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ATHANOR El cuadrilatero del misterio
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Libro electrónico332 páginas4 horas

ATHANOR El cuadrilatero del misterio

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El omicidio del capitán Looman, en el puerto de Cagliari, es una de las piezas de un complicado mosaico que hace de escenario a la búsqueda de un misterioso objeto, físico o quizás no material, peleado por dos cofradías en lucha secular por su posesión. La búsqueda de los rastros del pasado, y el viaje entendido como camino no solamente material,  se vuelven el "fil rouge" que une los acontecimientos narrados en esta novela histórica. Personajes contemporáneos y del pasado,en planos temporales separados y sin embargo misteriosamente conectados, se encuentran el las distintas etapas de un recorrido que presenta todas las características del camino iniciático. Una vía marcada en los ánimos y en los mapas de Europa, donde amor, caballería medieval, venganza y ocultismo juegan en el antiguo enígma escondido en el Libro del misterio.

IdiomaEspañol
EditorialLa
Fecha de lanzamiento21 nov 2017
ISBN9781507199695
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    ATHANOR El cuadrilatero del misterio - Pierluigi Serra

    Athanor

    El cuadrilátero del misterio

    O sea el viaje del capitán J.H. Looman, de su fantasma y de la Cofradía de la Rosa entre Cagliari, París, Praga y Turín

    Por Pierluigi Serra

    Novela histórica

    Cuando las puertas de la percepción se abrirán,

    todas las cosas aparecerán cómo realmente son: infinitas.

    William Blake, 1757-1827

    ––––––––

    A Patrick, caballero de guantes blancos quien los mantuvo impecables en su candor.

    El preludio

    Chartres, Francia. In proximidad de la catedral de Notre Dame

    Cagliari. Ningun encuentro se da por casualidad

    La Rosa

    En el puerto de Cagliari. Enero 1872

    El funeral

    La oración funebre

    Al holtel La Concordia en busqueda de justicia.

    DEVENTER

    El encuentro con el capitan Johannes Hendrikus Looman

    En ruta hacia Marsella y hacia París

    En la París mágica y esoterica

    A la sombra de Saint-Sulpice

    Cada inicio es involuntario

    El mensaje cifrado del Capitan Johannes Hendrikus Looman

    Estación ferroviaria de Chartres

    El templo del Señor, el templo de la Reina

    En el vientre de la catedral de Chartres

    Looman secretum

    Reuniré aquello que está esparsido

    Ici repose le confrère Peter De Witt

    Partout où nécessité fait loi. En cada lugar donde la necesidad hace ley 

    Pasos Perdidos. Cagliari. En proximidad del Templo Masón

    Bajo la rosa

    Los hijos de Salomon

    A casa de las hermanas Dubois

    Entre las columnas de la Karales

    Perfume de salinidad, olor a desesperación

    Alquímia práctica aplicada

    Ah, les italiens!

    En los túneles debajo place d’Italie

    Repica el cuarto golpe

    Los dos triángulos se cruzan

    Un intermedio ofrecido por el anfitrión con ganas de contar historias de fantasmas y apariciones recientes

    Los signos del sepulcro

    La pueta del cielo

    Indice de los nombres y de los lugares

    Para un ahondamiento en los temas:

    El preludio

    Es difícil entender el destino, tan labirinticamente lejano de la mente humana que puede jugar bromas dignas de los clientes de una cantina de mala fama. Cuando te topas con él, se te antojaría esconderte, miedoso por esas suyas variaciones repentinas que te cambian la vida, dejándote caer en la oscuridad total, cambiando los honores en pesadas cargas, demasiado difíciles de soportar aún para los espíritus acostumbrados a la batalla. Sin embargo el destino sarcástico, en la casualidad de su pensar, en su sombría ceguera, muestra el aspecto de Giano Bifronte: aquella doble cara que juega con el destino revolviendo de la forma más delicada el camino de viajeros perdidos. Lo sucedido podría ser reubicado en la esfera del sueño y de la fantasía, de no ser tangiblemente verdadero y real, allá donde lo inverosímil se transforma en la verdad absoluta de la realidad.

