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Lacroix
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Libro electrónico478 páginas5 horas

Lacroix

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Información de este libro electrónico

Cuando una proposición parece demasiado buena para ser cierta, probablemente lo es….

La vida de Elsa se está desmoronando, abandonada por su pareja, sin empleo, sin hogar, y madre soltera de una niña de un año de edad. Cuando recibe una inesperada proposición para abandonar Barcelona y mudarse a Francia, para vivir y trabajar en un majestuoso castillo, con todos los gastos pagados, rodeada de caballos, bosques y preciosos lagos, Elsa se aferra a la oportunidad, ansiosa por comenzar una nueva vida.

Pero el Castillo de Lacroix esconde un oscuro secreto desde la segunda Guerra Mundial, cuando se convirtió en la residencia de verano del Mariscal Pétain, Jefe del Gobierno francés colaboracionista con la Alemania nazi.

Elsa ha despertado a un enemigo aterrador pero, ¿encontrará en su interior el valor suficiente para enfrentarse a él y salvar a su familia?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 oct 2021
ISBN9780473590031
Lacroix
Autor

Xavier Vidal

Nacido en Barcelona, tras graduarse como médico en la Facultad de Medicina, Xavier ganó una beca Fulbright, y estudio y vivió varios años en Boston (USA), obteniendo dos Masters  en la Universidad de Harvard. Durante 20 años trabajó como Director General en varias multinacionales de biotecnología y agencias internacionales de publicidad. Xavier ha escrito guiones cinematográficos, obras de teatro, obras de teatro musical (libreto, música y letras), artículos periodísticos, y novelas. Ha escrito artículos sobre temas relativos a Nueva Zelanda como lector corresponsal para la edición digital de La Vanguardia, uno de los principales periódicos de España. UXMALA fue seleccionada como Finalista en el VII Premio HISPANIA de Novela Histórica (2019). Xavier escribe todas sus novelas en español e inglés, y reside en Auckland (Nueva Zelanda) con su familia.

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    Lacroix - Xavier Vidal

    CAPÍTULO 1 

    Barcelona. Actualidad.

    Elsa dejó caer la cuchara y apartó un mechón de sus cabellos castaños, tiñéndolos de un prematuro tono plateado y dejando un rastro de harina sobre su frente.

    No te lo volveré a repetir. Si cuando vuelvo esta noche aún estás aquí, no me va a doler sacar yo misma todas tus cosas a la calle. Y sabes que nunca exagero, así que, no pierdas tiempo, dijo su madrastra, ajustándose la apretada falda del uniforme de dependienta de la perfumería donde trabajaba y dando un gran portazo al salir.

    Elsa no intentó reprimir el suspiro que escapó entre sus dientes, mientras su puño cerrado dibujaba un camino tembloroso a través de la capa de harina extendida sobre el mármol, una expresión de rabia que hasta entonces siempre había conseguido controlar.

    Cómo ansiaba haber conocido a su verdadera madre, muerta durante el parto que la vio nacer. De no ser por las fotografías que su querido padre le había mostrado constantemente durante su infancia, el rostro de su madre no sería ahora más que un recuerdo distante, confundiéndose con el más idealizado que a menudo aparecía en sus sueños. 

    El rostro furioso de su madrastra se inmiscuyó en su ensoñación haciéndola añicos. Desde la repentina muerte de su padre, hacía ya cinco años, su vida había dejado de ser un paseo para convertirse en una ardua travesía. Los meses que vivió a cargo de su madrastra fueron los más amargos de su vida.

    Vivió su dieciocho cumpleaños y su emancipación, como la llegada de las tropas Aliadas a liberarla del campo de concentración en que estaba internada.

    Recordaba aquellos primeros años de independencia con mucho cariño, a pesar de lo difícil que le había resultado aquella vida nómada, de casa en casa, a merced de la buena voluntad de su menguante grupo de amigos de la escuela pública que pronto tuvo que abandonar.

    Años durmiendo en viejos sofás, compartiendo estrecheces en cubículos insalubres que hubieran hecho las delicias de cualquier hobbit, disfrutando al máximo cada frugal comida, por la poca frecuencia con la que la veía.

