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Pedro Morandé: Textos sociológicos escogidos
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Libro electrónico518 páginas6 horas

Pedro Morandé: Textos sociológicos escogidos

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La colección de diecinueve artículos reunidos en este libro busca introducir el pensamiento de Pedro Morandé en una nueva generación de lectores y revelar la actualidad de sus preguntas. El autor aborda temas variados, como religión, cultura, educación y familia, y todas ellas son cruzadas por una sola gran inquietud: la suerte que pueden correr la persona y la cultura en contextos de creciente complejidad, avance técnico y diferenciación funcional.

La riqueza y lucidez de estos escritos son expresión fiel de la enorme contribución académica de Pedro Morandé, que lo confirman como uno de los más destacados sociólogos del último tiempo.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones UC
Fecha de lanzamiento24 jul 2017
ISBN9789561421271
Pedro Morandé: Textos sociológicos escogidos

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    Pedro Morandé - Andrés Biehl

    AUTOR

    PRESENTACIÓN

    Este libro nace de una conversación con Pedro durante el segundo semestre del año 2015. En ella le planteamos la idea de hacer una selección de sus escritos, ordenados por las áreas temáticas que trabajó durante su carrera académica. El implícito de la conversación era y es el diagnóstico de que su pensamiento y su obra estaban perdiendo relevancia en las nuevas generaciones de cientistas sociales, así como en la discusión pública del país. En parte, porque las ciencias sociales han dado un giro más empírico apoyado en nuevas tecnologías que se aleja de su propia tradición más ensayística y filosófica; en parte también porque su trabajo está disperso en múltiples revistas, muchas de ellas difíciles de encontrar, y en conferencias a lo largo de cinco décadas de trayectoria. Pedro sonrió y acogió la oportunidad, facilitándonos el acceso a su archivo para que libremente escogiéramos y discutiéramos con él acerca de los textos que nos parecían más relevantes.

    Este trabajo está dedicado a una nueva generación de sociólogas y sociólogos, quienes no tendrán la suerte de contar con Pedro como profesor. Por nuestra parte, y conscientes de que la sociología no es una disciplina extraña a la eficacia de los vínculos no contractuales, este texto es también un gesto de retribución a la experiencia de asistir a sus cátedras, presenciar su apertura hacia la curiosidad (y el desconcierto) de los estudiantes y, en buena hora, su capacidad de despertar el interés por la docencia. Este libro, finalmente, busca situarse en la circulación y transmisión de saberes que anima a la institución universitaria desde sus orígenes.

    El objetivo de esta colección es introducir el pensamiento de Pedro a una nueva generación de lectores y revelar la actualidad de sus preguntas. Pedro insistió en que sus grandes preocupaciones habían girado en torno a la teoría y la filosofía social, la religión y la cultura, la educación y la familia, las que permiten ordenar temáticamente esta edición. Pero tal variedad de temas e intereses está atravesada por una sola gran inquietud: la persona y sus vínculos sociales en contextos de creciente complejidad, avance técnico y diferenciación funcional. Estos cambios sociales han alterado los parámetros culturales que dotaban de sentido a la realidad, poniendo en tensión a la persona en términos de su acceso al saber y la solidaridad entre generaciones. Pedro estuvo siempre alarmado por la reducción de la persona a un rol social y a una apertura puramente técnica al mundo que la rodea. Por ello quisimos también agregar artículos que reflejaran su preocupación por el medio ambiente y por la ecología (natural, cultural y social) que hacen posible el desarrollo de la persona en el conjunto de sus múltiples dimensiones.

    La selección de artículos y conferencias se ajustó a los siguientes criterios. Primero, que cada sección se hiciera cargo de un área temática desarrollada por su obra. Ello resulta en cinco secciones que tocan los siguientes problemas: Cultura en América Latina y crítica a las teorías de la modernización, educación y universidad, ecología humana, familia y sociología de la religión. Segundo, que en cada área se pudiera observar la evolución del pensamiento de Pedro, desde sus orígenes –que dialogan con las teorías del sujeto y los distintos esfuerzos de desarrollismo– hasta la incorporación de la teoría de sistemas y su empalme con la antropología filosófica. Ello resulta en artículos y conferencias esparcidas desde principios de 1980 hasta los 2010. Tercero, quisimos ofrecer algunos artículos inéditos para el público chileno, publicados en revistas y conferencias en el extranjero, que dieran cuenta de la preocupación práctica de Pedro por estos temas. Con ello, orientamos empíricamente la presentación de su obra, que reflexiona sobre las consecuencias concretas del cambio social en problemas tan diversos como la ecología, la pobreza y el desarrollo tecnológico. Decidimos, finalmente, mantener a un mínimo las notas aclaratorias (señaladas como NdE). De esta forma, buscamos que el texto luzca bien por sí solo y se lea sin detenciones.

