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La strix Julia
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Libro electrónico216 páginas3 horas

La strix Julia

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Fosco Scionni es un tipo racional y constructivo, concentrado en su trabajo, siempre dispuesto a fijarse nuevos y estimulantes objetivos. Una mañana como otras, su esposa Daria le comunica que pronto tendrán un hijo. Un poco más tarde, en el autobús que lo conduce a su trabajo, Fosco encuentra a Julia, una strix, una hechicera. Comienza para él una larga odisea dividida entre las incursiones en las dos vidas de Julia y una existencia cotidiana enmarañada de dudas, tensiones, expectativas, sentido de culpa y una frenética investigación en la web.
IdiomaEspañol
EditorialbookEco Media
Fecha de lanzamiento2 jun 2018
ISBN9788899561246
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    La strix Julia - Cristina Lattaro

    La Strix Julia

    Título: La Strix Julia

    Autora: Cristina Lattaro

    Traductora: Jimena Reides

    Esta novela es una obra de fantasía: los nombres, personajes, lugares y eventos son producto de la imaginación de la autora y se usan de modo ficticio. Cualquier referencia a los hechos, lugares o personas es completamente casual.

    Se reservan todos los derechos de traducción, reproducción y adaptación, total o parcial, por cualquier medio, incluso fotocopias y microfilm.

    © 2018 bookEco

    www.bookeco.it  info@bookeco.it

    ISBN  978-88-99561-24-6

    PROPIEDAD LITERARIA RESERVADA

    Copyright 2018 bookEco

    Impreso en nombre de bookEco el mes de mayo de 2018

    Cristina Lattaro

    La Strix Julia

    A cualquier persona que durante su vida
    haya amado a una bruja
    durante al menos un minuto,
    de mentira o de verdad.

    Rieti, 12 de enero de 2012

    "Ragazzo, se versi un vino vecchio
    riempine i calici del più amaro,
    come vuole Postumia, la nostra regina
    ubriaca più di un acino ubriaco.
    E l’acqua se ne vada dove le pare
    a rovinare il vino, lontano,
    fra gli astemi: questo è vino puro"

    Gaio Valerio Catullo

    en ʺPoesías"

    Ahora I

    1° mes

    El óvulo se fecunda y se implanta en el útero. Se forma el saco vitelino, dentro del cual se desarrollará el embrión. El embrión comienza a crecer y sus componentes, los somitas, se especializan hasta transformarse en huesos y músculos. Las sustancias nutritivas se asimilan gracias a la circulación en el útero y la placenta mediante el contacto con las paredes del útero, a través del intercambio con la sangre materna.

    Fosco había elegido con cuidado la casa que compraría, aquella que compartiría con su esposa Daria hasta el final de los tiempos. Había tenido que lidiar con el banco, con lo que ofrecía el mercado, con sus exigencias y la de su compañera, pero no había tenido prisa. Apenas la había comprado, la había visitado continuamente, incluso cuando la idea de mudarse estaba lejos de poder realizarse. Estaba ansioso por plantar los bulbos, condición necesaria para afrontar el futuro de un modo seguro y de alcanzar objetivos siempre más ambiciosos.

    Había reflexionado mucho sobre su vida, y con orgullo se decía que el resultado no había cambiado para nada en tantos años: fluía al máximo. Además, estaba siempre ocupado, seguro de que la energía empleada cuando había en juego alcanzar una mejoría estaba bien gastada.

    El dicho quien siembra, cosecha no admitía excepciones.

    Desde siempre, el hogar ideal de Fosco había tenido un porche de estilo inglés. Estilo victoriano, metal y vidrio, frivolidad y elegancia. Una dimensión con máxima tranquilidad y de bienestar. Desde siempre, Fosco había sido consciente de que su aspiración permanecería como una desilusión. Habían ocurrido tantas cosas. Sin embargo, la residencia familiar a la que le había echado el ojo había ofrecido un valor superior que él no había calculado. Parecía que del pedacito de verde en la parte trasera, un rectángulo frondoso, se elevaba una exhalación especial. Había quedado absorto en la búsqueda de la armonía firme y escurridiza que le había llenado la mente, que lo había metido en un campo gravitacional olfativo del cual no hubiera querido escapar jamás. Mientras Daria se dedicaba a una segunda vuelta para el reconocimiento de la parte interna, él había clasificado la esencia. Sabía de hierbas. Sobre el hinojo selvático. Sobre arbustos y sobre lodo. Conocía el campo. Se había sentido en casa.

