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Lucrecia y el rey magnánimo
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Libro electrónico533 páginas8 horas

Lucrecia y el rey magnánimo

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-Para conseguir mis favores, Majestad, deberéis divorciaros de la reina y hacedme vuestra esposa. Y si me tomáis por la fuerza, tened por seguro que me quitaré la vida.

Escuchó, atónito, Alfonso V, rey de Aragón, Cataluña, Valencia, Cerdeña y Sicilia, quien llevaba veinte años empeñado en conquistar Nápoles, de labios de la bellísima Lucrezia, Y para lograr ese divorcio hace venir a Italia al obispo de Valencia, Alfonso Borja, a quien en Italia llamarán Borgia,

La conquista de Nápoles. El siglo XV y los principios del Renacimiento. La Roma corrupta. Las guerras civiles de los reinos de Castilla y de Navarra.

Alfonso el Magnánimo. Lucrezia d´Alagno. El Príncipe de Viana. Juan II. Fernando el Católico. El poeta Ausias March. Rocco del Tuppo, La adivina Zennobia. Polissena. El agote Ansorena.

Personajes reales y ficticios que conforman una historia real contada con gran rigor histórico.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2019
ISBN9788468534862
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    Lucrecia y el rey magnánimo - Javier Díaz Húder

    las tres heridas del amor

    LUCREZIA Y EL REY MAGNÁNIMO

    Javier Díaz Húder

    © Javier Díaz Húder

    © Lucrezia y el Rey Magnánimo

    ISBN ePub: 978-84-685-3486-2

    Impreso en España

    Editado por Bubok Publishing S.L.

    Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    Lucrezia era una hermosa mujer, más bien una muchacha, hija de nobles napolitanos, si a los que son nobles pobres, se les puede llamar nobles. Al rey le gustaba tanto distraerse con ella que cuando estaba presente parecía fuera de sí y no veía ni escuchaba a nadie más que a ella. Siempre tenía los ojos fijos sobre ella, aplaudía cada palabra que articulaba, expresaba admiración por su sabiduría, elogiaba su comportamiento y declaraba que poseía una figura divinamente bella. La colmó de regalos y dio órdenes de que fuera tratada como una reina. Hasta tal punto estaba privado de ella que nadie podía obtener una audiencia si Lucrezia ponía objeciones. ¡Qué asombroso es el poder del amor! Un gran rey, señor de las más nobles regiones de Hispania, señor de las islas Baleares, Córcega, Cerdeña y la misma Sicilia, el hombre que ha conquistado tantas provincias de Italia y derrotado en batalla a los más poderosos príncipes, al final era derrotado por el amor e igual que un prisionero se convertía en siervo de una simple mujer.

    Si lo que se dice es cierto, no mantiene relaciones sexuales con ella. Se ha propalado que a menudo ha declarado:

    El rey nunca me privará de mi virginidad con mi consentimiento. Y si intentara forzarme, no seguiré el ejemplo de Lucrecia, la esposa de Collatino, quien se dio muerte ella misma después de que se había llevado a cabo el ultraje. Yo me anticiparé a la villanía con la muerte.

    Papa PIO II (Eneas Silvio Piccolomini. Memorias)

    ÍNDICE

    PERSONAJES HISTÓRICOS

    PERSONAJES FICTICIOS

    1. VALENCIA. Primavera de 1440.

    2. OLITE. Reino de Navarra. Primavera de 1440

    3. Un agote en la corte. Primavera de 1440

    4. Nao capitana Príncipe de Gerona. Otoño de 1440

    5. GAETA -Reino de Nápoles-.Otoño de 1440

    6. ROMA. Primavera de 1441

    7. OLITE -Reino de Navarra-. Primavera de 1441

    8. Campamento de Campovecchio. Nápoles. Primavera de 1442

    9. Cerco de Nápoles. Mayo y junio de 1442

    10. Alfonso V, el rey del Mediterráneo. Nápoles. Junio de 1442

    11. Castelnuovo. Nápoles. Invierno de 1445

    12. 1445 - 1450

    13. El regreso de Rocco

    14. Torre del Greco. Verano de 1456

    15. El príncipe de Viana en el reino de Nápoles. Año 1457

    16. Palma de Mallorca. Año 1459

    17. Barcelona. 1460

    18. ¡Vía fora! ¡Somatent! 1461

    19. Barcelona. Verano y otoño de 1461

    BIBLIOGRAFÍA

    PERSONAJES HISTÓRICOS

    AUSIAS MARCH. Poeta

    CARLOS DE NAVARRA. Príncipe de Viana y duque de Gandia.

    ALFONSO V de Aragón. Llamado el Magnánimo.

    LUCREZIA d´ALAGNO.

    IOANNA ESCORNA. Segunda esposa y musa de Ausiàs March.

    BLANCA I de NAVARRA.

    BLANCA II de NAVARRA. Reina de Castilla.

    LEONOR I de NAVARRA.

    GASTÓN de FOIX. Esposo de la anterior.

    JUAN II de ARAGÓN. Rey consorte de Navarra. Esposo de Blanca I.

    JUANA ENRÍQUEZ. Segunda esposa de Juan II y madre de Fernando el Católico.

    EUGENIO IV. Papa.1431-1447.

    CALIXTO III. Papa. 1455-1458. Primer papa Borgia.

    PÍO II. Papa. 1458-1464. Eneas Silvio Piccolomini.

    LUIS ARAGÓ. Caballero de Gandia.

    JUAN de URSÚA.

    MARTÍN de MONGELOS.

    ANTONIO CENTELLES. Virrey de Calabria.

