Una historia erótica de Versalles
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A mediados del siglo XVII, Luis XIV muestra interés por Versalles, donde su padre tenía un modesto pabellón de caza; allí dará rienda suelta a sus primeros amores con la tímida Louise de La Vallière para después convertirlo, muy a pesar del ministro Colbert, en el sitio donde vivirá el desenfreno amoroso de su juventud: de la voluptuosa madame de Montespan a la ardiente madame de Maintenon, amantes o aventuras de una noche se sucederán en un irrefrenable torbellino, ya sea en las magníficas alcobas y salones del palacio o en sus espectaculares jardines.
El Versalles de Luis XV también rezuma belleza y majestad. Los Pequeños Apartamentos, con acogedoras alcobas y cortinas muy oportunas, serán el telón de fondo de múltiples escenas eróticas y amorosas. Madame de Pompadour se ocupará de seleccionar a las señoritas del Parque de los Ciervos para satisfacer al insaciable Luis XV.
Más tarde, el blando Luis XVI sufre para poder honrar a María Antonieta y, en vísperas de la Revolución, se aproxima el final de la «pequeña Sodoma» de libertinas costumbres. En octubre de 1789 las puertas del Palacio de Versalles saltarán hechas pedazos y la familia real se verá obligada a abandonarlo.
Michel Vergé-Franceschi
Michel Vergé-Franceschi es un historiador especializado en historia naval de los siglos XV a XVIII. Director del laboratorio de historia marítima del CNRS-Paris IV-Sorbonne-Musée National de la Marine y profesor de Historia Moderna en la Universidad de Saboya. Actualmente es profesor en la Universidad François Rabelais de Tours. En 2014 recibió el Premio Historia de la Biografía.
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Una historia erótica de Versalles - Michel Vergé-Franceschi
Edición en formato digital: enero de 2017
Título original: Une histoire érotique de Versailles (1661-1789)
En cubierta: Woman at her toilette, atribuido a Nicolas Lafrensen
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Éditions Rivages, 2015
© De la traducción, Mercedes Corral
© Ediciones Siruela, S. A., 2017
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16964-67-3
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
Introducción
PRIMERA PARTE
Del amor al placer (1661-1683)
1. Primeros retozos versallescos
2. Unos pechos para hacer pecar a un santo
3. La Bella Indiana
4. Madame de Maintenant, una ninfa descarriada
SEGUNDA PARTE
Del placer al libertinaje (1683-1715)
5. Vuestra Solidez
6. Nada de cortesanas en la corte
7. Versalles, nueva Sodoma
TERCERA PARTE
Del libertinaje a la impotencia (1715-1789)
8. De la muerte de Luis a las orgías del regente
9. Voluptuosidades y libertinajes con Luis XV
10. Un viejo palacio para un joven rey impotente
A modo de conclusión
Notas
El mundo es una placentera comedia y no veo por qué una mujer bonita no podría interpretar en él el papel principal.
JEANNE, condesa du Barry
Enrique IV caza en una región de bosques, lagunas y tierras arenosas, en cuyo corazón, en la falda de una colina, se alzan un viejo palacio feudal remodelado en la época del Renacimiento, una iglesia modesta, algunas casas y algunas hospederías. Este pueblo sin historia se llama Versalles.
JACQUES LEVRON,
La corte de Versalles, 1991
A nuestros padres
Introducción
«La deshonra de las amantes y el peligro de provocar grandes escándalos en una capital tan poblada, y tan llena de diferentes mentalidades, contribuyó en no poca medida a alejarlo [al rey, de París, en favor de Versalles]».
DUQUE DE SAINT-SIMON,
Mémoires, t. 12, cap. 19
Versalles. Palacio mítico. Palacio grandioso. Uno de los más bellos y quizá más majestuosos de los palacios reales del Grand Siècle francés. Y con razón. Residencia sublime del rey «sin par», el más grande del universo: Luis XIV, constructor del imponente edificio. Símbolo de su reinado. De su poderío. Sello secular del monarca que fue Nec pluribus impar! «Sin par», no tuvo igual.
