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Madame de Pompadour. La amante de Luis XV que llegó a ser la mujer más poderosa de Francia
Madame de Pompadour. La amante de Luis XV que llegó a ser la mujer más poderosa de Francia
Madame de Pompadour. La amante de Luis XV que llegó a ser la mujer más poderosa de Francia
Libro electrónico148 páginas2 horas

Madame de Pompadour. La amante de Luis XV que llegó a ser la mujer más poderosa de Francia

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El Siglo XVIII en Francia fue apasionante. En el se dio la culminación de absolutismo monárquico, se construyeron grandes palacios y se produjo la célebre revolución de 1789. También fue la época de las grandes cortesanas que de manera intempestiva accedían a las mas altas esferas del poder. Y entre ellas ninguna ha descollado tanto como Jeanne-Antoinette Poision, o Madame Pompadour, la gran amante de Luis XV. Esta mujer, además de cómplice de fogosidades, fue la gran compañera y consejera del Rey. Culta y decidida, apoyó el proyecto de la enciclopedia, se rodeó de los mas notables filósofos y literatos de la epoca, protegió el teatro y prohijó las mas variadas manifestaciones artísticas. Este libro revela a una mujer cuya personalidad y valía superan cualquier preconcepto general.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2013
ISBN9781940281476
Madame de Pompadour. La amante de Luis XV que llegó a ser la mujer más poderosa de Francia

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    Madame de Pompadour. La amante de Luis XV que llegó a ser la mujer más poderosa de Francia - Jazmin Saenz

    ¿Por qué sumergirnos en la vida y obra de Juana Poisson, una burguesa del siglo XVIII, luego marquesa de Menars, ligada sentimentalmente al antepenúltimo de los reyes Borbones en los albores de la República Francesa? Porque madame Pompadour, hija de un financista quebrado, fue, por obra y gracia de su voluntad de hierro, la mujer más poderosa de Francia. Porque en torno de ella convergen la Corona en decadencia, la ascendente burguesía y la intelectualidad iluminista, danzando al compás de una melodía cada vez más débil. Porque su vida nos regala un vistazo a la Corte más glamorosa de la Europa de su época, con sus corrupciones y sus mediocridades. Y porque un periodo prerrevolucionario es fascinante, en todos sus matices y contradicciones, y sus enseñanzas iluminan aún nuestro presente.

    La revisión histórica promovida por la Revolución Francesa instaló la idea de favoritas irreflexivas y todo poderosas para que, a su lado, los reyes Borbones lucieran débiles e incapaces. Esa mirada es excesiva. Es cierto que tales mujeres tenían sus caprichos y su propia Corte, que los reyes hacían locuras por ellas y que a esa locura debemos la existencia de suntuosos palacios. Pero las sucesivas crisis de la monarquía tienen una parte de su origen en la ineptitud de los reyes y otra parte no. No es novedad que los monarcas cometían errores, omisiones, excesos y hasta crímenes horrendos. Pero no lo es menos que lidiaban con guerras extensas, costosas e insensatas, corporaciones enquistadas en sus añosos privilegios, una Corte corrupta o fenómenos como el republicanismo ilustrado. Mejores o peores, monarca y favoritas eran expresiones de un sistema perimido.

    Es cierto que ninguna otra favorita tuvo nunca tanto poder y también lo es que el gobierno de Luis XV no fue peor que cualquier otro. Y no fue sólo el lecho real el que la propulsó al centro mismo de la escena política, ya que sus relaciones amorosas con el rey duraron muy poco. Más bien fueron su intelecto, a la vez preparado y astuto, su temple sereno, práctico y decidido, su tenacidad y su ambición los dones que la mantuvieron en el candelero durante casi veinte años, más su amor por Luis.

    Juana Poisson expresaba lo más alto a lo que podía aspirar una dama de aquel siglo: tenía belleza, sentido artístico, buen gusto, dones intelectuales e ingenio. La marquesa fue, para el rey, amante, consejera política y espiritual, mano derecha y amiga de confianza. Pero, sobre todo, la Pompadour le brindaba algo que nadie más podía ofrecerle: un ambiente burgués. Y algo parecido a un hogar.