    Las ofertas de trabajo parecían rehuirla y se desvanecían con más rapidez que si el mismo Houdini la estuviera entrevistando para el puesto.

    Pocos trabajos, entornos aborrecibles, sueldos miserables, un panorama de explotación que en el Antiguo Egipto hubiera hecho las delicias del capataz de los esclavos del faraón, mientras éstos arrastraban enormes rocas rampa arriba al ritmo del restallar del látigo. 

    Cada día la vida ponía a prueba la resistencia que le daba su juventud.

    Elsa se preguntaba si merecía la pena haber nacido para vivir así, y cada día se respondía a sí misma que la fortuna la esperaba a la vuelta de la esquina, presta a cambiar su futuro radicalmente.

    Intentaba no pensar que se estaba engañando a sí misma, pero las circunstancias parecían estar conjurándose para demostrarle que así era.

    El llanto de un bebé reventó la pompa de jabón en la que intentaba elevar sus pensamientos, y en una fracción de segundo su instinto materno activó todos los sistemas de alerta.

    Se alejó de la mesa de la cocina y se acercó a la sillita en la que hasta hacía unos segundos dormitaba una preciosa niña de cabello rizado moreno y apenas un año de edad.

    Elsa buscó el biberón con la mirada, pero recordó que no había preparado ninguno.

    La idea de desabrocharse la blusa y darle el pecho pasó fugazmente por su cabeza, pero enseguida la descartó, no tanto porque llevaba semanas intentando deshabituar a la niña de aquel molesto hábito, sino porque sospechaba que la etapa de esplendor productivo de sus pechos vivía ya tan solo en el recuerdo. 

    Abandonada por su pareja casi antes de que la tira reactiva de la prueba de embarazo llegara a cambiar de color, su vida le había vuelto a llevar al borde del mismo vertiginoso abismo ante el que tantas veces había estado, solo que ahora la empujaba hasta hacer que sus pies descalzos asomaran por el borde, al que se aferraban con tanta fuerza que la sangre y el color habían huido de sus uñas.

    Tres años de vida en común con su pareja, un extranjero tan alérgico al compromiso como a tener la más mínima muestra de romanticismo hacia ella, no habían contribuido en nada a hacer crecer sus esperanzas de conseguir vivir una vida feliz.

    La felicidad para Elsa había muerto con sus padres, en plural. Por más que intentaba caminar hacia ella de cualquier forma imaginable, la felicidad siempre se alejaba, sonriéndole con socarronería y prolongando su agonía.

    Su nueva vida como madre soltera había comenzado como la verdadera culminación del Everest de sus desdichas, haciéndole sentir la falta de oxígeno durante el ascenso, que le provocaba todo tipo de síntomas de asfixia y agotamiento.

    Ahora se enfrentaba al descenso, cuya dificultad era a menudo subestimada y mucho más peligrosa y ardua que el ascenso.

    Temerosa ante lo desconocido, insegura de su idoneidad como madre, y aterrada ante la responsabilidad de mantener aquella vida que su inconsciente pasión había engendrado, se dejaba llevar confiando en sus instintos.

    No pensar en lo que estaba haciendo le ayudaba a seguir adelante. Los primeros meses, la inconsciencia de su desconocimiento y la excitación de la novedad habían aletargado su raciocinio, ayudándole a descender los primeros metros.

    Pero al llegar la noche en la montaña, el frío y los aterradores abismos seguían allí, solo que invisibles, impidiendo que progresara en su descenso y acentuando su temor, provocándole una parálisis que atenazaba y anulaba su espíritu.

    Sin hogar, sin pareja, sin trabajo ni ingresos, sin ningún tipo de apoyo ni calor familiar, había sucumbido al mal de las alturas, rindiéndose ante la adversidad, dejándose invadir por la dulce narcolepsia de la muerte intentando seducirla.

    Solo el llanto de su hija la mantenía atada a la vida, era la cordada de la que su cuerpo colgaba en la oscuridad del abismo, y a la que se aferraba con la desesperación de los que se saben próximos al fin. 

