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No te vayas: Siempre hay algo más allá de lo que vemos
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No te vayas: Siempre hay algo más allá de lo que vemos
Libro electrónico414 páginas6 horas

No te vayas: Siempre hay algo más allá de lo que vemos

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Información de este libro electrónico

¿Crees que existen las percepciones? ¿Podrías imaginar un mundo en el que todo está interconectado?

Anna se enfrenta a los sentimientos que la embargan tras la muerte de su madre. La muerte asusta cuando no se tiene la información que posee otra joven: Clara, una profesora de yoga que, tras separarse de una pareja arrogante, egocéntrica y que la ignora, se redescubre a sí misma.

Ambas se encontrarán en el camino y su amistad las llevará en busca del pasado, el amor y la verdad.

Clara vive una experiencia cercana a la muerte en un momento en el que todos los que la rodean han de dar un paso al frente y tomar decisiones. Los caminos elegidos, sus fortalezas y debilidades, sus miedos y el valor a la hora de enfrentar las situaciones de la vida las cambiarán a ellas y a todo su entorno. En ese proceso no están solas; otros muchos personajes van a crecer y nacer a su alrededor, tanto visibles como invisibles, de esta vida y de otras.

Presente, pasado y futuro se conjugan en esta obra cerrando y abriendo círculos de vida. Nosotros elegimos y decidimos, esa es nuestra responsabilidad. ¿Nos están observando las familias de luz? Hay más. Por eso, esta es la primera novela de una saga.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento28 mar 2019
ISBN9788417533571
No te vayas: Siempre hay algo más allá de lo que vemos
Autor

María José Calderón Rubio

Nací en la ciudad de Barcelona (España), en 1967. Tras licenciarme en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Autónoma de Barcelona, inicié mi carrera profesional como asesora contable, fiscal, financiera, patrimonial y de recursos humanos en empresas españolas. Tras un periodo de expatriación en Chile, estudié un máster en Administración y Gestión de Empresas por la Universidad Adolfo Ibáñez de Santiago de Chile y cofundé una sociedad en Senegal. No te vayas es mi primera experiencia como escritora, siendo este título el primero de una saga.

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    No te vayas - María José Calderón Rubio

    Agradecimientos

    A Yolanda, mi editing, por sus consejos, paciencia y profesionalidad.

    A mis hijos, amigos, guías y maestros, por darme los espacios para escribir.

    A los sueños y visiones, míos y de otros, porque inspiraron esta historia.

    A mi hermana Amparo, por estar siempre ahí.

    PRIMERA PARTE

    ESSENTIA

    Cuando los hombres son amigos, no han menester de justicia; pero, aunque los hombres sean justos, han menester de amistad.

    Aristóteles (384-322 a. C.). Filósofo griego

    Adiós, mamá

    Su madre acababa de morir hacía unos minutos. Su cadáver yacía encima de la cama de aquel hospital. Anna ya no la sentía allí, junto a ella.

    Se sentía perdida, vacía y triste. ¿Dónde estaba ahora su madre? ¿La estaría viendo?, se preguntaba mientras se abrazaba a sí misma hecha un ovillo. Era médico, había lidiado antes con la muerte y con los sentimientos que despertaba en los familiares. Siempre la trató como algo lejano, no podía implicarse. Pero ahora... qué distinto era. Se dio cuenta irremediablemente de que todo lo que su madre representaba ya solo era un recuerdo. En un segundo, Raquel había desaparecido.

    Mientras esperaba a que vinieran a llevarse el cuerpo de su madre, Anna se quedó allí, incapaz de moverse, aturdida, y pensó que nunca más oiría su voz. ¡Su voz! Cogió instintivamente su teléfono móvil y marcó el número. El contestador saltó y esa voz tan familiar volvió a decirle:

    —Hola, soy Raquel. En este momento no puedo atenderte, deja el mensaje después de oír la señal.

    Llamó y llamó, aferrándose al sonido de aquellas palabras hasta que su corazón no pudo más y empezó a llorar, al principio lenta y silenciosamente, para acabar con un profundo y desgarrador grito.