    Sus dotes, que pueblan estas páginas, eran notables. La Pompadour cantaba, bailaba y pintaba a la perfección, dominaba el arte dramático y conocía lo más valioso del arte y la literatura universal. Pero no era una reproductora pasiva de los preceptos de la moda y la estética, sino una exploradora de los límites del estilo, una auténtica creadora e impulsora de tendencias, que animó a los artistas a que se encaminaran en nuevas rutas.

    A instancias de la marquesa, Luis adquiría castillos, los levantaba o los modificaba. Bajo la batuta implacable y el exquisito gusto de Madame, cada uno se volvía una joya, una obra de arte. Todo allí era grácil, elegante, femenino, y a la vez burgués, cómodo y práctico. Ése es el estilo que hoy reconocemos como Luis XV, o estilo Pompadour. La mayor parte de aquellos palacios fue abatida luego de la Revolución, pero aun así su fama ha perdurado.

    La Marquesa era un ser político, lo que le valió enemigos y traiciones. Apoyó a pensadores e intelectuales, y con ello se ganó el odio del partido clerical. No tenía sentido del ahorro y, como era inmune a las críticas, cualquier dinero empleado en hacer más bella la vida le parecía bien invertido. Jamás se avergonzó de sus raíces ni olvidó a sus parientes, a pesar de que su origen burgués no le fue nunca perdonado. Su temperamento era frío, al punto que ella misma alentó a Luis a buscar otras amantes. Y alguna vez pagó caro el pecado de vanidad.

    Ya desde tiempos de Luis XIV hubo una suerte de ruptura afectiva, un desencanto tal en la relación del rey con su pueblo, que tendía a disociar las existencias comunes de la del soberano. Era una función de las favoritas el canalizar hacia ellas el odio popular, y desviarlo así de los monarcas. Involuntariamente, la Marquesa cumplió ese mandato con creces. Por doquier circulaban los panfletos más agresivos hacia la favorita del rey. Pero el periodo prerrevolucionario no debe generar confusión respecto de la autoría de tales agresiones; no provenían de una burguesía hambrienta de poder sino de una Corte corrompida, llena de camarillas, que atentaba contra el propio sistema que garantizaba su subsistencia. La Corte era un mundo cerrado en sí mismo, que apenas tenía contacto con la vida cotidiana fuera de sus muros. Y esto habla muy bien del porqué de los hechos trágicos posteriores; la actitud de los cortesanos no provenía sólo de su torpeza, sino también del desconocimiento total y profundo del pueblo. Se encontraban demasiado ocupados en asegurar o mejorar su posición mediante intrigas y maquinaciones. Su desdén por el individuo raso era tal, que ignoraban su existencia misma. Los franceses en general, claro está, luego reproducían de manera masiva los versos y cantos hostiles, y alimentaban así la revolución en marcha.

    Luego vendría una revolución que, como bien señala Tocqueville, terminó actuando a modo de nueva religión, transfiriendo a nuevos valores laicos caracteres habituales de los dogmas religiosos, como el proseli- tismo ardiente y la vocación por lo universal. Esto es, creando un nuevo dogma.

    Este libro es también un somero repaso de los tiempos previos a esos hechos trascendentes, vistos a través de la biografía de una figura singular; la mujer que nos ocupa y que merece ser vista más allá de los clichés y los prejuicios, aunque sean de larga data.

    Capítulo I

    El joven rey

    Un rey yace muerto en los pomposos aposentos centrales del Palacio de Versailles. Corre el año 1715. Allí, en esa pequeña ciudad de nobles, ministros y cortesanas, acostumbrada a los sonidos del placer y del poder, ahora reina, tímido, el silencio. La fama de aquel rey se extiende a través de la vasta geografía de su imperio, donde se dice que el sol nace y se pone, y donde se lo conoce como el Rey Sol.

    Unas cuantas figuras susurrantes rodean el lecho mortal en la penumbra de la habitación. La escena no reviste mayor dramatismo que el que la situación supone; el rey era un hombre anciano, hacía tiempo que se encontraba enfermo y ya había puesto en regla asuntos de primer orden público, como la sucesión, u otros más espinosos, como el destino de sus cuantiosos bienes.