    Desesperada, volvió los ojos hacia el titular de un mensaje que acababa de recibir en su teléfono móvil, volando hasta ella en el viento gélido de las redes sociales, y enviado por Carla, una de las dos amigas que le quedaban.

    Su cerebro solo fue capaz de procesar el titular.

    "Comienza una nueva vida en Francia."

    CAPÍTULO 2

    Aquellas palabras le intrigaron lo suficiente como para que su mano enjuagara unas lágrimas enharinadas y alargara el brazo hacia el teléfono.

    El llanto de su hija le recordó que antes debía atender a sus necesidades alimenticias y abrió la nevera con la esperanza de encontrar algo de zumo natural que le ahorrara la tediosa preparación de la leche infantil.

    Abrir la nevera del apartamento de su madrastra era como abrir la cueva de Alí Babá, pero sin los ladrones y trasladada al polo Norte.

    Las etiquetas de los productos que la contemplaban alineados bajo la luz azulada del refrigerador le dibujaban una escena en cuya realidad no se reconocía.

    Productos de primeras marcas, caprichos que hubieran resultado difíciles de justificar en la despensa de un Sultán, y mucho menos para alguien con un sueldo modesto como el que probablemente cobraba su madrastra en la perfumería.

    Un misterio que probablemente jamás llegara a desvelar, aunque tampoco tenía mucho interés en resolverlo.

    Mientras su hija se entretenía mojándose los labios en un vasito con zumo de naranja fresco en cuanto a temperatura, que no en cuanto a su origen, su mirada volvió a dirigirse al teléfono móvil sobre la mesa.

    Sus dedos dibujaron un húmedo arabesco de harina que despertó la pantalla del móvil y le mostró de nuevo el intrigante mensaje.

    Su amiga le hablaba de una oportunidad única, surgida en Francia a través de un amigo de sus padres. Si aceptaba la oferta, podía comenzar cuando ella quisiera. Carla no estaba interesada, pero pensaba que podía venirle bien a Elsa en aquellos momentos difíciles de su vida.

    Momentos difíciles. Elsa no pudo reprimir una mueca al leerlo.

    Toda su vida actual no era más que un gigantesco momento difícil, uno que parecía que iba a prolongarse durante al menos dieciocho años más, a juzgar por aquella personita que se entretenía haciendo pompas de saliva anaranjadas.

    El mensaje estaba acompañado por un breve texto en francés en que se describía la oferta en detalle.

    Los tres años de francés que había estudiado en la escuela secundaria deberían servirle para poder leerlo, y decidió poner a prueba la eficacia de la enseñanza pública en su país.

    Tras una rápida lectura en diagonal, sus ojos pronto se detuvieron en varias palabras que le impactaron como si estuvieran escritas en relieve.

    "Viva en un castillo de ensueño en el corazón de Francia." Comenzaba bien, pero se preguntaba si no estarían exagerando.

    "Sin pagar gastos de alojamiento, ni servicios, ni impuestos." Aquello continuaba aún mejor, nada que objetar.

    "Con derecho de uso de amplia vivienda anexa, con cocina, baño, estudio, y varias habitaciones." Parecía haber sido escrito a medida para ella y sus necesidades.

    "En una finca con varios lagos y extensos bosques con abundante caza y pesca." Sonaba idílico, aunque ella siempre había pensado que ningún animal merecía morir, tal vez exceptuando determinados insectos.

    "El candidato deberá encargarse del mantenimiento de los anexos al castillo y cuidar de los campos, y el huerto." Ningún problema hasta ahí, no en vano había sobrevivido los últimos años sin ayuda de nadie.

    "Persona responsable, que sepa apreciar la naturaleza, la tranquilidad y sea amante de los caballos." Al llegar a esa parte se detuvo en seco.

    Lo más cerca que había estado nunca de un caballo había sido en el desfile de la unidad de policía montada de la guardia urbana de Barcelona. Los caballos siempre le habían merecido un enorme respeto, palabra que en el idioma de Elsa podía traducirse también como pánico.

