el cual incluso se asume como su depositario.

    El interés por este tema derivó de una propuesta inicial que se abría a los fundamentos sociológicos de los derechos humanos, en el que la tradición estaba junto a otras categorías analíticas como poder, distinción, individualismo, colonialismo, exclusión social, etc. A diferencia de éstas, la tradición atraía por abrir un campo poco explorado. Al profundizar en sus posibilidades, descubrí lo que podríamos llamar núcleo progresista autorreprimido del conservadurismo, pues esta escuela reconoce en el fondo que una estructura persistente en el tiempo justifica su existencia, aunque, al final, resuelve políticamente moralizando racionalmente entre buenas y malas costumbres, según su conciencia –cayendo inevitablemente como escuela en lo que Richard Rorty llama chasco científico–. Pero la semilla germinaba, por lo que hasta cierto punto fue natural ir a nuestra alma mater disciplinar, la sociología, para buscar un armado teórico que sustentara ese estructuralismo de la tradición, asumiéndolo con todas sus consecuencias teóricas. El autor, aunque histórico, era un empolvado William Graham Sumner, mediante la proposición explícita de que la costumbre debe ser estudiada como una estructura social, lo cual la convierte en una fuerza social materialista y no idealista, y por tanto en una autoridad moral desde abajo, sustento en la explicación de lo que son nuestras instituciones políticas y, particularmente interesante, en las que pueden llegar a serlo. A este expediente de teoría social se sumó el de la filosofía política, con el hallazgo del conservador escéptico Michael Oakeshott, quien puede ser calificado como el teórico contemporáneo de la tradición en política, y para quien la tradición debe estar en la base de cualquier esquema de política, pues además de evitar programar a ésta con modelos utópicos de ingeniería social, parte del hecho de que una tradición social de comportamiento es útil porque existe, y ciertamente porque ha existido por algún tiempo, lo cual nada tiene que ver con lo inmutable socialmente. Lo demás fue aplicar un enfoque constructivista con base en numerosos y hasta opuestos autores –a estos últimos los hemos antecedido de un "versus"–, tarea por cierto ardua, pues los tradicionalistas, sobre todo los renovados, han quedado desperdigados en las penumbras de la ciencia. Este abordaje, hasta solidificar un pequeño esquema teórico de un tradicionalismo estructuralista/renovado/progresista, que sirviera ante todo a nuestro objetivo de fundamentar los derechos humanos universales, históricos y emergentes.

    El objetivo de este libro es apreciar las posibilidades del concepto tradición como fundamento de los derechos humanos universales, tanto en los reunidos en la declaración de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), o históricos, como en aquellos propuestos a partir de ese cimero compendio, o emergentes. Se trata de una propuesta distinta, alternativa, inédita en este campo, la cual, con base en la sociología, pretende competir o asimilar a las paradigmáticas en el tema: iusnaturalismo, positivismo, historicismo y consensualismo. Esto exclusivamente en el campo académico. En forma resumida, de acuerdo con el concepto tradición bajo el enfoque estructuralista insinuado, referido a actos y no a saberes, es decir, a una tradición social de comportamiento como algo realmente existente, nuestra fundamentación prescinde de la naturaleza humana por atender ésta a la persona mientras nosotros a la sociedad: dos objetos de estudio completamente diferentes. Así, en lugar de derivar productos histórico-culturales de la naturaleza humana, preferimos hacerlo de la propia evolución sociocultural, donde las tradiciones están enclavadas. A su vez, creemos asimilar al positivismo y consensualismo, pues toda ley escrita emanada del Estado, así como todo consenso político, nunca crean algo nuevo, sino que reconocen recursos modulares de justicia existentes, no del momento, sino con un flujo de simpatía o adhesión por generaciones, lo que los convierte necesariamente en una tradición –el humano nunca estrena la humanidad, afirma Ortega y Gasset–. En suma, positivismo y consensualismo trabajan siempre sobre la base de una tradición de comportamiento político, incluso cuando se originan en un contexto revolucionario innovador. En cuanto al historicismo, creemos que con procesar el dato historiográfico bajo el concepto tradición se le dignifica teóricamente –además de asimilarlo también–, al proporcionarle precisamente el estatus teórico que sus detractores le niegan, en especial los iusnaturalistas. Quedan, pues, cuatro conceptos equivalentes en poder analítico en competencia para explicar el origen de los DHU: naturaleza humana, ley positiva, consenso comunicativo y tradición social. Para nosotros, bajo un necesario enfoque modular, cada uno de estos derechos es un constructo social histórico como parte de nuestra cultura moderno-europea, el cual asume la forma de tradición.