El Versalles de Luis XIV es tan magnífico, tan vasto e imponente que eclipsa a los demás. La Galería de los Espejos, la Cámara del Rey, la Capilla Luis XIV y los Grandes Apartamentos tuvieron, no obstante, si no sustitutos, al menos sí sucesores: los Pequeños Apartamentos de Luis XV, con acogedoras alcobas y cortinas muy oportunas. Las inmensas ventanas dan también a los jardines de Le Nôtre¹. Sin embargo, los efluvios del Parque de los Ciervos se dejan notar en la lejanía. La duquesa de La Vallière dejó a Luis XIV por el Carmelo. La condesa du Barry dejó el arroyo por Luis XV. Eran otros tiempos. Y otras costumbres.
Pero el Versalles de Luis XV continúa rezumando belleza, majestad. Todo cambia en 1789. Los días 5 y 6 de octubre las puertas saltan en pedazos. Las pescaderas llegan al palacio. Las mujeres de Les Halles. Los gritos estallan abajo, al otro lado de las verjas, en el patio, y luego por las escaleras. Los gritos resuenan y aumentan de volumen hasta llegar a los pisos superiores. Los espejos que reflejaban los «atractivos» escotes de madame de Polignac, de la princesa de Lamballe y otras grandes señoras devuelven de pronto la imagen furiosa y congestionada de las mujeres del pueblo desatadas. El fuerte olor a sudor sustituye a los perfumes cortesanos. Los pesados pechos de las airadas mujeres caen sobre sus vientres vacíos. Luis XVI, grueso, abotargado, es presa del pánico y busca a su esposa y a sus hijos por los corredores. El sueco Fersen, delgado, elegante, se pone al servicio de la reina. El día 6 el palacio está cerrado. Políticamente está muerto. Llegará un día en el que los turistas afluirán a él incluso en mayor número que los cortesanos.
PRIMERA PARTE
Del amor al placer
(1661-1683)
GENEALOGÍA DE LOS REYES DE FRANCIA
DE LA DINASTÍA BORBÓN
I
II
I El título de Monsieur se concedía al hermano mayor (vivo) del rey. (N. de la T.)
II Monseigneur era otra forma de dirigirse al Grand Dauphin, el único hijo legítimo de Luis XIV y heredero al trono de Francia durante medio siglo. (N. de la T.)
1
Primeros retozos versallescos
«¡Oh, qué lamentable sería que el rey más grande de Francia y el más virtuoso, con la verdadera virtud que caracteriza a los más grandes príncipes, fuera medido con el rasero de Versalles!».
COLBERT A LUIS XIV,
28 de septiembre de 1665
Para Charles Perrault, Versalles es «un mundo donde se encuentran reunidos los diversos prodigios del gran universo»¹.
El primer prodigio de Versalles es su transformación. En principio, se trata de un lugar muy poco apto porque no es ni bonito ni agradable. Versalles, en medio de un paisaje desprovisto de agua, es «el más triste y el más ingrato de todos los lugares», se lamenta el duque de Saint-Simon², que fue bautizado aquí y que añade respecto al lugar: «Sin vistas, sin bosques, sin agua, sin tierra, porque todo son arenas movedizas, sin aire; por consiguiente, no puede ser bueno».
Versalles fue, para empezar, el picadero apartado y falsamente discreto del joven Luis XIV, de veintitrés años entonces. Un lugar de placeres y libertinaje a menos de veinte kilómetros de París. Un lugar no forzosamente de auténticas orgías, pero sí de auténtica libertad. De ahí, por otra parte, la furia de Colbert³ cuando vio al joven rey transformar su lugar de placer en centro del poder político. Colbert, tan frío que lo apodaban el Norte, según madame de Sévigné; Colbert, el austero ministro vestido de negro; Colbert, el riguroso contable de las finanzas del reino, no quería que su soberano pasara a la posteridad por haber acondicionado «el lupanar» de sus años jóvenes. De ahí los esfuerzos, vanos, del apenado ministro para tratar de retener al soberano en el Louvre gracias a las remodelaciones del viejo palacio parisino. De ahí la venida de Bernini, enviado desde Roma, del que ha quedado la célebre columnata del Louvre, a falta de las grandes terrazas que el artista soñaba con crear. Pero Colbert se opuso. ¿Terrazas? ¿En un clima lluvioso? París no es Roma y las ventanas coronadas con terrazas de las plantas superiores no habrían dejado pasar la luz a unas habitaciones oscuras, privadas de sol y de luminosidad.