    Aquella última parte y la mención a los caballos le preocupaba, pero a la vez le intrigaba poderosamente.

    Era una oferta fantástica. En su mundo, cuando algo parecía demasiado bueno para ser cierto, siempre resultaba ser así.

    En todo aquel escrito apenas se mencionaba nada acerca de obligaciones. A buen seguro tenía que haber más contrapartidas. ¿Dónde estaba el engaño? 

    Tras vivir el infortunio de perder a sus dos padres, y que su vida a partir de ese momento se convirtiera solo en sobrevivir, el presente es todo lo que le quedaba.

    Pensar en el futuro le parecía una gigantesca incógnita, una broma cruel del destino, y ni siquiera la presencia de una hija a la que cuidar había conseguido borrar tales pensamientos de su mente. 

    Por otro lado, la idea de romper con todo y comenzar una nueva vida en el extranjero le seducía y atemorizaba a la vez, pero en la balanza el cosquilleo ganaba terreno a los escalofríos, y la idea cada vez le parecía más atractiva, incluso de un modo un tanto sensual.

    Liberarse del rencor inexplicable su madrastra, de los prejuicios de gran parte de la sociedad ante una madre soltera y desempleada, de la amenaza inquietante e imprevisible de su ex-pareja acechando desde las sombras. Tal vez podía dejar todo aquello atrás y comenzar una nueva vida.

    Vivir en un castillo, y en Francia. Comenzaba a sentirse como la princesa en uno de los cuentos que su padre le leía cada noche durante su infancia.

    En  su imaginación ya estaba corriendo por verdes prados salpicados de margaritas, con un largo velo al viento, ante la silueta esbelta, elegante y majestuosa del castillo, de su castillo, sus blancas paredes refulgiendo bajo el sol de la tarde. 

    Sabía que soñar no costaba nada, y en su fuero interno, su sentido común le decía que aquella oportunidad no era más que una gran exageración o un enorme malentendido que con toda probabilidad se aclararía de la forma más dolorosa posible para ella en cuanto pusiera los pies en aquel lugar.

    Su corazón la animaba a arriesgarse, no en vano había demostrado ser más fuerte de lo que pensaba y estar a prueba de desengaños.

    Merecía la pena intentarlo, fuera la aventura de su vida, o una decepción más a añadir a una ya larga lista. En cualquier caso, nadie iba a poder llamarle cobarde por no intentar cambiar su vida, la suya y la de su pequeña.

    Tras una corta conversación telefónica con su amiga, aceptó la oferta y en menos de una hora tuvo sus escasas pertenencias empacadas, dispuesta a encajarlas en todos los huecos libres que encontrara en su pequeño automóvil.

    Con las llaves del coche en la mano, no pudo evitar que una sonrisa y un suspiro de felicidad y esperanza se fundieran en sus labios, mientras cerraba la puerta del apartamento de aquella mujer que tanto parecía odiarla, y que se alegraría de no encontrarla allí a su regreso.

    Elsa abrazó con fuerza a su pequeña, y dándole un suave beso en la bolita sonrosada que tenía por nariz, abandonó la casa, la ciudad, y su vida actual, con la ilusión de tener una nueva oportunidad de reiniciar su vida para bien.

    El palacio aguardaba a su princesa.

    CAPÍTULO 3

    El largo viaje hacia el norte la mantenía en tensión y angustia permanentes, pero no por temor a lo que pudiera encontrar en su destino, ni por las frecuentes paradas que debía hacer por su pequeña, ni siquiera por la concentración que tantas horas de conducción le exigían.

    Su principal preocupación era que el desvencijado vehículo resistiera sin dejarla tirada en la cuneta. Jamás había realizado viajes fuera de la ciudad con él, al menos desde que lo compró, pues no podía hablar por sus cinco o seis propietarios previos.

    Poco acostumbrado a visitar un taller para su mantenimiento, cada crujido que el vehículo emitía provocaba en Elsa una descarga eléctrica de angustia vital y sudor frío.