    El dolor que sentía y la sensación de vulnerabilidad que la invadía la dejaban indefensa ante una serie de pensamientos que la debilitaban cada vez más. Estos vagaban a sus anchas en busca de sus miedos más profundos para sacarles brillo y hacerlos aflorar.

    —¡Basta! —gritó en voz alta. En ese momento, se acallaron para hacerse cada vez más débiles y desaparecer—. ¡Tú puedes, Anna! —se dijo a sí misma—. La vida es esto. Todos tarde o temprano moriremos y, si los demás pueden seguir adelante, tú no vas a ser menos. Hoy estás mal, pero mañana te levantarás y estarás un poco mejor.

    Al dolor de la pérdida se unió la realidad de tener que firmar y cumplimentar los documentos que permitían el traslado del cadáver de su madre al tanatorio. Era cruel, pero al mismo tiempo la ubicaban en aquel espacio tiempo en el que tenía que vivir.

    Recordaba, como en una especie de letargo, el funeral que había organizado como un autómata: llamó a todas las personas que formaron parte de la vida de Raquel, incluido su padre, al que no veía desde hacía varios años; eligió el vestido con el que la enterrarían, el ataúd y la frase de la lápida. Cada paso la desgarraba por dentro, pero a la vez le ayudaba a ser verdaderamente consciente del proceso de despedida. En los momentos en los que creía que iba a derrumbarse, se decía:

    —¡Sé fuerte y aguanta! Ya llorarás cuando esto acabe.

    Por fin había finalizado, ya podía dar rienda suelta a sus sentimientos, llorar, gritar y, al fin, empezar a pensar en cómo superar el dolor y seguir adelante.

    El tiempo pasaba, seguía sintiendo un profundo vacío en su interior; más que vacío, soledad. El trabajo y los amigos la mantenían, durante determinados momentos, alejada de ese sentimiento; pero, al llegar a casa, dejar las llaves en el cenicero de la entrada y colgar el abrigo, la melancolía la abatía. Ya no había una luz encendida al fondo, ni olía a caldo que su madre le había hecho y dejado preparado en la cocina, con alguna nota graciosa disculpando su intromisión. A pesar de vivir sola en su apartamento, Raquel, su madre, se pasaba para echar un vistazo, regar las pocas plantas que tenía o, incluso, hacerle la colada, especialmente cuando ella se ausentaba por viajes de trabajo. Ya no sería así; ahora era Anna la que tendría que ir a casa de su madre.

    El piso de Raquel estaba ubicado en el Ensanche de la ciudad de Barcelona: antiguo, con baldosas de colores que supo conservar y que ahora se habían puesto tan de moda; de techos altos, con molduras y una terraza con vistas a un gran patio interior. Anna sabía que debía tomar la decisión de venderlo o alquilarlo; ella se veía incapaz de trasladarse a vivir allí, al menos, de momento. «Es demasiado grande», se decía a sí misma, pero la realidad era que cada centímetro cuadrado le recordaba a su madre y le faltaba valor para lidiar con ello.

    Una mañana de sábado se enfrentó a esos temores: cogió las llaves, recorrió las dos manzanas que la separaban del piso de Raquel, abrió muy lentamente la puerta y, una vez dentro, dejó salir todo el dolor contenido.

    Aquel espacio vacío, con eco, le devolvía el ruido de sus tacones al recorrer todas y cada una de las estancias mientras abría las ventanas, dejaba entrar el sol, la luz y, con ello, la certeza de que era demasiado hermoso para permanecer cerrado y sin que nadie viviera en él de nuevo. Había tomado una decisión: lo alquilaría.

    Apenas una semana después, Anna trasladó a su apartamento varias cajas, pocas, que contenían los efectos personales que quería conservar de su madre: fotografías antiguas, cartas, postales y cosas así. También dos sobres que encontró encima de la mesa e iban dirigidos a ella y, sorprendentemente, a su padre. Incapaz aún de abrir el suyo, los metió en un cajón y buscó acomodo para el resto de los recuerdos mientras pensaba en lo minimalista que era su madre.

    Hacía unos años, le habían entrado a robar y se habían llevado todo lo de valor que tenía en casa. Recordó aquel día. Se la había encontrado sentada en el salón con todas sus pertenencias y muebles tirados por el suelo.

