Besos que enamoran
Por Teresa Southwick
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Lo malo era que no había ningún tratamiento infalible. Lo único que podía esperar era que su estado fuese contagioso... ¡y que Joe sintiese lo mismo por ella! Quizás podría transmitírselo besándolo...
Teresa Southwick
Teresa Southwick lives with her husband in Las Vegas, the city that reinvents itself every day. An avid fan of romance novels, she is delighted to be living out her dream of writing for Harlequin.
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Besos que enamoran - Teresa Southwick
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Teresa Ann Southwick
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Besos que enamoran, n.º 1174- junio 2021
Título original: With a Little T.L.C.
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises
Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-581-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
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Capítulo 1
QUÉ quieres ser voluntario maternal?
La enfermera Liz Anderson se quedó mirando al caballero que tenía delante de su mesa. Y para su orgullo, lo hizo sin la boca abierta. Algo que no era fácil pues el hombre daba un nuevo significado a la frase alto, moreno y apuesto. Uno noventa como mínimo. Unos ojos marrones, casi negros, llenos de intensidad, encanto y humor. Era tan guapo que se alegraba de que su voz hubiese sido capaz de formular la pregunta.
—Parece sorprendida —dijo él.
—Es que lo estoy.
Él se cruzó de brazos sobre un pecho imponente. Hacía casi un año ella lo había sacado por la oreja de la habitación de su hermana, porque se negaba a irse cuando terminó la hora de las visitas.
Teniendo en cuenta ese impresionante pecho, ¿cómo demonios se las había arreglado para hacerlo?
—¿Por qué le sorprenden mis intenciones?
Su voz grave le produjo a Liz un hormigueo en la nuca y en los hombros.
—No todos los días recibo una oferta así de un hombre.
—Ellos se lo pierden.
Era un ligón. Liz conocía muy bien a los de su calaña.
—Yo me tomo la atención a los bebés muy en serio, señor Marchetti.
—Me recuerda —dijo él, frotándose la oreja—. Me preguntaba si lo había hecho.
—Es bastante difícil de olvidar —murmuró ella quedamente.
—¿Ah, sí? —dijo él, con una sonrisa más amplia.
Ella no había pretendido que lo oyera. Por lo visto también tenía un estupendo oído.
En lugar de haber instalado su formidable cuerpo en una de las dos sillas para las visitas, se había sentado en la esquina de su mesa, a pocos centímetros de ella. Se había aflojado la corbata y desabrochado el botón de arriba de la camisa blanca, por donde asomaba el vello de su pecho. Y se había remangado, luciendo unos brazos fuertes y bronceados. La tela gris de sus pantalones se ceñía a sus musculosos muslos. Y su colonia añadía el golpe mortal a la compostura de Liz. La maravillosa fragancia masculina la envolvía, provocándole un revoloteo en el estómago que se sumaba al hormigueo de su nuca.
Además de eso, Liz podía ver la barba incipiente en sus mejillas y su barbilla. Miró el reloj de su mesa… las seis y media de la tarde. ¿No era hora de que se fuese a casa a afeitarse?
Liz se dio cuenta de que se había quedado mirándolo. Sabía que le había hecho una pregunta, pero no podía recordar cuál.
Como si le hubiese leído el pensamiento, él preguntó:
—¿Qué más recuerda de mí?
Que la había amenazado con encerrarla en el armario de las escobas cuando ella le dijo que la hora de las visitas había terminado. Que había salido con una de las enfermeras y la había dejado plantada de una manera desagradable e hiriente. A Liz no le gustaba especialmente la mujer, pero nadie se merecía encontrarse al hombre con el que salía con otra mujer en la cama.
—Recuerdo que salió de aquí con una rubia muy guapa —dijo ella.
Él frunció el ceño un momento, como si intentase recordar. Entonces asintió con la cabeza.
—Mi secretaria. Su marido la estaba esperando en el coche. Habían traído un regalo para el bebé de mi hermana.
A Liz no le importaba la relación que tuviese con esa mujer. No era asunto suyo.
—Déjeme que le haga una pregunta.
—Muy bien.
—¿Está aquí realmente para trabajar de voluntario?
—Sí —respondió él, señalando el impreso naranja de voluntariado que ella le había dado al entrar en su despacho—. Eso dice aquí.
—¿Teniendo a los bebés en brazos?
Él asintió con la cabeza.
—Esa es mi intención.
—Solo quiero asegurarme de que estamos hablando de lo mismo.
Porque costaba creer que él estuviera interesado en pasar su tiempo con niños. El noventa y nueve por ciento de los voluntarios eran mujeres con hijos lactantes a las que les encantaban los bebés. El otro uno por ciento eran hombres retirados que buscaban algo con lo que llenar su tiempo. Y Joe Marchetti era un probado playboy al que le encantaba flirtear.