    BRACCIO del MONTONE. Condottiere.

    PERE de CARDONA.

    MIGUEL DE TORRALBA.

    PERSONAJES FICTICIOS

    ANSORENA. Agote

    VINCENZO. Criado personal de Alfonso V.

    ROCCO DEL TUPPO.

    GENNARO.

    CICCARELLA.

    RAYMOND FOLCH DE CARDONA. Almirante

    MADONNA VANOZZA.

    Pitonisa ZENOBBIA

    POLISSENA. Venus rediviva.

    REIS. Última amante de Rocco del Tuppo.

    1.

    VALENCIA.

    Primavera de 1440

    Puix que lo món ne Déu a mi no vol

    a rellevar la causa dón só trist,

    a mi plau bé la tristor que yo vist:

    delit hi sent mentre yo.m trobe tal.

    Aixi dispost, dolç me sembla l´amarch,

    tant és mi enfecionat lo gust.

    A temps he cor d´acer, de carn e fust.

    Yo só aquest que.m dich AUSIÀS MARCH.

    (Ausiàs March, CXIV 81-88)

    Ya que ni el mundo ni Dios pueden valerme

    para arrancar la causa de mi pena,

    me complace la tristeza que me envuelve

    y feliz soy cuando me encuentro así.

    Hasta lo dulce me parece amargo,

    así de corrompido tengo el gusto.

    Mi corazón es acero, carne y leña.

    Yo soy aquel que llaman AUSIÀS MARCH.

    Al aparecer las primeras penumbras del atardecer, en el primer día del mes de abril de 1440, los criados encargados de realizar ese trabajo fueron encendiendo las bujías de las docenas de lámparas que, colgadas del techo, iluminaban los salones del palacio que servía de sede a la Generalitat Valenciana.

    En pocos minutos su resplandor se fue derramando por los amplios ventanales, iluminando la gran plaza y las calles y estrechas callejuelas, que allí desembocaban, repletas de gentes, tanto componentes del pueblo llano como de la baja burguesía, que se habían reunido en aquel lugar con el fin de disfrutar del espectáculo, del brillo de tantas luces, aspirar los olores producidos por la cera perfumada de los miles de bujías y escuchar la divina música que tanto agradaba al pueblo levantino. Pero en especial para admirar los tocados de las bellas damas y apuestos caballeros pertenecientes a la nobleza y a la alta burguesía compuesta por los políticos, ricos banqueros y armadores de buques, que habían tenido la suerte de haber sido invitados.

    Porque se celebraba el aniversario de la coronación del muy poderoso monarca don Alfonso V, rey de Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca, Cerdeña y Sicilia y aunque todavía no había logrado hacerse con la totalidad de su territorio y la guerra continuaba desde que comenzara el ya lejano año de 1424, del reino de Nápoles, lugar donde se encontraba el ya conocido, en toda Italia, por el apodo de re di guerra, dirigiendo en persona las operaciones navales y terrestres desde su capital provisional, la plaza fuerte de Gaeta.

    Y por tanto, el homenajeado monarca era, algo tan habitual en los últimos años, el gran ausente en su propia fiesta.

    En un estrado, elevado sobre los salones donde se movían los danzantes, cercano a la orquesta compuesta por un gran número de músicos provistos de laúdes, violas, un par de arpas y alguna vihuela de origen morisco, dos caballeros elegantemente vestidos, parecían preferir la charla a formar parte del corro de danzantes, a los que, sin embargo, no quitaban el ojo.

    -¿Habéis reparado en la forma como os mira aquella dama? Sí, la del traje azul pálido.

    Al tiempo que hablaba, mosén Luis Arago, señalaba con la barbilla a una de las damas que formaban el corro de una Gavotte, una danza recién llegada de tierras francesas, la última moda entre los componentes de la alta sociedad. En la Gavotte no se arrastraban los pies como en los viejos bailes, pasados de moda, sino que los danzantes, al compás del ritmo de la música, los levantaban del suelo, lo cual les confería una gracia especial especialmente en el caso de las damas, mientras se movían en círculo asidos por las manos levantadas por encima de las cabezas.

    Sí, mosén Ausiàs March también había reparado en la dama. Sin dejar de observar, con cierta extrañeza, el interés que parecía haber despertado en ella. En un primer momento pensó que la conocía, para no tardar en caer en la cuenta de que no, de que no era así, como pudo comprobar cuando se acercaba empujada por los vaivenes del baile.

    -No, ese rostro tan bello me es desconocido. Como su cuerpo, tan ceñido por la túnica, capaz de causar envidia a la misma Venus Afrodita. Ahí metida, semeja a un Lirio entre cardos. Sí, eso es -matizó-, una suave y bella azucena en medio de un campo de cardos.

    Mosén Arago no pudo reprimir una carcajada.

    -¡Ya surgió el poeta! No os es posible, mi querido amigo, ocultar vuestra pasión. Pero, ¿qué decís? ¿Un lirio entre cardos? No veo mal que comparéis a la dama con esa flor tan pura como sencilla. Pero... ¿no creéis cometer una injusticia con el resto de las damas, al compararlas con unos simples cardos? ¿Tan feas os parecen? Pues, ¡por san Jorge!, a fe mía que no será fácil reunir un ramillete de mujeres tan bellas en el conjunto de los reinos de nuestro amado señor, el rey don Alfonso V.

    Ahora fue al poeta a quien le tocó el turno de reír.

