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El paraíso no puede esperar (Spica)
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El paraíso no puede esperar (Spica)
Libro electrónico255 páginas3 horas

El paraíso no puede esperar (Spica)

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Sentía el leve murmullo de las olas al morir sobre la playa. Por un momento pensó que no podía moverse, como si su cuerpo se hubiera quedado petrificado y sólo su mente estuviera funcionando. Sin embargo, su corazón desbordaba alegría. Se estremecía de felicidad pensando en lo que le esperaba. Hacía tanto tiempo que lo ansiaba que sus pulmones le reclamaron una respiración profunda, para que paladeara el momento.

Eso no era más que uno de habituales sueños de María, una mujer de nuestro tiempo, con una vida insatisfactoria tanto en lo familiar como en lo laboral. ¿Qué puedes hacer cuando cada día es igual al anterior, cuando no esperas que nada te sorprenda ni te satisfaga? ¿Qué puede motivarte a cambiar el rumbo de una vida rutinaria y anodina?
A Raúl tampoco le ruedan mejor las cosas. Con una mujer manirrota y un trabajo en el que es pisoteado por sus jefes sobrevive haciendo de tripas corazón. Anhela que algo cambie, desea encontrar una razón para que su vida tenga un sentido; pero, mientras tanto se conforma y se integra en la marea social de seres repetidos, clónicos y aburridos.

Este es el relato de los sucesos que pueden acontecer cuando empiezas a creer en la magia de la vida y te dejas llevar por los mensajes del Universo, aunque tu existencia parezca no tener solución. Constantemente estamos recibiendo mensajes, ideas, avisos que podemos captar o no...

Aunque María y Raúl no se conocen en persona, algo los sacará de su rutina, les obligará a viajar, a descubrir un paraíso en la Tierra que no es sino una metáfora de lo que todos los seres humanos pueden pedirle a la vida. Se deberán replantearse sus mediocres circunstancias para alcanzar el paraíso y dejar atrás una vida que les anula como seres humanos.
Pero ¿Serán capaces? ¿Aceptarán los retos y se lanzarán al vacío? ¿Podrán romper las cadenas rutinarias que atenazan a la mayoría de los seres humanos?

En esta entretenida novela no faltan lances de aventuras en tierras lejanas ni divertidos enredos con numerosos y pintorescos personajes. Entre capítulo y capítulo seremos testigos de sorpresas y giros constantes, dentro de una aparente normalidad, y que, nos conducirán a un final también sorprendente.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 abr 2018
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    El paraíso no puede esperar (Spica) - Fernando Beamud

    EL PARAÍSO NO PUEDE ESPERAR

    Sentía el leve murmullo de las olas al morir sobre la playa. Por un momento pensó que no podía moverse, como si su cuerpo se hubiera quedado petrificado y sólo su mente estuviera funcionando. Sin embargo, su corazón desbordaba alegría. Se estremecía de felicidad pensando en lo que le esperaba. Hacía tanto tiempo que lo ansiaba que sus pulmones le reclamaron una respiración profunda, para que paladeara el momento.

    Abrió los ojos y allí, como una silueta recortada sobre el mejor paisaje del mundo, estaba ella. Le miraba con pasión y dulzura. Apenas la conocía y, sin embargo, parecía que llevaba toda la vida con ella. Se habían conocido sólo hacia unos días, en este paraíso llamado Costa Rica.

    Le devolvió la mirada con ternura y se dispuso a abrazarla y a besarla….

    De repente, se alzó un potente sonido sobre todo su horizonte y la imagen de su amada se diluyó, como el azúcar en una taza de café humeante.

    El despertador, impenitente y escandaloso, cumplió su función y le despertó de aquel maravilloso sueño que se repetía noche tras noche.

    ¿Qué debía significar? – se preguntó – Y acto seguido se levantó camino de la rutina.