Las reservas de Colbert
En Versalles, los trabajos empezaron en 1661 a pesar de las reservas expresadas por Colbert al rey en un largo memorándum, seguido de su franca oposición (28 de septiembre de 1655). Ordenó incluso acelerar los trabajos de las Tullerías para tratar de disuadir al rey de que se estableciera en Versalles. En 1664, el rey dedica al Louvre y a las Tullerías más dinero (1.059.422 libras) del que dedica a Versalles (843.000 libras solamente). Pero a partir de 1668 la proporción se invierte, porque Versalles no es solo un palacio, es una ciudad nueva. Para construirla, el rey compra la casi totalidad de los terrenos (1663), manda levantar planos (1664) y expropia a la mayoría de los habitantes (1666). En 1661, Versalles tampoco es ya un pueblo. Al final del reinado, la ciudad cuenta con 45.000 habitantes, mientras que Brest en el mismo periodo solo pasa de 2.000 a 15.000 habitantes.
Versalles debe su existencia exclusivamente a la voluntad del joven rey. Saint-Simon enumera las seis o siete razones de su elección.
Primera razón: histórica. «Los disturbios de los que esta ciudad [París] había sido escenario durante su minoría de edad habían suscitado en el rey una gran aversión hacia ella, y también el convencimiento de que vivir allí era peligroso». Luis sabe que su abuelo fue asesinado en pleno París; y tampoco puede olvidar la Fronda, el palacio rodeado y a los insolentes parisinos llegando hasta la habitación del rey para comprobar que se encontraba en la cama. Convertido en adulto, Luis «no podía perdonar a París su salida furtiva de la ciudad en la víspera de Reyes de 1649».
Segunda razón: filial. Ana de Austria, su amada madre, refugiada en su pequeño pabellón de Val-de-Grâce, fue a morir al Louvre⁴. «No pudiendo, después de esta desgracia, soportar la vista del lugar donde me había ocurrido, abandoné París de inmediato», escribe Luis XIV en sus memorias.
Tercera razón: la seguridad. «La residencia de la corte, por otra parte, haría que las conspiraciones en París fueran menos sencillas por la distancia de los lugares, y al mismo tiempo más difíciles de ocultar por las ausencias, tan fáciles de notar».
Cuarta razón: sentimental. El rey «no podía perdonar a París (...) que hubiera sido, a su pesar, testigo de sus lágrimas en el primer retiro de madame de La Vallière», refugiada a los dieciocho años (1662) en el convento de Chaillot.
Quinta razón: sexual. «La deshonra de las amantes y el peligro de provocar grandes escándalos en una capital tan poblada, y tan llena de diferentes mentalidades, contribuyó en no poca medida a alejarlo de ella». Luis teme a la opinión pública y que «la deshonra de las amantes» incite a los devotos parisinos a levantarse contra los «grandes escándalos» de su vida privada. En Versalles, Luis podrá mandar construir con toda tranquilidad un apartamento cuyo vestíbulo común comunique a la vez la habitación de mademoiselle de La Vallière, su amante de 1661 a 1674, y la de madame de Montespan, su amante de 1667 a 1679, lo que no le impide nunca acabar la noche en el lecho de la reina, su esposa de 1659 a 1683. Colbert, poco religioso pero puritano, condena enérgicamente la situación: Versalles «contempla mucho más el placer y la diversión de vuestra majestad que su gloria» (28 de septiembre de 1665).
Sexta razón: ¡los atascos! En París, el rey «se veía importunado por el gentío cada vez que salía, que regresaba, que aparecía en las calles». Luis detesta los embotellamientos del Cours-la-Reine, creado por su abuela, quien dio inicio en París a la lamentable costumbre de pasear en carroza, de ahí los interminables atascos denunciados por Boileau y madame de Sévigné.
Séptima razón: rústica. El rey es «aficionado al paseo y la caza, mucho más cómodos en el campo que en París, alejada de los bosques y pobre en lugares de paseo». Según el memorialista, el interés por los «edificios solo vino después, y poco a poco fue en aumento». Por último, también habría influido en esta elección versallesca «la idea de volverse más venerable, sustrayéndose a las miradas de la multitud y a la costumbre de ser visto todos los días».