    Chartres, Francia. Cerca de la catedral de Notre Dame

    LATITUD 48°26’50’’ NORTE

    LONGITUD 1°29’16.23’’ ESTE

    La luz del destino desgarra la oscuridad profunda del alma iluminando la noche del corazón en un alternarse de luces que van a posar sobre los ojos de ella. Yo había cerrado mis ojos sobre esta tierra de la forma más honorable y emocionante que un caballero pudiera desear; aun sintiendo las punzadas y espasmos que se burlaban de mi cuerpo, cada dolor parecía anestesiado y anulado por las manos de la mujer que tenía en frente. Las heridas profundas que había recibido en batalla habían, al fin, llevaron las de ganar contra mi voluntad de vivir.   Había peleado – y eso sí importaba – de manera honorable, defendiendo hasta el final el estandarte blanco y negro que era el emblema de mi orden guerrero. Acostado en un jergón improvisado, sentía la vida que lentamente me abandonaba. Miraba a la mujer, consciente de este último cuadro de existencia mientras de su boca salían palabras que ya no alcanzaba escuchar. Entendía el movimiento de sus labios, aquellos labios sobre los cuales mis manos se habían quedado por infinitos instantes de amor; podía interpretar la dulzura con la cual la palabra sellaba el juramento más fuerte entre dos compañeros de vida. La eternidad del amor estaba tomando forma precisamente en el momento en que una parte de mi cuerpo, aquella más sagrada y espiritual, estaba por dejar todo vínculo terrenal; tenía bien claro ahora en frente de mi alma, cual fuese el peso y el valor de la unión. Pude ver su fuerza mientras, ya privado de la vida, ella se tomó el cuidado de cruzar mis manos sobre el pecho para así cerrar la empuñadura de mi espada; cruzó mis piernas en un gesto simbólico dirigido a encausar toda energía residual en un recorrido de fluidos y carne. De esa misma manera y con aquella costumbre, los Caballeros de mi Orden, solían celebrar el cruce a otra vida de sus hermanos fallecidos. Podía observar cada escena de aquella ceremonia como desde un estrado privilegiado que se me había asignado, por un temporáneo tránsito hacia otras vías, por almas buenas y sensibles al amor terrenal. Miraba, ya no más con ojos humanos sino a través del espíritu, las lágrimas que brotaban de los ojos de mi mujer, eran gotas de un rocío de pasión y de amor que iban a terminar sobre aquella que había sido mi capa blanca.

    Por gravedad o por mera atracción del símbolo, esas  lágrimas caían al centro de la cruz de color bermejo bordada sobre el costado de la cándida vestimenta; aquel rio de ternura y de desesperación se expandía sobre el gran estandarte haciéndolo así aún más vivido y luminoso en ese último saludo que mi rubia compañera de una vida me andaba reservando. En aquel momento de transición me quedaron clarísimas, tan fuertes para quedar grabadas en el espíritu, nuestras últimas palabras. Lo nuestro nunca sería un adiós sino la promesa de reencontrarnos en el tiempo, a través del tiempo. Pude observar la ceremonia de mi funeral y pude verla dejar sobre mi cuerpo una rosa roja que sus manos habían preparado ritualmente, quebrando el largo tallo y disponiéndolo en ángulo recto entre mis manos. Luego la luz me rodeó y vagué. Vagué aun pronunciando su nombre, perdido en un limbo donde encontré almas como la mía, llenas de amor por una mujer. Almas atadas indisolublemente a la vida, a aquella vida que tiene un sentido profundo cuando se vive en plenitud y en la totalidad de un sentimiento tan intenso que fragmenta cada célula del cuerpo.