    María

    La habitación de matrimonio era un verdadero desastre. Parecía que un terremoto la hubiera asolado. Tras un interminable fin de semana su marido, Remigio, había acumulado tanta ropa sobre las mesitas adyacentes al lecho, el tocador, en el pretil de la bañera o en la banqueta que más parecía una tienda de saldos textiles que un domicilio particular. Allí donde uno depositara su mirada, no hacía sino inventariar pantalones, camisas, jerseys, chaquetas o ropa deportiva. Hasta la bicicleta estática, que habían instalado en la habitación, para realizar algo de ejercicio, sinceramente de poca utilidad, semejaba un perchero de un restaurante. Para colmo de males, la ropa no estaba ordenada, por supuesto. María no sólo no entendía cómo se podía uno quitar la ropa volviéndola del revés. A ella que, en ocasiones, lo había intentado, le resultaba imposible. Era incapaz de no dejar la ropa en su forma original y, claro está, doblada, según se hubiera de ubicar en sus respectivos lugares, fueran armarios, perchas o cajones. Como cada lunes, Remigio completaba la hazaña del desorden dejando una bañera digna y acorde de un campo de batalla. Bloques espuma de afeitar amarilleaban en el borde de la bañera, compitiendo con mazacotes de gel de baño fosilizado. Cabellos y pelos capaces de rellenar un buen cojín laceraban el blanco de porcelana. Un reguero de ropa interior, pijama incluido, partía de la puerta de separación del baño con la habitación y acababa justo al borde del receptáculo marfileño. La tapa del inodoro, abierta, dejaba impune la mirada sobre los signos de elementos en descomposición. En la cubierta de mármol del lavabo yacían sendos botes de masaje para después del afeitado. Uno vacío, el otro tumbado y todavía derramando parte de su contenido sobre la inmaculada superficie. A cada paso y tras cada mirada, María ejecutaba rápidos movimientos de recogida y ordenamiento.

    Mientras su mente deambulaba por pasadas conversaciones. ¿Es tan difícil guardar la ropa en el armario o arrojarla al cesto de la ropa sucia, tras su uso? ¿Es imposible recoger los productos de higiene diaria? Pensó en eso; mientras retiraba con paño unas manchas secas de pasta dentífrica que habían solidificado en el espejo del baño. Dos toallas, heridas de muerte, en el suelo, habían evitado una inundación, por otra parte habitual. También las colocó en el cesto de la ropa sucia. Lo peor es que el cuadro diario de su dormitorio se repetía en los cuartos de los niños. Bueno, lo de niños era un decir. Marta, la pequeña, tenía dieciocho y Roberto, veinte. Había sido madre a los diecinueve y conservando una magnífica figura y físico como el que mantenía, a ella misma, le resultaba increíble tener unos hijos tan mayores. Tan mayores y tan desordenados. Apenas hacían ya vida familiar, pues ambos se hallaban estudiando sus respectivas carreras y sólo aparecían por casa a la hora de las cenas y para dormir. Sin embargo, la facilidad con que acumulaban trastos, chismes y ropa usada por en medio, recordaba su afiliación al hogar paterno y, por ende, afirmaban su herencia genética. Al desorden textil había que agregar multitud de cintas de vídeo, de audio y discos compactos. Todos sin funda, divorciados de su cobertura natural y, en ocasiones, compartiendo una carcasa indebida, fruto de escarceos constantes. Cuando encontraba una carátula original y correcta, se llevaba una alegría insospechada. Al principio, se llegó a dedicar a buscar y arreglar cada pareja, colocándola, posteriormente, en su archivador o zona de estante. Con el paso del tiempo, desechó tal función; ya que llegó a convencerse de que sus hijos disfrutaban desarreglando lo ordenado y que, a buen seguro, podría ser causa de desdicha freudiana el exceso de celo materno.

    Aunque sólo tenía una hora de margen, tras la salida de marido e hijos, se las arreglaba para recomponer los pedazos del rompecabezas en que se convertía su casa cada día. Había llegado a pensar que era una enfermedad genética. Ya veía a grandes letras, en titulares: Descubierta la causa del desorden en algunas personas. Desordenitis aguda, la nueva enfermedad que aqueja al 70% de la población. Varios laboratorios intentan aislar el gen causante de esta común enfermedad. Otras veces, cuando su adrenalina pasaba del nivel adecuado pensaba que lo hacían a propósito. Era imposible acumular tanto desmadre sin un objetivo firme y definido, proclamado como norma de vida y destinado a amargar a las víctimas que lo sufren. Evidentemente, la que tienen que recoger, las víctimas pasivas. A fuer de ser sinceros, a ella no le importaba ejercitar una función ordenadora. Colocar y recoger iban con María. Sin embargo, ese exceso enfermizo reventaba cualquier afición, sistema o función de vida.