    —¡Brindemos! —exclamó Raquel nada más verla entrar mientras cogía dos copas, que habían quedado intactas tras el robo, y una botella de cava—. Acabo de darme cuenta de lo que verdaderamente tiene valor y lo absurdo de acumular.

    Su madre era así, capaz de sacar una lectura positiva a todo. Según ella, los ladrones le habían hecho un favor; solo lamentaba el desorden en que había quedado todo. Llegó a decir: «Seguro que son hombres porque una mujer jamás dejaría las cosas así». Después de ese día, Raquel hizo una buena selección y regaló muchas más cosas. «Ahora fluye mejor la energía», decía cuando le preguntaban.

    Raquel no fue una madre posesiva, ni dependiente. Anna apreció que le hubiese trasmitido la forma positiva de ver la vida, su serenidad a la hora de aceptar las adversidades, hasta la elegancia con la que se había separado de su padre; sin peleas ni gritos, con el convencimiento de que, una vez se acaba el amor, ha de quedar el respeto. Sonrió al recordar las discusiones; en la austeridad no se parecían en nada, aún podía oír sus sermones sobre los tacones que llevaba, la cantidad de ropa que tenía y cómo se maquillaba.

    Tras la decisión, Anna se sintió en paz, liberada. Solo le quedaban tres cosas por hacer: elegir bien a los inquilinos, entregarle a su padre el sobre que su madre dejó para él y, por último, encontrar fuerzas para leer el contenido del suyo.

    Nuevos inquilinos

    La pareja que alquiló el piso de su madre era un tanto particular; ella se llamaba Clara y él, Alejandro. La nómina que adjuntaron para proceder a la firma del contrato garantizaba sobradamente el alquiler. Pagaron en efectivo la fianza de dos meses, el mes en curso, y se mudaron a los dos días de la firma.

    En ellos, el principio de atracción de los polos opuesto se cumplía a la perfección; verlos juntos era como contemplar una botella que contuviera agua y aceite. «Pero en estas cosas nunca se sabe», pensó Anna. Pagaban puntualmente y a ella, en ese momento, era lo único que le importaba.

    Un sábado, Clara y Anna coincidieron en una parada del Mercado del Ninot. Anna iba con prisa, como siempre. Al ver toda la gente que esperaba, fue consciente de que tenía como poco para quince minutos, sacó su número y, al levantar la mirada, vio que una chica la estaba observando y le sonreía. Esta se le acercó, sorteando a todas las personas que las separaban, y le dijo:

    —Hola, soy Clara, tu inquilina. Te he visto llegar y... que mirabas el reloj. Si tienes prisa, toma mi número.

    —No, gracias, no te preocupes. Hacer la compra el sábado tiene este inconveniente —contestó, un tanto sorprendida por el ofrecimiento.

    Mientras esperaban sus turnos, empezaron a conversar. El hecho de que Clara le hubiese ofrecido su número, su mirada franca, su sencillez y su espontaneidad produjeron en ella un efecto que la sorprendió.

    Después de ese día, volvieron a coincidir en diferentes ocasiones, se saludaron y conversaron brevemente en cada una de ellas. De estos retazos de conversaciones, Anna supo que sus inquilinos estaban encantados con el piso de su madre y que se habían adaptado al barrio sin problemas, eso la relajó; sin embargo, no acababa de comprender por qué aquella chica de ojos color miel siempre le salía al encuentro.

    Clara quería hablar con aquella mujer que siempre parecía ir apurada o estar ocupada, cuya tristeza y vulnerabilidad eran, para ella, un libro abierto. Percibió las dudas y la incomodidad ante su proximidad por ser su inquilina, de la misma forma que sabía que había perdido a su madre, pero era algo de lo que no podía hablar abiertamente, según Alejandro: «No podía ir por ahí avasallando a la gente». Tampoco podía imponer su persona; Anna debía decidir.

    Hacer nuevos amigos, siempre fue, para Clara, algo especial. Para ella valía la pena analizar «para qué» algunas personas se cruzaban en nuestras vidas, no el «porqué»; algunas vienen y se van, pero hay otras que se quedan para siempre; con algunos conectas de forma inmediata, con otros necesitas más tiempo; algunas las sientes familiares; otras, por el contrario, las rechazas de forma inmediata; pero todas están ahí para mostrarnos o enseñarnos algo.