Colbert se opuso de inmediato al proyecto de Versalles: «¡Oh, qué lamentable sería que el rey más grande de Francia y el más virtuoso, con la verdadera virtud que caracteriza a los más grandes príncipes, fuera medido con el rasero de Versalles!» (28 de septiembre de 1665); porque es públicamente notorio que Versalles es, desde 1661, el escenario de sus amores con mademoiselle de La Vallière, que dan lugar a las coplas del Pont-Neuf. Colbert no cesa, por tanto, de oponerse a los proyectos del rey multiplicando las observaciones negativas. ¿Acondicionar en Versalles el antiguo pabellón de caza de Luis XIII?: «Todo lo que se proyecta hacer no son más que apaños que nunca saldrán bien». ¿Aumentar la altura del antiguo palacio? No tendría entonces «ninguna proporción». ¿Agrandarlo? Sería «un monstruo arquitectónico». ¿Construir algo nuevo? No hay manera: el terreno «está encerrado entre los parterres» de Luis XIII, «el pueblo, la iglesia y la laguna». ¿Construir «una gran casa»? Sería «un gasto colosal».
El futuro picadero del rey
Luis XIV empieza a acondicionar Versalles para una mujer, ya que solo el amor puede conducir a un hombre a superarse y a llevar a cabo los proyectos más alocados. Los más grandiosos.
El Versalles de 1658 —Luis tiene veinte años entonces— no es más que un simple pabellón de caza. Para cazar buenas piezas. «A las cuatro y media [el 24 de agosto de 1607], [Luis XIII, seis años] entró en carroza para ir de cetrería; fue llevado a los alrededores del molino de piedra, camino de Versalles; volvió con un lebrato, cinco o seis codornices y dos perdices⁵» (doctor Héroard). Los reyes, los grandes, los duques y pares, los ministros y los cortesanos pronto cazarán allí una buena pieza muy diferente, y durante un siglo largo. ¡Un pabellón de caza! Todo un símbolo. Y construido en medio de un magnífico bosque rico en caza en el corazón del cual todo parecía estar permitido, ya que todo parecía quedar oculto. Todos podrían ir allí, a los bosquecillos, a conter à Fleurette⁶, es decir, a cortejar, como lo hacía el buen rey Enrique cuando, con menos de doce años, se encontraba con la tal Fleurette⁷ en Nérac, durante el verano de 1565.
A partir de 1621, Luis XIII iba a cazar zorros a Versalles por la tarde, entre las cinco y las ocho, después de una jornada de trabajo en el Louvre. Los Gondi⁸ lo retenían entonces a cenar en su viejo palacio, pero después tenía que ir a dormir a Saint-Germain-en-Laye. Aunque lo cierto es que solo hay que recorrer tres leguas, después de la partida de caza del 28 de junio de 1624, Luis XIII compra unos arpendes de tierra (117 en total) a dieciséis propietarios diferentes con el fin de crear un pequeño dominio en la loma que hay enfrente del pueblo, en la meseta y en los bosques. En este modesto coto, el Cristianísimo manda levantar un edificio.
Una «mansión de gentilhombre», un «lugar de encuentros de cacería», escribirá más tarde el marqués de Sourches⁹; un «castillo de naipes» según Saint-Simon; una «piccola casa» según el embajador de Venecia. Para monsieur de Bassompierre, aquel pequeño pabellón inicial debido a Luis XIII, muy poco amigo de las mujeres —y de los hombres—, no era más que una mansión campestre tan «mísera» que «un simple gentilhombre» no podría «vanagloriarse» de ella. Allí, Luis XIII recibía solamente a hombres. «Este ostracismo quizá justifique los enojosos [sic] rumores que corren sobre las costumbres del rey» (Jacques Levron)¹⁰.
Versalles nace sin «habitación de la reina». Versalles es un lugar de encuentros de cacería puramente masculino. «Un gran número de mujeres me lo estropearía todo», declaraba Luis XIII. Sin embargo, invitó allí a María de Médicis, su madre, y a Ana de Austria, su esposa, en noviembre de 1626. A pesar de sus veincinco años, no retuvo a la reina para que se quedara a dormir... Solo mademoiselle de La Fayette¹¹ fue invitada a visitar esa mansión perdida, pero rehusó y no llegó a ir nunca a pesar de las múltiples invitaciones. En tiempos de Luis XIII, Versalles ni siquiera cuenta con una camarera. En el palacio solo vive una mujer: la esposa del guardés François Montjay.
