Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El día que me mataron: Y otros capítulos de mi memoria
El día que me mataron: Y otros capítulos de mi memoria
El día que me mataron: Y otros capítulos de mi memoria
Libro electrónico321 páginas4 horas

El día que me mataron: Y otros capítulos de mi memoria

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El autor de libro, que acostumbra escribir sobre los conflictos de Chile con sus vecinos o bien de análisis politológico duro, por fin se decide a desclasificar su memoria personal y aportar con sus vivencias a la recontrucción de la memoria histórica de Chile.
Su paso por determinados lugares que hicieron historia o el conocimiento de primera mano de sus protagonistas le permite testimoniar episodios significativos de una parte medular del siglo veinte: como asumió su propia muerte el 11 de septiembre de 1973, su exilio en la Alemania de Honecker, el fascinante Perú, un Pablo Neruda en trance de recibir el ingrato "pago de Chile", o Fidel Castro y su fabulosa intromisión en nuestra historia.
También otros interlocutores como Milton Friedman, Paul Samuelson, Artur London, Volodia Teitelboim y Orlando Millas o Alán García.
Entre todos le ayudan a desatar la memoria y procesar muchas de sus interrogantes políticas vitales: ¿Por qué debí asilarme, en 1973? ¿Por qué Castro falsificó la muerte de Salvador Allende? ¿Por qué la Stasi espiaba a los chilenos en la RDA? ¿Por qué me fugué de aquel país desaparecido? ¿Por qué atornillaban al revés los agentes de la DINA en el Perú? Por qué estuvimos dos veces y media en peligro de guerra vecinal ¿Por qué dejé de creer en las ideologías totales? ¿Por qué sigo creyendo en lo que nos queda de democracia?
La repuestas a estas interrogantes permiten cimentar esta valiosa contribución al tejido de la memoria histórica de nuestro tiempo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 dic 2019
ISBN9789563247626
El día que me mataron: Y otros capítulos de mi memoria

Relacionado con El día que me mataron

Libros electrónicos relacionados

Biografías y memorias para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El día que me mataron

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El día que me mataron - José Rodríguez Elizondo

    momento.

    Cambiamos de tema 

    Desde comienzos del segundo milenio, y con solo un par de excepciones, vengo escribiendo libros sobre los conflictos de Chile con sus vecinos. Lo he hecho al compás de las coyunturas, porque me fascina lo secreta y reactiva que puede ser una política de Estado supuestamente pública. 

    Con base en esos trabajos, cancilleres y congresistas me han invitado a sus comisiones y mis lectores creen que soy un experto a tiempo completo. Más matizado es el juicio de los funcionarios que administran esos conflictos. Algunos me leen con el ceño fruncido; les carga que opine sobre temas que creen de su competencia exclusiva y les encantaría que me dedicara a otra cosa. Como los futbolistas malos, también hacen zancadillas.

    ¿Y a qué viene este preámbulo?

    Pues me sirve para recordar que, en el milenio anterior, fui un experto reconocido en la teoría del acto administrativo, pero no quise dedicar mi vida a eso. También me motivaba opinar en los medios, dibujar a quien se me pusiera en la mira, hacer crítica de cine e inventar revistas artesanales. Tenía muy claro que las experticias ensimismadas generan esos sujetos que, según Ortega y Gasset, conocen muy bien su mínimo rincón del universo, pero ignoran de raíz todo el resto.

    Por lo señalado, informo que con este libro trato de recuperar parte de esa vieja y buena diversidad. O, como dicen los presentadores de la televisión, cambio totalmente de tema. 

    Mi problema fue que, como esa diversidad era mucha, debí seleccionarla siguiendo un consejo de Jorge Luis Borges: Hay que dejar a los temas que elijan. Así saltó a mi computador Pablo Neruda, en trance de recibir el ingrato pago de Chile, y sentí la necesidad de mostrarlo tal como lo conocí. Ese primer tema me hizo desclasificar una añosa conversación con Jorge Edwards y ahí entró al escenario Fidel Castro y su fabulosa intromisión en nuestra historia. Pegadito a Castro asomó la nariz José Stalin y luego asomaron interlocutores como Milton Friedman, Paul Samuelson, Artur London, Volodia Teitelboim y Orlando Millas. Entre todos me ayudaron a procesar mis diez interrogantes políticas vitales: 

    - Por qué debí asilarme en 1973. 