    -Y seguro que san Jorge no se molestaría por haber utilizado su nombre, ya que no decís más que una gran verdad. ¡Yo también juro por el santo patrono que mató al dragón, que sería imposible reunir tantas beldades como las que se ofrecen ante nuestros ojos! Sin embargo, no hay duda de que nuestra dama es superior al resto. Y ya perdonaréis mi insistencia pero continúo viéndola así, como un bello y frágil lirio en un campo de cardos.

    De pronto, como si recordara algo triste, cortó la conversación.

    -¡Ah... don Luis, vos no sois mi amigo! Veo que intentáis complicar mi existencia, cuando sois consciente del poco tiempo transcurrido desde que perdí a donna Isabel, mi amada esposa. Y mi corazón está sumido en el luto.

    Tras hacer el comentario, reparó en que su compañero, a quien no pareció agradar el nuevo giro de la conversación, se alejaba en dirección a los danzantes y tras acercarse a la dama, con un ágil quiebro de cintura apartaba al caballero que danzaba a su lado y tomando su mano continuaba la danza, sin que ella diera el menor síntoma de sentirse molesta por el cambio.

    Y fue entonces cuando Ausiàs March la pudo observar con más calma, utilizando sus ojos de poeta. Y no tuvo más remedio que darse la razón a sí mismo. Era diferente al resto. Muy diferente, pensó, ya que su cuerpo irradiaba una feminidad que se le escapaba por todos sus poros, acompañada por una sonrisa, tan luminosa, que hacía que tanto el nácar de la piel de su rostro como el marfil de sus dientes brillaran de forma especial.

    Sí, era cierto que acababa de perder a su esposa. A la que había amado durante los tres años que duró su unión, un amor, ciertamente, que no había podido evitar ciertas infidelidades, porque... ¿era posible ser fiel a una sola, cuando el Creador había llenado este mundo de tantas beldades a las que amar, cantar e idealizar?

    Por un momento pensó en seguir el ejemplo de su compañero y unirse al grupo, con el fin de conocer a la dama que continuaba lanzando miradas en su dirección siempre que los giros de la danza lo permitían. Pero no -decidió-, era un personaje muy conocido en la ciudad y su falta de respeto al luto llamaría la atención, algo que no gustaría a los parientes de su esposa, a varios de los cuales había visto en la sala, entre ellos a su joven hermano, Joanot Martorell, el joven e incipiente poeta que tanto le admiraba.

    El recuerdo de aquella muerte le llevó a pensar en un hecho real y preocupante, en que ya había cumplido los cuarenta años y ya no era el muchacho que, en su fuero interno, creía continuar siendo. La realidad era que se había convertido en un hombre maduro sin haber conseguido traer a este mundo unos hijos, legítimos, a quienes dejar los bienes heredados de sus antepasados, el patrimonio de la centenaria estirpe de los March, señores de Beniarjó, Pardines y Verniza, títulos que hoy, él, llevaba con orgullo.

    Hijos naturales, frutos de amores y pasiones pasajeras, sí que había logrado engendrar. Y amaba a alguno de ellos, tanto como en algún momento amó y cantó a sus madres, que, si bien por breve tiempo, formaron parte importante de su vida.

    Sin embargo, los hijos naturales no constituían un legado suficiente para la posteridad. Un noble tenía la obligación de perpetuar su especie y de mantener, mejor dicho acrecentar, la hacienda que algún día podrían disfrutar sus herederos. Unos herederos que la difunta no había logrado darle. Se habían amado, con pasión en los primeros tiempos y también a ella la comparó con un lirio entre cardos. Sin embargo, exclamó en voz alta, convencido de lo que decía, debo buscar una rica heredera y rehacer mi vida. ¡Todavía soy joven para que el Señor me conceda un montón de hijos!

    Pensamiento que llevó su imaginación a sus años jóvenes, cuando, junto a mosén Luis Arago, acompañó a don Alfonso V en su primera expedición a tierras italianas. Tres muchachos, aproximadamente de la misma edad, animosos y dispuestos a vivir las aventuras que el destino les tenía reservadas, por el simple placer de vivirlas.

    Recordó los sitios de Calvi y de Bonifacio, en Córcega, en los que tanto se distinguió y cuyo valor fue reconocido por el rey, que allí mismo le armó caballero, por lo que en lo sucesivo tenía derecho a utilizar el título de mosén, aunque su valor no fuera suficiente para conservar la isla por las tropas unidas de los diferentes reinos que formaban la Corona de Aragón, que pasó a poder de la república de Genova.

    Algo llamó su atención y su mirada volvió al salón de baile, desde donde la dama de azul le volvía a lanzar otra mirada, tan intensa, que, esta vez, si que consiguió alcanzar su corazón.

    ¡El Amor! ¡El Amor y la Poesía! Así, con letras mayúsculas. Los motores que movían su vida. ¡Ah... y el compendio de ambos, la Dama, la Mujer! ¿Es que la mujer no es poesía -se preguntó- pura poesía y los más bellos versos no han sido, desde los tiempos más lejanos, los inspirados por la mujer deseada, tanto de la lejana e ingrata como de la cercana y complaciente?

    Lirio entre cardos -comenzó a improvisar, con la mirada fija en la espalda de la dama que se alejaba siguiendo los gráciles movimientos de la Gavotte, con la mano todavía ceñida por la de Luis Arago-, Lirio entre cardos, los deleites del amor...

    -¿Recitáis un poema...?

    Volvió la cabeza para fijar la mirada en el recién llegado que se dirigía a él en una de las lenguas romance habladas en los diversos reinos hispanos.

    -Perdón caballero -contestó, molesto, al verse interpelado por un desconocido-, creo que no recuerdo la ocasión en la que hemos podido ser presentados.