    Sabía que Anna podía ser de las que se quedan para toda la vida, si así lo aceptaba, porque la «reconoció» nada más verla.

    Pocas semanas después, volvieron a coincidir y, de nuevo, Clara se dirigió a ella con toda naturalidad, pero en esta ocasión le propuso ir a tomar un café. Anna, de nuevo sorprendida, pensó en poner alguna excusa, pero, venciendo sus reticencias o condicionada por aquella mirada, aceptó, y aquel café, para su asombro, se alargó mucho más de lo que ella esperaba. Se dio cuenta de que era fácil hablar con ella, sabía escuchar y tenía una forma de ver la vida que le recordaba mucho a su madre.

    A partir de aquel día, no pasó un sábado que no se sentaran juntas a tomar algo y charlar. Sus conversaciones eran cada vez más personales, profundas y disfrutaban de la mutua compañía. La necesidad del ritual de los sábados no pasó desapercibida para el camarero que las atendía, que ya les guardaba la mesa y las esperaba con los cafelitos bien calientes.

    Conforme se iban conociendo, Clara descubrió en Anna una personalidad directa, sincera y muy habladora. Anna, por su parte, se dio cuenta de que Clara solo alargaba los tiempos que pasaban juntas cuando su pareja, Alejandro, estaba de viaje o tenía trabajo; no le cuadraba y, para ser sincera, le molestaba, aunque era la persona menos indicada para hablar; nunca había tenido una relación estable; no se había enamorado todavía y estaba demasiado ocupada con su trabajo para pensar en esos temas.

    Sea como fuere, Clara resultó ser la mejor medicina que podría haber tomado: hablar con ella del dolor, vacío, sensación de pérdida, tras la muerte de su madre, y las respuestas que esta le daba, la sumieron en un estado de agradecimiento, serenidad y certeza de que todo iría bien.

    La cena

    Era domingo, Alejandro y Clara estaban desayunando: él ojeaba la prensa; ella estaba leyendo un libro y parecía muy concentrada.

    —El viernes 19 de diciembre tenemos la cena de Navidad del bufete —dijo Alejandro, mirando por encima del periódico la reacción de Clara—. Será una cena formal —prosiguió—, y luego los que quieran pueden quedarse en la discoteca o tomar unas copas.

    —Vamos, el rollo de siempre —dijo Clara con cara de abu­rrimiento.

    —Necesito que este año vengas, el jefe ha pedido que vayamos con nuestras parejas.

    —A mí esas cosas no me van, pero, si no puedes disculpar mi ausencia, iré —dijo, resignada.

    Clara sabía que eso era un problema. No le gustaban ese tipo de actos, se sentía como un pez fuera del agua y tendría que ir de compras en busca de un vestido, zapatos, complementos; era algo que no le gustaba hacer. Además, sabía que, escogiera lo que escogiera, no acertaría.

    —Por cierto, si es posible, cómprate algo elegante y con estilo —dijo Alejandro para reafirmar la inseguridad de Clara en esos asuntos.

    —¿Por qué no vienes conmigo? Eliges lo que he de ponerme y así evitamos problemas.

    —Vale —aceptó Alejandro para alegría de Clara.

    —Si te parece, el sábado que viene vamos de compras y luego comemos fuera —dijo, ilusionada.

    —El fin de semana que viene viajo a Londres, lo tenemos que dejar para el siguiente.

    —¡Ostras!, el sábado 6 es el día de la Constitución, es festivo, y el día 13 lo tengo ocupado con las jornadas de yoga —dijo, triste—. ¿Podrías algún día entre semana?

    —Tengo que mirar la agenda, ya te diré alguna cosa.

    Pero los días pasaban y Alejandro no encontró el momento para acompañarla, así que tuvo que hacer la compra sola. A ella le gustaba la ropa cómoda, de tejidos naturales, e ir plana, no necesitaba para ir a trabajar ni vestidos, ni trajes, y mucho menos zapatos de tacón. No era presumida y primaba la comodidad, ante todo. De complexión delgada, morena, su fuerte, según decía Alejandro, eran sus piernas y sus ojos, y su punto débil, los pechos pequeños.