    El libro abre con la Cultura en América Latina y crítica a las teorías de la modernización. Esta sección ofrece el núcleo de la crítica de Pedro a la sociología de la modernización y del desarrollismo latinoamericano, el rescate de la cultura como clave hermenéutica y la precisión acerca de en qué consiste la unidad cultural de la región que ha escapado a las categorías de las ciencias sociales. De esta sección resultan claves los capítulos 1 y 3, que vienen siendo el diagnóstico del problema y la propuesta, respectivamente. El primer artículo, La crisis del paradigma modernizante de la sociología latinoamericana (1982) arranca del diagnóstico de la precariedad de la teoría social latinoamericana para comprender la particularidad de su realidad. El artículo revisa críticamente la recepción de la obra de Max Weber en América Latina, el supuesto de la racionalidad técnica, y su expresión en las políticas de desarrollo de la región. Ya en 1980, Pedro advertía la continuidad entre el paradigma desarrollista, encarnado en la Cepal y su propuesta de planificación estatal, y el neoliberalismo post dictadura. La ceguera frente a la cultura, pensaba Pedro, dio origen a dos recetas que proponían un manual con un atajo al desarrollo. Así, América Latina quiso desarrollarse y crecer por medio de la planificación sin tener Estado, y del capitalismo sin tener mercado. Modernizar la política y la economía, poniendo entre paréntesis la realidad, la cultura e historia arriesgaba un aumento de las consecuencias no deseadas, y efectos de segundo orden, que quedaban sin explicación por los paradigmas técnicos del momento.

    Esta crítica no queda en un nivel abstracto. El siguiente artículo, El varón en la cultura, reflexión sociológica, pregunta acerca del papel del hombre en la cultura latinoamericana y las consecuencias históricas del ausentismo paterno, el aprecio a la madre, y la heteronomía masculina. En esa misma línea, los siguientes tres artículos, La formación del ethos barroco como núcleo de la identidad cultural iberoamericana (1991), La pregunta acerca de la identidad cultural iberoamericana: análisis de algunas cuestiones disputadas (1996) y La fiesta popular como síntesis cultural (2002) recogen la polémica acerca de la unidad cultural de la región, que se dio con fuerza a raíz del bicentenario de la conquista de América y la crítica al legado colonial. Desde distintas aristas, plantean la tesis del surgimiento de las culturas iberoamericanas a partir del encuentro y síntesis de la herencia amerindia, europea y afroamericana. El foco está en el encuentro y estabilización de un modus vivendi iberoamericano, que se hace posible por el mestizaje y la mediación cultural que ofrece el Barroco. La clave interpretativa es la relación entre oralidad y escritura que da origen a una cultura popular basada en la presencia. El Barroco se considera como el movimiento capaz de dar pie a una ecúmene en el continente, de la misma forma en que se pondera el rol del culto mariano. No es de extrañar, entonces, que esta aproximación objete las orientaciones modernizadoras prevalentes en Iberoamérica. La reflexión concluye con una conferencia que destaca la importancia de la relación entre oralidad y escritura que se da en el contexto iberoamericano y cómo esta puede ser comprendida mediante la forma en que el sujeto colectivo es representado en la fiesta. El último artículo, Globalización e identidad en América Latina (2013) pone el acento en la continuidad de la modernidad como forma de organización de la sociedad, pero advirtiendo un cambio cultural que destaca la importancia de los medios de comunicación audiovisuales y el alcance de la pregunta por un nuevo proceso de síntesis, capaz de incluir ya no solo a la oralidad y la escritura, sino también a las nuevas tecnologías de la comunicación. Con ello, queda planteada la pregunta acerca de la cultura y su relación con la sociedad.

    Esta primera sección, más abultada que las siguientes, se comprende en razón de la importancia y recepción que tuvieron en la comunidad académica. No sería exagerado señalar que el principal impacto de la obra de Pedro refiere a la reflexión sobre el singular carácter latinoamericano, que difícilmente puede ser explicado por las teorías del desarrollo que él mismo criticó.