    Pero vayamos hacia otra ala del edificio, donde se despliega una escena, a nuestros ojos, algo curiosa: el duque de Orleans, acompañado por una nutrida Corte de nobles, se inclina en solemne reverencia ante un lloroso infante de cinco años, seguido de cerca por su gobernanta. El Duque le susurra algo al niño, su sobrino nieto, quien no deja un instante de llorar. Lo que ha dicho es Su Majestad, dando inicio formal a un nuevo reinado Borbón en Francia.

    La mente infantil reconoce en aquel saludo la muerte del bisabuelo, y llora. No porque le tuviera un afecto particular; apenas si lo conocía. En su corta memoria, esa muerte se suma a las de su madre, su padre, su hermano mayor y su abuelo, ocurridas todas en los últimos tres años, lapso -casi el de la vida entera del niño- en el cual la Corona rebotó, virtualmente, sobre sus cabezas, a medida que todos ellos, como en una conjura extraña, iban muriendo de a uno.

    Demasiadas pérdidas y demasiado importantes para la capacidad de comprensión de un niño... y para una casa real que pretendía perpetuarse en el poder. Ni en sus peores pesadillas la Corte imaginó que el cetro llegaría hasta aquel pequeñín llorón, aunque la escena no dejaba de ser moneda corriente en Francia: por tercera vez, un rey moría dejando a un infante por heredero.

    La Casa de Borbón

    La dinastía de los Borbones en Francia se inició con Enrique IV (1553-1610). Como en muchos otros casos, la Corona francesa recayó en este navarro por casualidad, inesperadamente. Una combinación de guerras y muertes sucesivas lo arrojó al trono en 1589. Odiado por su profesión de fe calvinista, Georges Bordonove reseña que Enrique debió conquistar su reino provincia tras provincia y ciudad tras ciudad, abjurar de su religión y bautizarse católico -pues, como sostuvo entonces, París bien valía una misa-, ganarle una batalla a España, poner fin a las guerras religiosas, garantizar una gallina en la cacerola de cada súbdito, tolerar un matrimonio indeseado y engendrar un delfín. Mal no le fue a ese primer Borbón en el trono; su popularidad le valió el título de Bon Roi (Buen Rey), aunque también dio curso a las envidias y traiciones y, finalmente, murió asesinado por un católico.

    La muerte prematura de su padre dejó a un atribulado niño de nueve años y a su torpe madre a cargo del destino de Francia. Ese fue el primer Luis de una sucesión: Luis XIII (1601-1643). Su madre, María de Médici, mecenas de las artes e hija de la prominente burguesía florentina, condujo el Reino al desastre. Su ya adolescente hijo veía con mayor claridad la usurpación del poder por parte de sus asesores y sufría anticipadamente por el estado calamitoso en que heredaría el Reino. Fue necesario entonces que derrocara a su propia, madre para acceder al trono.

    Luego, el primer Luis sufriría una serie de escollos inesperados. María no lo dejaría en paz hasta su muerte, conspirando de manera continua contra él. Su propio hermano lo traicionaría y, finalmente, su esposa participaría en un complot para asesinarlo. Los hijos no llegaron a ese particular matrimonio hasta pasados los veinte años de casados y los vaivenes de su relación con el omnipresente y todopoderoso ministro Richelieu marcarían su reinado. Cuidadoso de que su hijo no corriera igual destino que él y conocedor, además, del temperamento de su esposa, antes de su muerte ya puso a cargo un consejo regente. De poco sirvió: la Reina lo disolvió no bien expiró su esposo.

    El nuevo rey, Luis XIV (1638-1715), no requiere demasiada presentación. Monarca de Francia entre 1643 y 1715, el primogénito de Luis XIII y Ana de Austria fue un hombre de escasa instrucción, que asumió el trono a los cinco años, comenzó a reinar bajo la tutela de su madre y el gobierno del hábil cardenal Mazarino. El Rey Sol se caracterizó por su afición a la adulación

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