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Indiscreciones del Rey Sol
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Libro electrónico62 páginas51 minutos

Indiscreciones del Rey Sol

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A través de estas valiosas y entretenidas páginas, Voltaire nos invita a lanzar una mirada a los aposentos de Luis XIV, donde se ventilarán escándalos políticos y podremos conocer interesantes anécdotas de su reinado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2018
ISBN9786071654984
Indiscreciones del Rey Sol
Autor

- Voltaire

Imprisoned in the Bastille at the age of twenty-three for a criminal libel against the Regent of France, François-Marie Arouet was freed in 1718 with a new name, Voltaire, and the completed manuscript of his first play, Oedipe, which became a huge hit on the Paris stage in the same year. For the rest of his long and dangerously eventful life, this cadaverous genius shone with uninterrupted brilliance as one of the most famous men in the world. Revered, and occasionally reviled, in the royal courts of Europe, his literary outpourings and fearless campaigning against the medieval injustices of church and state in the midst of the ‘Enlightenment’ did much to trigger the French Revolution and to formulate the present notions of democracy. But above all, Voltaire was an observer of the human condition, and his masterpiece Candide stands out as an astonishing testament to his unequalled insight into the way we were and probably always will be.

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    Indiscreciones del Rey Sol - - Voltaire

    Sol.

    Particularidades

    y anécdotas

    del reinado de Luis XIV

    Las anécdotas son un campo limitado en el que se espiga después de la vasta cosecha de la historia; son pequeños detalles largo tiempo ocultos, de donde les viene el nombre de anécdotas; interesan a la gente cuando conciernen a personas ilustres.

    Las Vidas de los grandes hombres, de Plutarco, son una recopilación de anécdotas más agradables que ciertas: ¿cómo podría haber memorias fieles de la vida privada de Teseo y de Licurgo? En la mayor parte de las máximas que pone en boca de sus héroes hay más utilidad moral que verdad histórica.

    La Historia secreta de Justiniano, de Procopio, es una sátira dictada por la venganza; y aunque la venganza pueda decir la verdad, esa sátira, que contradice la historia pública de Procopio, no parece siempre veraz.

    No está permitido hoy imitar a Plutarco y todavía menos a Procopio. Admitimos como verdades históricas sólo las que están garantizadas. Cuando contemporáneos como el cardenal de Retz y el duque de La Rochefoucauld, enemigos uno del otro, confirman el mismo hecho en sus Memorias, ese hecho es indudable; cuando se contradicen, hay que dudar: lo que no es verosímil no debe ser creído en lo absoluto, a menos que varios contemporáneos dignos de fe lo atestigüen unánimemente.

    Las anécdotas más útiles y preciosas son los escritos privados que dejan los grandes príncipes, cuando el candor de su alma se manifiesta en esos monumentos; tales son las que tomo de Luis XIV.¹

    Los detalles domésticos halagan solamente la curiosidad; las debilidades sacadas a luz agradan tan sólo a la malicia, a menos que esas debilidades instruyan por las desgracias que las han seguido o por las virtudes que las han reparado.

    Las memorias privadas de los contemporáneos son sospechosas de parcialidad, y los que escriben una o dos generaciones después deben usar la mayor circunspección, apartar lo frívolo, reducir lo exagerado y combatir la sátira.

    Luis XIV puso en su corte, como en su reinado, tanto brillo y magnificencia, que los menores detalles de su vida, que fueron objeto de la curiosidad de todas las cortes de Europa y de todos sus contemporáneos, parecen interesar a la posteridad. El esplendor de su gobierno se derramó sobre sus menores acciones. Se tiene más interés, especialmente en Francia, por conocer las particularidades de su corte que por conocer las revoluciones de algunos otros estados. Tal es el efecto de la gran fama. Se prefiere saber lo que pasaba en el gabinete y en la corte de Augusto a conocer los detalles de las conquistas de Atila o de Tamerlán.

    Por eso hay pocos historiadores que no hayan publicado las primeras inclinaciones de Luis XIV por la baronesa de Beauvais, por mademoiselle de Argencourt, por la sobrina del cardenal Mazarino, que se casó con el conde de Soissons, padre del príncipe Eugenio; sobre todo, por María Mancini, su hermana, quien se casó después con el condestable Colonne.

    No reinaba todavía cuando estos pasatiempos ocupaban la ociosidad en que el cardenal Mazarino, que gobernaba despóticamente, lo dejaba languidecer.

    Sólo la atracción que sintió por María Mancini fue un asunto serio, porque la quiso lo bastante para sentirse tentado de casarse con ella, y fue lo suficiente dueño de sí mismo para separarse. Esta victoria obtenida sobre su pasión comenzó a hacer ver que había nacido con un alma grande. Obtuvo una más valiente y difícil al dejar al cardenal Mazarino como amo absoluto. El agradecimiento le impidió sacudir el yugo que empezaba a pesarle. Era una anécdota muy conocida en la corte, la de que había dicho al morir el cardenal: No sé qué hubiera hecho yo, si él hubiera vivido más tiempo.²

    Aprovechaba esa ociosidad leyendo libros de distracción; leía sobre todo con la condestablesa de Colonne, espiritual como todas sus hermanas. Se complacía en los versos y las novelas que, pintando la galantería y la grandeza, halagaban en secreto su carácter. Leía las tragedias de Corneille, y se formaba el gusto, que es el fruto de un sentido recto y el sentimiento vivo de un espíritu bien formado. La conversación de su madre y de las damas de la corte contribuyó no poco a hacerle gustar esa flor del espíritu y a educarlo en esa cortesía singular que ya empezaba a caracterizar a la corte. Ana de Austria había llevado a ella cierta galantería noble y altiva, propia del genio español de esos tiempos, a la cual había agregado las gracias, la dulzura y una libertad decente, que existían únicamente en Francia. El rey hizo más progresos en esa escuela de placer desde los dieciocho a los veinte años que los que había hecho en las ciencias bajo la dirección de su preceptor, el abate de Beaumont, después arzobispo de París. No se le había enseñado casi nada. Habría sido de desear que se le instruyera

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