    - Por qué Castro falsificó la muerte de Salvador Allende. 

    - Por qué la Stasi espiaba a los chilenos en la RDA. 

    - Por qué me fugué de aquel país desaparecido. 

    - Por qué atornillaban al revés los agentes de la DINA en el Perú. 

    - Por qué estuvimos dos veces y media en peligro de guerra vecinal.

    - Por qué dejé de creer en las ideologías totales.

    - Por qué el profesionalismo político dejó de ser garantía democrática. 

    - Por qué comunicar mis experiencias ayudaría a zafar de "los 

    empates". 

    - Por qué sigo creyendo en lo que nos queda de democracia.

    Desde este esquema parasocrático comprendí tres cosas. La primera, que estaba asumiendo al desafío que me planteó en 2014, por la prensa, el conocido internacionalista chileno Alberto Sepúlveda Almarza: Le pedimos a Pepe que escriba sus memorias, ya que estuvo presente en lugares que hicieron historia. La segunda, que estas no serían memorias cronológicamente estructuradas, sino de geometría variable, como la vida. La tercera y más complicada, que tendría que dejar en el tintero el equivalente a otro libro, con (por ejemplo) mis amigos del barrio Brasil, mis alegrías y tristezas de romántico bohemio de la Universidad de Chile, mis reporteos en dos guerras y mis trabajos en la Contraloría General, las Naciones Unidas y la Cancillería. 

    En definitiva, mi opción fue periodística: debía dejar de lado todo eso —y algo más— para un después, en la medida de lo posible. La historia del mundo no cabe en un reportaje y Borges (otra vez Borges) ya me había advertido contra Funes el memorioso. 

    Advierto que, mientras trabajaba en los temas seleccionados, debí repetirme que esto no sería un análisis politológico, sino una narración testimonial. Así pude superar mi recelo hacia la temible —en cuanto autorreferente— primera persona del singular. En mi subconsciente habitaba el temor a esas memorias que se escriben para defender tesis propias o para contarle el mundo lo importante que fue (o cree que fue) el autor. 

    Lo que viene, entonces, son capítulos escogidos, en tiempos que se cruzan. En cuanto a los temas rezagados, el tiempo y mi editor dirán si este libro termina en su última página o tiene un final tácito que dice continuará

    JRE, Santiago de Chile, agosto de 2019.

    * * *

    PRIMERA PARTE: 

    PAÍSES ESCOGIDOS

    Capítulo primero: 

    Asilo contra la opresión

    El día que me mataron

    Esa mañana del 11 de septiembre de 1973, soldados pletóricamente armados irrumpieron en mi oficina de la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo), como si estuvieran actuando en una película. Según mis secretarias Julieta Grimberg y Eliana Munita (Q.E.P.D), tras una ráfaga de disparos a través de la puerta, a la altura de un ser humano, entraron buscando las armas que nunca tuve. Luego levantaron la alfombra con sus yataganes, dispararon a las chapas de los muebles y se llevaron la caja de seguridad. Allí guardaba un artefacto muy peligroso: mis poesías secretas en busca de editor. Yo me salvé solamente porque, en una acción paralela, otros uniformados me impidieron llegar a ese destino. El oficial a cargo me ordenó volver a casa, tras verificar que yo portaba un carnet de la Contraloría General y conducía un automóvil sin distintivo fiscal. Eran precauciones que yo había tomado en la certeza de que golpe habría y tras descubrir que mi conductor funcionario tenía credenciales de la Fuerza Aérea. Una segunda y más grave notificación de malquerencia vino días después, estando yo a buen recaudo en el departamento de Carmen Peñailillo, académica de mi facultad y amiga corajuda. Un pariente suyo la llamó por teléfono para darle la noticia de mi muerte en una balacera entre los militares y los extremistas. Lamento agregar que para ese pariente no era una noticia triste. Como contrapartida, mi querida tía Lucrecia, de Rancagua, dispuso una misa de difuntos en la Iglesia de la Merced y una corona de caridad, por el eterno descanso de mi alma. El detalle simpático fue que, enterada por vía familiar de lo inexacto de la noticia, hizo un cambio a mano en la tarjeta impresa. En vez de orar por mi alma, amigos y feligreses debían rezar solo por mi salud.