    Por mucho que hubiera servido de ejemplo a sus hijos o hubiera intentado aleccionar a su cónyuge, había sido inútil. De hecho, cuánto más les observaba y notificaba el desbarajuste, más se empecinaban en demostrar cuán verdadero era su propio sistema. Aún, cuando eran más pequeños, había impuesto una cierta fuerza coercitiva materna; pero, a estas alturas, era literalmente imposible. Ni tan siquiera se enfadaban al recibir la reprimenda. Simplemente, hacían caso omiso y la ropa y el desconcierto campaban a sus anchas, días y días. Que los castigara sin recoger sus respectivas habitaciones no servía para nada. El montón de objetos apátridas aumentaba geométricamente. Últimamente, acababa de reconocer que había perdido la guerra y no esperaba poder ganar ni una mísera batalla.

    Ella también trabajaba y eso agigantaba la sensación de injusticia, pues, todos mantenían actividades externas al hogar; pero sólo ella asumía las internas. Disponía de una ayuda, una chica de servicio, cuyas funciones eran reducidas, dado el tiempo que estaba en la casa y la falta de ánimo con que las ejercía. Al menos, se libraba de algunas lavadoras y de la labor de plancha. La limpieza de la casa, tan sólo a medias, al igual que la cocina, que compartía con la muchacha y con ocasionales y desastrosas experiencias culinarias de su marido, Remigio, Remi para todos, y de su hija; aunque, lo cierto es que se prodigaban más bien poco por aquellos lares.

    Lo cierto es que su ego se resentía, si bien en las últimas semanas había recibido un inesperado espaldarazo. Apenas se lo podía creer; pero, como cosa extraña en su manera de actuar se había encaminado a una librería en busca de algún texto de interés, de algo diferente a los best sellers clásicos. A ella le gustaban; pero, en esa ocasión no buscaba nada de aquello. Recordaba algunos libros de literatura positiva, leídos en su juventud, apenas comprendidos en su momento; más cierta huella y pensamiento profundo le dejaron como un poso. Algunas veces había recurrido a ellos. Sin embargo, quería y no quería algo así. Sin una idea clara, se detuvo en una nueva librería de la calle Mayor. Paseaba lentamente entre los miles de títulos cuando un lomo llamó poderosamente su atención. Atraída como por un imán lo tomó en sus manos y leyó: Parásitos Psicológicos, por Roger de Beaumont. Su primera sensación fue devolverlo a la estantería. No era lo que estaba buscando. Sin embargo, sus manos no le obedecieron y su cerebro razonó despacio. Tal vez, he sido encaminada a hacia él, ¿por qué no hojearlo y ver de qué va? – se dijo. No

    Se entretuvo no supo cuánto tiempo hojeando y leyendo algunos párrafos y al final lo compró. Lo reservó de las miradas familiares ocultándolo entre sus jerseys, en un cajón del armario y fue leyéndolo a solas. Fue una extraña experiencia, mezcla de lo que estaba viviendo y de lo que desearía vivir. El libro trataba sobre las personas que nos afectan, por su cercanía o relación, de una manera negativa, sustrayendo parte de nuestra energía por medios tan simples como la manipulación, la exigente presión familiar o el víctimismo. Estaba claro que su caso se hallaba perfectamente reflejado en la primera parte del libro. Ella era quién asumía el papel principal en la unidad familiar y todo el mundo abusaba en cierta medida. Ya no su marido y sus hijos, también sus padres, sus suegros y hasta sus cuñados. Ahora estaba viendo, claramente definido, el motivo de su insatisfacción e infelicidad. Tras numerosa casuística y desvelo de la teoría, en la primera parte, el texto reunía una serie de capítulos en los que se presentaban recetas, muy interesantes, para dejar de ser una víctima y evitar el constante desgaste que supone asumir el papel de sostén de un grupo, sin que se le reconozca como a un líder.

    En uno de sus capítulos, emitía un mensaje contundente: No siga leyendo más libros de este tipo, a menos que empiece a seguir sus máximas. Analice, cada día, al final de la jornada, cuántas veces ha sido capaz de quitarse el yugo y la presión. Si no toma una actitud positiva y se enfrenta con su incapacidad, seguirá siendo infeliz. ¡Hágalo ya! ¡No espere ni un minuto más!

    María estaba decidida. Debía poner manos a la obra y aprovechar cualquier ocasión para sentirse mejor. Ya no era una cuestión de seguir leyendo. El mensaje era transparente y comprensible. No había que esperar más tiempo.