    Ahora bien, si hasta cierto punto es obvio que la tradición social o costumbre puede ser algo importante en el relato de los derechos humanos históricos, la pregunta es qué pasa con los derechos humanos emergentes –los cuales, parafraseando al historiador español Nazario González, nos hacen voltear más bien al futuro–. Para responder proponemos esta definición de estructura social, inspirada en sociólogos clásicos y paradigmáticos como Durkheim, Marx, Elias, Parsons, entre otros: un complejo transindividual evolutivo autorreferente, lo cual es una cosa diferente al grupo social que porta una tradición, y desde luego al individuo que la acciona buscando un fin personal. Se trata de una postura fenoménica, diferente al conocido estructuralismo de subsuelo de tipo lévi-strausseano, de modo que una tradición es lo que aparenta ser, en este caso como praxis social activa en el tiempo. Por tanto, derechos emergentes como la prostitución en tanto oficio legal o el acceso al internet comparten el hecho de ser una tradición viva en evolución –una histórica y otra reciente–, e incluso ser lo que conceptualmente definimos como una institución social tradicional, lo cual insinúa materialistamente desde lo social la posibilidad de su reconocimiento político, en sentido progresista no ideológico-político, sino empírico, por trabajar sobre un objeto real en evolución, como lo es una costumbre. (1) Claro que no toda tradición politizable ha de ser reconocida, pues, como veremos, como condición adicional a ser auténtica, deberá ser funcional –o no disfuncional– al sistema social, lo cual destierra la posibilidad de juzgar su politicidad con base en el juicio moral racional –la conciencia– de cualquier ente, persona o personaje, incluyendo el argumento científico. Con esto nuestro tradicionalismo progresista no renuncia al principio de orden público, básico en cualquier sistema político, pero lo aplica de acuerdo con una selectividad real-funcionalista y no ideal-moralista.

    De manera resumida y aderezada, nuestros fundamentos sociológicos sumnerianos rezan: vivir es la primera tarea por resolver, por lo que la vida, antes que pensamientos, se compone de actos, los cuales al servir repetidamente a necesidades sociales, generan experiencias que concluyen en tradiciones. Éstas se estructuran a partir de cada acto, adquiriendo continuidad, coherencia y consistencia. Son una categoría universal que opera en cualquier medio social igual ahora como en el principio de los tiempos. Las personas en sociedad nunca hacen o siguen una costumbre o tradición para herir o afectar sus propios intereses, por lo cual ésta alcanza una forma final de máxima adaptación hacia un beneficio y crea un estándar del buen vivir, lo cual se liga al bien común social (y suponemos que a la felicidad individual). Como fuerza social, las tradiciones están detrás de las instituciones y leyes de una sociedad, aun en la nuestra abrumadoramente codificada. Nadie sabe cómo ni cuándo surgen, pues nadie fija la experiencia cotidiana en anales, pero en cambio evolucionan por el juego de una energía vital interna (la autorreferencialidad de nuestra definición de estructura). Los argumentos y demostraciones científicos no afectan a las tradiciones, porque ellas viven como en un microclima que nos resulta familiar y depende de la concurrencia y ejercicio de prácticas prerracionales. La moralidad está en ellas mismas y no en cosas ajenas radicadas en el tribunal de la razón. En las tradiciones lo que es, es lo correcto. Buenas costumbres son aquellas adaptadas a los intereses situacionales que sirven, malas costumbres son las no adaptadas a ello. Ahora bien, sí es posible –y deseable– la crítica de las tradiciones, lo que es imposible es la crítica racional objetiva, pues nadie, al hacerla, puede desprenderse de su cultura (o preferencia cultural) con sus propias tradiciones, indefectiblemente asumidas como las mejores (el doble principio relativismo-etnocentrismo), así sea de manera inconsciente. De ahí que todo ataque a una tradición es violencia transcultural. Incluso los derechos humanos, nuestro objeto de estudio, pueden verse como una imposición transcultural (o, como dice Alfred Kroeber, un falso universal). Por esto, cuando llegamos a las tradiciones, nuestro juicio racional o análisis científico termina, razón por la cual no se les estudia para aprobar algunas y condenar otras, sino para ver su ajuste con los intereses que sirven, su relación con el bienestar, y, lo más destacado para este trabajo, su coordinación en un sistema armónico de política.

    Y aquí conectamos a Sumner con Michael Oakeshott. Así, lo que llamamos político tradicionalista progresista prefiere lo usual experiencial al modelo racional de ingeniería social, pues la tradición parte de ser un recurso real corriente y bien probado, con una utilidad mejorada refinadamente por generaciones, costumbre que nada tiene que ver con lo inalterable, y sí con la evolución y el progreso sociales. Por esto para él –como para Burke, Hegel, Gadamer, Tocqueville, Elias, etcétera– la política, y con ella la raíz de nuestras instituciones, consiste más en el arte de leer las insinuaciones de la experiencia humana en sociedad que en guiarse científicamente por ideologías, de tal forma que un esquema de fines para la actividad política aparece siempre en una tradición de comportamiento existente, y la forma que adopta es la enmienda. En esta empresa se tiene que conocer a la tradición en su complejidad y detalle fenoménicos –lo que no significa practicarla uno ritualistamente–, en lo cual siempre habrá fallas y no pocas veces resultados diferentes al esperado. Tampoco nos libramos de crisis políticas graves, quedando siempre mucho de tradición en los procesos de restablecimiento social. Para Oakeshott, entre las características de una tradición destacan: no estar fija ni terminada, no ser susceptible a la distinción entre esencia y accidente, pues carece de un centro inmutable al que pueda anclarse el conocimiento; no haber un propósito soberano a percibir ni una dirección invariable a detectar; y no disponer de un modelo a copiar, una idea a aprender o una regla a seguir. Lejos de una idea abstracta, lo que se aprende es una manera de vivir concreta y coherente, con todas sus complejidades. En suma, una tradición tiene como aspecto básico la evolución y el sentido de cambio, por lo cual la reforma –enmienda de arreglos sociales consuetudinarios– está en su base, sin negar la revolución cuando las coordenadas de necesidad social así lo sugieren. Por esto, concluyen varios de nuestros autores, un entendimiento de la política bajo este enfoque no está hecho para los héroes de la ruptura social y la justicia total, que tanto gustan todavía.

