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Lady Di. La bella Princesa del pueblo que desafió a la Corona británica y se eternizó tras su muerte.
Lady Di. La bella Princesa del pueblo que desafió a la Corona británica y se eternizó tras su muerte.
Lady Di. La bella Princesa del pueblo que desafió a la Corona británica y se eternizó tras su muerte.
Libro electrónico166 páginas3 horas

Lady Di. La bella Princesa del pueblo que desafió a la Corona británica y se eternizó tras su muerte.

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Tal vez ninguna otra figura femenina europea haya convocado tanto a la prensa internacional ni haya conmovido a tantos millones de personas. Diana Frances Spencer, Lady Di, tuvo una breve y apasionante historia, que el presente libro evoca en su esencia. La trágica muerte de Diana, a los 36 años y en circunstancias dudosas, no hizo más que elevar a la categoría de mito a esta mujer que vivió a medias, y que tuvo el coraje de desafiar los anquilosados hábitos de la Corona británica.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 ene 2013
ISBN9781939048899
Lady Di. La bella Princesa del pueblo que desafió a la Corona británica y se eternizó tras su muerte.

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    Lady Di. La bella Princesa del pueblo que desafió a la Corona británica y se eternizó tras su muerte. - Jazmin Saenz

    La vida de la realeza es más difícil de lo que uno cree. Así lo comprobará todo el que deambule por la vida de Diana Spencer a través de estas páginas.

    Era el fin de la década de 1970 y la dinastía Windsor no daba con su futura reina, luego de nueve fatigosos años de búsqueda. Destinada a una vida de placidez en la aristocracia británica, la historia de Diana dio un vuelco al revelarse como la candidata perfecta a consorte para el trono de Inglaterra. Los dieciséis años que siguieron -desde el compromiso de bodas hasta su muerte- la volvieron una figura pública de un nivel de exposición mediática nunca visto en la historia reciente. Esos años sacaron lo mejor y lo peor de ella.

    Diana no buscó la fama, ni estaba predestinada a ella por propios méritos. Pero al ser bendecida por el azar, la tímida muchacha proyectó su aura sobre las multitudes, opacando a la propia reina. Pocas personas han estado tanto tiempo en los medios como Lady Di. Si Carlos (o Charles) Windsor, candidato presunto al trono, no se hubiera cruzado en su camino, el mundo habría perdido una de las personalidades más carismáticas del siglo XX. Pero, a la vez, una ignota Diana estaría, sin dudas, en medio de una parva de nietos en alguna señorial casona londinense. Hoy ya no está entre nosotros, como resultado de una perversa conjunción de factores.

    Diana es una figura compleja, con zonas de luz y otras tantas de turbulencia y oscuridad. Este libro intenta dar testimonio de ambas. El resultado no siempre es grato ni responde a los cánones de quienes la han venerado en vida o, más aún, después de muerta. Tampoco sucumbe a la imagen que, maliciosamente, proyectó la maquinaria de Buckingham -aunque no todos dentro de ella-, a medio camino entre la indiferencia y el desprecio a sus emociones desbordantes.

    Y son, sin duda, dos Dianas las que pueblan estas páginas. Una de ellas podía ser una auténtica demente ante su marido, la otra tomaba de las manos a aquellos que jamás habían recibido una caricia del mundo. Una derrochaba aplomo y autosuficiencia, la otra nunca parecía del todo segura de sus decisiones y lo consultaba todo. Una desayunaba medio pomelo y apenas almorzaba, la otra escondía chocolates y dulces en su cartera, para devorarlos y vomitarlos más tarde. Una vestía los mejores modelos y se dejaba arreglar el cabello por su peluquero personal, la otra lavaba los platos junto a su mayordomo. Una mostraba rictus de dolor ante los fotógrafos, la otra arrojaba a la gente a la piscina para lanzarse ella detrás, entre auténticos aullidos de placer.

    Es esta dualidad lo más conmovedor de su biografía. Nunca dejó de ser una chica como todas que sólo deseaba superarse a sí misma. Nunca dejó de buscar la aprobación de su familia política y el cariño de su gente. Nunca abandonó la búsqueda del verdadero amor. Elegida para ser un adorno en las fotos protocolares, poco más que un maniquí, cierto día se decidió a ser otra. Se reconstruyó a sí misma como embajadora del mundo y volvió los medios a su favor para dar a conocer causas perdidas o ignoradas.