    Avanzaba por carreteras nacionales, evitando las autopistas y sus costosos y numerosos peajes, que parecían estar colocados a cada curva del recorrido.

    Abandonar Cataluña, su región natal y cruzar los Pirineos le provocó una sensación agridulce. No es que dejara atrás gran cosa, pues los recuerdos felices con sus padres los llevaba siempre consigo, pero alejarse de lo malo conocido hacia lo posible bueno por conocer le estaba resultando más duro de lo que había imaginado.

    Se preguntaba si era aquello lo que sentirían los navegantes que siglos atrás se habían lanzado a la mar en busca de continentes desconocidos, o los aventureros que se adentraban en territorios inexplorados en cualquier parte del mundo.

    Los balbuceos de su hija siempre acababan por devolverle a la realidad.

    Le recordaban que a partir de aquel momento, no importaba su lugar de residencia. Su vida iba a estar siempre donde su pequeña estuviera, en una habitación compartida en una pensión maloliente, entre los asientos de aquel coche, en un pequeño apartamento en la ciudad, o incluso en un castillo de ensueño en la campiña francesa.

    Aquel pensamiento le reconfortaba, y le ayudaba a mantener la mirada en la carretera y una sonrisa en los labios.

    A pesar de todos los sinsabores pasados en su vida, Elsa era positiva y optimista por naturaleza, y no permitiría que nada estropeara esa nueva vida que iba a comenzar para las dos en Francia.

    Sin tarjeta de crédito, que el banco le había retirado meses antes por retrasos en el pago, administraba el poco efectivo que le quedaba priorizando llenar el depósito del vehículo y comprando comida en los colmados de los pueblos que cruzaban.

    Al llegar la noche, se detuvo en a las afueras de Béziers, en el área de aparcamiento de un pequeño centro comercial, un lugar solitario, pero lo suficientemente cerca de la población como para no sentirse demasiado atemorizada.

    No era la primera vez que dormía en su coche, pero sí confiaba en que fuera una de las últimas en que se veía obligada a hacerlo, dando gracias por estar a final de verano y que la temperatura fuera tan agradable en el interior como en el exterior.

    El sol del amanecer y el temprano trajín de camiones llegando a descargar mercancía la despertaron, y se apresuró a mover el coche para no llamar la atención. 

    Tenía la inmensa suerte de que su hija ya dormía profundamente durante casi toda la noche, una bendición que la gente no solía valorar, salvo cuando alguien lo comentaba en tono de admiración.

    En cuanto el centro comercial abrió sus puertas, se dirigió al baño para asearse y cambiar los pañales a su hija. Ser los primeros en entrar le garantizaba encontrar los aseos limpios, una obsesión que ni sus estrecheces económicas lograrían erradicar.

    El trayecto hacia el norte prosiguió sin contratiempos, la vista siempre puesta en la carretera y en la aguja, no de la brújula sino del indicador del nivel de carburante, mucho más determinante para el éxito de su viaje.

    Elsa deseaba llegar antes de que oscureciera, no quería pasar otra noche dentro del coche e intuía que debían encontrarse ya muy cerca de su destino. Detuvo el coche en la cuneta y desplegó el enorme acordeón del mapa de carreteras sobre el asiento del acompañante.

    Buenas noticias. Si su adormilado sentido de la orientación no le engañaba, debía encontrarse a unos cuatro o cinco pueblos de distancia de Branchenat, la población inmediatamente anterior al lugar donde se encontraba el castillo.

    Ni siquiera intentó volver a plegar el mapa y devolverlo a su forma original, algo que por experiencia sabía que era una tarea imposible y volvió a la carretera con renovada energía, ya pudiendo oler la meta.

    El letrero con el nombre de Branchenat pasó a su derecha y Elsa aminoró la marcha para contemplar el paisaje.

    Extensos campos segados, delimitados por pequeños grupos de árboles que aportaban algo de verdor a la alfombra seca y amarillenta que se extendía en todas direcciones.

    Le llamaron la atención los enormes cilindros de heno de perfectas proporciones y simetría, desparramados en ordenado desorden sobre los campos.