    Una hilera de velas blancas iluminaba el jergón. Ella lentamente se acercaba, alrededor era silencio y todo parecía más lento; entre los dedos cándidos se enredaba un rosario y la rosa con el tallo quebrado, gotas rojo púrpura brotaban saliendo de esa delicada piel. Ella apretaba fuerte y no sentía el dolor de la carne lastimada. El corazón hinchado, el grito sofocado, la habían anestesiada. Los cerró sobre su seno y el hielo la invadió. El cuerpo de él estaba ya encerrado en el frio mármol, el calor que la había envuelta cada vez que él la cerraba entre sus brazos, había desvanecido junto a su espíritu. El hielo los había rodeado. Levantó la mirada al cielo, lagrimas surcaban su rostro cerúleo pero dulce como nunca antes. Un dolor silente la traspasó, el corazón aplastado en una prensa que la dejaba sin aliento. Su mirada se cruzó con los ojos entreabiertos de él y alcanzó los del Rey de Reyes que se encontraba arriba de ellos en su Cruz, delante de la cual habitualmente rezaba. Se fijaban unidos por el mismo sabor a muerte. Ahora las espinas de la corona se unían a las de la rosa. Sus piernas de repente cedieron: el vestido blanco y el cabello siguieron delicadamente el cuerpo de ella atraído por el suelo, rendido, privado de toda fuerza. De sus labios salieron tenues las palabras del amor más grande: «Notre père qui es aux cieux...» imploraba y suplicaba. Nunca había probado un dolor tan inmenso. La última reyna  cayó derrumbándose impotente delante de la muerte de su primer caballero, aquel que había elegido por la eternidad. Eternidad. Aquella palabra rebotaba como un eco lejano y se sintió acariciar el cabello. Cerró los ojos; no había podido más con tanto dolor. A tierra junto a ella, la rosa con el tallo quebrado, grandes alas de mariposa, como una extraña broma del destino, se pararon sobre su vestido inmaculado. Lágrimas y rocío entre los pétalos.

    Cagliari. Ningún encuentro se da por casualidad.

    LATITUD 39°12’58.93’’ NORTE

    LONGITUD 9°08’17.72"ESTE

    Acababa de hechar un rápido vistazo a mi cronógrafo para inmersión: las manecillas y la pantalla digital marcaban las 11:15, justo a tiempo para observar el tibio sol de finales de invierno, transitar por el zenít. A la sombra de la estátua dedicada a San Francesco, cuyo misticismo y esa aura de magia hacían brecha hasta en las almas más correosas y áridas, observaba la fisionomía de la efigie broncea felicitando al artista por la plasticidad y la belleza que había alcanzado transferir a la materia sin forma.

    Por un instante había cerrado los ojos mientras respiraba el viento ligero de maestral que soplaba ligero sobre la colina di Cagliari: en mis pupilas habían quedado impresas las imágenes del panorama mediterráneo en su secuela de laguitos y playas hasta llegar al lejano mar marcado por las blancas crestas de las holas. En ese preciso momento las voces ligeras de dos mujeres irrumpieron en mi mundo. Desino juguetón.

    Probablemente fue fraile Francesco en su forma broncea, a concebir el encuentro y organizarlo en sus mínimos detalles. Pocos instantes habrían sido suficientes o un cualquier otro impedimento para perder esa cita qué, inexorablemente, había sido escrito siglos atrás. Todo parecía ya designado y escrito. Por mi naturaleza, yo nunca habría ni siquiera soñado de emprender una plática con dos perfectas desconocidas la cuales, entre otras cosas, parecían ocupadas en consideraciones todas suyas acerca del panorama y del día casi primaveral en la ciudad, visiblemente desinteresadas a las tantas personas que en esa hora llenaban la avenida que sube por la colina. Sin embargo fue suficiente un instante, un momento crucial, para entrelazar las voces y entablar una plática aparentemente banal en merito a la colocación del santo. Las dos mujeres parecían interesadas a la explicación, nacida casualmente, sobre la orientación del monumento, su posición y la curiosa y fluida postura de los brazos de Francesco. Quedamos dialogando algunos intensos minutos en un vaivén de preguntas y respuestas, casi un jugar de palabras que se desplazaban bajo la dirección del Hombre de Assisi. En aquella sucesión de palabras y explicaciones, me percaté de la energía que se estaba concentrando en ese momento en el reducido espacio de tierra que hospedaba la estatua. Era como si el simulacro del santo se hubiera, de repente, convertido en una antena capaz de captar unas invisibles fuerzas positivas, haciendo de cada palabra una nota musical  así a una benéfica armonía.