—¿Sabe en qué consiste, señor Marchetti?
—Joe, señorita…
—¿Perdón?
Él miró la placa dorada sobre su mesa.
—Liz —dijo él, mirándola de nuevo—. Llámame Joe.
Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad y otros atributos de su carácter, Liz resistió el poder de su encantadora mirada.
—De acuerdo, Joe —dijo ella con más calma de la que sentía—. Te lo preguntaré otra vez. ¿Sabes en qué consiste?
—Sí, eso creo.
Ella se inclinó hacia delante en su silla, intentando parecer profesional.
—No me imaginaba que un hombre como tú pudiera estar interesado.
—Define «un hombre como tú».
—Un próspero hombre de negocios, soltero y… —ella vaciló
—¿Y? —la animó él, levantando una de sus oscuras y bien delineadas cejas.
Liz estuvo a punto de decir «apuesto».
—Y muy ocupado.
—Todo eso es cierto. Aunque me gustaría saber cómo sabes que soy soltero.
Su actitud insinuante era una gran pista, aunque Liz no podía decirlo. Una lección que había aprendido en el pasado era que flirtear no era exclusivo de los hombres solteros. Los hombres casados también iban detrás de las faldas.
—No llevas ningún anillo —entonces levantó su impreso—. Y lo dice aquí.
Él miró la hoja de papel y luego se miró la mano. Ella siguió su mirada y no se le pasó por alto el hecho de que tenía los dedos largos y que poseía una gran fuerza en su mano y en su muñeca.
—Tengo la impresión de que dudas de mi sinceridad. ¿Cómo puedes juzgarme si solo me has visto una vez?
—Y cuando tu hermana fue paciente de este hospital —le aclaró ella.
—Cuando nació mi sobrina —añadió él, frotándose de nuevo la oreja.
Ella sonrió, recordando el incidente.
—Estabas saltándote las normas. La hora de las visitas había terminado.
—Un simple «por favor, váyase» habría bastado —dijo él, fingiendo indignación—. No tenías que haberme tirado de la oreja.
Ella no pudo evitar reírse.
—¿No estamos siendo un poco melodramáticos?
—Los Marchetti nunca hacemos nada a medias. No digas que no te lo advertí.
—¿Por qué iba a necesitar una advertencia?
—Porque eres la enfermera encargada de los voluntarios. Nos veremos mucho.
—¿Eso crees?
—Sí.
—Mira, Joe. Este programa no es algo superfluo. Los niños necesitan el mejor inicio posible en este mundo frío y cruel. Las estadísticas demuestran que los bebés que han sido estimulados con caricias ganan peso más rápidamente.
—Eso he oído.
—Y lloran menos, duermen mejor y son capaces de tranquilizarse y consolarse solos.
—Comprendo.
—Las personas a las que no acarician mucho cuando son niños, no acarician mucho cuando son adultos y el ciclo continúa. Los voluntarios trabajan con bebés de familias en situación de riesgo. Este programa está diseñado precisamente para romper ese ciclo.
—Estoy aquí para colaborar. No tienes que convencerme.
—No. Pero tengo que estar segura de ti.
—¿Qué significa eso?
—Déjame preguntarte algo primero —dijo ella.
—De acuerdo. Soy todo oídos —dijo él, frotándose la oreja de la que le había tirado.
Liz contuvo la sonrisa, negándose a que la distrajera con sus mañas.
—¿Por qué quieres ser voluntario?
Él se quedó pensativo.
—Cuando me sacaste de la habitación de mi hermana estuve en el nido. Iban a cerrar las cortinas, pero las empleadas las dejaron abiertas un rato para mí.
Teniendo en cuenta su aspecto de estrella de cine, Liz no podía culparlas.
—Vi a los voluntarios con los bebés en brazos —continuó él—, y me dirigí a una de las enfermeras, que me explicó todo lo que me acabas de decir. Me sentí impresionado.
—Pero si no recuerdo mal, tu hermana tuvo a su hija hace casi un año. ¿Por qué has tardado tanto?
Él se encogió de hombros.
—Se me ha ido pasando el tiempo.
—¿Y por qué ahora?
Una sombra atravesó el rostro de Joe mientras recordaba.
—Mi secretaria ha dado a luz recientemente a una niña con problemas de desarrollo.
—Eso es muy duro —dijo Liz, compadeciéndose sinceramente—. ¿Y qué ha sucedido?
—Parece que está mejor, pero han estado a punto de perderla. Han tenido que dedicarle mucha atención y estimulación. Y yo he perdido a la mejor secretaria que he tenido nunca.
—¿En serio?
—Dejó el trabajo para ocuparse de la niña. Admiro su entrega, porque lo van a pasar mal económicamente. Bueno, la cuestión es que después de dar a luz, ella no podía tener al bebé en brazos veinticuatro horas al día. Los voluntarios lo hicieron por