    -Nunca lo hemos sido. Y no tengo más remedio que ofreceros mis disculpas por haber tenido el atrevimiento de dirigirme a vos, pero confieso que no lo he podido evitar, al ser un buen amante de las musas.

    Ausiàs March, cuyo genio vivo y pronto a saltar, incomodado por haber sido interrumpido cuando, concentrado en sí mismo, creaba un poema, sintió que decrecía su enfado al conocer el motivo. Pero todavía le esperaba una sorpresa mayor.

    -Mi nombre es Juan de Ursúa -continuó el desconocido caballero-. Y soy vasallo del muy Magnífico Señor don Carlos de Navarra, príncipe de Viana y nuevo duque de Gandia. Razón por la que me encuentro en este alegre lugar. Y -añadió, sonriendo- ese es también el motivo por el que soy aficionado a la poesía, ya que para vivir al lado del príncipe, o eres aficionado o... Debéis saber que las bellas artes son la debilidad de su alteza.

    Ausiàs March era conocedor de que don Juan de Trastámara, o de Navarra, había traspasado el ducado a su primogénito el príncipe de Viana, título creado recientemente para el heredero al trono del reino de Navarra. Un pequeño reino situado allí, en los montes Pirineos, el más antiguo de los reinos peninsulares.

    -Había oído decir que don Carlos de Viana era uno de esos príncipes modernos. Un humanista, les llaman ahora, similar a los señores de las cortes italianas -de pronto, dio un giro al tema de conversación-. ¿O sea que os encontráis entre nosotros como embajador de su alteza el príncipe, el nuevo duque de Gandia? -preguntó-.

    -Correcto. El hasta ahora duque, el rey don Juan de Navarra, le cedió el ducado hace unos meses y me ha enviado para que organice su administración y me haga cargo de sus rentas.

    A Ausiàs March no hacía falta que le explicaran que Juan de Trastámara, rey consorte de Navarra por su matrimonio con la reina doña Blanca I, hermano menor del rey Alfonso V de Aragón, era también duque de Gandia. Sus feudos patrimoniales de Beniarjó, Pardines y Verniga se encontraban dentro del citado ducado. Y desde que don Juan había sido investido duque titular por su hermano Alfonso en el año de 1426, Ausiàs March había visto como el nuevo duque, aunque le confirmó en dichos feudos, le iba cortando poco a poco sus ancestrales prerrogativas feudales, en especial en lo referente a la administración de la justicia.

    No, no se llevaban muy bien don Juan de Navarra y el poeta valenciano. Y él conocía perfectamente los motivos.

    El ya lejano año de 1420, unos meses antes de la expedición naval a Córcega y Cerdeña, en la que ambos tomaron parte, y para hacer más llevadera la espera en tanto se preparaban las naves, hombres y suministros, el rey Alfonso V tuvo la idea de organizar un torneo, al que fueron invitados los principales caballeros de los reinos peninsulares y del sur de Francia.

    La fiesta resultó ser un grandioso espectáculo del que se habló durante mucho tiempo. Celebrado en la amplía explanada que se extendía frente al Grao valenciano, con tribunas, levantadas expresamente para la ocasión, forradas de ricas telas y adornadas con los pendones de los participantes, en las que las damas más hermosas portaban los colores de los caballeros a los que amadrinaban.

    Y en medio de tanta fiesta y tanto lujo, nuestro buen poeta y caballero, tuvo la suerte, tan celebrada en un primer momento y que más tarde llegó a considerar como una desgracia, de derribar y vencer al todavía entonces infante don Juan, recién casado con la heredera del reino de Navarra.

    Y así, cuando, poco más tarde, don Juan, que no había olvidado la afrenta, fue nombrado duque de Gandia, comenzaron sus problemas. Por lo que el cambio sólo podía beneficiarle.

    -La razón es bien sencilla -continuó el recién llegado-. El príncipe de Viana siempre ha tenido intención de venir en persona a conocer su nuevo ducado, pero... entre una cosa y otra, todavía no ha encontrado el momento oportuno.

    -Y entonces, señor de Ursúa -su tono de voz era más amistoso-, por lo que veo, vuestra presencia en Valencia viene a decir que sus nuevos súbditos no tendremos el placer de rendirle vasallaje, en fin, que no venís a anunciarnos su próxima visita.

    -Infiero, por vuestras palabras, que poseéis feudos en el interior del ducado de Gandia y os consideráis su vasallo.

    -Hace más de un siglo que mi familia es la propietaria de los señoríos de Beniarjó, Pardines y Verniga.

    -Veo que Dios ha guiado mis pasos, porque, os confieso que me encuentro bastante despistado en este país, para mí tan desconocido, y vuestra ayuda me puede resultar preciosa.

    Ausiàs March se limitó a realizar un gesto con la cabeza, dando a entender que se mostraba de acuerdo.

    -No vais descaminado -continuó el caballero navarro-. No, por el momento sus múltiples ocupaciones le impiden realizar tan largo viaje. Sabréis que mi señor, don Carlos, ha sido nombrado lugarteniente del reino de Navarra y en estos tiempos, tan revueltos, le es imposible abandonarlo. Hace mucho tiempo que sus padres, los reyes, especialmente don Juan, permanecen más tiempo fuera del reino que en él, ya que, por lo visto, se siente más atraído por la política castellana, donde se encuentra como pez en el agua y donde posee un gran número de feudos y plazas fuertes. Habéis de saber que, tras el rey, es el rico hombre más poderoso de dicho reino.

    -Don Carlos debe de ser muy joven... -el cerebro del poeta funcionaba a toda velocidad y ya se le había ocurrido una idea-.