    Así que no le quedó más remedio que coger su moto y recorrer la ciudad en busca de algo que ponerse, y ahí estaba ella, en una tienda de La Illa, intentando acertar en una prenda sabiendo que solo se la pondría una vez y unos zapatos que le destrozarían los pies. Finalmente, se decidió por un vestido que, según la dependienta, realzaba su figura y unos zapatos a conjunto que, para su sorpresa, le parecieron bonitos y cómodos a pesar del taconazo que tenían. Finalmente, había acabado aquella tarde de compras, que podría haberse convertido en un infierno y que, gracias a la amabilidad de aquella chica, no había sido así.

    Para la ocasión, Alejandro había salido antes del despacho, pasó por casa a ducharse, eligió un traje nuevo que se había comprado en Londres y se fue directamente a la cena. No coincidió con Clara. Ella se duchó y cambió en su centro de yoga, y fue desde allí al lugar donde se realizaba el evento. Clara entró en el amplio vestíbulo abarrotado de gente. Se puso de puntillas para localizar a Alejandro. Lo vio al fondo, hablando con una mujer muy exuberante, pero con la mirada fija en un grupo de hombres que tenía cerca. Levantó tímidamente la mano y la bajó al darse cuenta de que uno de aquellos hombres a los que Alejandro no dejaba de mirar la observaba. Se apartó un poco para dejar pasar a la persona que debía de estar esperando aquel individuo, pero no había nadie. Le sorprendió la sonrisa que este acto involuntario despertó en el desconocido.

    Alejandro, en ese momento, miró hacia la recepción y la vio. Concluyó que iba demasiado sencilla para la ocasión. El vestido era bonito; pero cualquiera de sus compañeras de trabajo se lo hubiera puesto para una reunión con clientes importantes. Lo que sí reconocía era que los zapatos de tacón le daban un toque al conjunto; y, si ya tenía unas buenas piernas, con ellos estaba excitante. Lo demás era en esencia Clara: pelo suelto, nada de maquillaje y algo de brillo en los labios. Sí le sorprendió ver que su jefe estuviera presentándose directamente.

    —Hola, me llamo David de Aguilar —dijo mientras extendía la mano para saludarla—. ¿Vienes a la cena del bufete?

    —Sí, soy la pareja de Alejandro Santos —respondió ella estrechando la mano que le ofrecía el desconocido.

    —¿Y tu nombre es?

    —Clara, mi mujer —contestó Alejandro, sonriendo, que ya se había acercado a ambos. Esto no dejó de sorprender a Clara, pues nunca la había presentado así, siempre lo hacía como su pareja o compañera.

    Cuando llegaron a la mesa asignada, ella comprendió que iba a ser una cena complicada. Los candidatos a ascenso estaban sentados junto con los nuevos socios y socios fundadores. Sabía que iba a ser objeto de escrutinio y esto la incomodaba mucho. Alejandro no se percató del malestar inicial de Clara, ni hizo ningún esfuerzo por integrarla. Solo parecía preocupado por agradar a sus jefes y, muy concretamente, a David de Aguilar.

    La habían sentado al lado de un tal Diego. Este no paraba de beber, cada vez se expresaba con más dificultad y no dejaba de hablar de su proceso de separación. Conforme la velada avanzaba, lo hacía el grado de embriaguez del sujeto y la conversación había derivado hacia un compendio de insultos hacia Sonia, según entendió Clara, su exmujer.

    —La muy zorra quiere sacarme hasta los higadillos —insistía este—. Quiere la custodia de los chicos, el piso, que le pase una pensión de cuatro mil euros. ¿Qué quiere, que me vaya a vivir al barco?

    Clara, asombrada y confundida, escuchaba y observaba a Diego, que no paraba de pedir al camarero que le llenara, una tras otra, las copas de vino que tomaba como si fueran agua.

    —¡Ah! Y, para rematar, quiere pasar un mes con los chicos en el apartamento de la playa. Si cree que lo va a conseguir, ¡está loca! —seguía diciendo sin parar de consumir alcohol y sin darse cuenta del malestar que estaba generando a su alrededor.

    —Además, se ha buscado una de esas abogadas feministas que parecen marimachos.