    Había decidido sistematizar el jardín él solo. Se había puesto un desafío con lo que a él le gustaba, donde la combinación de sus dotes le garantizaba el éxito. Lo había documentado, lo había planificado con cuidado y se había ocupado, estimulado por la atractiva perspectiva de poder vivir las etapas sin limitarse a verlas pasar detrás de una ventana. A finales de septiembre, después del traslado definitivo, había removido el enrejado original oxidado que rodeaba la propiedad y lo había reemplazado con una serie de elementos prefabricados revestidos de piedra. En el parque minúsculo, bajo el techo saliente de madera en el que había hecho colocar una parra, había puesto enseguida una parrilla a carbón.

    Se había dedicado a la operación en cuerpo y alma, imaginando una apariencia final siempre más agradable, experimentando un placer genuino. Saber que en el horizonte se preveía un resultado excelente, el enésimo de una larga serie, lo envolvía en un calor amable al que no habría podido renunciar.

    Una mañana, después de haber bebido la habitual taza de café, con su maletín en la mano, se había asomado a la parte trasera. Había comenzado lo antes posible a distribuir los camiones de tierra que al momento formaban dos montículos alrededor respecto al límite este de la propiedad. Daria lo había sorprendido por detrás. Luego, se le había acercado sonriendo.

    «¡Estoy embarazada!», había susurrado radiante.

    Él la había mirado estupefacto, dubitativo acerca del sentido de la frase que recién había escuchado. Después, su corazón había comenzado a latir intensamente. Simplemente, algo grande había sucedido, tan enorme que no se podía encuadrar completamente. Logró hacerlo solamente cuando el enjambre de abejas que daba vueltas en su cerebro se había calmado y la sensación de vértigo que se había aferrado a la boca del estómago se había atenuado. Mientras tanto, durante algunos segundos, no fue capaz de oír aquello que Daria había agregado. Había visto que movía en el aire un bastoncito de plástico con el extremo teñido de verde, apretado entre el dedo índice y el pulgar de la mano derecha. Había captado los reflejos de color ligeramente ámbar del trapeador rojo de su esposa, deslumbrado por la sonrisa llena y deliciosamente imperfecta que solo ella tenía.

    Volvió a entrar como un sonámbulo, se sentó en el sofá de la sala y centró su mirada en la biblioteca que tenía cuatro mil trescientos DVD que había coleccionado durante años. Se preguntó si aquella que había visto no era una de las tantas escenas de Hollywood que en este momento formaban parte de su imaginación. Cuando tenía algún momento de descanso en la oficina o entre un trabajo y otro durante el tiempo libre, le gustaba recordar línea tras línea los diálogos de sus partes favoritas. Se sumergía intensamente, y con frecuencia necesitaba algunos minutos para volver a la realidad.

    Daria no le había ayudado mucho, sin embargo. Le había recordado que el autobús, el 49, no lo esperaría simplemente porque se iba a convertir en padre. Así, había salido de la casa, incapaz de creer que era el mismo hombre que había regresado la noche anterior. Había recorrido como un autómata los doscientos metros que lo separaban de la parada. Había subido a bordo del medio de transporte consciente de haberlo logrado solo gracias a la memoria a medio plazo perfeccionada durante los dos meses en los que había vivido en el vecindario.

     Poco después se había enamorado.

    Se sentó en la parte trasera, como solía hacer, favorecido en la elección por la poca cantidad de pasajeros que frecuentaba la línea. Había colocado sobre sus piernas el maletín, y después de un par de paradas había levantado la cabeza sin motivo aparente. Del otro lado del pasillo en el medio había una mujer de pie. Llevaba una falda larga de cuero hasta la rodilla, pantimedias gruesas y oscuras, un par de botitas y una parca anudada en la cintura. Se sujetaba a la parte posterior de un asiento al lado de la puerta central. Llevaba puesto un delicado brazalete de oro adornado con perlas blancas. Estaba mirando hacia un punto más allá de sus hombros. Fosco sabía que era solamente una parte accesoria del cuadro que ella estaba observando pero, también, había interceptado la corriente magnética de sus pensamientos. La sensación de extrañeza que lo acompañaba cada mañana desde el momento en que salía de su casa hasta que entraba en la oficina se había disuelto como humo.