    Nuestro trabajo se estructura de la siguiente forma. En una primera parte se arman las necesarias bases teóricas de nuestro concepto fundamentador: la tradición en política, dado que cada uno de los derechos humanos históricos es una institución política, y a su vez los emergentes demandan serlo. Es una parte sustanciosa justificada en sí misma, puesto que no existe sistematizada una teoría de la tradición en política, como sí lo hay con más o menos grado de avance en las otras fundamentaciones de los derechos humanos. Ahí se parte de la histórica querella razón-tradición, para acumular luego el capital intelectual autoral para una teoría de la tradición renovada, estructuralista y progresista, la cual parte de la presuposición recíproca (dialéctica) tradición-razón, vinculación-libertad, conservación-innovación, herencia-progreso. Partiendo de establecer nuestros cimientos teóricos sumnerianos, distribuidos por disciplinas, ahí aportan autores como Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Vico, Dilthey, Herder, Hegel, Gadamer, MacIntyre, Burke, Tocqueville, Elias, Weber, Habermas, para terminar más detalladamente con nuestro teórico base Oakeshott. Como se dijo, convocados bajo un estilo constructivista en que propios y extraños aportan elementos de teoría, nos parece que esta colección de pensadores no es poca cosa. Hecho este acopio, sistematizamos lo que serían nuestros aportes básicos para la construcción de una teoría progresista de la tradición en política. Por mencionar algunos ítems está el materialismo-estructuralismo, el utilitarismo refinado, el doble principio relativismo-etnocentrismo, nuestro concepto de institución social tradicional, el iuscostumbrismo y el bien común social. Termina esta parte con el ensayo de una taxonomía de tradicionalismos, donde, a diferencia de otros reaccionarios (sagrado, objetivista, conservador), restauracionistas (romántico), uniculturalistas (dogmático), irreales (postradicionalismo), destaca el nuestro progresista, como evolucionario. Su atributo distintivo se sintetiza en la idea de que no se puede ser antiprogresista cuando se trabaja con un ente en evolución continua, como lo es cualquier tradición social viva.

    Una vez construidas esas necesarias bases analíticas, en la segunda parte acometemos el objetivo de apreciar el valor de la tradición como fundamento de los derechos humanos universales, tanto históricos como emergentes. En este sentido, el primer esfuerzo se refiere a emplazar nuestra fundamentación tradicionalista entre las paradigmáticas en la materia, en la línea de lo que ya indicamos en esta introducción. Sigue la parte de mostrar a la tradición como fundamento de los DHU históricos. Ahí se discute primero si es posible hablar de este paradigma como una tradición bimilenaria o incluso de la humanidad, para concluir que los derechos humanos universales son una tradición moderno-europea. Se pasa luego a revisar la construcción de esta tradición, considerando sus antecedentes medievales, su desarrollo en la modernidad bajo los que llamamos ciclos declaracionista y constitucionalista, para de ahí pasar al análisis modular de la fuerza de tradición en la Declaración Universal de Derechos Humanos, todo lo cual nos lleva a un balance de este documento así: un sabio contenido tradicionalista contra excesos de racionalismo político; una fuerza de tradición coyuntural sobre su fuerza de tradición estructural, es decir, los problemas al momento de su elaboración determinando más sus aportes e innovaciones que cambios estructurales de época; pero, también, mostrándose como un documento antiprogresista dentro de un proyecto progresista, el de la ONU hasta hoy. A esto sigue la parte más original del trabajo en cuanto a líneas de propuesta política, que es mostrar el valor de la tradición como fundamento de los DHU emergentes. Para esto asumimos a estos derechos como aquellos temas que se van sumando al momento cimero de la declaración de 1948. En este ejercicio nuestra propuesta consta de más de 30 temas, los cuales cotejamos con los que la ONU agrega desde ese año junto a los que se vienen reconociendo en constituciones o simplemente cuentan con tolerancia político-jurídica en algunos países, así como con los de la declaración de derechos emergentes del Institut de Drets Hummans de Catalunya, surgida del Fórum Universal de las Culturas Monterrey 2007. La conclusión es que muchos de los derechos que proponemos ya han tenido reconocimiento político –sea con bajo o alto perfil– o son reconocidos en dicha declaración, habiendo algunos cuantos de los que no se ha dicho una palabra. Entre los primeros se cuentan la resistencia contra la opresión y la tiranía, los pueblos indígenas, la no pena de muerte, el castigo a genocidios y equivalentes, todos los órdenes sociales relacionados con la libre preferencia sexual (no discriminación, matrimonio igualitario), el que llamamos paquete holandés (aborto, drogas, eutanasia, prostitución, en los que ni la ONU ni Monterrey 2007 se suman), lo relacionado con el medio ambiente (cuidado, desarrollo sustentable, accesibilidad al agua y saneamiento), el desarrollo biotecnológico y el acceso al internet, todo lo relacionado con la información desde el poder y la democratización de los medios masivos de comunicación, la consulta colectiva, la justicia transicional y la protección de datos personales, entre otros. Quedan como propuestas propiamente nuestras: paz, defensa nacional e insurgencia popular, re-entry de otras tradiciones culturales de familia en el mundo (como la poligamia en el mundo árabe), el ocio (con el turismo incluido), acceso a bienes culturales (piratería) y la tipificación de crímenes económicos y regulación e intervención a los monopolios privados (por ejemplo, contra los bloqueos, las prácticas depredadoras de transnacionales y las crisis económicas con los consiguientes programas excluyentes de solución). Cabe añadir que, en concordancia con nuestra teoría tradicionalista estructuralista, no estamos de acuerdo con los temas migración universal (disfuncionaliza al sistema-mundo), renta universal básica (utópico y contrafáctico), paridad de género en la política (sí como programa temporal, no como algo eterno) y democracia global (hasta hoy no hay posibilidades reales de un Estado global), propuestos por Monterrey 2007. Cabe añadir que para este análisis de la fuerza de tradición, tanto en los DHU históricos como en los emergentes, sistematizamos previamente unas cuantas categorías analíticas a partir de nuestra teoría de la tradición, las cuales anteceden al análisis modular de la Declaración. Entre éstas destacan fuerza de tradición estructural, fuerza de tradición coyuntural, ruptura política de la tradición, moda política institución social tradicional e institución política tradicional, entre otras.