    Llevaba mucho tiempo monopolizando las conversaciones de la mesa. Algunos parecían entender sus planteamientos; otros estaban callados o intentando sacar otros temas de conversación, especialmente las esposas de los otros socios que, según interpretó Clara, conocían a Sonia de otras cenas y estaban muy incómodas.

    Mientras todo esto pasaba, Alejandro seguía hablando con David y no prestaba atención a la conversación de Diego, aunque se le veía algo incómodo por tener que levantar la voz para hacerse oír. Clara cada vez se sentía más enojada, no conocía a Sonia, pero la conversación estaba subiendo de tono. Diego había empezado a dar detalles sexuales del comportamiento de su mujer. El grado de embriaguez al que estaba llegando era vergonzoso.

    —¡Disculpe! —dijo Clara, dirigiéndose a Diego sin poder aguantar por más tiempo tantos improperios—. Lleva más de media hora hablando de su exmujer, poniéndola verde a pesar de ser la madre de sus hijos y haber convivido con usted durante los últimos quince años, según ha comentado. No la conozco de nada, no sé si es buena o mala persona, pero, llegados a este punto, me gustaría preguntarle algo.

    Toda la mesa se quedó en silencio, mirando al interpelado y a Clara. Alejandro le dio una patada por debajo de la mesa. David, sorprendido, la miraba fijamente.

    —No necesito su opinión, gracias —contestó Diego, con la boca pastosa y con cara de pocos amigos.

    —Diego, sería bueno que dejaras que Clara hiciera la pregunta y se la contestaras —dijo David, para sorpresa de muchos, mientras seguía con la mirada clavada en ella.

    —¿Podría cerrar los ojos un momento? —volvió a intervenir Clara mientras Alejandro la miraba aterrorizado y Diego le hacía un gesto para que siguiera, resignado ante la petición de David—, piense en Sonia y díganos: ¿qué ha aprendido durante todos estos años de vida compartidos con ella?

    Clara percibió cómo todas las energías de la mesa se alteraban y cambiaban de color; algunos estaban buscando su respuesta personal, pero ella quiso centrarse en la de Diego. Este cerró los ojos, hizo unas cuantas respiraciones y dijo con resignación:

    —La muy zorra... me enseñó a amar.

    —Alguien que enseña a amar, bien merece un piso, unas vacaciones en la paya y una pensión —concluyó Clara levantando una copa de cava. Seguidamente, se bebió el contenido de un trago ante la mirada atenta y el silencio de todos los presentes.

    —Por fin alguien le cierra la boca a ese cretino —susurró, con una sonrisa, una de las mujeres de la mesa.

    Alejandro miraba a Clara sin poder creerse lo que estaba pasando. Ese día era muy importante para él. Sabía lo de su ascenso, uno de los votos a favor había partido de Diego, y ahora Clara lo había vapuleado públicamente. «Está claro que no da la talla», pensó, frustrado y airado.

    —Creo que ha llegado el momento de clausurar la cena, abrir la barra de copas y la discoteca para los que quieran alargar la velada —dijo David levantándose de la mesa e invitando a los demás a hacer lo mismo.

    Todos, excepto Diego y Clara, se levantaron y se marcharon con la mayor discreción posible. Alejandro tomó a Clara del brazo, haciéndole entender que se levantara, pero esta no se movió de la silla y, mirando a Diego, preguntó:

    —¿Estás bien?

    Diego levantó la mirada y la vio. Aquellos ojos color miel parecían poderle traspasar, sintió que volvía a ser un niño y mamá le estaba reprendiendo. Tenía ganas de vomitar, la cabeza le daba vueltas. Solo atinó a decir:

    —No, no estoy bien, necesito irme a casa.

    David se acercó a su socio y amigo, lo cogió por la cintura para que este pudiera apoyarse en su hombro y se lo llevó hacia la salida, diciéndole:

    —Te has pasado otra vez. No puedes seguir así, cada vez bebes más y acabarás alcoholizado.

    Clara se quedó sola en la mesa, contemplando cómo se retiraban las pocas personas que quedaban en la sala, sin saber muy bien qué hacer a continuación. Buscó con la mirada a Alejandro.

    —¿Te has vuelto loca? —preguntó, colérico.