    -Si consideráis joven a una persona que está a punto de cumplir los veinte años, estáis en lo cierto. Pero su alteza es un hombre más maduro de lo que indica su edad, ya que ha gobernado el reino desde que era un niño.

    Hizo un gesto con las manos, en un intento de matizar sus frases.

    -El príncipe es una persona -prosiguió- muy culta. Escribe libros y hace sus pinitos con la poesía. Nosotros, los que tenemos cargos de responsabilidad en la corte de Olite, yo soy el maestre de su Hostal, estamos habituados a despachar con él en su biblioteca.

    Estas últimas palabras sonaron como música celestial en los oídos del poeta, que ya había decidido desplazarse al reino de Navarra para conocer en persona y ofrecer sus servicios al nuevo duque.

    -Perdón, caballero -dijo en voz alta, haciendo una graciosa reverencia-. Esto no puede continuar así. Debo reconocer que soy un desconsiderado. Vos os habéis presentado y me habéis dicho vuestro nombre y sin embargo todavía no conocéis el mío. Antes he indicado que soy titular de varios señoríos en la región y por tanto vasallo del duque de Gandia y sin embargo no recuerdo haberos dicho mi nombre.

    -Cierto es y estaba a punto de preguntároslo.

    -March, mosén Ausiàs March.

    -Pues bien, mosén Ausiàs March -exclamó Juan de Ursúa-. Reitero mi satisfacción por haberos encontrado. Y si no consideráis que abuso de vuestra hospitalidad y ya que sois vasallo de mi señor, me atrevería a pediros que me sirvierais de guía en este país.

    Eso era justamente lo que el poeta pensaba proponer y quedó encantado de que se hubiera adelantado a sus deseos.

    -Habéis adivinado mi pensamiento, ya que estaba a punto de haceros ese mismo ofrecimiento -intentó escudriñar en los ojos de su interlocutor. ¿Sabrá mis dificultades con don Juan y sea posible que este encuentro no sea tan casual como parece?-. Y todavía me atrevo a más, con vuestro permiso. Desconozco el estado en que puede encontrarse el palacio ducal, ya que desde la muerte del duque anterior a don Juan, don Alfonso de Aragón, no ha sido habitado por su titular, por lo que no creo que se halle en condiciones de recibiros con comodidad, por lo que me encantaría ofreceros mi casa para que dispongáis de ella como si fuera la vuestra.

    -Sin duda que aceptaré, mosén March, sin duda. Y así al tiempo que repasamos los negocios de mi señor, tendré la oportunidad de que me deis a conocer una muestra de vuestros poemas, porque, aunque mi primera pregunta ha quedado sin respuesta, tengo la impresión de encontrarme ante un verdadero poeta.

    La respuesta no vino del interpelado, sino de un tercer personaje que se acercaba.

    -Sabed, señor, que vuestro juicio es certero. Mi buen amigo Ausiàs March es el más grande de los poetas que utilizan la lengua valenciana y uno de los más aprovechados seguidores del gran Petrarca.

    Mosén Luis Arago, en un descanso de la orquesta, había abandonado la compañía de los danzantes y llegado a tiempo de escuchar las últimas palabras del para él, desconocido caballero.

    -¿Y a vos también os gusta jugar con las musas? -preguntó el recién llegado-.

    -¡Oh, no, sólo soy un buen aficionado, soy más hombre de espada que de pluma!

    -Entonces ya somos dos los que nos encontramos en la misma situación. Y me alegro de encontrar un compañero con quien poder hablar de armas, de las nuevas armas de fuego que, durante los últimos tiempos han cambiado la forma de combatir, en tanto nuestro señor poeta se devana los sesos buscando nuevas rimas con las que cautivar a sus enamoradas. Pero, ¿qué hacemos aquí? Tanta charla en seco y esa nueva danza me ha provocado una sed espantosa. ¿Buscamos por estos salones a alguien que nos proporcione un buen vaso de hidromiel?

    A todos les pareció bien la propuesta y se dirigieron hacía el estrado donde un ejército de servidores se multiplicaban para servir a los invitados. Alegres, cada uno por un motivo diferente. Luis Arago porque esa era la faceta más acusada de su carácter, Juan de Ursúa porque había encontrado a alguien que iba a hacer más sencilla su misión y Ausiàs March porque presentía que el cambio de titular en el ducado de Gandia iba a serle favorable.

    Y también por otra razón que tocaba más su corazón que su bolsillo. Las flechas del Amor, lanzadas por una dama desconocida, amenazaban con hacer blanco en su corazón. Un corazón que durante los últimos tiempos había sufrido y que ansiaba volver a sentir los goces para los que había sido creado. Y así, en tanto sus compañeros bebían una tras otra varias copas de hidromiel y charlaban sobre un nuevo modelo de espingarda, que se decía había aparecido en Francia, él continuaba el poema antes interrumpido por la llegada del caballero navarro.

    Lirio entre cardos, los deleites del amor vienen de donde surge la voluntad. Alguno muere con el deseo cumplido, otros...

    La voz del caballero de Ursúa, cada vez más elevada debido a las continuas libaciones, interrumpió su vena creativa al expresar su intención de incorporarse al baile, lo cual le llenó de satisfacción, ya que hacía un tiempo venía esperando la oportunidad de quedarse a solas con Luis Arago, ansioso de que le hablase de la misteriosa dama.

    -¿Y decís que tiene por nombre Gavotte?

    -Eso es. Una danza recién llegada de Francia.

    -¿Y es fácil de bailar?

    -Muy fácil. No tenéis más que introduciros en el corro, tomar las manos de las dos damas más hermosas y dejaros llevar por ellas.