    La segunda sección, Educación, transmisión de la cultura y sentido de la universidad, plantea un paralelo entre educación, cultura y persona que enfatiza el carácter irreductible de cada uno de ellos. Se centra en el sentido de la educación universitaria en la búsqueda de unidad y transmisión de una tradición y la formación de la persona en el contexto de una sociedad compleja. Recoge una amplia reflexión, muchas veces vertida en conferencias y alentadas por los cargos universitarios que desempeña Pedro desde los años noventa, como pro-rector y luego como decano de la Facultad de Ciencias Sociales. El proyecto cultural de la fundación de la universidad en América (1990), discute la empresa cultural que quiere difundir la Corona a través de la universidad en América, principalmente la difusión de la escritura en el contexto de una cultura primordialmente oral. Se lee como una continuación de los artículos de la sección anterior, resaltando aquí una dimensión programática del encuentro cultural. Retos educativos de la sociedad de la información (2001), constituye un salto de una década y levanta la pregunta acerca del rol de los medios audiovisuales en la transmisión del saber universitario, principalmente de la escritura y lectura, en el contexto de la especialización de las disciplinas universitarias. El riesgo, advierte Pedro, es olvidar el sentido de conjunto del saber, que ofrecía la universidad, y reducirlo a información. En ese sentido, el problema que atraviesa la universidad actual no solo pasa por desconocer su propia tradición que permitía la mediación cultural, sino que también está desafiada por la tecnología. La distinción entre saber/información que impone una diferenciación funcional, tensiona la búsqueda de síntesis y unidad cultural que la caracterizaba. El último texto profundiza este aspecto del desafío tecnológico. Un nuevo humanismo en el contexto de la actual industrialización de las universidades y de la pérdida de la tradición sapiencial (2012), atiende a una creciente reducción de la educación a indicadores de desempeño y la estandarización del conocimiento, con el consiguiente efecto de subsumir a la persona a un rol funcional y limitar la apertura al conocimiento a aspectos parciales (informativos) de este. De ser un espacio de cultivo y traspaso del saber, la organización funcional de la sociedad especializa a la universidad, restringiendo la capacidad de apertura de la persona (i.e. el estudiante), de pensar críticamente y out of the box. Con ello, se pueden alcanzar mediciones e indicadores de calidad educativa, cuyo logro no necesariamente implica calidad humana. En esta última conferencia, Pedro echa mano al cristianismo y la antropología filosófica para reafirmar la universidad como el lugar de preguntas abiertas y de búsqueda de la unidad detrás de la especialización.

    La tercera parte, Habitar un mundo en común, desarrolla el concepto de ecología humana, tomada de Juan Pablo II, definido como el entorno que hace posible la formación y vida plena de la persona, atendiendo a los problemas del medio ambiente y de la desigualdad social. Desafíos éticos de los problemas del medio ambiente (1990) busca abordar adecuadamente las dimensiones temporal y social de la problemática ecológica. Postula una ética de la gratuidad –que supone una relación de interdependencia entre los agentes involucrados– que supera el individualismo racional de los marcos éticos del imperativo categórico y de la ética subjetiva de los valores. Con ello, la gratuidad –inter e intrageneracional– queda como el fundamento que hace posible la transmisión de una ecología que permite el desarrollo de una vida propiamente humana. Por su parte, Persona y naturaleza: perspectivas para una ecología humana (1993) sitúa la pregunta por el adecuado desarrollo de la persona en un contexto capaz de reconocer la importancia de la naturaleza como aquello que nos ha sido gratuitamente dado y el deber ético que ello impone. El estudio de las desigualdades sociales en las diversas ciencias sociales: enfoque desde la filosofía social (1994) aborda la pregunta por la desigualdad desde un enfoque que excede la mera consideración económica utilitarista y pone el énfasis en la calidad de los vínculos sociales, de su gratuidad, también en el contexto del entorno que favorece el desenvolvimiento de una vida humana. Si bien estos artículos y conferencias se sitúan en la década de 1990, la consideración sobre ecología viene también a referir a la pregunta por la tradición y sus implicancias para la articulación de una sociedad que, en el marco de una creciente diferenciación funcional, sea capaz de permitir el desarrollo de la persona como aquella que es irreductible a ámbitos funcionales singulares.

    La cuarta sección introduce una dimensión central de la ecología humana: la familia. Comprendiéndola como clave que otorga una perspectiva temporal y cultural a la sociedad, Persona, familia y sociedad se compone de cuatro artículos. La familia como generadora y transmisora de cultura (1994) reflexiona sobre el rol de la familia en la formación de la persona y la transmisión intergeneracional de la cultura; La imagen del padre en la cultura de la postmodernidad (1996), retoma el argumento de El varón en la cultura (sección 1) y exhibe los riesgos concretos de pensar la familia en clave iluminista, centrada en el individuo. Discute el problema de la paternidad, incluyendo la pérdida de autoridad, en el marco de la teoría de sistemas. Este es el ensayo más sustantivo de esta sección en términos sociológicos, mostrando los límites de la ilustración, rescatando la figura de Marcel Mauss y reivindicando la familia como un ámbito no funcional dentro de la actual sociedad funcionalmente diferenciada. Los últimos dos artículos, Familia y sociedad contemporánea (1997), La familia como comunidad de personas" (2010) concluyen, en el espacio de trece años, con un tono más optimista acerca de la familia. Ambos enlazan con la ausencia del padre en la cultura latinoamericana. La pregunta concierne al lugar de la persona en la familia y a esta en el contexto de la sociedad funcionalmente diferenciada. La lectura acerca de la familia comprende una hermenéutica de la tradición cristiana que ve en la familia un reducto no funcional que da estabilidad a la sociedad. En su conjunto, los artículos y conferencias de esta sección, permiten apreciar el carácter polémico de la figura de Pedro en debates como el divorcio y el aborto, y comprender su postura, se esté de acuerdo o en desacuerdo, acerca de cómo la legislación (en tanto planificación) debilita a la familia y por lo tanto, a la sociedad.