    —No —respondió, enfadada—, estoy muy cuerda y sin ganas de discutir, así que por hoy ya he tenido bastante. Me voy a casa.

    —Pues te vas sola, yo me quedo. Estoy demasiado enojado, necesito beber y olvidar el numerito que has montado.

    —Me parece estupendo, haz lo que te dé la gana —dijo Clara al mismo tiempo que cogía su bolso, se levantaba e iba hacia la salida.

    Al llegar a la calle, vio a David intentando introducir a Diego en un taxi, no sin dificultades, y fue a ayudarlos.

    Las discusiones, reproches y silencios posteriores a aquel día fueron un golpe para la relación entre ambos; sin embargo, fue la visión que ella tuvo lo que definió el siguiente paso en sus vidas.

    La decisión de Clara

    La amistad con Anna se consolidaba a la misma velocidad que su relación; con Alejandro, se deterioraba. Hacía más de tres meses que no mantenían relaciones sexuales y eso sin contar que cuando lo habían hecho era de forma rápida, sin pasión y como autómatas que sabían lo que a cada uno le gustaba e iban al grano para poder acabar lo antes posible.

    Las discusiones no es que fueran muchas, sencillamente, casi no se veían y, cuando lo hacían, Alejandro solía monopolizar los temas de conversación; solo él parecía saber lo que era inteligente. Hablar de energías, reencarnación, vibración, búsqueda de uno mismo y cosas parecidas era, según alegaba, absurdo y denotaba mediocridad. Que ella tuviera un centro de yoga e hiciera reflexología le parecía bien, siempre que no dijera ciertas cosas que le sacaban de quicio. Estaba harta de todo aquello. En su interior una voz le gritaba que necesitaba volver a encontrar su espacio; tomar, de nuevo, el control sobre hacia dónde iba. Intentó buscar, en sus recuerdos, el momento en el que dejó de ser ella misma y permitió que otros tomaran sus decisiones. No encontró uno, fueron tantos que se estremeció.

    Desde que había entrado en su local aquella mañana, Clara no paraba de darle vueltas a todo aquello. Tenía una hora entre clase y clase. Necesitaba ordenar sus pensamientos y acabar con aquella sensación de hastío. Se dirigió a la sala de meditación. La luz entraba a través de los cristales reflejando en el suelo un mosaico de colores, cogió su tatami, encendió una vela, prendió el incienso, seleccionó la música apropiada y se dispuso a vaciar su mente.

    Cómo explicar esa mezcla de sentimientos: la sensación de tristeza y, a la vez, liberación por la certeza de la decisión tomada, era antagónico. Lloró y rio al mismo tiempo. Sus manos temblorosas intentaban limpiar las lágrimas mientras se levantaba tambaleante, buscó su móvil y marcó un número. Al cabo de unos segundos, recibió uno de esos mensajes automáticos: «Estoy en una reunión». Insistió hasta que él cogió la llamada.

    —Clara, estoy en una reunión, ¿es urgente? —se excusó Alejandro con voz entrecortada.

    —Sí, es muy urgente, necesito que hablemos —respondió, intentando que su voz sonara serena.

    —Te noto algo rara —dijo, resignado—. Esta noche llegaré muy tarde porque tengo una cena de trabajo. Ya hablaremos el fin de semana.

    —Pues va a ser que no —respondió Clara con tono cortante.

    —No te pongas pesada, no creo que sea tan importante como para que no podamos hablarlo el sábado o el domingo.

    —Dado que no tienes tiempo y vendrás tarde, no pienso esperar al fin de semana. —Estaba harta de esa rutina. «Se acabó lo de ser la última», pensó, decidida—. Te digo por teléfono que he tomado la decisión de separarme de ti —dijo con disimulada serenidad. Al otro lado de la línea no se oyó nada, Alejandro parecía no haber entendido, pero todo su cuerpo se erizó. Clara siguió hablando—: Hace una hora, mientras meditaba, he tenido una visión. Tú estabas con una mujer haciendo el amor, la llamabas Eva y la habitación donde estabais tenía el número trescientos once —dijo rápidamente para no darle tiempo a que la cortara, como solía hacer cuando hablaba de sus percepciones. El silencio sepulcral, fue la respuesta. Parecía que él había dejado de respirar—. ¿Sigues ahí? —insistió ella—. ¿O todavía estáis juntos y no quieres que ella se entere?

