Abnegada defensora de la auténtica fe cristiana o maléfica usurpadora del trono de Inglaterra? Con Ana Bolena, la segunda esposa de Enrique VIII, no hay medias tintas que valgan. A lo largo de casi quinientos años, su figura ha sido ensalzada hasta rozar la santidad y arrastrada por el fango del oprobio, dependiendo de las creencias e intereses políticos de sus partidarios o detractores. La tradición popular la tachó, incluso, de bruja, pero lo cierto es que su efímero poder tuvo muy poco de sobrenatural. De una cosa no cabe duda: siglos después de muerta, esta soberana aún conserva el rasgo principal que la caracterizó en vida: su capacidad de incitar pasiones encontradas.
Ana Bolena alcanzó la cumbre social en un tiempo récord, y, de pronto, al cabo de solo tres breves años de reinado, se precipitó al abismo. Su muerte, ordenada por su propio esposo, despierta una comprensible atracción morbosa; su vida, en cambio, suele quedar en segundo plano. ¿Quién era esa mujer que conquistó el corazón de uno de los monarcas más poderosos de Europa, desafió al papa, desbarató leyes divinas y condenó a su propia reina al ostracismo? Antes de ahondar en su caída, exploremos, primero, su origen y su ascenso.
Peón de su padre
Según las malas lenguas, que abundaron durante su vida adulta, Ana Bolena provenía de una simple familia de comerciantes. Hay en ello solo un poco de verdad. Ana distaba mucho de ser una princesa, y, desde luego, no figuraba en ninguna línea de sucesión, pero contaba con ancestros más que ilustres, especialmente, por vía materna. Su madre, Elizabeth Howard, pertenecía a un linaje de condes y duques que todavía hoy se considera la Segunda Familia de Inglaterra. Podía presumir, incluso, de alguna gota de sangre de la dinastía Plantagenet,, pero no lo es menos que se casó con la hija de un barón y que ostentó el cargo de alcalde de Londres. Antes de saltar a las portadas de la historia, del árbol genealógico de los Bolena ya habían brotado frutos interesantes, como un alto prelado, un lord y un de Kent, Norfolk y Suffolk, yerno, a su vez, de un conde. Tomás Bolena, el padre de Ana, estaba más que dispuesto a seguir trepando por la escala social. Su ventajoso matrimonio le permitió acceder a la corte; su habilidad política hizo el resto. Formó parte de la escolta nupcial que acompañó a Margarita Tudor a Escocia, fue nombrado caballero por Enrique VIII en su coronación y no tardó en iniciar una brillante carrera diplomática como embajador en Flandes. Años después, ya de vuelta en Inglaterra, aprovechó sus buenas relaciones con Margarita de Austria para pedirle que aceptara como pupila a una de sus hijas. Un movimiento astuto, ya que la regente viuda de Flandes era, a su vez, cuñada de Catalina de Aragón, es decir, de la nueva reina de Inglaterra, casada con el flamante Enrique VIII. Educarse como dama de honor en una corte extranjera y aliada ofrecería a la niña interesantes perspectivas de futuro. Curiosamente, la elegida no fue María, la primogénita del diplomático, sino Ana. Quizá la inteligencia precoz y el espíritu independiente de la más pequeña la hacían más apta a ojos de su padre. Aun así, se ignora qué edad tenía cuando embarcó camino del continente. Los expertos no se ponen de acuerdo sobre si nació en 1501 o en 1507.