    -¿Y me acompañaríais vos?

    Arago iba a responder afirmativamente, cuando vio un gesto de súplica en los ojos de Ausiàs March. Un gesto de súplica que comprendió a pesar del hidromiel.

    -Sin duda, pero antes permitidme que termine esta copa, No tardaré en reunirme con vos.

    -Allí me encontraréis -señaló el corro de danzantes-. Voy a ver si entre tantas bellas damas tengo la suerte de tropezar con una dispuesta a compartir parte de su tiempo con un viajero desconocido.

    Y con un paso, no muy firme, no tardó en perderse entre el gentío.

    No había tenido tiempo de alejarse unos pasos cuando un ya impaciente enamorado, preguntó:

    -¿Quién... quién es la dama? Por Dios, decidme su nombre... ¿por qué me miraba? ¿Me, me conoce?

    -Lo siento, pero no me es posible responder a vuestra curiosidad.

    -¿Qué decís? Os he visto danzar a su lado. Y… hablabáis.

    -Sin embargo, también habréis reparado que ella no respondía. No ha querido decirme nada, ni su nombre, ni su origen. Nada. Sólo se limitaba a sonreír, ante mis continuas preguntas. Eso sí, con una sonrisa, tan dulce y traviesa, que lo decía todo.

    -¿Cómo que lo decía todo? -Ausiàs March agarró con fuerza el brazo de su interlocutor- ¿Qué significa esa afirmación, no me diréis que os habéis enamorado? Sois... sois consciente de que esa dama es mía.

    El interpelado no era, en absoluto, consciente de la apasionada afirmación de su amigo, pero lo conocía y sabía que nunca bromeaba sobre cuestiones de amor ni de dinero, Que era capaz de sacar la espada e iniciar, allí mismo una pelea, aunque fuera con el mismo rey de Aragón.

    -No, no temáis, no me he enamorado -dijo, riendo, al tiempo que desasía su brazo de las garras que lo ceñían-. A mí, las flechas de Cupido no logran alcanzarme con la misma facilidad que a vos.

    Al ver que el rostro del arrebatado enamorado se tranquilizaba y que, incluso, sus ojos le solicitaban el perdón, continuó:

    -Y por otra parte, tenéis razón, la dama es vuestra.

    -¿Cómo que es mía? ¿Cómo podéis saberlo? ¿No decís que no ha abierto la boca?

    -Bueno, tampoco es así. Si que ha pronunciado un par de frases...

    -¿Un par de frases? ¿Es qué estáis jugando conmigo? ¿Qué frases son esas que ha pronunciado?

    -En un momento en que se ha detenido la danza y cuando menos lo esperaba, he escuchado que decía:

    -Mosén Arago, he observado que os encontráis en compañía de mosén March, el poeta.

    -¿Cómo es que sabéis mi nombre? ¿Y... también el de mosén Ausiàs March? ¿Le conocéis?

    -No, no en persona... sin embargo he tenido la suerte de disfrutar con la lectura de varios de sus poemas.

    -Y eso es todo -continuó-. Por mucho que insistí no logré que volviera a abrir la boca. La esquiva se limitaba a sonreír cada vez que le preguntaba su nombre. Eso sí, puedo deciros que pertenece a la nobleza de este reino, ya que esas pocas palabras las pronunció en un correcto valenciano.

    -¡Me conoce por mis versos! -exclamó alborozado, ya que sabía por experiencia que era el camino más directo para enamorar a una dama-. Vayamos en su busca, no puedo perder el tiempo.

    Y ambos se mezclaron con el gentío y recorrieron todos los salones. Y los extensos jardines, donde pudieron observar como varias parejas se perdían entre la frondosa vegetación de olorosos arbustos, en los que ya lucían las primeras flores de la primavera. Y nada, ante la consternación del poeta, que ya se creía enamorado, la desconocida había desaparecido. De todas formas continuaron buscando hasta que llegaron las primeras luces del alba, momento en que los músicos dieron descanso a sus instrumentos y se dio por finalizado el festejo. Pero no sin antes preguntar a todos los conocidos, que sí habían reparado en ella, en su gracia y belleza.

    Pero nadie parecía conocerla, posiblemente se trataba de una doncella, de noble familia, que debutaba esa noche en sociedad.

    ***

    Unos días más tarde, don Juan de Ursúa y mosén Ausiàs March se encontraban en el palacio ducal de Gandia. Las catorce leguas que lo separaban de la ciudad de Valencia, se habían casi duplicado ante los deseos del caballero navarro, que mostró su interés por realizar un recorrido por el ducado con el fin de conocer su estado antes de reunirse con los administradores. Y mosén Ausiàs March era el mejor guía que podía haber encontrado el enviado ducal.

    Aunque el anterior duque, el rey de Navarra, no se había prodigado en sus visitas durante los tres lustros en los que ejerció la titularidad del ducado, los administradores tenían las cuentas al día, conocedores del fuerte carácter de don Juan, capaz de mandar cortar ambas manos, e incluso ahorcar, a cualquier colaborador sobre el que albergara la más ligera duda de falta de celo y más si a la desidia se unía la sospecha sobre una posible malversación o enriquecimiento sospechoso. Un hecho bastante habitual en unos tiempos en los que los grandes señores recibían feudos por su ayuda en una guerra o por su simple amistad con los reyes; unos feudos, lejanos y desconocidos, a los que ni se dignaban visitar y de los que se limitaban a obtener sus rentas.

    Algo que a los servidores del anterior duque, tras los escarmientos sufridos en los primeros años, las más de las veces injustos, no se les ocurría ni siquiera pensar.