    —Hablaremos en casa esta noche, suspenderé la cena —respondió Alejandro de forma precipitada y colgó.

    Clara se quedó mirando el teléfono durante unos segundos mientras una sensación de liberación la invadió por completo. Era como si se hubiera descargado de una mochila que llevaba a la espalda, llena de piedras. «¡Por fin!», pensó. Un nuevo camino se abría ante ella y no permitiría que nadie más volviera a cuestionarla.

    Esa tarde, después de cerrar el centro, fue a la tienda de los chinos, compró diez cajas de cartón y, en cuanto entró en su casa, empezó a embalar sus cosas mientras escuchaba el último CD de Coldplay.

    Un día para olvidar

    Alejandro no podía dar crédito a lo que había sucedido. Clara había roto una relación de seis años por teléfono y tras decirle que en una de esas extrañas e incomprensibles visiones lo había visto con otra mujer. Él nunca había creído en ella y sus historias de almas, guías, maestros, reencarnaciones y todas esas chorradas que satisfacían a un grupo de mediocres, incapaces de enfrentarse a la realidad de la vida y, por eso, se inventaban realidades paralelas. Y ahora, sin más, le había dado la prueba que sus visiones podían tener algo de realidad.

    Efectivamente, estaba con otra mujer, de nombre Eva y en la habitación trescientos once de un hotel. Desnudo encima de la cama, se quedó mirando al vacío. Eva se estaba duchando. Se vistió deprisa, la apremió a ella para que acabara y regresaron al despacho. No se atrevía a volver a casa, y menos con el olor de Eva adherido a su piel; necesitaba tiempo para pensar y recuperar el control, si eso era posible.

    No pudo concentrarse en ninguna de las reuniones de aquella tarde, ni devolver los mensajes salidos de tono de Eva. Solo podía preguntarse si Clara había contratado a algún detective. Era la única opción que podía procesar, no quería darle vueltas al hecho que Clara, realmente, hubiera tenido una visión. En su despacho, enfadado, triste y preocupado, miraba a través de la ventana, intentando ordenar sus pensamientos y emociones.

    —Lorena. Cancela la cena de esta noche y no me pases ninguna llamada si no es urgente o del jefe —le ordenó a su secretaria.

    —Sí, señor, ¿le traigo un té, café o algo para comer?

    —No, gracias. Tengo mucho trabajo y no quiero inte­rrupciones.

    Pensó en la locura que había cometido. Ni había comido por liarse con una compañera de trabajo. Era guapa, sexi. Se le había insinuado en varias ocasiones y le dio cancha después de la cena de la empresa, aquella en la que se enojó tanto por culpa de Clara.

    Las horas pasaban, la tarde acababa y debía enfrentarse a la situación que él, y solo él, había provocado. Se sentía acorralado. Cuando entró en casa, Clara lo estaba esperando en el salón; se miraron en silencio, no eran necesarias las palabras. Él sabía que, en cuanto la mirara, quedaría al descubierto y confirmaría su infidelidad.

    —Lo siento, perdóname, he cometido el mayor error de mi vida —se excusó mientras se acercaba a ella con la intención de abrazarla.

    —Ni se te ocurra tocarme —reaccionó ella, echándose hacia atrás.

    —Dame una segunda oportunidad. No volverá a suceder. Te lo prometo. —Vomitó estas palabras preguntándose por qué coño lo estaba haciendo. Entendía que lo rechazara en ese momento, pero... «La culpa de todo lo que había pasado era de ella», pensó.

    —Alejandro, esto no tiene ningún sentido, te has acostado con otra —le contestó ella, interrumpiendo sus pensamientos—. El último resquicio de respeto que te quedaba lo has perdido. No nos amamos, hace tiempo que dejamos de hacerlo. Esto de hoy es el fruto de años de ir en direcciones diferentes, de no comprendernos ni de molestarnos en hacerlo. Dejamos de luchar por nuestra relación y no quiero acabar esta historia sin un mínimo de cariño hacia ti. Además, y siendo sincera, con el acto de hoy me has

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