    Raúl

    Por poco le da un ataque el corazón. Acababa de recibir una llamada de su entidad bancaria, indicándole que su cuenta arrojaba unos números rojos de varias cifras. Se necesitaba una urgente reposición de fondos. Durante unos minutos, estuvo dudando. Como había solicitado una copia del extracto de cuenta por fax, pudo comprobar las causas de tan temible efecto. No sabía si estrangular a su mujer, primero y, luego, resolver el problema o dar una solución y, posteriormente, estrangularla. Descolgó y colgó el auricular del teléfono no menos de diez veces. Esto sirvió de sedante temporal. Así, se decidió por tapar el agujero económico, como primera medida. Habló con el director financiero y le solicitó un adelanto sobre la paga de beneficios. Un fuerte adelanto y cuánto antes, le recalcó. Una vez tranquilizado su débito, se encerró en el despacho y volvió a consultar la relación de salidas de cuenta. Cargos de tarjetas a mogollón. Siguiendo su efímero y momentáneo laborare detectivesco, logró obtener diversos listados de gastos de las diferentes entidades de moneda plástica, virtual y electrónica; pero demoledora. Repasando uno a uno, confirmó lo que había estado temiendo. La mano de su Magdalena estaba detrás de la debacle. Como no era la primera vez, meditó sobre las últimas actuaciones. Ella había prometido no volver a caer en la tentación. ¿Cuántas veces? Ésta no era sino una de las múltiples ocasiones, en qué Raúl había tenido que actuar como controlador y salvador del hundimiento de las cuentas familiares. Era sólo cuestión de dinero – se decía – O, ¿tal vez no?. Al igual que un cleptómano no podía evitar alargar la mano para apropiarse de lo ajeno, Magdalena sentía una ineludible e invencible afición a adquirir y comprar, gastar, en suma.

    Afortunadamente, las finanzas familiares daban para mucho; pero, ¿para tanto? Constantemente, se veía forzado a vivir entre anticipos y sobresaltos. Daba igual que un mes, tal desmán, acabara en bronca conyugal. Al mes siguiente, la misma cantinela. A Raúl le molestaba sobremanera cargar las tintas en tales menesteres, tanto por tener que preocuparse como por tener que comentárselo a la propia Magdalena. Cada mes, surgían nuevas necesidades, reales o ficticias; pero, era imposible corregir la oleada de gastos. Por si fuera poco, Magdalena había comenzado un contraataque basado en que estos problemas se debían más a la tacañería del propio Raúl que a una verdadera falta de recursos. Ante esta diatriba defensiva, se veía impotente y su actitud empezaba a poderse tachar de escéptica.

    En el último año, su impotencia se había incrementado; ya que, sus hijos, Ricardo y Montserrat, se habían aliado con su mujer y la tímida defensiva, se había tornado en una ofensiva lacerante y feroz. Algunas semanas atrás e había propuesto enmudecer y envainarse cualquier comentario al respecto; pero, por mucho que hiciera números, cambiara fondos de una cuenta a otra o tapara agujeros con anticipos, la escalada de derroche se había lanzado montaña abajo, cual bola de nieve, engordando sin posibilidad de freno ni control. Así al volver a querer contener la avalancha, las críticas arreciaban, de tal forma, que hasta sus suegros o los amigos de sus hijos parecían confraternizar con su familia inmediata, de manera tácita o expresa; pero fehaciente y así azuzado, aún se sentía más impotente. Al sentirse más impotente, su ansiedad crecía, su auto-estima se debilitaba y ya, hasta parecía haberse convertido en un incompetente, cuyos gemidos de protesta se transformaban en llanto lastimero de inútil financiero.

    Magdalena le decía que ya no deseaba ir a comprar con él, como antaño, pues la cara que se le ponía ante cualquier dispendio era la de un ogro a punto de emprenderla con sus allegados. Esto no hacía sino empeorar las consecuencias. Libre ella, era como el enviado de un jeque árabe con plenos poderes para vestir un harén, su palacio y a cuántos se aventuraran a pasar por allí. Y así la situación se tornaba inaguantable. Por algún lado se iba a quebrar y Raúl no sabía ni cómo ni en qué momento; pero, el parte anunciaba tormenta.

    En su trabajo, estaba perdiendo los papeles. Ensimismado y cabizbajo rumiaba en su interior, sin dar con una solución paciente, pacífica e ingeniosa. Además, era consciente de que el problema era su problema. Nadie parecía captar la esencia de lo que acontecería en breve. Para más dolor, lo que había empezado con las finanzas y se había centrado en el estado económico familiar iba desarrollándose como un cáncer que empieza en una célula y acaba por minar todo el cuerpo. Tras las peleas de finanzas, un tropel de quejas y comentarios radicales se estaban extendiendo a cualquier actividad conjunta o individual en el seno familiar. Ya no bastaba que su mujer le agraviara con pullas e ironías, también sus hijos se atrevían nada más ver algún requiebro de Raúl a la hora de abonar alguna factura o en el momento de adquirir algún absurdo. Independientemente cuidaran o vigilaran sus cosas, no importaba. Si se perdían ¡qué más da! Se compra nuevo. Qué nos apuntamos a tal actividad. Pues adelante, la sigamos o la dejemos. El derroche se extendía como un incendio por una trocha seca, amenazando con prender todo el páramo.