    De ella me impactó inmediatamente el rostro enmarcado por sus largos cabellos rubios: la posición del cuerpo, en contraluz, hacía que su figura se viera aún más etérea y esbelta poniéndola en resalte contra el panorama marino y expandiendo el oro de su cabellera alrededor de los negros lentes de sol. Tratando de percibir su mirada me sentí como si, casi inconscientemente, tratara de levantar esa barrera que se interponía entre mis ojos y los suyos. En aquel momento tuve la clara percepción de la mujer que tenía de frente, cautivado por su mirada y por la línea de los párpados que rendían aún más  precioso su rostro. Por su manera de mirarme tuve cómo una sensación de una petición de ayuda, quizás inconsciente en ese momento, casi pudiese yo transformarme en un paracaídas que aligerara su caída hacia un profundo e incierto destino. Al escrutar sus pupilas se percibían miles de sentimientos contrastantes en lucha entre sí: tristeza, ganas de vivir, amargura, un áspero camino de vida. Sin embargo, en aquel brillar de emociones que habían encontrado un propio canal de comunicación en esa intensidad de contacto visual, parecía que faltase todavía un elemento, una acción. Llegó en el gesto de las manos dirigidas hacia mí que, con lentitud y delicadez, me dispuse a cerrar entre las mías. Fue en ese contacto que se creó una mágica alquimia.

    Sus manos eran cándidas comparadas con las mías ya bronceadas por el sol: finas, delicadas, curadas y fuertes al mismo tiempo. Me impactó la energía con la cual estrechó las mías, en un dialogo táctil que me contaba sus indecisiones, de una vida vivida, de muchas vidas pasadas. Tenía yo la clara sensación de una antigua familiaridad con aquellas manos, de haberlas ya estrechadas y miradas, posiblemente besadas y admiradas.

    Sensación. Era como si en aquel momento cada cosa se hubiera parado para dejar espacio a los dedos que se rozaban, danzando imperceptiblemente un tango lento y misterioso. Manos entrelazadas e inciertas, yemas que rozaban sus dorsos para tratar de contar cual belleza se encontraba en la serenidad de un camino, esa serenidad que ella había perdido en los meandros de una cueva. La oscuridad en qué caminaba dio el efecto de reportar a mi mente la imagen de una piedra negra y brillante usada como amuleto y dispensadora de beneficios.

    La piedra negra, obsidiana, fragmento mágico de la tierra: le hice promesa de regalarle un pedazo de este vidrio volcánico, pequeño amuleto que conservar y acariciar durante su viaje de regreso a la ciudad que tanto parecía oprimirla, aquella Torino misteriosa y ambigua, nacida a caballo entre lo negro y lo blanco de la vida. Ciudad de la magia y del espiritismo, donde las historias reales y los hechos de crónica se mezclan con la fantasía.

    Torino y Cagliari parecían tan distantes sin embargo existe un hilo rojo que las une hoy, así como en el pasado, en historia y hechos. Historias de magia y de personajes cómo Antonio Corvo Saluzio, caído en las mallas de la Inquisición Cagliaritana a causa de algunos papeles encontrados en su vivienda: escritos sobre magia y alquimia que, en el hollín espiritual de la religión, le habían decretado la muerte en prisión.

    Saluzio había sido víctima de las torturas que la mano secular de la Iglesia le había infringido con el propósito de sacarle verdades escondidas, o a lo mejor se había tratado de sencillos hechos tanto para poder justificar el rol del inquisidor, dándole así una apariencia de legalidad al crimen.

    Alma inocente la del turinés, parecía estar todavía deambulando entre las calles del barrio de Villanova en búsqueda de respuestas a tanta crueldad: se acompañaba a aquellos que, en los años de la pesada represión contra el libre pensar, en contra de la ciencia y de la medicina de los remedios naturales, habían encontrado la muerte en los rogos de la Iglesia.

    Volví a encontrar la mujer el día siguiente, así como lo habíamos prometido: llegó en perfecto horario mientras que yo, movido por una extraña euforia de la cual aún no entendía la magnitud, esperaba frente al puerto apretando entre las manos el fragmento antiquísimo de piedra negra. A la cita habíamos llegado cuatro, justo para tomar un café en uno de los locales que se asoman de los portales de vía Roma.