    Parecía como si alguien hubiese interrumpido una partida de bolos entre gigantes y éstos hubieran huido dejando las fichas desparramadas sobre el campo, esperando regresar más tarde a completar la partida.

    Las casas se sucedían, espaciadas a lo largo de la carretera, modernas y bien cuidadas, con aspecto de segundas residencias de veraneo, y Elsa encontró a faltar el aire de pueblo tradicional francés que había imaginado encontrar.

    Tras un pequeño muro gris de poca altura podía vislumbrar la parte superior de las lápidas, cruces y pequeños mausoleos del modesto cementerio local, el primer lugar que le recordó que se encontraba en un verdadero pueblo rural francés.

    Varias curvas después llegó a un cruce, presidido por una pequeña iglesia de paredes que en algún tiempo pasado habían sido blancas, con un rosetón en miniatura por el que apenas debía pasar la luz.

    Coronaba la iglesia  una minúscula torre y una campana de tamaño proporcional al resto, que le recordó más al cascabel de un gato, por sus reducidas dimensiones.

    Siguió adelante y pronto dejó atrás las últimas residencias y atravesó los extensos campos de cultivo que se extendían hasta donde llegaba la vista.

    La inmensidad de aquel cielo, que el atardecer ya pintaba en tonos ocres, era el marco ideal para sumergirse en aquel inmenso mar verde de maizales. La larguísima recta de la carretera desaparecía a lo lejos y se hundía en el oleaje de aquellas aguas verdes mecidas por la brisa suave de la tarde.

    Era un espectáculo magnífico, y por un momento Elsa olvidó sus preocupaciones y dejó que su mente se impregnara de aquella belleza. 

    La siguiente curva le descubrió una recta que se adentraba en lo que parecía un pequeño bosque, pero resultaron ser hileras de frondosos árboles que crecían a lo largo de la carretera, como una escolta silenciosa de soldados en formación dándole la bienvenida.

    Una delgada valla de madera blanca apareció como de la nada para flanquear la carretera a su derecha, avisando de la importancia y categoría de los terrenos que delimitaba.

    A través de un claro entre los árboles, divisó a lo lejos un elegante torreón cuadrado, coronado con tejado puntiagudo oscuro y más allá, un estilizado torreón redondo, que más bien parecía una aguja.

    Se preguntó si aquel era su castillo u otra de las muchas residencias señoriales que abundaban en la zona, pero la visión desapareció entre los árboles tan rápido como había aparecido.

    A medida que seguía avanzando por la carretera, tras la valla los prados de hierba alta iban convirtiéndose en una alfombra de césped bien cuidado, que moría a los pies de frondosos árboles centenarios.

    Tras una amplia curva a la derecha, notó como la carretera se ensanchaba súbitamente, los árboles desaparecían y la valla se metamorfoseaba en unas grandes columnas blancas que soportaban una enorme verja de acceso con motivos romboidales, tras la que nacía un amplio camino de tierra.

    Con un suave golpe de volante Elsa abandonó la carretera y se detuvo ante la enorme verja, dejando que su mirada volara más allá de los barrotes de madera. 

    Y entonces lo vio, tras aquella majestuosa entrada, al final del camino, enmarcado en un cielo rojizo al sol del atardecer, con las afiladas agujas de sus torres intentando pinchar las nubes de fuego que se arremolinaban a su alrededor.

    Château Lacroix.

    CAPÍTULO 4

    Château Lacroix. Branchenat. Francia.

    La visión superaba en belleza a todo lo que había imaginado durante el viaje.

    Su mente había preparado un cóctel de imágenes tomando elementos prestados de los castillos medievales españoles y escoceses, con sus muros de piedra almenados, mezclados con las estilizadas siluetas y puntiagudas torres de los castillos austríacos, y aderezados con detalles de decoración de los castillos alemanes de ensueño, aquellos que desde pequeña siempre había asociado con princesas y caballeros andantes.