Palacio masculino concebido para cazadores, Versalles posee una armería en la planta baja con 23 picas y 42 medias picas. El rey viene aquí con sus amigos, el conde de Nogent, monsieur de Souvré, el duque de Angulema, monsieur de l’Isle-Rouet, monsieur de Chape y monsieur de Praslin, el duque de Montbazon (gobernador de París), el marqués de Mortemart, todos ellos poseedores de una habitación en la primera planta de la mansión, que se completa progresivamente con una cocina en la planta baja muy bien equipada, porque Luis recibe; con una botica, porque el Cristianísimo enferma a menudo (Luis XIII muere a los cuarenta y dos años); y con una habitación para el guardés, también en la planta baja, perfectamente amueblada.
Poco a poco va tomando forma un primer parque. Se plantan árboles jóvenes (1627). Aparecen las primeras avenidas, diseñadas por Jacques Boyceau, supervisor general de los jardines de todas las casas de Francia. Se construyen estanques. Sin embargo, el conjunto sigue siendo extremadamente modesto hasta 1632. Ese año el rey adquiere el señorío de Versalles, propiedad de monseñor François de Gondi¹², arzobispo de París. Poco después, el párroco y los habitantes del pueblo certifican ante notario el cambio producido: se arranca la picota en donde estaban colgadas las armas del prelado, pronto sustituidas, en el olmo de la encrucijada, por las del rey. Poco a poco el rey compra nuevas tierras, ampliando sus dominios y su reserva de caza.
A partir de 1631, el palacio se modifica. El arquitecto Philibert Le Roy amplía la mansión inicial. En la fiesta de Notre-Dame de 1636 finaliza esta primera fase de obras, pero solo se mejora un poco la vivienda edificada diez años antes, de ahí el coste poco elevado, 213.000 libras: un cuerpo central todavía modesto, dos alas nuevas pero mediocres —una por cada lado—, un conjunto completamente «clásico» alrededor de un patio también muy modesto, cerrado ahora por el cuarto lado por un pequeño pórtico de arcadas adornado con rejas. Cuatro pequeños pabellones adosados a las esquinas exteriores del edificio daban, no obstante, un poco de realce al lugar. Un foso rodeaba el conjunto. Las dependencias, caballerizas sobre todo, delimitaban el antepatio.
Sin embargo, se trata de una modestia relativa. Prueba de ello es el inventario del mobiliario realizado en 1630 tras la muerte de François Montjay, «guardés y guardamuebles de su majestad en su palacio de Versalles»¹³. El mísero palacio cuenta con al menos veintiséis estancias. En la primera planta, el rey dispone de una habitación, un gabinete, un guardarropa y una sala de recepción, todo ello unido por una galería decorada con un inmenso cuadro: El asedio de la Rochelle (1628). Todas las paredes están cubiertas de tapices procedentes por lo general de Flandes. Representan principalmente a diosas desnudas de la Antigüedad grecorromana y también la historia de Marco Antonio. La habitación tiene un lecho de damasco verde con tres colchones de fustán y cortinajes. En ella hay dos sillas «plegables» y seis «escabeles» similares, tapizados con damasco de rayas, además de una gran mesa plegable y una alfombra de cuero. En el gabinete hay un baúl cerrado con llave y forrado de cuero, así como una gran mesa con unos candelabros de plata y una escribanía en tafilete de Levante. En este gabinete-despacho se encuentran los juegos: tablas reales, trou-madame, ajedreces, loterías, juegos de la oca, juegos del zorro, peonzas y palillos. Sin olvidar un billar completamente nuevo con su tapa, doce bolas, seis tacos y dos mesas de juego a cuatro columnas. En esta sala se encuentran las vestimentas del rey (un traje de terciopelo verde forrado de petigrís y abotonado, porque Luis XIII es muy friolero, incluso en verano; y un traje de damasco verde forrado de tafetán). En el guardarropa se hallaba la «silla de asuntos» y un baúl que disimula un retrete de terciopelo verde y otro de tafetán verde. En el resto de habitaciones hay tapices de Bérgamo con fondo verde, algunos sillones, algunas mesas, camas rodeadas de tafetán gris, algunos baúles y sillas orinal, y a veces un ormoire, es decir, un armario.
En la década de 1630 se acondiciona también el parque, por valor de 42.000 libras, en particular la glorieta de los Cisnes, futuro estanque de Apolo, que se debe al superintendente de Edificios de Francia Sublet des Noyers¹⁴. Se multiplican los parterres de flores, que parecen auténticos bordados.