    Asilo suizo y salida con escolta militar

    Lo cierto es que alguien murió por cuenta mía y siempre he sospechado que se trataba de un trabajador de la Corfo, barbado como yo, a quien había regalado una chaqueta de cuero bastante vistosa. El falso fiscal, lo apodaban algunos.

    Ese día o esos días de mi muerte comprendí que no debía desmentir nada. Si yo estaba fuera de juego, no me perseguiría nadie, y, de hecho, no figuraba en ninguna lista de buscados. Ignoraba, además, que mi amiga española Cristina Almeida, política destacada, ya había pedido a los militares explicaciones públicas por mi suerte. A mayor abundamiento, como dicen los abogados, si se descubría que mi cadáver no era auténtico, cualquiera podría matarme sin el debido proceso. Conclusión lógica: no podía seguir viviendo en Chile. 

    Mis padres celebraron en silencio mi resurrección secreta, mi tía —como ya dije— corrigió su convocatoria a misa de difuntos y mi suegro Héctor Gómez de la Torre, experto exiliado peruano, asumió el lado práctico de la situación e inició gestiones ante Arturo García, embajador del Perú, para que me asilara. Desafortunadamente, no se pudo. La embajada peruana rebosaba de políticos prominentes y tenía un fuerte cerco policial. 

    En subsidio, el embajador me consiguió un cupo en la embajada suiza. Sabía que su colega Charles Masset no quería dar asilo a nadie, pues simpatizaba demasiado con el golpe. Pero también sabía que su gobierno le había dado instrucciones de hacerlo. Si otros países europeos, con gobiernos de izquierda o de derecha, recibían chilenos en cantidades apreciables, la neutral Suiza debía imitarlos, abriendo su residencia diplomática, aunque con helvética moderación. 

    Mi suegro se encargó de hacer efectivo ese cupo. Acompañado por mi esposa Maricruz, debió enfrentar a un embajador que aprovechó para manifestarle su complacencia con lo sucedido. Allende se lo había buscado; socialistas y comunistas habían arruinado el país y quienes ahora pedían asilo (como su yerno) seguro que no eran blancas palomas. Maricruz quiso intervenir, indignada, pero un pellizco disimulado de mi suegro la retuvo; llora, le dijo, entre dientes. Ella, hija obediente, rompió en un llanto que era de rabia y, milagrosamente, el embajador se humanizó. Recordó que en Suiza tenía una hija de su misma edad, puso fin a su poco elegante acogida y pasó a los detalles prácticos. El cuándo y cómo.

    Así, mientras Maricruz viajaba a Lima, a casa de su tío Pancho, hermano de don Héctor, yo me disfrazaba de diplomático para entrar a la residencia de la embajada suiza, entonces ubicada en la calle Burgos. Por otra vía llegaría mi maleta con mi patrimonio mínimo. Fui el primer asilado y tuve la inspiración de acomodarme en un cuarto pequeño, en el cual no cabían dos camas. Después llegaron, con cuentagotas, un suizo de nacimiento con su pareja chilena, un matrimonio y una treintena de varones socialistas, mapucistas y miristas. Algunos salieron en cuestión de semanas, pues la autoridad militar les expidió salvoconductos de manera rápida. Pero, en algún momento, hubo sobrepoblación y algunos compañeros debieron dormir sobre colchones comprados previsoramente por la embajada.