    Me di cuenta inmediatamente que cada plática, cada dialogo que se desarrollaba en el grupo había tomado unos tonos de superficialidad y banalidad. Tomaron las pautas el amigo de aquella misteriosa y atractiva mujer y la amiga de ella con su charla tan rapida como sin sentido: condición ideal para aburrir mi mente y llevarme a otro niveles de razonamientos. Fue en el momento en qué saqué de mi bolsillo los puros olandeses y incliné ligeramente la cabeza para encender uno, que nuestras miradas se cruzaron. Un instante, un fragmento de vida que me pareció durar un largo día, y nuestos ojos volvieron a encontrarse; esta vez nos fijamos durante largo tiempo en un silencio que contaba más que mil palabras. Podía ver la expresión de sus ojos mutar rapidamente, pasando de un inicial estupor a la dulzura de una mirada fija, impávida, eroica, que se paraba antes mis pupilas. Pienso que esos instantes, como sucede en los momentos cargados de fuerte emoción, haya sido posible contarnos reciprocamente enteras porciones de vida, como en un montaje cinematográfico que en brevísimo tiempo ofrece la posibilidad de poner al desnudo el alma humana.

    Cuando nos despedimos le entregué finalmente el pequeño bulto negro donde había envuelto la obsidiana. Lo había apretado entre mis manos por mucho tiempo para cargarlo y cargarme de una antigua energía, la misma energía que esperaba fuese positiva para ella. Rozándole sus manos me alimenté del placer de un contacto con su cuerpo, gozando de la  misma sensación que un niño prueba admirando una cosa completamente nueva y bella. Ella era lo que por brevedad podríamos definir lo totalmente distinto. Me miró nuevamente antes de irse: nos observamos con una intensidad tal que casi temíamos que las personas a nuestro alrededor se dieran cuenta de la fuerza de nuestras miradas, de su profundidad y de la sed de conocernos. Y nunca me hubiera imaginado que los eventos pudiesen tomar un aspecto tan curioso y intrigante.

    La Rosa

    Ojeando las páginas amarillentas del diário uno podía visualizar la mano que habás trazado esa grafía diminuta pero bien marcada. Las letras eran escritas con una precisión casi quirurgica, señal de un carácter firme y determinado, inatacable. Cada uno de los trazos estaba unido por una ligera presión de la plumilla y eso hasta te daba la percepción, al cerrar los ojos, del crujido de la punta metalica sobre el papel. Mientras estaba con los ojos cerrados, saboreando los ruidos y los aromas celosamente conservados al interior del diario, se abrió la brecha. La puerta que llevaba hacia mundos paralelos, se abrió de repente poniendo al desnudo existencias que recorrían con su alma, tiempos lejanos. Se abrió un universo que antes parecía escondido, encerrado simbólicamente en la rosa que está apunto de brotar.

    En el puerto de Cagliari. Enero 1872

    El contrasmaestre Peter De Witt era un hombre acostumbrado a enfrentar cualquier situación imprevista; desde que había empezado a andar por mar, se le habían presentado miles de ocasiones para poner a prueba su conocida sangre fria, su gélida fuerza de voluntad. De sus padres había recibido un don muy poco comun: una fuerte sensibilidad hacia lo invisible, capacidad esta que lo rendía atento y listo para enfrentar cada percance de la vida. Por otro lado, su imponente cuerpo y una barba rubia manchada por el humo de su pipa de barro , eran como un armadura que lo protegía en las adversidades. Sin embargo, ese domingo por la mañana de enero de 1872, la mirada firme y de acero del hombre, había vacilado delante de la escena que se le presentaba en frente. Peter De Witt se había quedado inmovil durante varios minutos delante del camarote del comandante Looman en un mixto de aprensión y turbamento, demorando después de haber golpeado fortemente la pesada puerta de madera con sus nudillos huesudos. Luego la había abierta con una llave de repuesto. Claramente no era cosa normal que el capitán de la Ross van de Zeeën, la mítica Rosa de los Mares, se tardara en su litera: toda la tripulación estaba acostumbrada a verlo caminar sobre la cubierta desde las primeras luces de la mañana. Había sido precisamente este largo retraso a empujar al contramaestre a golpear repetidamente a la puerta del comandante, tomando luego la decisión de usar un passe-partout para abrirla: De Witt que andaba acompañado por el segundo oficial de a bordo, el señor Janssen, quedó pasmado delante de la escena que se abrió a sus ojos. El cuerpo del capitán Looman estaba tendido en el piso, vestido con los pesados pantalones azul oscuro del uniforme y la camisa blanca abierta. El cuerpo se encontraba en una curiosa posición que seguía, en un humano dibujo geométrico, la silueta de una estrella de cinco puntas que estaba marcada con un trazo de gis blanco. En los vértices del pentáculo estaban todavía visibles los trozos consumidos de las cinco velas rojas que, a juzgar por su tamaño, debían haber estado prendidas durante varias horas. En correspondencia de los restos de las velas habían sido marcadas cinco letras, una para cada punta de la estrella: A.L.C.O.R. En sentido horario daban la impresión de un rebús por adivinar siguiendo un desconocido hilo rojo.

