Fernando VII, más que un rey, fue una plaga para los españoles. Mientras el pueblo se rebelaba el 2 de mayo contra los franceses, los mismos que le habían quitado el trono, él, en lugar de apoyar a los sublevados, los calificó despectivamente de “facciosos”. Su prioridad, en aquellos momentos, era congraciarse con Napoleón, no plantear cualquier estrategia de resistencia a los invasores. Pero, como sus súbditos no le conocían, se hicieron de él una idea romántica y le convirtieron en un mito cuando lucharon a su favor durante la guerra de la Independencia.
En 1808 surgieron por toda España juntas en defensa de los derechos del soberano, cautivo entonces de Bonaparte. En los dominios americanos sucedió exactamente lo mismo, con multitud de instituciones locales que se manifestaban a favor de Fernando VII. En esos momentos, se trataba de impedir por todos los medios que José Bonaparte, el monarca impuesto por Napoleón, asumiera el control de las Indias y de sus formidables riquezas en metales preciosos. Las manifestaciones de fervor monárquico se multiplicaron en todas partes. Todos parecían de acuerdo en apoyar al que creían el mejor de los reyes, víctima inocente de la traición de un déspota extranjero.
Puesto que la metrópoli se hallaba invadida, las colonias ultramarinas enviaron fondos destinados a sostener el esfuerzo de guerra.