    La quinta y última parte, Religión y simbolismo, recoge tres obras desde 1981 hasta el 2012 y expone elementos fundamentales del pensamiento de Pedro: el rol del sacrificio en la constitución de la sociedad y de su cultura, central en sus obras de los años ochenta, y la religión como experiencia viva en el contexto de la diferenciación funcional, desde los años noventa. El primero, El sacrificio como categoría económica: bases para la comprensión sociológica del papel del sacrificio en la polis (1981) puede leerse en conjunto con la crítica al paradigma desarrollista, tanto en su versión estatal como de mercado. Reflexiona sobre las consecuencias de los modelos de desarrollo económico que olvidan la constitución sacrificial de la sociedad. Sustentados en buenas intenciones y argumentos técnicos, la omisión del sacrificio tiene como consecuencia invisibilizar los efectos de este, en particular en la pobreza, la desigualdad y pérdida de gratuidad. Ciencia y fe en la perspectiva de las ciencias sociales (1990), evalúa la ciencia y la fe como formas de acceder al conocimiento, incluyendo sus efectos sobre el ordenamiento de la sociedad. La tensión entre ambas perspectivas se aborda desde la sociología exponiendo el supuesto ilustrado de ambas pretensiones, es decir, la forma en que se estructuran en referencia a la noción de sujeto racional y la incompletitud de tal aproximación. Modernidad y secularización: ¿un problema del pensamiento y de la conciencia moderna o de la codificación funcional de las comunicaciones sociales? (2012) entiende la modernidad desde la diferenciación funcional, mostrando que la secularización no es un problema del pensamiento, como si el ser humano perdiera súbitamente la pregunta, el interés o la necesidad de la religión, sino que observa las consecuencias de la codificación funcional de las comunicaciones y su afectación en el fenómeno religioso. Esto es, plantea el problema de la secularización desde una perspectiva propiamente sociológica. Lo anterior implica que la pregunta por la religión en una sociedad acéntrica ya no se resuelve desde el prisma de una moral social, sino en referencia a la propia comunicación religiosa.

    En su conjunto, estos artículos demuestran un pensamiento complejo, sensible a los tiempos pero con preocupaciones permanentes. Además de ofrecer una ventana al pensamiento de Pedro, estas obras permiten introducir a las nuevas generaciones a una forma de hacer sociología que se ha ido desvaneciendo. En buena cuenta, la obra de Morandé es también testimonio de una forma señera de hacer sociología: más cercana al ensayo que al paper; afín al planteamiento de grandes inquietudes antes que a la verificación de hipótesis; cercana a la filosofía y la teoría y distante de la clausura en discusiones metodológicas. Tales características permiten que el libro dispense de un orden de lectura secuencial, puesto que las diferentes secciones comparten una perspectiva central y refieren mutuamente en distintas modalidades de pensar el vínculo social.

    Este proyecto fue posible gracias a la ayuda de muchas personas. El decano de la Facultad de Ciencias Sociales, Eduardo Valenzuela, quien prologa esta edición, se involucró personalmente en este trabajo y le otorgó el apoyo institucional al reconocimiento de la obra de Morandé. Josefina Araos ofreció sugerencias y apoyo constante que permitieron dar forma a esta colección desde sus inicios. Sofía Brahm brindó excelentes precisiones editoriales y comentarios acerca del orden de los textos. Este libro no hubiera sido posible sin la ayuda permanente de Vivianne Dattwyler, a quien agradecemos su disposición a conversar y situar la enormidad del trabajo de Pedro en nuestros días. Nos mostró el lado humano de cada uno de los artículos, recordando el contexto en que fueron escritos y las preguntas (y peleas) que preocupaban a Pedro al momento de escribir. Por sobre todo, agradecemos a Pedro, por su entusiasmo con la idea de este libro, su disposición a conversar, la generosidad con la que nos facilitó su trabajo y la libertad que nos otorgó para el presente trabajo de edición.

    Uno de los intereses constantes de Pedro, proveniente de la sociología clásica, fue la pregunta acerca de las bases no contractuales del contrato. Insistía que recibir un don genera una obligación moral que trasciende lo explícito. En su curso Sociología del Símbolo, en el año 2004, concluyó que cultura es siempre el testimonio de que tenemos una deuda que no podemos pagar, lo único que queda es ser acreedor. El objetivo latente y más personal de este libro es intentar comenzar a saldar parte de esa deuda.