Sin embargo, las chimeneas son de escayola y no de mármol. Los suelos son de cerámica. El mobiliario se enriquece sobre todo con regalos de Cristina de Francia, hermana de Luis XIII, convertida en duquesa de Saboya. Versalles sigue siendo «un palacio adonde el rey va con frecuencia a divertirse cazando», según reza la leyenda de un grabado de Israël Silvestre. Para los contemporáneos, el Versalles de Luis XIII «no es más que una pequeña vivienda de un gentilhombre con entre diez y doce mil libras de renta». Jacques Gomboust, que realiza un gran plano de todas las casas reales, solo dedica a Versalles una pequeña viñeta que encuadra, entre otros, el bonito palacio de Vincennes, auténtico baluarte real.
Luis XIV descubre el amor
Cuando Luis XIV descubre el amor, Versalles es un palacio anticuado que recuerda a la plaza de los Vosgos de su antepasado Enrique IV, de ilustre memoria. Tiene muros de ladrillo rojo, como los palacetes de la susodicha plaza, donde nació madame de Sévigné y donde Víctor Hugo se deleitará escribiendo la biografía de una cortesana muerta víctima de un desgraciado aborto: Marion Delorme¹⁵. Las cornisas son de piedra blanca, así como el marco de las puertas y las ventanas. Las pilastras de esquina son también de caliza blanca. Los tejados de pizarra azulada hacen de este pequeño palacio un prototipo de la arquitectura llamada «de los tres colores»: tejados azules, piedra blanca y ladrillos rojos. Azul. Blanco. Rojo. Como si anunciaran los tumultuosos días de 1789, una especie de premonición...
El lugar es tranquilo y sereno, propicio para el amor. Un pueblo apacible enfrente del palacio. Collados y bosques rodean por doquier el viejo palacio de los Gondi, la iglesia de Saint-Germain, a tres leguas, la llanura de Saint-Cyr, futuro dominio educativo de madame de Maintenon, los municipios de Villepreux, Fontenay y Bailly, y los bosques de Marly y de Saint-Germain. Un remanso de paz, descanso y silencio. Un remanso aislado lejos de las camarillas del Louvre y de los chismes de la corte. Los únicos inconvenientes son la «laguna apestosa» y los demás atolladeros de agua y ciénagas hasta la laguna de Clagny, pronto desecada, futuro dominio de madame de Montespan. Saint-Cyr. Clagny. El amor necesita proximidad para crecer, desarrollarse, comprenderse, hacerse y compartirse. La distancia lo mata porque es sinónimo de ausencia y frustración, de deseo insatisfecho, de placeres solitarios.
Ahí, en ese pequeño palacio inalterado desde 1636 hasta 1661, Luis XIV, de veintitrés años, ama a Louise de La Vallière. La campiña, el bosque, la naturaleza, todo contribuye a hacerle olvidar las difíciles horas de la Fronda y el alboroto popular que irrumpió en 1648 hasta su cuarto de niño, en el Louvre.
Luis XIV conoce esta campiña por haberla descubierto a los trece años, en la pubertad, el 13 de abril de 1651, cuando visitó por primera vez su dominio de Versalles y descubrió unos lugares que acabarían siéndole familiares: Saint-Cyr, Marly, Trianón, Noisy. «Uno no se cura nunca de la infancia» (Françoise Dolto). Diez años después, Luis empieza a conocer bien su reino, su palacio del Louvre expuesto a los frondistas, el natal de Saint-Germain-en Laye, el de Vincennes, donde Mazarino encarga criar terneros para el rey adolescente, y el de Fontainebleau, en el corazón de uno de los bosques más bellos del reino. En todos se encuentra como en casa. Luis había visitado la provincia y descubierto el mar en Dieppe en 1647¹⁶. Lo volvió a ver camino de Burdeos en 1650. Después visitó tanto Dunkerque (1658) como Brouage (1659), Marsella y Tolón (1661). El rey conoció, amó y admiró el palacio del cardenal Mazarino, lleno de pinturas y de obras de arte. Le sedujo Richelieu, esa ciudad debida al primer cardenal y nacida en Turena de la nada y de la imaginación constructora del primer ministro.