    -Como podéis ver en estos libros, estamos en situación de poner a disposición de vuestra señoría, las rentas de los dos últimos años, 1438 y 1439, ya que el anterior duque, no quiso que las enviáramos a Navarra, como era lo habitual. A punto de finalizar el año treinta y ocho, nos ordenó que guardásemos las sumas que lográramos recaudar, hasta recibir nuevas órdenes sobre el lugar la que las debíamos enviar. A Peñafiel o a alguna otra de sus posesiones castellanas.

    El administrador, un hombre de avanzada edad, que llevaba en el cargo desde los tiempos del duque don Alfonso de Aragón, hablaba en una mezcla de romance aragonés y de la lengua original de los países catalanes y valencianos, por lo que a Juan de Ursúa le venía muy bien la presencia de Ausiàs March, que le servía de traductor.

    -Desde entonces no habíamos recibido nuevas órdenes y ahora os presentáis vos, en representación del nuevo duque. Y claro... nosotros... no sabemos -el nerviosismo del anciano era visible-... a quién debemos entregar esas sumas.

    -No temas, buen hombre, que yo disiparé tus dudas. A mi señor el príncipe le encantará saber que va a poder disponer de un dinero con el que no contaba. Siempre anda algo escaso, a pesar de tener unos ingresos más que sustanciosos -comentó Ursúa, dirigiéndose a Ausiàs March-. Las Cortes de Navarra, al igual que el pueblo, le quieren y no son tan mezquinas como lo eran con su padre.

    En tanto los empleados de la casa ducal se ocupaban de cobrar las deudas atrasadas para poder entregar la mayor cantidad posible, ambos caballeros se desplazaron a Beniarjó, donde Ausias March guardaba una parte de las aves rapaces, milanos, azores, halcones, debido a su cargo de Halconero Mayor del reino de Valencia, con el que fuera distinguido por don Alfonso V durante el tiempo en que participó en la guerra de Nápoles.

    Grandes aficionados a la caza, ambos, pasaban la mayor parte de esas horas de espera ocupados en su deporte favorito, haciendo trabajar a las más hábiles rapaces del rey en la persecución y captura de liebres, conejos, perdices y palomas, tan abundantes en las sierras del interior, dispuestas a ser capturadas tal como lo disponen las normas del noble arte de la cetrería.

    Uno de esos días, en las primeras horas de la mañana, en que se hallaban en las laderas orientadas al sur de la cercana Sierra Gallinera, Ausiàs March observó que un bando formado por un par de docenas de palomas, volaba en dirección norte y quitó la caperuza al halcón que descansaba sobre la muñequera situada en su brazo izquierdo. Levantó la mano, en una clara orden que el pájaro comprendió sin más explicaciones -era la tercera vez que emprendía el vuelo esa misma mañana- y no tardó en colocarse un par de cientos de codos por encima del bando, al que detectó en el mismo instante en que sus ojos se vieron libres.

    En un principio, las aves, que viajaban buscando lugares más frescos donde pasar el ya próximo verano, no se dieron cuenta del peligro. Hasta que, de pronto, el viejo macho que servía de guía, veterano por haber realizado el mismo recorrido en varias ocasiones, más que ver al enemigo, lo intuyó y comenzó a ponerse nervioso y a buscar un lugar donde posarse, donde el pájaro asesino no pudiera clavarle sus garras sin riesgo de darse contra el suelo, lo cual, a la enorme velocidad que llegaría a adquirir, suponía una muerte segura.

    Maniobra habitual que esperaba el halcón, que, sin pensarlo, ya había elegido a su víctima, se lanzó contra el grupo de aves, a tal velocidad, que antes de que lograra descender una docena de codos, pudieron ver como su sombra, con las alas y garras ya extendidas, se reflejaba en el suelo.

    Ausiàs March pensó que por muchas veces que lo viera, nunca lograría acostumbrarse a ese momento mágico. Sus ojos no podían apartarse del halcón, mientras se abalanzaba sobre la víctima a la velocidad de una flecha de ballesta. Aguzó la vista para no perderse el momento en que agarrara a la paloma, frenara en el aire y con un suave movimiento de sus alas remontara el vuelo. Una experiencia única, inigualable, reservada al capricho de reyes y príncipes desde los comienzos de la humanidad.

    Sin embargo aquel día las cosas no iban a resultar de la forma esperada, ya que cuando el halcón estaba a punto de lograr su objetivo, otra sombra más rápida que apareció de pronto, le golpeó y lo arrojó contra la tierra, donde, tras rebotar como una pelota, se quedó inerme. Ausias March abrió la boca lleno de estupor, sin lograr comprender lo sucedido, pero cuando vio que el otro halcón iniciaba la ascensión, con la paloma entre sus garras, se dio cuenta de que el suyo había sido víctima de un congénere que había elegido la misma presa.

    Nunca, en sus largos años de practicar esta afición, había visto nada parecido. Metió las rodillas en los flancos de su montura y seguido por don Juan de Ursúa se dirigió hacia el lugar en el que yacía el pájaro, donde tras frenar, descendió de un salto, lo cogió y no pudo evitar lanzar un grito de rabia ante el amasijo de plumas y carne sanguinolenta que tenía en sus manos.

    En ese momento escuchó los cascos de un caballo que se acercaba. Levantó los ojos hacia el lugar de donde venía el ruido y no tardó en cerrarlos, pensando que estaba sufriendo otra especie de alucinación, que no había visto bien, al tener frente a él a una dama, que, ataviada como una moderna Diana cazadora, amazona sobre un caballo bayo, de color algo más amarillento que lo habitual, y que llevaba un halcón sobre su muñeca. Un halcón que no hacía mucho tiempo había cazado, ya que tenía el curvo pico lleno de sangre y que le miraba con ojos desafiantes, pues todavía no le había sido colocada la caperuza.