    Andrés Biehl y Patricio Velasco

    Editores

    PRÓLOGO

    Presentamos en este libro una selección de diecinueve artículos del profesor Pedro Morandé que pretenden trazar un recorrido por los temas más importantes de su obra sociológica. Esta obra está dispersa efectivamente en un abanico muy amplio, numeroso y variado de artículos y conferencias que atravesaron sus cuarenta años de labor universitaria. El profesor Morandé nunca publicó una obra sistemática, si descontamos su libro seminal Cultura y modernización en América Latina (1984 en edición del Instituto de Sociología UC y 1987 en Ediciones Encuentro, Madrid) y luego un breve libro sobre familia titulado Familia y sociedad. Reflexiones sociológicas (Editorial Universitaria, 1999). Todo lo demás está contenido en comunicaciones de breve formato, generalmente escritas contra demanda, en el marco de una incesante actividad como consultor, conferencista o experto en determinados temas. Algunos son artículos escritos conforme a las reglas convencionales de edición, mientras que otras son conferencias que, no obstante, conservan el carácter de comunicaciones escritas, redactadas impecablemente y ofrecidas siempre en versión escrita, aunque quizás con algún menor rigor en la estructura y en las anotaciones bibliográficas. En esta selección hemos procurado brindar un amplio abanico de los temas y puntos de vista que atraviesan su obra específicamente sociológica (dejando fuera los artículos que podrían incluirse dentro de una preocupación por la antropología filosófica) y se ha intentado asimismo conservar escritos de distintas épocas (desde 1981 hasta 2013) para apreciar también la evolución de un pensamiento que debe contarse entre los más originales y profundos de nuestro medio.

    En los artículos que han sido seleccionados seleccionado –y quizás en toda la obra de Pedro Morandé– existen dos conceptos claves para la comprensión de la realidad social: cultura y persona, si descontamos el concepto de sacrificio que ocupa un lugar destacado en sus primeros artículos de los años ochenta (uno de los cuales reproducimos en este tomo en la quinta sección). La cultura es un modo de habitar el mundo a través del significado que los sujetos le otorgan a la realidad en el marco de un encuentro socialmente determinado. La naturaleza de ese encuentro es a la vez convivencial (en el sentido que otorga Gadamer a la función de la palabra hablada, recogida especialmente en sus clases sobre la hermenéutica del texto) y sapiencial, una expresión que denota la transmisión intergeneracional del significado en que una generación coloca a disposición de la nueva su modo de significar el mundo con un propósito de renovación y actualización. Definida de esta manera, la cultura se incuba principalmente en la oralidad –antes que en la escritura, contrario sensu de lo que habitualmente se piensa respecto de lo que es culto y educado– bajo la forma de convivencia (puesto que la palabra hablada exige siempre la co-presencialidad de los interlocutores, mientras que lo escrito, por el contrario, demanda el aislamiento y la soledad) y de sabiduría ya que el proceso de aprendizaje se produce también en una relación co-presencial de maestro/alumno, antes que de autor/lector. Esta definición de la cultura en términos de la oposición oralidad/escritura es algo posterior en sus artículos, data de los noventa, cuando toda su obra cae bajo el poderoso influjo de la teoría de sistemas de Niklas Luhmann. En sus artículos más tempranos, la cultura queda más bien definida por los símbolos y los ritos, que rodean de manera especial el lenguaje y la experiencia religiosa, y de un modo persistente las diversas expresiones de la religiosidad popular. Los símbolos son lenguaje analógico que permiten remitir un algo a otro algo siempre mayor, de modo que lo propio del símbolo es la desproporción entre la cosa nombrada y aquella a lo que remite, algo que adquiere su pleno desarrollo en la capacidad del hombre de nombrar el absoluto que se alberga en cualquier experiencia religiosa. En los símbolos se hace presente el absoluto que a su turno se actualiza en los ritos que casi siempre son recreaciones de alguna experiencia originaria, y por ende absoluta. Es fácil comprender que la religión se convierte así en el núcleo de toda cultura. La acreditación de la religión como un elemento esencial en la comprensión de la síntesis cultural de una sociedad o de una época fue una de las principales inspiraciones del profesor Morandé (que debe mucho al contacto y amistad con el filósofo uruguayo Alberto Methol Ferré). Los símbolos y los ritos que apelan a la comprensión sensible del mundo circundante y de manera definitiva a la experiencia, se distinguen de la palabra que, por el contrario, remite a la comprensión intelectual y a la capacidad de nombrar las cosas a través de conceptos. En esta obra no hemos incluido el importante artículo Ritual y palabra: aproximaciones a la religiosidad popular latinoamericana (reeditado recientemente y disponible en publicaciones del Instituto de Estudios de la Sociedad, IES, 2015) donde se exponen de manera más sistemática la contraposición entre rito y palabra, pero en muchos artículos es posible encontrar las trazas de esta distinción fundamental, que se entrelaza otra vez con la distinción oralidad/escritura de sus escritos posteriores.