    Cuando el autobús se detuvo y ella se movió para bajarse, le pareció sentir el roce de la tela que ella vestía. Tan pronto como la pasajera dejó el último escalón, se levantó y puso el maletín entre la puerta de doble hoja. El mecanismo reaccionó y la puerta volvió a abrirse. De repente se encontraba en la acera, sin aliento, alterado por la idea de haberla perdido. Giró hacia la derecha y la izquierda, indiferente a la atención de los peatones que lo miraban por sus movimientos rítmicos. Hasta que la vio, a pocos metros de distancia. Su rostro se contrajo debido a la sorpresa inesperada. Solo había silencio y en ese silencio ella lo miraba quieta. Fosco se sintió inoportuno aunque hasta hacía un instante, mientras miraba a su alrededor angustiado, un instinto desconocido le había sugerido que debía saltarle encima si solo tenía la suerte de encontrarla. El impulso del que se había sentido capaz se vio limitado por la consciencia de ser simplemente él mismo.

    El mundo a su alrededor había comenzado a latir; ella hizo un gesto rápido con una mano, Fosco se movía como hipnotizado. El elástico que lo había sujetado lo empujaba hacia adelante con un ímpetu tan grande que le parecía que tenía una urgencia indefinida en los ojos oscuros en los que se había perdido. Apenas estuvo a su lado, le indicó un viejo bloque de apartamentos. Las perlas oscilaban ligeramente alrededor de su muñeca.

    «¡Allí dentro!», dijo. Fosco apreció la rara coloratura del contralto de su voz y continuó siguiéndola.

    Mientras caminaba detrás agitado, entorpecido por la maleta, se vio embestido, sin un motivo preciso, por la imagen de su esposa y sintió en la piel la caricia del primer sol de la mañana que lo había rozado cuando se había asomado al terreno detrás de la casa. Percibió el peso de la obligación que había tomado con ella, con la vida nueva que florecía en su vientre y con aquella que ambos habían prometido transcurrir juntos. Una marea de momentos dulces e intensos compartidos con Daria llenó su mente. Recobró las palabras, los suspiros y las intenciones que lo habían nutrido, se superpusieron en capas adyacentes, y después se fusionaron una con otra. El impacto de los recuerdos y de la emoción única que había vivido recientemente en la intimidad de su hogar lo dejó inseguro sobre sus pies y se tambaleó. Logró mantenerse en equilibrio pero, sin embargo, le pareció que la mujer del autobús podía intuir sus pensamientos y le molestó tanto que decidió dejarlos atrás definitivamente. La situación habría provocado que cualquiera formulara un juicio tergiversado sobre Fosco Scionni. Él, simplemente, había advertido la necesidad de tener un poco de tiempo para volver a ser él mismo e inmediatamente después le parecía que no hubiera sido justo que la desconocida lo dejara de lado. Media hora antes había sabido que su vida iba a cambiar. Ahora, por sorpresa, cambiaba aún más. No habría podido imaginar que iba a suceder. Pero fue así.

    La idea de poder perder de vista a la mujer de nuevo le ocasionó una aceleración interior. Cuando ella se escabulló a través de un viejo portón, la siguió.

    Inquisición I

    Fosco fue a tientas en la oscuridad pero no le temía a nada porque la presencia de ella, que advertía sin dudas, calmaba cualquier sensación de peligro. Avanzó con los brazos extendidos hacia adelante. El golpe que recibió en la punta de los dedos le cortó la respiración y le transmitió la certeza de haberla rozado.

    «¿Cómo te llamas?», preguntó.

    «Julia. Cierra los ojos y ábrelos recién cuando te lo pida.»

    Fosco cumplió, pero apretó con ambas manos también la empuñadura de su bolso. El contacto lo tranquilizó y se sintió plenamente consciente. Algo dentro de él le recordó que existían tareas y un horario que respetar. Algo más le hizo rechazar cualquier interferencia y lo indujo a acomodarse con el deseo ardiente de fundirse con el momento, aquel momento, como si no existiese ningún otro en la variada sinfonía de emociones que provenían de su alma.

    «¿Por qué está oscuro?», preguntó. La ansiedad que le hacía temblar la voz no se debía a la situación anómala, sino a la incertidumbre del control que tenía Julia. Casi deseaba que la oscuridad persistiera indefinidamente, de modo que no tuviera que justificar nada sobre sí mismo y sus actitudes. Solo le importaba tenerla cerca.