    La imagen resultante era un híbrido de tópicos, que saltó hecho pedazos en cuanto sus ojos recorrieron las sobrias y equilibradas líneas de Lacroix.

    Aprovechando que su hija dormía, Elsa bajó del coche y caminó despacio hasta la verja, apoyando las manos en un travesaño hasta que su barbilla tocó la madera.

    No podía creer lo que estaba viendo.

    El imponente castillo era la personificación de la elegancia y el estilo, con sus paredes de color beige claro, sus inmaculadas ventanas blancas y el tejado oscuro con sus empinadísimos batientes coronados por agujas y chimeneas por todas partes.

    El edificio de tres plantas, centrado al final de una amplia avenida, parecía sacado de un cuento de hadas.

    Si en aquel momento una carroza dorada tirada por tres hileras de caballos blancos hubiera aparecido frente a su puerta, Elsa no se habría sorprendido lo más mínimo.

    No había visto jamás nada tan hermoso, al menos en cuanto a edificios se trataba. Tardó varios minutos en asimilar todo aquel entorno, y poder dar el salto desde el mundo onírico de vuelta al mundo real.

    ¿Y ahora qué? No sabía hacia dónde tenía que dirigirse ni qué hacer.

    La verja estaba cerrada, y aunque llegara a abrirla, le parecía muy presuntuoso y totalmente fuera de lugar hacer una entrada triunfal recorriendo aquella avenida arbolada hasta el castillo, montada en una chatarra sobre ruedas como la que conducía.

    Junto a la columna blanca que soportaba la verja, vio una pequeña puerta de acceso. Intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave y no encontró ningún timbre.

    La avenida que llevaba hasta el castillo viraba hacia la izquierda y se perdía en un espeso grupo de árboles, entre los que le pareció divisar la sombra de algunos edificios anexos, probablemente cuadras o edificios de servicio.

    Tenía que haber alguna otra entrada menos formal, así que decidió explorar los alrededores. No quería dejar a su pequeña en el coche, con lo que la despertó con una caricia, e introdujo sus piececitos en una mochila que se colgó de los hombros, dejándola descansar contra su pecho.

    Cerró el coche y echó a andar por el arcén de la carretera, siguiendo la valla de madera hasta llegar a un larguísimo muro de obra que marcaba el punto en que se alzaban los edificios anexos.

    Una valla metálica daba acceso a un camino entre los árboles, por el que no estaba segura que pudiera pasar ningún vehículo pero que sí permitía el paso de personas.

    Siguió caminando junto al muro, tan alto que no permitía ver nada del interior del recinto, hasta llegar a una gran puerta de madera, tan sucia y oscura que podría haber estado allí desde el tiempo de la última Cruzada.

    Elsa golpeó la puerta con sus puños, al no ver ni mirilla ni timbre alguno, y tras varios intentos infructuosos, se apartó para mirar a lo lejos. El muro se perdía en la distancia y no veía ninguna puerta más, con lo que decidió retroceder y probar el camino que había visto anteriormente.

    La hierba que invadía el camino le llegaba a las rodillas y cuando se adentró en el grupo de árboles, resultó menos denso de lo esperado.

    Pronto salió a un claro que daba a un enorme patio, flanqueado por tres construcciones alargadas.

    Supuso que debía tratarse de graneros, cuadras o viviendas rurales, probablemente para los agricultores que cuidaban de aquellas tierras. La hiedra invadía la mayor parte de las paredes visibles, ahogando las pequeñas ventanas de sus fachadas y las de las buhardillas, que se abrían entre las tejas rojizas de los tejados, como si intentaran llegar a lo más alto para poder respirar.

    Elsa hubiera jurado que había retrocedido en el tiempo y se encontraba en un pueblo de la Edad Media, si no fuera porque el morro de un vehículo que parecía aún más viejo y destartalado que el suyo asomaba por la puerta entreabierta de un cobertizo.

    En una esquina entre dos edificios el cuerpo de fibra de vidrio de una vieja lancha cubierta de polvo amarilleaba al sol, añorando los tiempos en que habría surcado las aguas de algún lago cercano, pues desde aquel lugar casi en el centro geométrico de Francia, soñar con el mar quedaba fuera de su alcance. 