    La cultura no aparece como una variable adicional que haya que considerar en el análisis sociológico, ni siquiera como una categoría relevante como en el famoso esquema parsoniano que distingue persona, sociedad y cultura como los tres niveles en que se produce el fenómeno social, sino como la fuente misma de la síntesis social. Este concepto de síntesis social se utiliza en la primera época, y después se abandona. Remite a la capacidad de la cultura de realizar la unidad entre estructura y valores, una nomenclatura que está tomada de Franz Hinkelammert, antiguo profesor del Instituto de Sociología (y del Centro de Estudios de la Realidad Nacional, CEREN) en la época de la Reforma Universitaria (1967-1973) que introdujo en gran medida el marxismo crítico en la sociología universitaria, en una obra por lo demás prolífica y original, que tuvo gran impacto en el profesor Morandé. La crítica del racional-iluminismo está tomada enteramente de Hinkelammert para quien las ideologías modernas –socialismo o liberalismo por igual– constituyen la expresión del esfuerzo de la razón por realizar valores universales en determinadas estructuras de la vida social. Hinkelammert subraya el horizonte utópico de la modernidad y su particular capacidad en formular conceptos-límites (sociedad sin clases o equilibrio perfecto), pero al mismo tiempo su esfuerzo siempre vano de actualizar tales valores en formas específicas de organización de la sociedad. El racionalismo crítico consiste en la capacidad de la razón de dar cuenta de sus propios límites, es decir, de la imposibilidad de realizar el orden trascendental de los valores en la realidad histórica y en evitar, por ende, el fetichismo del valor o la hipostasia de lo real que acompaña a todo intento de pasar gato por liebre, de considerar las instituciones como la objetivación de valores finales. De todo esto queda la importante conclusión de que la razón no es capaz por ella misma de realizar la síntesis social, y que con mucho juega un rol negativo o crítico en la denuncia de lo que es y de lo que siempre falta por hacer. Desde luego, en la versión de Hinkelammert la cultura no juega ningún papel, puesto que la modernidad la ha reformulado enteramente como ideología y discurso que se presume racionalmente elaborado (casi siempre en los marcos del texto escrito) y que pretende no tanto explicar la realidad existente sino crear las condiciones de factibilidad de una organización social cortada a la medida de la razón (por ello, propiamente racional-iluminista). La impotencia de la razón, sin embargo, condujo a la sociología crítica a transformarse en una mera praxis de denuncia e imprecaciones contra el orden existente –algo que el profesor Morandé rehuyó desde el comienzo– antes que hacia la búsqueda de un nuevo comienzo y de un principio diferente para observar la síntesis social.

    En la otra orilla de la tradición sociológica, es decir en la tradición de la teoría de sistemas, originalmente representada por el Sistema Social de Talcott Parsons (de gran influencia también en la sociología teórica de la época), la cultura quedaba relegada al mundo de las orientaciones de valor, es decir de pautas ideales de conducta susceptibles de diversos grados de institucionalización, de tal suerte que la síntesis era realizada por las instituciones mismas que fijaban dichas pautas en determinadas expectativas complementarias de rol, y anclaban tales expectativas en las disposiciones motivacionales de los actores en lo que se conoce como el proceso de socialización, también institucionalmente determinado. La cultura era un momento segundo y subordinado a la iniciativa y empuje del orden institucional. Pero antes que un arreglo institucional, –representado a la larga por el Estado de derecho y el imperio de la ley– la sociedad tiene un fundamento en la cultura que guía como principio eficaz las formas determinantes de la organización social. La síntesis social no la realizan las instituciones, sino la cultura, en parte como creía Durkheim acerca de la importancia decisiva de los fundamentos pre-contractuales del contrato.