Louise-Françoise de La Baume Le Blanc (1644-1710), futura duquesa de La Vallière, es rubia, dulce, frágil y apasionada¹⁷. Tiene algo de la timidez de esa madame de La Fayette a la que amó platónicamente Luis XIII antaño, convertida en la madre Angélique, piadosa superiora del convento de las visitandinas de Chaillot. ¡Chaillot! ¡Claro! Nada parecía predestinar a esta muchacha a convertirse en la primera «amante de hecho» del joven soberano. Nacida en el Borbonés, descendiente de la gran nobleza provincial, educada en la corte de Gastón, duque de Orleans —por haberse casado su madre en terceras nupcias con el primer mayordomo del príncipe—, Louise-Françoise es a los diecisiete años (1661) «dama de honor de la casa de Enriqueta de Inglaterra», esposa de Monsieur, hermano del rey. Enriqueta (1644-1670) es bella y frágil, delgada y esbelta, y Luis XIV se interesa tanto por ella que la corte comienza a murmurar que a Monsieur solo le interesan los hombres... «El milagro de inflamar a ese príncipe no estaba reservado a ninguna mujer del mundo» (madame de La Fayette, Histoire de Madame). Enriqueta es seductora: mirada viva, fisionomía agradable, mucho ingenio, un delicioso acento inglés, el arte de la conversación. Luis alberga tiernos sentimientos por Enriqueta, que parece dispuesta a corresponderle. Ambos son «infinitamente amables y ambos nacidos con inclinaciones galantes». Para desviar las sospechas que surgen de la ternura que verdaderamente le despierta Enriqueta, coqueta y frívola, Luis finge entonces una repentina pasión por una dama de compañía de MadameIII, Louise de La Vallière.
¡Es un juego peligroso! Ya Richelieu, para apartar a Luis XIII de los bonitos ojos de Marie de Hautefort, había multiplicado las artimañas, poniendo en su camino a la juiciosa mademoiselle de La Fayette. Según lo cuenta mademoiselle de La Vallière casi veinticinco años más tarde, el affaire comenzó de una forma relativamente análoga. A ella tampoco la elige el rey, sino los que desean alejar a Luis XIV de su joven y demasiado bonita cuñada... A propósito de mademoiselle de La Fayette, Monglat escribe en la década de 1630: «A fuerza de frecuentarla y de verla, empezó a sentir [Luis XIII] afecto por ella y, al crecer esta amistad, ella se ganó su favor». En el caso de mademoiselle de La Vallière el método dio mejores resultados aún.
La adolescente es seductora pero rebelde. El superintendente Fouquet se interesa también por ella. A los cuarenta y seis años, Fouquet, jefe del partido de los devotos, es un peligroso seductor con un gran número de amantes (la marquesa de Plessis-Bellière principalmente), aunque también es verdad que varias mujeres se le resisten, entre ellas madame de Sévigné. Como ella, Louise tampoco cede. Ama en secreto al rey. Arde en deseos por él. El rey es joven, alto (1,80 m), apuesto, seductor, viril. Le gustan el baile, en el que destaca, la caza y las mujeres. «Ella solo soñaba con ser amada por el rey y amarlo», y con ardor se ofrece al joven soberano, desvirgado tiempo ha por una vieja prostituta y casado desde hace un año (9 de junio de 1660), bajo el cálido sol vasco de San Juan de Luz, con María Teresa de Austria (1638-1683), su prima hermana por partida doble.
Despabilado a los dieciséis años
por una vieja prostituta
Luis XIV descubre las alegrías del sexo, si no del amor, gracias a una profesional de cuarenta años conocida en la historia como Cateau la Tuerta.
Convertida en baronesa de Beauvais, Catherine-Henriette Bellier, hija de un comerciante de tejidos, Martin Bellier, solo tenía algo a su favor: su lascivia, reforzada por la complacencia de un marido poco celoso. Este último, Pierre Beauvais, él también comerciante de cintas, se sentía lo suficientemente orgulloso de ser el esposo de la doncella preferida de Ana de Austria y aceptaba los devaneos de Cateau (Catherine), experta en lides amatorias y en poner lavativas, muy apreciadas por entonces.
Una vez desvirgado Luis, Pierre Beauvais ve sus tierras convertidas en baronía y de modesto comerciante de moda pasa a ser «consejero del rey». Muy pronto, la pareja cubierta de honores edifica el palacete de Beauvais, en la Rue Saint-Antoine (la actual Rue François Miron). Desde el balcón de este palacete asiste Ana de Austria a la entrada del rey el 26 de agosto de 1660,