    El sol se estaba poniendo y las sombras avanzaban con rapidez, dando un aspecto cada vez más tétrico al conjunto, lo cual se acentuó al escucharse el ladrido amenazante de un perro aproximándose por su espalda.

    Elsa se volvió y se puso en guardia, aterrada al verse ante un doberman tan negro que se mimetizaba con los árboles oscuros que tenía al fondo, aunque a Elsa no le costó nada distinguirlo.

    Como si hubiera una extraña conexión psíquica entre animales y bebés, la pequeña se despertó y alargó los brazos hacia el perro, en un gesto que no parecía de terror sino más bien de divertida complicidad.

    Elsa volvió la cabeza hacia ambos lados buscando algún lugar donde esconderse, y corrió hacia la lancha que dormitaba al final del patio, rodeándola hasta encontrar una pequeña escalinata metálica en su parte trasera.

    No sin esfuerzo consiguió subir a bordo, mientras la pequeña dejaba escapar gorgoritos de alegría, disfrutando al máximo de aquella aventura.

    Una vez dentro se refugió bajo la polvorienta lona verde que cubría la barca, mientras el perro daba saltos a su alrededor, levantándose y apoyando sus patas delanteras contra la quilla de la lancha, que se sustentaba sobre unas cuñas de madera en el suelo.

    Su instinto maternal le hizo abrazar a su hija para protegerla, mientras se cubría la cabeza bajo la lona, como si aquella delgada pieza de tela pudiera tener propiedades mágicas contra los colmillos de un doberman furioso.

    Podía escuchar sus ladridos y el arañazo de sus garras contra la barca, sonando a pocos centímetros de su rostro, que es donde probablemente estaba el perro, aunque Elsa permanecía bajo la lona con los ojos cerrados, recurso universal de probada eficacia ante la mayor parte de peligros o amenazas.

    La risa de la pequeña se había vuelto llanto, asustada por los golpes que recibía la barca y la sucia oscuridad bajo la lona, pero Elsa se mantuvo firme en su inmovilidad.

    Cuando más furioso parecía el perro, los ladridos cesaron casi por completo, al escucharse el estallido de unos golpes secos acompañados de una voz rasposa y profunda que gritaba en una lengua ininteligible para Elsa.

    Por alguna extraña razón, aquellos gritos le resultaban más escalofriantes que el ataque de un enorme doberman salvaje, con lo que Elsa permaneció inmóvil bajo la lona, como si al hacerlo quienquiera que estuviera ahí, fuera a pasar de largo.

    Los aullidos del animal se convirtieron en resoplidos y jadeos de alta frecuencia, y Elsa sintió como alguien le arrancaba de las manos la lona que llevaba sujetando desde que comenzó el ataque.

    Elsa levantó la vista y se encontró cara a cara con una visión que por un instante le devolvió a los libros escolares de su infancia, fascinada ante la recreación artística del rostro del hombre de Cromañón, con sus cejas bien pobladas, ancha nariz y cara de pocos amigos.

    Pero aquello no era un diorama del museo de historia natural sino la vida real, y Elsa se abrazó con fuerza a su hija, volviendo el cuerpo hacia un lado para protegerla.

    CAPÍTULO 5

    ¿Q ué quiere? ¿Quién es usted? gritó Elsa, intentando no amedrentarse ante aquel rostro fiero que la contemplaba en silencio.

    El hombre sostenía la lona en alto, en una clara invitación a que Elsa abandonara su escondite.

    Más tranquila al comprobar que el perro parecía obedecer al hombre, se levantó, acariciando los mofletes de su hija para tranquilizarla, mientras oteaba el horizonte como un capitán en el puente de su buque.

    Cuando estuvo segura de que el perro no se movía, desembarcó temblorosa de la lancha, con una elegancia digna de mejores puertos.

    Se quedó frente al hombre, no deseando acercarse al doberman, que resoplaba a pocos pasos de sus piernas.

    "¿Quién es

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