    Se observaron durante unos segundos. Ausiàs March no podía creer en lo sucedido, algo que iba en contra de todas las reglas de la cetrería. Las normas, no escritas, dictadas por costumbres ancestrales, que dicen que cuando un cazador ha descubierto un bando y suelta su halcón, ese bando es suyo y nadie puede disputárselo -ha tenido que ser una mujer, pensó, una mujer que no tiene ni idea de lo que se lleva entre manos-, pero lo que menos comprendía era que ambos pájaros hubieran elegido la misma víctima y chocado en el aire. Realmente -su afición se impuso por un momento al enfado- no había visto nunca un halcón tan veloz.

    -Perdón, perdón. Yo... lo siento... ¡lo siento tanto!

    La voz era tan dulce que teniendo en cuenta que su afición por el sexo femenino sobrepasaba la inspirada por la caza, no pudo menos de mirarla directamente a los ojos.

    -¡Ah, señora, yo... yo... os conozco.

    -¡Ah... vos sois... sois, mosén Ausiàs March! -balbució la todavía asombrada cazadora-.

    Fue entonces cuando se dejó oír la fuerte voz de Juan de Ursúa.

    -¡Formidable, ahora resulta que nos conocemos, que todos somos amigos! Lástima de pájaro. Podía haber sido un gran cazador, pero en fin, la caza tiene estos accidentes y -se dirigió a la dama señalando su brazo derecho- no cabe duda de que el vuestro es más rápido.

    Tuvo que callar, al observar que ninguno de los dos le hacía caso, ya que continuaban mirándose, como si a todo lo largo y ancho de Sierra Gallinera no existiera nadie más que sus personas.

    -Sois… sois la dama del baile de la Generalitat.

    Simples palabras que rompieron el hechizo del momento e hicieron que la dama rompiera a reír.

    -¿Me recordáis? ¿Recordáis que asistí a la fiesta en honor de su majestad? Yo creo, diría, que... también, que también reparé en vos. Pero... -sus ojos reían en tanto sus labios se fruncían en un mohín con cierto tono burlón- ignoraba que, entre tantas y tan hermosas damas, os hubierais fijado en mi humilde persona.

    La galopada al aire libre, junto a la emoción, tanto por la caza como por tan inesperado encuentro, había hecho que sus ojos brillasen en medio de un rostro cuya piel se había teñido de un subido color carmesí, tan vivo que el poeta no pudo menos que admirar.

    -Lirio entre cardos... -musitó entre dientes- no hay duda de que sí, de que ahora veo la razón por la que os puse ese apelativo.

    Alzó la voz.

    -Me lleváis ventaja, ya que veo que mientras vos conocéis mi nombre, yo...

    -Hace años solíais ir por casa de mi padre...

    -¿Vuestro padre? ¿Y quién es vuestro padre?

    -Mosén Bernardo Escorna.

    -¿El honorable mosén Bernardo Escorna? Es cierto, solía ir por su casa cuando ejercía de jurado y justicia civil del reino de Valencia. Hace tiempo que no lo veo. Entonces, vos... sois su hija.

    -Su hija Ioanna. Mi padre, una vez que se retiró de la vida pública, se retiró a su señorío de Pedreguer, donde lleva una vida apacible.

    -Pero Pedreguer está lejos. ¿No me diréis que una dama tan hermosa, como vos, se atreve a recorrer sola tantas millas, en busca de un lugar donde soltar sus halcones?

    -No, no he venido desde tan lejos, sino desde el lugar de Pego, en el que tenemos una casa en la que también pasamos largas temporadas. Y no, no estoy sola.

    Dijo al tiempo que señalaba con la barbilla a dos jinetes, bien armados, que se mantenían apartados a cierta distancia, a los que se habían unido hasta cinco hombres de a pie, que mantenían atados una traílla de galgos compuesta por una docena de hermosos ejemplares.

    -Podéis ver que estoy bien acompañada por dos caballeros de mi casa. Mi padre nunca me permitiría salir sola.

    -¿Cómo es que habéis soltado vuestro halcón? -preguntó un extrañado Juan de Ursúa-. ¿No nos habíais visto? ¿No os habíais dado cuenta de que, según las leyes de la cetrería, ese bando de palomas nos pertenecía?

    -No cazábamos aves con halcón, sino que corríamos tras las liebres con nuestros galgos. Pero nunca salgo de caza sin mi pájaro favorito. ¡Ah, me encanta soltarlo! -acarició su cabeza con la mamo izquierda-. Y sí, es cierto que no había reparado en vuestra presencia... -en ese momento pareció observar que allí había algo extraño, que la pregunta estaba hecha con algo de suspicacia-. Ea, señores... ¿no estaréis pensando que trataba de levantaros vuestra pieza?

    Fue tal la rotundidad con que habló que hasta ella misma creyó su propia mentira. Sí... ¡claro que había visto, desde lejos, los colores de mosén Ausiás March y durante toda la mañana esperó el momento oportuno para tener una excusa y lograr entablar conversación! Pero ese detalle no debía saberlo nadie y desde luego, el que menos el interesado. Bueno... posiblemente se lo diría algún día. En otra ocasión... cuando...

    -Es inútil dar más vueltas al asunto -asintió el poeta-. Ha sido un desgraciado accidente. Era un excelente pájaro, pero... ¡qué le vamos

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