    La tercera y última parte del libro la constituye un epílogo, donde tratamos de responder a interrogantes como qué perfil tendría un sistema político nacional basado en la tradición, y, sobre todo, si éste es adecuado para nuestra sociedad moderno-contemporánea. Hemos bautizado a este sistema ideal como relativismo social funcional o relativismo sociotradicionalista funcional. Sobre el término relativismo, equivaldría a un multiculturalismo social que amplía lo étnico hacia lo sociocultural (todo grupo social portador de una tradición, desde dos personas hasta nacional o mayor), para lo cual ofrecemos en primera instancia indicaciones de algunos autores sobre la naturaleza relativista factual de la sociedad contemporánea. De ahí proponemos una corrección estructural, que rectifique el desacoplamiento entre la sociedad relativista actual y lo arcaico de nuestro modo de gobierno, anclado en un estilo antiguo tipo conducción de rebaño humano y no uno moderno tipo administrador profesional de tendencias sociales (para decirlo en un estilo binomial Platón-Weber). Termina esta parte y la obra con una descripción básica y esquemática de este relativismo social funcional, con base en una política tradicionalista progresista.

    Si quisiéramos engarzar en una cadena tradicional los principales aportes sociales y hallazgos teóricos de esta obra, entre los primeros destacaríamos dos: primero, sumar un fundamento más en el equipo de defensa de los DHU y sus temas progresistas; no sólo la naturaleza humana –a la cual no pretendemos desaparecer, sino sólo evitar por atender a otro objeto de estudio–, no sólo la fuerza estatal de la ley positiva, no sólo el consenso más global y democrático posible, no sólo el dato histórico epocal, como las eras de convulsión social que propician el tiempo de los derechos (para usar un título de Norberto Bobbio), sino, y aquí sí para nosotros como la más convincente de las explicaciones, la costumbre o tradición en nuestra sociedad, es decir, ver a los DHU históricos y emergentes como parte de la manera en que estamos acostumbrados a vivir, en este caso en las relaciones de justicia frente al poder. Segundo, si a este factor que podríamos calificar como (re)nacimiento de otro fundamento –el tradicionalista–, sumamos la contribución de poner a disposición de la academia un armado básico de teoría general de la tradición o costumbre en política, tampoco inédito pero sí marginado y sobre todo a-sistematizado, no fácil de encontrar y reunir para su continuada lucha contra el exceso de racionalismo en política, y al cual añadimos además algunos aportes propios, pues creemos que la labor ha sido fructífera.

    En cuanto a los hallazgos teóricos, destacamos: la tradición renovada/progresista ha estado siempre presente –en resistencia– en la discusión política teórica, contando con escuelas y autores relevantes; a partir de autores contemporáneos como Gadamer es posible comenzar a visibilizarla en su importancia práctica para la política de la sociedad, en lo cual los artífices contemporáneos son, a nuestro parecer, Sumner (teoría social) y Oakeshott (filosofía política); hemos podido levantar los cimientos de una teoría básica estructuralista/progresista/renovada de la tradición en política, la cual se distingue de otros tradicionalismos no progresistas, con justa razón atacados y las más de las veces eliminados por el pensamiento anti-tradicionalista; según nuestra teoría, la tradición es reposada e inequívocamente útil, una fuerza social y autoridad moral autojustificada a partir de su praxis continuada, la cual determina definitivamente nuestras instituciones políticas y contribuye de forma directa al bien común social; en el centro y como logro confirmamos que la tradición tiene cuando menos algo significativo que decir en el tema fundamento de los derechos humanos universales, modularmente para cada uno de los contenidos en la declaración de 1948, así como para los que proponemos como emergentes, valor analítico que consideramos suficiente para competir con sus antípodas paradigmáticas, cara a cara con el iusnaturalismo, y, como resolvemos, asimilando al positivismo, consensualismo e historicismo. Sobre el primero, además de su interés por otro objeto, creemos que cae en el chasco científico (falacia) de explicar simples hábitos compartidos en comunidad con cosas de la biología (el ser humano). Sobre el último, sería simple desdén decirnos que el tradicionalismo es una sub-rama del historicismo, pues justamente con la tradición creemos dotarle de la conceptualidad analítica que las otras escuelas –en especial el iusnaturalismo– le escatiman (la enriquecemos con algo que va más allá del mero dato historiográfico); y, finalmente, consolidamos la idea de que esta voz autorizada de la tradición en materia de derechos humanos en tanto instituciones políticas, luce tanto en los históricos y sobre todo en los emergentes, en los que, por ejemplo, resulta significativo decir que la resistencia, los pueblos indígenas, el aborto, el servicio sexual como trabajo formal, la familia gay, el acceso al internet, al agua, al saneamiento y hasta los bienes culturales por medio de fórmulas equivalentes a la piratería están sostenidos en el hecho de ser tradiciones sociales de la sociedad en que vivimos, es decir, son parte de nuestro propio grupo sanguíneo", para usar la metáfora de Oakeshott. (2)