    Tuvimos una buena convivencia gracias a que el número era manejable, a que ignoramos al asilado suizo por antipático —alguien sugirió que era un infiltrado— y a que con el ingeniero electrónico Andrés Lagos Zamorano conformamos un liderazgo probo y respetable. Lo conquistamos literalmente a pulso, pues, a la hora de distribuir el escaso vino, en las comidas, teníamos el cálculo exacto para dar a cada cual lo suyo. También contribuyó el que con Alberto Duffei, nieto de suizos y estudiante de periodismo, inventamos El Refugiado, diario manuscrito en el cual nos reíamos de nosotros mismos, soslayábamos las alusiones políticas y, de paso, tratábamos de corregir algún déficit de higiene¹. 

    Mientras estuvimos allí, el embajador no nos dirigió la palabra, pero su esposa, Lucrecia Batista, de origen cubano y religiosidad notoria, suplió ese faltante como una cristiana compasiva y generosa. Solíamos hablar largo sobre religión y ella pronto descubrió que su mejor gesto hacía mí sería abrirme la biblioteca de su esposo. Lo recuerdo, pues así pude releer y disfrutar El Quijote en una gran edición que, sintomáticamente (y a través de Lucrecia), Masset quiso cambiármela por una edición barata. No lo consiguió.

    Cinco meses después, fui el último en abandonar la residencia, con mi maleta humilde. A la salida me esperaba Arturo García, conduciendo él mismo su automóvil diplomático, acompañado por Jaime Stiglich, su ministro consejero. En el aeropuerto me acompañaron hasta un recinto donde personal uniformado registraba los equipajes y requisaba lo que le parecía requisable. Alcancé a salvar la colección completa de El Refugiado, pasándosela a Stiglich con disimulo. Me despedí del embajador en una puerta de salida y su ministro me acompañó hasta la escalerilla del avión, ambos escoltados por dos soldados de la Fuerza Aérea, metralleta en ristre. Ahí me devolvió los preciosos documentos, envueltos en un abrazo de despedida.

    Se cerró la puerta del aparato y el capitán empezó a carretear mientras yo avanzaba hacia mi asiento. Nunca olvidaré la cara de pregunta de los pasajeros que, desde sus ventanillas, me habían visto llegar de manera tan poco usual.

    El Perú no estaba para bollos

    Sobre lo prolongado de mi permanencia como asilado, mi primera hipótesis fue la de un castigo por resurrección. Alguien del nuevo régimen quiso compensar mi falsa muerte con una prisión en sede diplomática. A ese efecto bastaba con retenerme el salvoconducto, documento indispensable para salir de la embajada y viajar al exterior. Recién en 2018, leyendo las memorias del almirante Ismael Huerta, primer canciller de la dictadura, conocí una versión más oficial. En mi calidad de fiscal de la Corfo, fui uno de 119 casos en estudio. Eso solo podía deberse a una acusación política, formulada en 1971, contra quienes participamos en la estatización de la banca, siguiendo instrucciones del presidente Allende. 

    Como es falso que los últimos serán los primeros, la tardanza en salir me bloqueó el acceso a becas y otras posibilidades de buena emigración. De partida, Masset me notificó que Suiza no me recibiría, pues yo era una especie de franquicia del embajador del Perú. Aunque no lo quiso decir, era su revancha por los apremios de la Corfo a la empresa Nestlé, de alta estima en el mercado suizo de capitales. Simultáneamente, un amigo mexicano escribía a Maricruz que, a esa altura, era difícil conseguir acomodo en su país para los perseguidos sin galones políticos: En un principio se abrieron muchas puertas para los chilenos, pero esto obedecía a alardes demagógicos que fueron abandonados unas cuantas semanas después del golpe. Mi amigo Joë Nordman, prestigioso jurista francés, me ofrecía alojamiento y comida, pero advertía que los cupos solidarios de trabajo o para las universidades ya estaban copados. La española Cristina Almeida me ofrecía su casa y, siempre de buen humor, me recriminaba porque mi resurrección la había dejado como una política poco creíble ante sus amigos.