    Nada de esto era más cierto que para analizar el caso de América Latina que careció de una modernidad ilustrada y cuya síntesis cultural se hizo bajo la impronta del barroco. El hecho decisivo en la interpretación histórica del profesor Morandé es la ausencia de guerras religiosas en nuestro continente que destruyeran la capacidad de la religión de afirmar la universalidad de sus valores y colocaran al Estado –en vez de la religión– como garante de la unidad y el orden social, algo que abre las puertas a la modernidad ilustrada tal cual se la conoció en Europa. El Estado y la cultura del texto escrito van de la mano bajo la forma de una Constitución escrita, del principio de no-retroactividad que establece que solo la ley expresamente declarada en un texto es vinculante o la presunción de que la ley es enteramente conocida, todos estos fundamentos del Estado de derecho. También el Estado representa, por excelencia, la voluntad racional-iluminista de conducir racionalmente los procesos sociales y establecer las condiciones de factibilidad histórica de la organización de la sociedad, al menos dentro de los marcos de la soberanía y de la jurisdicción de un territorio nacional. A diferencia de la modernidad ilustrada, la modernidad barroca latinoamericana, pudo sortear el principio de jurisdicción nacional en los marcos de una vocación ecuménica que exalta la diversidad de pueblos, naciones y lenguas y que se sustenta en una tradición católica siempre contraria a la exaltación moderna de la nación y a la formación de iglesias nacionales. Sobre todo, la modernidad barroca habría evitado la disyunción característicamente ilustrada entre cultura oral y cultura escrita y habría propiciado una síntesis entre ambas y, por añadidura, entre elite y pueblo, cuyo modelo es la convivencia entre El Quijote y Sancho en la famosa novela de Cervantes. El texto escrito no adquirió en América Latina la capacidad de suscitar una voluntad racional-iluminista, es decir no fue el vehículo a través del cual se podía organizar racionalmente la experiencia humana, tal como atestigua la vocación literaria de El Quijote, más asociada a la locura que a la razón, puesto que los libros no esclarecen al Quijote, sino que lo hunden en la fantasía y en el delirio de la imaginación. En los marcos de una literalidad menos agresiva y perentoria, la cultura oral pudo sobrevivir con su característico derecho a portar imágenes y a expresarse públicamente a través del rito y de la fiesta sin que fuera demasiado molestada por los intendentes y los doctos, incluso en el período de formación y desarrollo del Estado nacional republicano del siglo XIX. La universalidad de la condición humana se afirmó esencialmente a través de un origen común en María, y la unidad de la sociedad se hizo carne en la fiesta –generalmente mariana– como espacio de encuentro y comunión, de reparación y renovación de las fuerzas sociales, al mismo tiempo que de fe y esperanza en el futuro. Ninguna institución pudo instalar un símbolo tan poderoso como el símbolo mariano. No lo fue nunca el Rey –demasiado distante y lejano durante todo el período colonial– y tampoco lo será la épica del Estado nacional, en un continente que por lo demás no conoció la experiencia de la guerra nacional en gran escala, una experiencia que fundó y acrecentó la fortaleza del Estado en el caso europeo. La modernidad barroca también está asentada en el mestizaje que pervive al igual que la devoción mariana como testimonio de la unidad social del continente. La conexión entre mestizaje y marianismo fue realizada por Octavio Paz en su famoso libro El laberinto de la soledad a propósito de su meditación sobre la virgen morena de Guadalupe. Paz sostiene que el marianismo es la inversión simbólica –con su exaltación de la madre inmaculada– de la condición histórica del mestizo que por el contrario es el fruto de una madre violentada, casi siempre una madre india mancillada por un padre blanco que permanece ausente. Pero este proceso de ocultamiento del origen no es tanto la obra del mestizo como del criollo (cap. 3) que expresamente busca blanquearse y recuperar el estatus y la imagen del padre ausente. El mestizo, por el contario, permanece apegado a su madre a quien honra por encima de todos los seres. La morenidad de la virgen de Guadalupe (que es justo reconocer como una excepción en las imágenes marianas latinoamericanas casi todas ellas blancas) es un testimonio de la exaltación más que de un ocultamiento o blanqueamiento del origen. El mestizo es testigo y crisol del encuentro indígena-español y afirmación explícita de la síntesis americana. La palabra encuentro –utilizada en el contexto de la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Santo Domingo con ocasión del 500vo aniversario del descubrimiento de América– suscitó muchos resquemores, pero no designa sino el hecho incontrovertible que la conquista modificó a la vez la cultura indígena (fundamentalmente a través de la introducción de la cultura escrita enteramente desconocida hasta entonces en los pueblos ágrafos americanos) y la cultura ibérica (a través de la importancia que conservó la cultura oral y la comprensión ritual del mundo), de tal suerte que el mestizo no es ni indio ni blanco, ni conquistador ni conquistado, sino una condición completamente nueva y original. ¿Por qué llamar moderna a la síntesis barroca? La sociología ilustrada solamente reconoce una modernidad y condena todo lo demás al ámbito de lo tradicional y premoderno, lo que impide reflexionar seriamente sobre la contribución de la cultura y de la religión en el ordenamiento racional de la vida social. Más aún, la ilustración identifica modernización y secularización, hasta el punto que establece como condición para el desarrollo de la racionalidad la superación de la mentalidad religiosa. Pero en expresiones como el barroco latinoamericano la racionalidad no está ausente, aunque no se despliegue bajo los criterios del racional-iluminismo. El barroco es una síntesis cultural que admite y promueve la comunicación escrita, la formación de instituciones y la organización racional del trabajo. Es cierto que el texto escrito del barroco no produce filosofía esclarecida, pero por doquier poesía y literatura fantástica; las instituciones y el imperio de la ley, por su parte, quedan acotadas por el principio se acata, pero no cumple que muestra su alcance siempre limitado para producir orden social, mientras que la racionalidad mercantil se sitúa en las fronteras exteriores de la actividad productiva como en el caso de la hacienda donde el dinero regula las relaciones con el exterior, mientras en el interior pervive una concepción cúltica del trabajo. Pero el barroco no es anti-moderno, ni expresa ninguna resistencia al cambio como se suele decir en sociología de la modernización para referirse a la cultura. Más allá de estos detalles, sin embargo, lo distintivo de la razón es su capacidad de afirmar la universalidad de la condición humana, algo que no es privativo del imperativo categórico de Kant, del espíritu absoluto de Hegel o de la sociedad sin clases de Marx, sino que también puede albergarse en los símbolos y en la ética religiosa de igual y mucho mejor manera. Es mérito de Weber observar el enorme potencial de racionalización que se albergaba en la ética de las religiones universales (en particular, en la ética fraterna del amor al prójimo del cristianismo), pero también puede decirse lo mismo de muchos símbolos religiosos formados en el plano de la cultura, y de manera especial en la afirmación enteramente universalista de la comunidad de origen que se indica en el símbolo mariano.