    Y aquí vale precisar que cuando clasificamos estas nuevas tendencias libertarias y sociales como derechos humanos, es porque tienen una línea genealógica ascendente con algún derecho humano histórico en tanto tradición política, por ejemplo, la prostitución con la libertad de elegir trabajo y el aborto con el momento, espaciamiento y número de hijos; es decir, son parte del árbol genealógico de los derechos humanos. Y para quien le haga ruido asociar por ejemplo el consumo de drogas con un derecho humano, recordamos que la Suprema Corte de Justicia de la Nación en México ha descansado su reciente sentencia de que el consumo de mariguana no es anticonstitucional, en el principio de que es un procesamiento de la libertad individual, en el orden de los derechos humanos de personalidad, en cuyo trasfondo está la dignidad de la persona. El hecho es que no hay que perder de vista que el centro de la discusión no es cómo nominar a estos derechos emergentes, sino, como dice Sumner y proponemos, la posibilidad real de incorporar a estas costumbres evolutivas nuestras en un sistema armónico de política, adecuado al tipo de sociedad plural que somos.

    Quiero expresar mi agradecimiento en el grato y hasta hace poco inconcebible campo familiar interdisciplinar, a María Montserrat Farías –en especial por la profusa retroalimentación autoral y argumental desde sus estudios de historia–, María José Farías y Laura Isabel Barba, pues, como dice Oakeshott, en la difícil tarea de apreciar una tradición hay que ir a las maneras de cómo la vive una sociedad, sentido en el cual sus apreciaciones a mis recurrentes inquietudes costumbristas han sido muy valiosas. Deseo reafirmar de salida –en tono de confesión– que este trabajo es ante todo fruto de mi compromiso intelectual progresista con las libertades personales, accesos a la justicia procesal, participaciones políticas ciudadanas y prestaciones económicas y de seguridad social de nuestra sociedad liberal-igualitaria. De ahí que derechos emergentes como los mencionados no son mero deseo o posición reflexiva momentánea, sino, como sugiere Hegel de la tradición, la activación en el presente de la cadena generacional que nos une con el pasado en tanto civilización particular. La ciencia es un debate interpretacionista permanente y, a fin de cuentas, parafraseando a Manuel Cruz cuando habla de la tradición en Gadamer, ha valido la pena aportar a la discusión este esfuerzo por fundamentar los derechos humanos sobre aquello que nos está sosteniendo siempre.

    1. Para aquellos que nos quieran tachar de conservadores políticamente hablando por adoptar la categoría tradición, en vez de, por ejemplo, libertad personal, consenso democrático o incluso revolución social, la pregunta teórica es: ¿cómo se puede ser conservador trabajando sobre un objeto de estudio en evolución (aunque a primera vista no lo parezca)? O, por ejemplo, ¿qué no acaban trazando todas las revoluciones zonas estáticas como fin de la historia? Adaptando al profesor Torres Nafarrate cuando habla de Luhmann, no es que esta teoría sea conservadora, sino que es la propia sociedad la que se muestra conservadora en su actuar (en el sentido de evitar los saltos al vacío que Parsons criticaba a Marx). Además, mírese aunque sea de reojo el cuadro de nuestra propuesta de derechos emergentes, a ver si hay ahí sabor a conservadurismo político.

    2. Cabe aclarar que nuestra posición no es desear ni fomentar la prostitución, el aborto, el suicidio, la guerra, etc. Se trata sólo de ser fiel a un enfoque teórico (sociológico), el cual, como se fundamenta en el texto (R. Barthes), considera al fenómeno aberrante igual que otro cualquiera en términos analíticos (por ejemplo, con el adorar a dios, si se quiere mencionar un fenómeno edificante), y que, como todos, cumple una función social.

    PRIMERA PARTE

    Capítulo 1

    LA TRADICIÓN EN POLÍTICA

    Aunque la palabra tradición suele remitir a la transmisión de algo como saberes, textos o ritos de tipo sagrado, siguiendo un canon y con su consabido culto al pasado, también se usa en ciencia política para referir si una unidad política basa sus instituciones en su praxis histórica por sobre el diseño racional de modelos de ingeniería social, a despecho de esa praxis. En este sentido, por tradición entendemos aquí una tradición social de comportamiento, es decir, un comportamiento social basado en actos experienciales espontáneamente repetidos, por un tiempo suficiente como para generar un flujo de adhesión o simpatía hacia esa praxis, lo cual se materializa en un tipo de estructura social basada en el tiempo. Bajo ciertas condiciones, una estructura así es la materia fundamental en la creación de instituciones políticas. Por ejemplo, en nuestro tema derechos humanos, el debido proceso y la libertad de religión (históricos), o el acceso libre y gratuito al internet y el derecho al agua (emergentes). La tradición es, pues, un hecho social –materialista y no idealista– que genera un fenómeno social, al cual metodológicamente se estudia como estructura social, y que determina en gran medida las instituciones políticas de una sociedad, en nuestro caso los derechos humanos universales como parte de la modernidad. Como estructura social se refiere a un fenómeno en evolución (histórica), en el cual, por tanto, cabe la idea de progreso (progresión hacia algo). De ahí que en términos de filosofía política bauticemos al nuestro como un tradicionalismo progresista –por absurdo y contradictorio que parezca–, lógico, natural y obvio desde el momento en que basamos nuestro análisis en una entidad en evolución autorreferente, lo cual, como veremos, encuentra su base científica en la teoría estructuralista de William Graham Sumner, sociología de tipo descriptivo que procesa a la costumbre de manera similar a la parte de la historia, antropología, filosofía y derecho que ve en la tradición o costumbre un producto sociocultural vivo.