    pentagramma.jpg

    Todo alrededor, en el pequeño camarote que Looman utilizaba como refugio durante las largas jornadas de navegación, se apreciaba un extraño aroma dulzón, mixto olfativo que sabía a jengibre, incienso y otras esencias desconocidas. A los dos había sido suficiente una rápida mirada para comprender que el joven capitán había definitivamente dejado el mundo conocido para navegar hacia las riberas del ultratumbas; lo de checar el pulso para detectar el posible último latido del corazón, había sido el extremo escrúpulo que De Witt se había tomado para corroborar lo que ya los ojos y el corazón ya habían comprendido.

    En aquella fría mañana de enero el capitán Johannes Hendrikus Looman observaba con extremo desapego lo que había sido su camarote; en las paredes, sujetados por cuerdas entrelazadas, estaban colgados numerosos objetos que contaban de viajes y de rutas lejanas del Mediterráneo. Máscaras provenientes del lejano oriente, espadas y dagas de las formas más rebuscadas y, puesto al centro de la única pared libre de cosas, un gran cuadro con la representación de dos objetos entrelazados sobre un fondo de un tablero de ajedrez blanco y negro. Escuadra y compás que se distinguían sobre la secuencia de los dos colores, representaban el símbolo de la logia masónica holandesa que había acogido al joven Looman en 1865.

    El espíritu del capitán tuvo en ese instante la sensación de ser transportado por un túnel temporal, silente espectador de su iniciación a la obediencia masónica.

    Sin duda se trataba de él. Reconocía sus rasgos y su rostro iluminado ligeramente por una vela. Se encontraba inclinado delante de un escritorio en una pequeña recamara con paredes completamente negras. De vez en cuando, en su uniforme de gala de la marina de guerra holandesa, levantaba la mirada de la hoja que tenía delante para observar los símbolos y las palabras que resaltaban en un brillante color blanco, sobre los muros de la recamara de reflexión.

    Había sido llevado allí para meditar sobre su siguiente pasaje, aquel ingreso al interior de la organización masónica que habría decretado una muerte simbólica de su estatus profano y la elevación hacia el nivel más alto de iniciado. Looman sabía muy poco sobre la institución: conocía muchos oficiales que habían entrado en la organización, hombres estimados y de buenas costumbres, algunos de los cuales lo habían señalado como persona digna de ser parte de hermandad. En algunos puertos donde había parado varias veces, le había tocado de encontrar amigos de confianza que, con discreción, le habían confiado su pertenencia a aquel grupo de personas movidas por un espíritu de hermandad que prescindía de censo, religión y proveniencia. Hendrikus Looman había quedado fascinado, quizás también por el carácter aventuroso que le pertenecía, por ese conjunto de personas que emulaban espiritualmente el trabajo que los antiguos obreros albañiles habían hecho en la construcción de las catedrales góticas. Se imaginaba la intensidad de la hermandad y el grado de conocimiento que permeaban la obra: algunos años antes de su iniciación había quedado fascinado a la vista de la catedral de Notre-Dame de Chartres, de las secuelas de símbolos y mensajes que la piedra tan hábilmente labrada le enviaba. Él, de fe protestante como el resto de su familia, había probado una sensación completamente nueva al pasear por los espacios entre las naves de la iglesia medieval. Aquel que había estudiado el proyecto y guiado la construcción varios siglos antes, había ciertamente recibido del Altísimo el don de la comprensión de la belleza y de la armonía que rigen las formas de la arquitectura; el desconocido arquitecto, al construir este edificio en 1194, había concebido no solamente un templo sino, en beneficio de los adeptos a las ciencias arcanas, un libro abierto que consultar durante el camino hacia los misterios que regulan el mundo. Grande había sido la impresión en su recorrer, siguiendo las intrigas de la vía aún no trazadas para él, el gran laberinto ubicado en la nave central de la iglesia catedral: los pasos de aquel recorrido habrían de regresar muchas veces en

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