    Los artículos de los años noventa en adelante introducen masivamente el concepto de persona como clave hermenéutica para la comprensión de la vida social. Este concepto proviene de la antropología cristiana y fue recogido ampliamente en el magisterio de Juan Pablo II bajo la afirmación radical de que la persona es el único sujeto óntico de la cultura, mientras todos los demás entes sociales y económicos –en particular las instituciones de cualquier índole– tienen una realidad derivada y segunda. La persona se define por su capacidad de preguntar y comprender el sentido de su existencia en el mundo, es decir por su capacidad de operar racionalmente en una dirección finalista, y no exclusivamente instrumental. Esa existencia, a su vez, es rigurosamente personal –lo que equivale a decir única e insustituible–, lo que distingue a las personas esencialmente de las cosas que, por el contrario, pueden repetirse y sustituirse unas por otras –como sucede con las mercancías–. El concepto de persona es un operador decisivo del paso de la naturaleza a la cultura, algo que se rescata en el sentido antiguo de máscara, puesto que solamente los hombres utilizan máscaras, es decir son capaces de ocultar y revelar al mismo tiempo su identidad personal. La persona asimismo se distingue del individuo, que es el término preferido por la sociología para referirse a la unidad elemental que componen las instituciones definidas justamente por su impersonalidad, es decir por su capacidad de vaciar de referencia personal la actividad de los agentes que en adelante pueden ser apreciados y valorizados objetivamente. Además, los individuos se constituyen por diferenciación. Lo que individualiza, en efecto, es aquel rasgo que distingue a alguien de todos los demás, al menos de su grupo de referencia, mientras que la persona se constituye por participación y pertenencia, y en particular en la capacidad de ser nombrada, apreciada y amada por otros. En el acto de ser nombrado a través de un apellido (que indica la pertenencia a un linaje) y de un nombre de pila (que, por el contrario, identifica esa membresía como única y singular) se encuentra contenido el dinamismo de la constitución de la persona humana. Por esta razón, cuestiones como el aborto se juegan decisivamente en el hábito de nombrar al nonato –es decir, de darle un nombre antes de que nazca– lo que lo sitúa inmediatamente en el espacio de la cultura, es decir de una comunidad de personas. Las personas tienen una constitución óntica que las distingue de las instituciones de manera decisiva y le otorgan por ello una realidad eminente. La ontogénesis de la persona radica en el hecho de que nadie puede iniciarse a sí mismo, y por ende experimenta la existencia como algo que le ha sido dada por otros, lo que conduce a encontrar el sentido de la vida en la capacidad de dar a su vez la existencia a otros. El origen y el destino de lo humano queda definido entonces por la capacidad de recibir el don de la existencia y donarla a su turno a otros en la cadena ontogenética de la sucesión de las generaciones. Las instituciones no tienen una fundación semejante, son el fruto de una decisión arbitraria que las sitúa en el espacio de las convenciones humanas. El realismo de la familia se contrapone en este caso al nominalismo de las instituciones.

    En un sentido más amplio y profundo, sin embargo, la persona se contrapone con la organización funcional de la sociedad. La influencia extremadamente poderosa de la teoría de sistemas sociales de Niklas Luhmann cambia el eje desde una crítica al racional-iluminismo hacia una crítica de la tecnología y de la sociedad funcional. A diferencia de la ilustración –que puede considerarse un proyecto inacabado o ilusorio–, la organización funcional de la sociedad es una realidad insoslayable, que deja a la persona y a la cultura a mal traer. Existen distintas maneras de observar esta tensión entre la realidad presencial de la persona y los mecanismos de organización funcional. La contraposición entre rol y persona de la sociología parsoniana, por ejemplo, todavía sigue siendo analíticamente útil. Los roles son expectativas generalizadas de comportamientos que vacían las relaciones de reciprocidad de todo contenido personal. La afirmación de Parsons de que la sociedad está compuesta de roles y no de personas, se reitera en el caso de Luhmann con una afirmación semejante que indica que las personas, es decir la conciencia, permanece en el entorno de los sistemas sociales. La tradición anti-humanista en la sociología teórica se remonta a las distintas variantes del estructuralismo –piedra angular en la formación sociológica de los sesenta– bajo la forma de teorías que exageraban el determinismo estructural de la praxis (Althusser) y del pensamiento (Lévi-Strauss), y ahogaban cualquier iniciativa o actividad independiente que proviniera de la conciencia. El estructuralismo era el caldo de cultivo de la crítica al racional-iluminismo con su pretensión completamente desmedida de una razón capaz de guiar y modelar el curso de los acontecimientos. Este desdén por el presupuesto ilustrado se recupera en Luhmann, aunque desde presupuestos teóricos completamente diferentes. Luhmann, en efecto, desvaloriza el papel de las estructuras en beneficio de la función, y desecha el principio de la determinación sustituyéndolo por su contrario, el principio de contingencia. La dificultad de coordinar y guiar racionalmente la sociedad proviene del aumento de la complejidad y de la escala del fenómeno social. Toda observación, en efecto, tiene su punto ciego y no

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