    Antes de adentrarnos en la teoría social y política de la tradición, precisemos por qué usamos como base la palabra tradición, aunque etimológicamente –y sociológicamente– nuestra concepción socioestructuralista queda mejor expresada con el término costumbre. Mientras costumbre (del latín vulgar consuetumen de consuetudinem) se refiere a la repetición frecuente de un mismo acto –o al modo habitual de hacer las cosas–, lo cual está en la base de la definición de tradición dada arriba; tradición (del latín traditio) remite bajo su significado de transmisión a la idea de conservación y entrega de un legado, lo cual encaja más en una postura personalista-trascendental –entregar algo tipo sagrado, a quien lo ha de conservar y a su vez transmitir (intacto)–. En ambos casos es central la idea de conservación y preservación, pero mientras en un caso predomina el acto materialista-estructuralista, en el otro el acto ritual idealista-trascendental. No obstante, usaremos como base la palabra tradición, simplemente porque así es lo usual o familiar en la filosofía política. Esto con base en el paradigma al uso que desestima la pregunta cartesiana sobre la realidad real del significado de una palabra, a cambio de la pregunta por su familiaridad de uso en un medio sociocultural. Es decir, la palabra tradición según su uso habitual en la jerga teórico-política, en lugar de la pregunta por la esencia real de su significado y por la etimología. Autoralmente podríamos resumir, Wittgenstein en lugar de Descartes, a lo cual se había anticipado Vico, cuando afirmaba que el idioma italiano es exactamente lo que la gente que lo usa piensa qué es. Sobre esta usualidad del término tradición en nuestra jerga académica, y considerando que el análisis de los derechos humanos como instituciones políticas se asienta más en la filosofía política –aunque con una base teórica en la sociología estructuralista–, dan testimonio, por ejemplo, la inmemorial y vigente pugna razón versus tradición; autoralmente, Michael Oakeshott, el gran teórico contemporáneo de la tradición en política, lo mismo que Gadamer, MacIntyre, Tocqueville, Hegel, Weber, por mencionar algunos de nuestros mentores en este trabajo.

    En suma, aunque nuestra base analítica estructuralista está en la sociología descriptiva de las costumbres para la categoría grupo social o sociedad –William Graham Sumner, con su sabor antropológico–, usamos el concepto tradición por ser lo usual, familiar o tradicional en la teoría política, histórica y contemporánea. A partir de este término desplegamos varios sinónimos, entre ellos costumbre como el gran equivalente funcional. Asimismo, otros más ilustrativos, didácticos o enfáticos como: tradición social, prácticas culturales tradicionales o simplemente prácticas culturales, uso, usanza y hábito (a sabiendas que éste se refiere más a un acto individual). Por nuestra parte añadimos normalidad social o regularidad social por costumbre (M. Weber), pues reflejan muy bien a la tradición como parte de nuestro ser social, facilitando incluir fenómenos personalistamente indeseables y socialmente aberrantes, como el aborto o la prostitución. Ahora bien, aunque uso y costumbre es muy elocuente cuando se trata de describir una práctica vivencial arraigada en el pasado de cualquier grupo, no necesariamente étnico, preferimos dejarlo a la antropología y etnología, sencillamente por la aludida familiaridad disciplinar como elemento distintivo, pero igual lo podremos usar con fines ilustrativos. Para demostrar esta indistinción de base entre tradición y costumbre con la preferencia por usualidad hacia la primera, nótese cómo el significado de la proverbial sentencia de Edmund Burke sobre el origen de los derechos fundamentales no cambia con cualquiera de estas dos palabras (paráfrasis corta): los derechos de los ingleses derivan no de la naturaleza humana, sino de una larga tradición/costumbre de justicia practicada por ese pueblo. O bien, en lo que vendría a ser una versión exhaustiva del título de este estudio: la tradición/costumbre como fundamento estructuralista de los derechos humanos: históricos y emergentes.

    1. LA MILENARIA RESISTENCIA DE LA TRADICIÓN FRENTE AL IMPERIO DE LA RAZÓN

    En esta parte recorreremos algunos puntos de la histórica querella razón-tradición en teoría política, la cual tiene momentos intensos desde el siglo XVIII hasta la actualidad, pero cuyos componentes es posible rastrear hasta la antigüedad. En ella intentaremos demostrar el lugar siempre importante de la tradición –como un vigoroso contendiente a tener en cuenta hasta nuestros días–, si bien eclipsado por el triunfo discursivo de la razón, sobre todo a partir de la Ilustración. (3) Así, si nos ubicamos en la era postcristiana, asistimos a un largo dominio de la razón objetiva en teoría política, con la tradición-experiencia en resistencia. Cabe asentar que cuando hablamos de este imperio de la razón nos estamos refiriendo a la historia de las ideas políticas, porque, según pasemos al terreno de las instituciones políticas realmente existentes, la fuerza de la costumbre es más poderosa de lo que por lo general suponemos, estando de una u otra manera presente en lo que son nuestras instituciones, en nuestro caso a demostrarse en los derechos humanos.

