El Santo de estos tiempos: Padre Pío
Por Magnificat
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Este libro trata de la profunda devoción al Padre Pío. Al mismo tiempo, es un hermoso encuentro con las raíces italianas, siendo poco común encontrar pruebas directas de hijos espirituales y cercanos a un santo de la talla de Padre Pío de Pietrelcina. Es también un homenaje al amor de Dios por su gente, un tesoro precioso de experiencias que no puede dejar de transmitir esperanza.
Así, el Padre Pío es "el Santo de estos tiempos", porque su verdad permanece para siempre, como el mismo Cristo.
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El Santo de estos tiempos - Magnificat
El santo de estos tiempos
Padre Pío
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El sol en la higuera
-¡Piuccio! ¿Quanti figs hai mangiato oggi?
Un rayo de sol le daba en los ojos, y sus pequeñas manos sorprendidas se enredaban con aquel hilo blanco y lechoso de los higos.
Revolvía las hojas de la higuera limpiándose, hasta juntar el aire para poder hablar, y ese rumor verde en la sombra se fundía con el viento del verano que golpeteaba los postigos agrietados de la vieja iglesia.
El hombre de la barba encanecida, con su voz de trueno, lo llamaba desde la ventana.
Entonces, el niño de San Giovanni Rotondo que correteaba por los patios del convento, contestaba mirando hacia arriba, hacia la ventana, con los ojos semicerrados por la luz, y sonrojado:
-¡Uno, Fra !
-¡Es cierto! ¡Uno por vez! - le gritaba el fraile y le sonreía, porque sabía que el hijo de la lavandera era el pájaro de corazón más puro que conocía en el pueblo.
Niño pájaro, el pequeño Pío con sus siete años, que llevaba su nombre en honor al fraile que lo había visto nacer y lo había bautizado después de renegar con un cura vecino que no quería mandarle los aceites santos para oficiar la ceremonia, por razones burocráticas zonales que nunca faltan y que conviven con las leyes de Dios, desde todos los tiempos.
- Entonces que crezca como un animalito – fue la picardía que verbalizó Fray Pío, y con la cual consiguió que inmediatamente le manden el óleo sagrado para el pequeño.
Logrado el cometido, en tanta siesta le había tocado el corazón con su mirada de padre, con su mirada de ángel robusto, mirada que nadie imaginaba que llegaría a ver tan lejos.
Tantas veces lo había arropado mientras su mamma
Filomena enjuagaba las sotanas, limpiaba los cuartos y preparaba la comida del monasterio.
Tantas otras lo había alzado para verlo reír con el vértigo de sus brazos en alto, suspendiéndolo a la altura de la lámpara y luego haciéndolo aterrizar en caída libre, juego que terminaba con el trozo de raffaioli
, un dulce típico, a cambio de que se hiciera bien la señal de la cruz.
Después le cedería su tazón de leche, el pedazo de pan y también su plato de fideos, mientras lo sentaba en sus rodillas y lo dejaba que toqueteara su rosario.
Y con su enorme mano, calzada ya con ese guante especial que resguardaba un inefable misterio, lo bendecía intensamente y le secaba la cabeza transpirada de trepar incluso al árbol de las peras, y esto lo hacía con el dorso y el filo porque las manos le dolían, le dolían y le sangraban, para milagro de unos pocos al principio, y polémica de muchos.
El vaticano lo tenía en observación
, privándolo bastante tiempo del contacto con la feligresía y condenándolo a su máxima cruz, no poder oficiar la misa, la misa amada por él, en la que llegaba a entrar -según sus propias palabras- en la majestad de lo divino
.
A la hora del rosario, el peral donaba su frescura para las cuentas del amor que el franciscano desgranaba