    En esas circunstancias, viajé a Lima para reunirme con Maricruz y pronto descubrimos que, pese al cariño del tío Pancho y familia, tampoco estaban las condiciones para quedarnos en el Perú. En otros libros he contado cómo el general Juan Velasco Alvarado preparaba, entonces, una aventura bélica contra Chile y los peruanos bien informados discutían las opciones del caso. En paralelo, casi todos los políticos chilenos que ya estaban en Lima debieron irse. Entre ellos, el exembajador Luis Jerez Ramírez, con quien antes compartiera responsabilidades en la Corfo y quien escribiría un excelente libro sobre esos momentos… que prácticamente nadie conoce en Chile. 

    Tras un mes de descompresión, con los pocos dólares que obtuve por la venta rápida de mi Peugeot y sin otro horizonte a la vista, pensé en la República Democrática Alemana (RDA). Había estado allí en 1965, con un grupo variopinto de jóvenes, visitando campos de pioneros, campos de concentración nazis y las colecciones de arte de Dresden. Luego, en 1971, participé en una delegación oficial encabezada por el canciller Clodomiro Almeyda, preparatoria de las relaciones diplomáticas plenas. Me correspondió inaugurar el stand chileno en la Feria de Leipzig y, naturalmente, fui al histórico Auerbachs Keller, el bar subterráneo inmortalizado por Goethe en su Fausto. Me pareció un país de buen nivel de desarrollo, mejor aspectado que la Unión Soviética y con funcionarios muy profesionales. Obviamente, no tuve contacto con disidentes. 

    En esas circunstancias induje y acepté una invitación universitaria por intermedio de mi amigo el historiador Eberhard Hackethal, quien se había desempeñado como agregado científico de la RDA en Chile (de paso, colaboró en la fuga de Carlos Altamirano). Eberhard respondió de inmediato y actuó con eficiencia germana, consiguiendo ayuda del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y del Comité Internacional para las Migraciones Europeas (CIME).

    En cuestión de días estábamos volando a Berlín Este con escala en Ámsterdam, donde coincidimos con el exministro de Justicia Sergio Insunza y su esposa, Aída Figueroa, compañera académica en la Facultad de Derecho.

    Llegamos a destino un día de febrero de 1974.

    Capítulo segundo: 

    Adiós al socialismo real

    Tres años y un día

    Según síntesis penal de mi jurídica esposa, vivimos tres años y un día en la RDA y ahí aprendí una lección importante: para dar testimonio pleno de una realidad complicada, uno debe esperar que la complicación se resuelva. Mientras ese país existió, sus penurias fueron un dato más de la Guerra Fría, que se licuaba entre eufemismos políticos, empates de conveniencia y mentiras ideológicas. Al respecto suelo recordar el comentario de un dirigente comunista de nivel medio, sobre el control a que se nos sometía: Si hubiésemos tenido esa vigilancia en Chile, otro gallo nos cantaría. Su opinión era pariente cercana de la que emitiría el jefe comunista Luis Corvalán, para descalificar a quienes expresaron su decepción con los países del sistema soviético: no les dio el cuero para vivir en el socialismo real. La hora de la verdad recién sonó con la perestroika de Mijaíl Gorbachov, el muro de Berlín derribado y el fin de la Guerra Fría. Fue la ratificación, irónica, de que se equivocan quienes tienen la razón y la cuentan demasiado temprano. Con todo, empecé a comprender a quienes siguieron mirando hacia otro lado cuando se aludía a la violación de los derechos humanos en la RDA. Temían renunciar a una fe, protegían la antigüedad de sus militancias o privilegiaban la gratitud personal. En síntesis, para mirarle el diente a un refugio regalado primero debían recuperar el habla. El problema para ellos fue que, en su gran mayoría, los dirigentes políticos nunca recuperaron el habla. 

    Policía y paranoia

    Llegados a Berlín Este fuimos destinados a un complejo residencial de Grünheide, localidad ubicada en Brandeburgo. Según mis investigaciones posteriores, fue la secreta escuela de cuadros Edgar-André del Partido Socialista Unificado de Alemania (PSUA o Partido Comunista de la RDA). En jerga para entendidos, se la denominaba Heim (hogar, casa o albergue).