    Respecto de Carlos, un repaso por su vida deja ver que ha debido pagar costos más altos de los que le cabrían. La historia, de seguro, será más condescendiente con él que sus contemporáneos. Su situación de heredero marcó, para bien o para mal, la totalidad de su vida y obra. Su carácter, sus gustos, su infancia solitaria; todo está teñido por su particular condición de avanzar hacia un destino prefijado.

    Carlos y Diana, dos almas carentes e indefensas, fueron un juguete de las circunstancias y de la ambición de otros. Como en Romeo y Julieta pero al revés, todos conspiraron para llevarlos al altar. La opinión pública, la prensa, sus familias y hasta la propia Camila operaron contra la voluntad de los novios. Producto de la obstinación de una reina, la mediatización de una institución algo obsoleta, una maquinaria de prensa sin escrúpulos y el morbo de un público ávido de noticias sensacionales, dos vidas torcieron la ruta de su destino, quedando una de ellas trunca para siempre.

    Y si bien Carlos subsistió, no la ha tenido más fácil. Entregó su vida privada en bandeja a la voraz dinastía Windsor, pero hoy se interpone, entre él y su destino, la formidable salud de Isabel II, preanunciada por la longeva abuela materna Isabel, quien vivió hasta los ciento un años de edad y sobrevivió a una de sus hijas. Y está, por supuesto, su gran amor, la eterna Camila Parker- Bowles, quien, hasta hace no mucho, competía con Isabel II en accidentarle su ascensión al trono. El adulterio gozó de quince años de buena salud, y la relación ya lleva en total más de treinta y cinco.

    Siendo el rey la cabeza de la Iglesia Anglicana, la pasión arrolladora de Carlos por Camila mantuvo en constante jaque su condición de heredero. Y para completar el cuadro, la omnipresente Diana -como su esposa y aún después- se ha cernido sobre él, desluciendo los tímidos pasos que intentó en el terreno popular.

    Cruel paradoja, madre, mujer y amante le han dado lo más preciado que posee -la vida, los hijos y el amor-, pero a costa de esta curiosa amenaza sobre su figura pública.

    El relato de estas vidas permitirá al lector aproximarse a la relación entre las familias reales y sus sociedades en pleno siglo XXI. En la sociedad de mercado, democrática y de masas, donde los súbditos han tornado en ciudadanos contribuyentes que sostienen a la Corona con sus impuestos, los miembros de la realeza sienten el peso de las encuestas sobre ellos, miden el calor popular que despiertan y son juzgados en cada una de sus acciones. En un sistema como el monárquico, de cargos no electivos, el humor popular se hace sentir tanto como un voto de confianza parlamentario al primer ministro.

    El trato que Diana proponía a la gente era sin dudas más frívolo que el de su marido. Pero la calle era su reino. Era a ella a quien prefería el hombre de a pie. Fue Diana quien, instintivamente, comprendió mejor lo que el complejo entramado entre medios y opinión pública esperaba de la realeza. Tanto es así que la relación se volvió patológica, y como tantos otros ídolos fue inmolada en el altar de las multitudes.

    Dentro de un sistema muerto, Diana estaba viva. No aceptó nunca la proverbial frialdad monárquica y se opuso a ella hasta el capricho, sin atisbos de comprensión a una idiosincrasia de mil años. En su defensa podemos decir que sufrió la indiferencia de una familia -real, pero familia al fin- que no quiso, o no pudo, hacer los suficientes esfuerzos para comprenderla y aceptarla. Pero jamás negoció su autenticidad, y vivió y murió fiel a sí misma. Este libro cuenta la historia de una chica común que sobrellevó la dicha y la carga de transformarse en mito.

    Capítulo I

    Los primeros años

    Agosto, 1997. El Jonikal surcaba las tranquilas aguas del Mediterráneo, en las cercanías de Mónaco. Sobre la cubierta, Diana Spencer y Dodi Al Fayed reposaban al sol. La princesa meditaba en silencio. Pensaba en Camboya y Vietnam, los destinos que había elegido para ese año, junto al director de la Cruz Roja Internacional, promotor de la campaña antiminas. Mentalmente ubicó esos países en el globo y calculó la ropa que habría de llevar. Debía hablar con su asistente, Paul Burrell, acerca de eso. Luego trató de imaginar su geografía de arrozales húmedos y chozas de barro y juncos, su gente pequeña y oscura, fuerte y grácil a la vez, portadora de sabidurías milenarias. Imaginó sus diferentes climas, el sonido quedo de la lluvia sobre los terrenos anegados, el sol abrasador del mediodía, los insectos. Repasó las cosas que harían y verían allí: el riesgoso desminado de territorio, los recorridos en jeep entre escombros y miseria, los niños devastados por la malaria, los hombres y mujeres mutilados, los ojos negros y asolados por la resignación. Entonces su mente voló a Londres y a las actividades que la aguardaban en septiembre: una prueba de Armani, una cita con la aromaterapista y un almuerzo con su madrastra, la condesa Raine.