    «Porque es tu primera vez.»

    «¿Para qué?»

    «Caza de brujas.»

    «Las brujas no existen.»

    «Soy una de ellas.»

    Fosco se calló, sin poder tomar una decisión, avergonzado de una afirmación tan segura. Solo la tía Nené, la tía solterona que había comenzado a vivir con él, su hermano y su madre cuando había perdido a su padre, le había hablado de una bruja de carne y hueso.

    Recordaba la melancolía que le agarraba por la noche, junto con las expectativas frustradas de que ocurriera algo nuevo que rompiera el inmutable ritmo de sus días de niño. El panorama mejoraba cuando la tía se instalaba al lado de la mesita de noche en su habitación para leerle las historias mágicas incluidas en un volumen ilustrado.

    «¿Sabes por qué son tan especiales las fábulas de Christian Andersen?», le había preguntado. Él había sacudido la cabeza. No, no lo sabía. «Una bruja que vivía en su aldea, en Dinamarca, había hecho una predicción acerca de él. Había dicho que sería famoso y había tenido razón.»

    Una vez más, agradeció la oscuridad que escondía su tonta expresión. Unos minutos antes había recorrido un par de metros dentro de un pasillo de estilo antiguo, con un cielorraso alto, ocupado con rampas de mármol que conducían a los rellanos superiores. La razón sugería que si Julia hubiera accionado un interruptor, se habría encontrado más o menos allí donde la oscuridad lo había sorprendido. Pero si en el aire había un misterio capaz de hacer que fuera impredecible su futuro punto de llegada, no le molestaba. Con calma, había comprendido el sentido de todo; ahora solamente deseaba acercarse a Julia. Ella le había dicho que era una bruja y que lo había arrastrado a otro mundo. Si se dejaba llevar, era fácil creerle. La cercanía de Julia tornaba banal cada vacío lógico sobre cualquier cosa que ella dijera ser, cualquier lugar de donde afirmara que provenía, cualquier asunto que quisiera demostrar. Fosco era consciente de la intensidad con la que deseaba sincronizarse con Julia, aunque no podía definirla, como si existiera por ella una combinación química de razones tan profundas que no tenía explicación. Una reacción nacida del simple contacto visual que debía basarse en una afinidad intensa y ancestral. Él estaba listo para el acto de fe. Sin duda lo estaba, ahora mismo.

    «¡Tengo un marido exigente y racional!», le decía Daria a los amigos cuando hablaba de él. «Uno con los pies en la tierra, que busca hacer todo lo correcto, una y otra vez.»

    En efecto, cuando ya se había convertido en adulto, lo había logrado. Sin embargo, cuando era adolescente, se había comportado bastante bien. Había solo una mancha en su conciencia porque una vez había tenido la necesidad de salirse de las reglas. Un domingo, cuando solo tenía quince años, había sentido una necesidad vaga e indescifrable. Se había despertado y el sol aún no había salido, en pleno invierno. Se había subido a la moto y había escrito una nota en caso de que alguien se levantara y se diera cuenta de su ausencia. Había apuntado hacia Cicolana, la carretera provincial que unía Rieti con Avezzano. La había recorrido a alta velocidad a pesar de que no usaba ruedas térmicas, aunque el mismo medio no estuviera adaptado a una empresa similar. Había seguido una llamada, una voz que lo había conducido a viaductos helados, a tocar las oscuras laderas de la montaña. Durante el viaje, había percibido la vida subyacente que colmaba el espacio debajo de los árboles, en la hierba enrarecida, entre los estratos de las hojas enlodadas. Había escuchado el deseo por el alimento de decenas de seres que se movían entre la maleza. A medida que el cielo se teñía de un color violeta oscuro, su ánimo se había encendido y dentro de él había ocurrido una especie de explosión que había llamado a la superficie al mamífero que había vivido durante siglos en las cuevas que fluían velozmente a su lado. Se había convertido en el bípedo encorvado que se alimentaba de carne cazada, que había buscado el calor de un fuego obtenido con dedicación y la calidez de la piel de una compañera hirsuta que dormía envuelta en un saco de piel.

    De regreso a su casa se sintió un idiota. Aún era temprano; nadie se había despertado. Rompió la

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