    Los dirigentes alemanes eligieron ese Heim con esmero. El edificio central, sólido y espacioso, estaba en pleno bosque y en las cercanías de un lago; un espacio muy disfrutable si hubiéramos sido turistas y no sobrevivientes de un naufragio. Aunque no tengo registro de cuántos estuvimos allí, recuerdo que llenábamos un comedor de unas quince mesas y nos distribuíamos en cuartos más o menos amplios, como en una residencial de tres estrellas.

    Los primeros días fueron distendidos y demostraron la capacidad organizativa de los alemanes de cualquier lado. Una Leiterin (guía) nos llevó como niños de colegio al Kaufhaus (gran almacén relativamente cercano), para comprar ropa abrigadora. También recibimos las primeras lecciones de alemán. Como el profesor no podía decir perro, en castellano, bautizamos a su mascota como "aber, que en su idioma corresponde a la preposición pero". Fue nuestro primer chiste alemán.

    Sin embargo, pronto surgieron los problemas domésticos, propios de la convivencia forzada entre gente que, con algunas excepciones, no se conocía o tenía pautas de socialización diferenciadas. Allí hicimos nuevas amistades, pero también algunas enemistades. Mi esposa, sin militancia política, fue agriamente interpelada por mujeres militantes, porque su foto apareció en un periódico local, tras un acto de solidaridad con los patriotas chilenos. La foto debió ser para ellas. Fue una penosa manifestación de celos, mezclada con la acusación de que ese periódico era… ¡fascista! 

    Pero el problema principal estaba en las medidas de seguridad que comenzaron a aplicar los anfitriones. Mi primer recuerdo es el de una sala donde todos fuimos prolijamente interrogados por dos funcionarios de la Stasi, la policía política del régimen. Por carencia de pasaporte, debíamos demostrar que éramos quienes decíamos ser, que teníamos la ideología correcta y tanto mejor si lucíamos un árbol genealógico con obreros y campesinos. Por lo visto, la invitación universitaria que yo había recibido era un dato superfluo. 

    A partir de entonces, la palabra Sicherheit (seguridad) adquirió un nuevo sentido. Para comenzar, debíamos funcionar con chapas (nombres falsos) y ejercer la vigilancia revolucionaria, pues el enemigo podía estar en cualquier parte. Yo lo tomé como un juego y opté por llamarme Gonzalo Meléndez, en recuerdo de René Meléndez, un fino futbolista de Everton y la selección chilena de los años sesenta. 

    Sobre esa base, pronto se instaló el virus de la sospecha mutua y algunos comenzaron a actuar como policías por cuenta propia. Recuerdo mi sorpresa y malestar cuando descubrí a refugiados paritarios registrando el cuarto y la maleta de un recién llegado. Mientras hurgaban entre sus calzoncillos y calcetines, otro grupo paseaba con el investigado por el bosque, en una maniobra distractora. Motivo: alguien sospechó que se trataba de un infiltrado de Pinochet, pues llegó hablando maravillas de la muy capitalista Holanda. 

    A partir de entonces, todos comenzamos a detectar el espionaje de nuestra correspondencia, pues los cierres de sobres y encomiendas nos llegaban toscamente reengomados. Una advertencia burda, pero eficiente, de que estábamos bajo control. Además, sospechábamos que informantes chilenos colaboraban con los lectores de la Stasi para que estos descifraran modismos intraducibles o frases demasiado crípticas, ergo, sospechosas. 

    También debimos resignarnos a la furtiva inspección de nuestras viviendas. El resultado, al comienzo, fue una especie de juego: ellos nos espiaban y nosotros sospechábamos que nos espiaban. En Dresde, Enrique Kiko Forch inventó cerrar su departamento con una sola vuelta de llave los días pares y con dos, los impares. Algún día los inspectores tenían que equivocarse y dejarían cerrado de la manera equivocada. Y así nomás sucedió, convirtiendo en certeza lo que antes era simple sospecha.

    Plataforma básica de ese tipo de seguridad era

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1