    Por último, revivió esos últimos días junto a Dodi en el Jonikal. Le gustaba estar con él, aunque a veces se sintiera algo abrumada por el ritmo vertiginoso de los acontecimientos y la desmesura de su afecto. Sin ir más lejos, el día anterior él le había obsequiado una placa de plata con un poema grabado. El anterior a aquél, una gargantilla y un par de costosos aros. En su muñeca brillaba el reloj de oro y piedras que le había regalado aquella romántica noche en París. Pensó si no sería demasiado. Se preguntó qué le respondería en caso de que se le apareciera con un anillo de compromiso. La idea la halagaba. Se sentía bien junto a Dodi, se divertía como nunca lo había hecho y gracias a él y sus atenciones había recuperado la esperanza de volver a ser feliz junto a un hombre.

    Dodi era emocionante, y con él la vida era una aventura permanente e impredecible. Pero eso, a la vez, la preocupaba. Ese hombre tenía la habilidad de hacer que todo fuera demasiado rápido, demasiado intenso, y ella necesitaba algo más de tiempo y de tranquilidad.

    Además, estaba el asunto de sus continuas visitas al toilette. Ella conocía demasiado de escapes furtivos a los retretes, y esas ausencias y su nariz siempre congestionada la hacían sentir incómoda. Claro que él lo negaba todo. Y la llenaba de regalos y atenciones. Hasnat Khan, su anterior pareja, era diferente en todos los sentidos posibles. La adoraba, ella lo sabía, pero jamás la trató como a un ídolo al que hubiera que ofrendar nada. No se inmolaba ante ella. Y Diana aún extrañaba sus sentimientos profundos y a la vez plácidos, la ternura y seguridad que le producían su cuerpo grande y su voz grave y pausada.

    Abrió los ojos y por sobre la baranda vislumbró, a lo lejos, las costas de Mónaco. Al día siguiente visitaría la tumba de la princesa Grace. El asunto la llenaba de entusiasmo. Qué mujer. Qué belleza clásica y serena, casi sobrenatural en su perfección.

    Podía parecer algo fría y distante, y sin embargo, habían entablado conversaciones muy amigables. Cada vez que coincidían en algún sitio, la princesa Grace la atraía como un imán. Había sido un modelo de elegancia y distinción que, de algún modo, ella había intentado copiar. Igualarla era imposible, pero podía estar orgullosa de haberse vuelto un referente indiscutible de la moda a nivel mundial.

    Grace se hubiera sentido orgullosa, de haber sobrevivido. Qué accidente absurdo. Un vehículo a alta velocidad, un mal movimiento y en pocos segundos, la muerte, así de pronto, así de injusto. Quizá el alcohol, quizá alguna preocupación nubló su mente; quién puede saberlo. Y luego el choque, los tumbos y el silencio. Una mujer joven y hermosa yaciendo inconsciente entre los hierros retorcidos de un vehículo. Gravemente herida, pero aún aferrada a la vida por un hilo delgado, cada vez más delgado... La ambulancia que se atrasa demasiado y el hilo que se afina aún más. La desesperación, el traslado urgente al hospital más cercano y el delgado hilo que ya no puede sostenerla. Un cuerpo de doctores horrorizados que se afanan a su alrededor, y el hilo que se corta... Una mujer de cabellos dorados y ojos tristes, tal vez aquejados por alguna pena, tal vez agotados por el protocolo y el asedio periodístico, por las múltiples obligaciones que volvían su vida algo acartonada y ficticia. La preocupación de saber que su hijo mayor ocuparía el trono, y el peso que aquello significaría para él. Su esposo, que la amaba con locura, pero a la vez podía tratarla con una frialdad propia de su cargo. Qué bien que podía entenderla. Si parecían vidas paralelas, y hasta podía estar ella misma bajo tierra de tanto que la comprendía. Cuando depositara sus flores sobre la tumba, intentaría hacerle llegar su infinita comprensión.

    Además, había otra cosa. Diana ansiaba descender de una vez por todas del Jonikal. Se sentía algo claustrofóbica allí. En la cubierta el calor era abrasador, y en los camarotes se

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