    Aquella tarde llegó a su domicilio con un propósito firme. Convocaría una reunión familiar urgente y explicaría la situación. Pensaba poderles hacer comprender lo delicado de las circunstancias coyunturales y convertirlos en sus cómplices. De verdad ¿sería capaz?.

    No tomó el ascensor para darse un poco más de margen. Subió lenta y parsimoniosamente los peldaños de las tres plantas, como si fuera inventariándolos. Al fin, legó al rellano de su planta, introdujo la llave y abrió la puerta, inspirando y espirando, fuertemente, con la intención de tomar fuerzas. ¡Familia, reunión! – gritó, a la par que cerraba, para que le oyeran. El silencio fue la única respuesta. Llegó a la cocina y en el frigorífico observó una nota adherida por un imán. "Nos hemos ido de compras. Vendremos tarde" – decía la nota. No supo si gritar, llorar o pegarle una patada al frigorífico. Se contuvo y, al momento, escuchó unos golpecillos en la puerta principal. Retornó sobre sus pasos y, tras abrir y no encontrar a nadie, descubrió una nota en el suelo, doblada impecablemente. La cuartilla doblada y de un blanco inmaculado, mostraba un texto de impresora que decía lo siguiente:

    "Te conozco, desde hace tiempo, y te amo en silencio. Tal vez esto te sorprenda; pero me gustaría poder tener una oportunidad de conocerte un poco más profundamente y de que charláramos. En los próximos días, te dejaré otra nota para organizar una cita. No lo deseches si antes hablarlo. Permíteme una oportunidad. Te quiero R.R...

    Raúl se había quedado boquiabierto y no reaccionó hasta que vio su rostro reflejado en el espejo de la entrada. ¿Quién era R.R.? – Me quiere – se dijo – y desea mantener una reunión conmigo. Su ego, recientemente maltrecho y fundido tras la lectura de la nota familiar, se reforzó y se sintió halagado. No todo iba a ser negativo. Alguien está interesado en mí – repetía mentalmente – y quiere conocerme.

    María

    Un día más y vuelta del trabajo. No había sido una buena jornada. Su jefe la había vapuleado por un error absurdo. Algo de novata, sin duda; pero suficiente para meter más leña al fuego. Su vilipendiada moral no estaba para maltratos y menos donde se suponía completamente segura. Estuvo dándole vueltas al asunto, mientras conducía su utilitario por una atestada carretera, donde se turnaban los vehículos más lentos para colocarse delante del suyo. Cambiaba de carril, de forma intermitente; más no valía para nada. Hoy tenía prisa, pues había invitado algunas amigas, ex compañeras de la universidad. No era muy habitual; ya que, María había dejado de relacionarse con ellas, tras su matrimonio. No le importó mucho los primeros años de casada; pero pasando el tiempo, empezó a sentir cierta añoranza de tener, de nuevo, alguna amiga. Con una de sus primeras y típicas crisis matrimoniales coincidió con una de sus compañeras de curso en unos grandes almacenes. Comieron juntas y recordaron buenos momentos y aventuras. María pudo hablar, dialogar, algo que en la relación conyugal parecía haber menguado hasta casi desaparecer o reducirse al ¿qué comemos hoy? O ¿A dónde vamos mañana?. Apenas existía riqueza verbal ni vestigios de cariño o ternura en las conversaciones nocturnas, las únicas en que mantenían una cierta intimidad; aunque, a fuer de ser sinceros, de poco servía. Existían claros signos de aburrimiento y de falta de interés mutuo. A María le había enamorado, precisamente, esa cierta picardía de Remi. Dentro de una mentalidad ordenada y compuesta, se recibía con agrado esa pizca de pimienta. Sin embargo, con el tiempo, se había ido amortiguando, diluido por una rutina aplastante y llegando a convertirse en una molesta dejadez. Precisamente eso era lo que le preocupaba. Esa mañana les había leído la cartilla, sabiendo cómo eran todos, y temía que hubieran hecho caso omiso,

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