    Siguiendo la descripción de Robin Collingwood (2004) acerca de la aportación de Giambattista Vico a la ciencia de la historiografía, al menos en la antigüedad denominada periodo homérico, hubo un predominio de la tradición sobre la razón en la forma de abordar la política. Esto fundamentado en la existencia de un gobierno de la aristocracia guerrera, de una economía agrícola, de una literatura de baladas, de una ética bajo la idea de la hazaña personal y la lealtad, entre otros factores. En este contexto, temple y sabiduría –elementos asociados con la tradición– fueron factores esenciales para el buen gobierno de la sociedad. A partir de Sócrates y Platón, la idea racional pasa a dominar el pensamiento político, no obstante que en la antigüedad se practicó un pragmatismo sumamente tolerante hacia las costumbres de los extranjeros en tierra propia, y desde luego de los pueblos conquistados. De acuerdo con Richard Rorty (1996), se abandona a la comunidad con sus instituciones tradicionales en aras de la verdad objetiva, lo cual, como veremos con Oakeshott, desemboca en el moderno racionalismo político, para el cual la mejor institución depende de la adecuada aplicación del intelecto científico en su construcción, y no el mero hecho de que haya demostrado ser útil en la praxis por generaciones. De ahí que Rorty enjuicie a la falacia cartesiana, al afirmar que ésta monta axiomas donde no hay más que hábitos compartidos; en otras palabras, tradiciones sociales.

    A continuación destacamos algunos puntos en la histórica rivalidad razón-tradición, unas veces como batalla abierta y otras como debate asincrónico, en un horizonte que abarca la antigüedad griega, la Edad Media y la modernidad, hasta nuestros días.

    En lo que hace a la intelectualidad en la Grecia antigua, la discrepancia razón-tradición se puede ilustrar con la contraposición de visiones de Platón y Aristóteles sobre el modelo de política conveniente a la sociedad, en este caso no como una polémica abierta, sino como interpretación de textos correspondientes a distintas épocas. En el caso del Estado trazado por Platón (2005) en La República o de lo justo, en lo que aquí nos interesa, se trata de una obra de ingeniería social, exceso de racionalismo en política, a contrapelo de las tradiciones –usos y costumbres– de los diferentes pueblos griegos. Como se sabe, la finalidad de esta obra consiste en trazar un modelo (utópico) aplicable a todo el mundo griego –universal, en ese contexto cultural–. Un esquema de Estado perfecto, gobernado por monarcas justos, formados en una virtuosa integración de la ética y la política, gracias a un selectivo acceso de esa élite al conocimiento de la filosofía como ciencia superior (única disciplina que, según esto, posibilita el acceso a la esencia de las cosas). Sin embargo, muy conocida en sus detalles instrumentales, la propuesta platónica no resulta tan utópica como parece, desde el momento en que propone la educación en los valores, conceptos e instrumentos de ese modelo, para niños extraídos desde pequeños a los usos y costumbres de sus comunidades, los cuales serán los futuros gobernantes en un mundo griego unificado bajo una sola idea política de gobierno. (4) Cabe añadir que cuando Platón habla aquí de costumbres, desdeña las viejas, o sea, las auténticas, es decir, aquellos comportamientos enraizados por repetición, anteponiendo nuevas costumbres, que en este caso no pueden ser más que elementos de ideología, dado que una tradición jamás se impone sino que se construye involuntaria y cotidianamente en reiteraciones de prácticas de comportamiento a través del tiempo. Se trata entonces de lo que Eric Hobsbawm llama tradiciones inventadas, muy socorridas por el poder político en cualquier época y lugar para crear un imaginario colectivo legitimador.

    Por su parte, Aristóteles (2000) representaría una voz más apegada a la tradición, al partir del reconocimiento de las circunstancias o los contextos en vez de generalizar una idea (siempre particular), con lo cual su propuesta de afirmación de las leyes e instituciones de la ciudad griega antigua tiene como principio el reconocimiento de las diversas costumbres locales. Esto lo aborda en La política, obra en la que analiza las distintas formas de constitución para un Estado. (5) A juicio de algunos críticos, lo que ahí se plantea es una visión estrecha y baja en genialidad respecto de las aportaciones de Aristóteles en otras materias. Según nosotros, se estaría más bien ante sabiduría en plenitud –estructuralismo aristotélico–, desde el momento en que se logra distinguir la tradición política en la propia cultura, en vez de crear modelos abstractos de ingeniería social, y de cambiar leyes e instituciones con base en la razón objetiva –idealismo platónico–. Es por esto que La política no deja de contener tonos en defensa de la diversidad, cuando para unos es mejor la aristocracia mientras para otros la monarquía o la democracia. Y esta tolerancia más que en nuestro siglo XXI, cuando la democracia moderna se nos propone como modelo a seguir en todo el mundo, asumiendo las veces de pensamiento único. Reconocimiento de los contextos al optar por una forma de gobierno, respeto de las tradiciones culturales –normalidades funcionales– del mundo griego como la esclavitud, la guerra (nunca de exterminio), la rebelión, la educación pública y el patriarcado, es lo que nos ofrece este autor en esta a veces incomprendida obra. (6) Aristóteles observa que no es la mejor idea abstracta-racional de una constitución lo mejor para una sociedad, sino la más adaptable a sus prácticas culturales particulares y situación concreta. El mejor modelo de constitución es aquel que sea posible según las circunstancias, sería la conclusión aristotélica, en este caso escrita en el tono pragmatista que lo hará nuestro teórico central de la tradición política en nuestros tiempos, Michael Oakeshott.

    Ahora bien, respecto de la ley, ya como insumos de teoría, Aristóteles afirma que ésta deriva de la costumbre, y de ella obtiene la fuerza que tiene para inducir a la obediencia, y como se construye en el transcurso del tiempo, el cambio veleidoso de leyes –exceso de racionalismo político– puede acabar por debilitar su fuerza (p. 187). De ahí deriva que las normas legales consuetudinarias tienen mayor autoridad y versan sobre materias de mayor importancia que las leyes escritas; y así, aunque el gobierno de un hombre pueda ser más seguro que el de la ley escrita, no lo será más que el de la norma consuetudinaria (p. 218).

    Como veremos en general y en el caso de los derechos humanos, el hecho de que para nosotros la ley escrita sea más determinante que para los griegos, no anula que en uno u otro caso la norma obligatoria o vinculante tenga su origen y fundamento principal en la costumbre, más precisamente en la construcción empírica día a día de una tradición social.

    Por lo que se refiere al pensamiento de la Edad Media, un ejercicio de ingeniaría social utópica es el de San Agustín, quien considera la existencia de dos ciudades, la de Dios, identificada conceptualmente con Jerusalén, y la terrestre, identificada con Babilonia. Esta última es el resultado de la corrupción del hombre por el pecado original, mientras la primera representa la comunidad cristiana que viviría de acuerdo con los valores contenidos en la Biblia y los evangelios. Éste es un ejercicio equivalente a la república ideal de Platón, pero en correspondencia con los tiempos en que la Iglesia era el factor clave para la unidad político-cultural de Occidente.

    Hacia el final de la Edad Media, bajo el tema de la rectoría de la Iglesia sobre todas las cosas del hombre y su mundo, incluida la política, Santo Tomás de Aquino (2004) nos presenta un modelo de política y tratamiento de las costumbres tolerante, pero sólo como un subproducto del dogmatismo cristiano de su tiempo. En este ejercicio Santo Tomás profesa las argumentaciones de Aristóteles, asimilándolas a la moral racional cristiana como una especie de superestructura dominante sobre la diversidad cultural factual. Se trata de una adaptación de las ideas aristotélicas al proyecto político de la Iglesia de ese tiempo, justo en las circunstancias en que el poder evoluciona hacia su secularización. Sin embargo, esa tolerancia tomista nos resulta igualmente útil a la hora de estudiar a la tradición o costumbre, pues él mismo percibe el error político que consiste en gobernar coartando tradiciones locales, así como reconoce la diversidad en el ser comunidad política –así sea pequeña–, alejándose del modelo único agustiniano. Sin embargo, al menos en política, no podríamos ubicar a Santo Tomás como lo que llamamos tradicionalista renovado (la tradición en presuposición recíproca con la razón), como sí lo hacemos con Aristóteles, pues, para decirlo con un ejemplo, si el griego vería como una normalidad social particular que en una ciudad-Estado se realicen sacrificios humanos (una curiosidad de un pueblo helénico provinciano), al Santo esto le resultaría absolutamente intolerante –una mala costumbre– desde el techo ideológico del dogma cristiano vigente, lo cual convierte al suyo en una especie de pensamiento único, de aquellos que suelen presentarse como plataforma universal de valores.

    Así, Santo Tomás acepta la pluralidad de formas concretas de gobierno y leyes, pero, a diferencia de la posición más naturalmente localista de Aristóteles, correspondiente a una diversidad de formas nacionales de vivir la cultura griega, el de Aquino lo hace bajo una especie de concepto de tolerancia (pragmática), propia de las filosofías políticas de formato único (universalistas), en este caso bajo un modelo ideal, armónico, en niveles de jerarquía ascendente entre la ley humana (positiva), la ley natural (principios comunes a todos, derivados de la razón) y la ley divina (Dios como el supremo legislador del mundo), todo lo cual, como dijimos, tiene un correlato histórico en la Iglesia católica del siglo XIII como factor de unidad en Occidente.

    Ahora bien, en lo que se refiere a la mutabilidad de las leyes, Santo Tomás coincide con Aristóteles en que cambiar por cambiar puede acarrear más males que beneficios, siendo la costumbre una especie de termómetro de las buenas leyes. Sin embargo, y esto ya con tintes de la concepción dogmática de su edificio intelectual, no acepta que la costumbre tenga fuerza de ley, y por ello malas costumbres, contrarias a la justa razón, jamás podrán ser legisladas. Esto debido a que la costumbre no puede cambiar la ley natural y la divina, además de incluir generalmente cosas malas –especie de errores o desviaciones sociales– que corresponden al ámbito de las prácticas de las personas en privado. Sobre esta especie de moralismo racional-divino de la tradición, concluye que "ninguna costumbre puede tener potestad sobre la ley divina y la natural, pues dice Isidoro en el libro 2 de los Sinónimos: la costumbre ceda ante la autoridad; que la ley

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