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Susurro Vivo: Libro de Susurros 1, #1
Susurro Vivo: Libro de Susurros 1, #1
Susurro Vivo: Libro de Susurros 1, #1
Libro electrónico477 páginas7 horas

Susurro Vivo: Libro de Susurros 1, #1

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Información de este libro electrónico

Conjurada por el sádico Hechicero Sanfuri, Susurro se enfrenta a una dura elección: Entregar su mensaje, o morir. Atada por el imperativo mágico inquebrantable del Hechicero, Susurro se ve obligada a navegar por los tortuosos caminos de un laberinto de treinta kilómetros de profundidad, dividido por cañones infestados de dragones y quemado por el golpe del sol. Nace una leyenda extraordinaria.

IdiomaEspañol
EditorialMarc Secchia
Fecha de lanzamiento26 jun 2020
ISBN9781393189664
Susurro Vivo: Libro de Susurros 1, #1

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    Susurro Vivo - Marc Secchia

    Susurro Vivo

    Libro de Susurros 1

    Por Marc Secchia

    Primera edición Copyright © 2017 Marc Secchia

    Todos los derechos reservados. Este libro o cualquier porción del mismo no puede ser reproducido o utilizado de ninguna manera sin el permiso expreso por escrito del editor y el autor, excepto para el uso de breves citas en una reseña de libro.

    www.marcsecchia.com

    Derechos de autor del arte de la cubierta © 2017 Joemel Requeza y Marc Secchia

    Diseño de la fuente de la portada, copyright © 2017 Victorine Lieske

    www.bluevalleyauthorservices.com

    Dedicación

    Siempre susurra la verdad,

    Porque su poder es mayor que cualquier grito.

    A los que susurran la verdad del mundo,

    Las voces de los sin voz,

    Os digo,

    ¡Susurren!

    Índice

    Susurro Vivo

    Dedicación

    Índice

    Capítulo 1: Susurro acelerado

    Capítulo 2: Susurro de muerte

    Capítulo 3: Susurro de Vida

    Capítulo 4: Faro Susurro

    Capítulo 5: Susurro de fatalidad

    Capítulo 6: El hogar del Susurro

    Capítulo 7: Susurros cartográficos

    Capítulo 8: Misión de Susurro

    Capítulo 9: Susurro de Dragones

    Capítulo 10: Susurro perfumado

    Capítulo 11: Susurros Grises

    Capítulo 12: Razonando con Susurros

    Capítulo 13: Susurro en el aire

    Capítulo 14: El Susurro de la antigüedad

    Capítulo 15: Susurro Explorador

    Capítulo 16: Susurro de guerra

    Capítulo 17: Susurro de esperanza

    Capítulo 18: Un Susurro necesario

    Capítulo 19: Susurrando a los Reyes

    Capítulo 20: Susurro ¿Dónde?

    Capítulo 21: Escuchar un Susurro

    Capítulo 22: El Susurro de la muerte

    Capítulo 23: Un Susurro de pánico

    Capítulo 24: El Susurro de un Hechicero

    Capítulo 25: Susurro de la lluvia

    Capítulo 26: Susurros pestíferos

    Capítulo 27: Susurro del amanecer

    Sobre el Autor

    Capítulo 1: Susurro acelerado

    LA MALEVOLENCIA ENCENDIÓ su consciencia embrionaria. Un grito mudo, incipiente, hizo eco desde las profundidades de su alma: ¡Estoy viva!

    El primer latido de vida pulsó en un extraño contrapunto como en un campo eléctrico circular. Zumbidos interrumpidos por agudos crujidos abrumaron su audición híper sensitiva. Un sabor metálico abrasaba su garganta. Sabía a ozono, mezclado con pelaje chamuscado. Su propio pelaje rojizo humeante.

    La criatura retrocedió, parpadeando muchas veces.

    El milagro de la visión disparó un arcoíris dentro de su mente. Colores ardientes. Las casi extintas hogueras de la encarnación temblaron ante otro grito elemental: ¡Respiro!

    La gloria de la vida naciente se fue desvaneciendo en una efervescencia melodiosa que agitó su pelaje sedoso desde las puntas de sus orejas replegadas hasta el final de su larga y delicada cola. Las diferentes impresiones bañaron sus sentidos sobre-estimulados como grandes cascadas caleidoscópicas de tinta, esencias y sensaciones, provocando pensamientos acelerados y salvajes a pesar de la falta de palabras con las cuales nombrarlos. El instinto guiaba. Olfateó el aire con un movimiento rápido de sus fosas nasales, llenando y rellenando sus pulmones, despierta a una miríada de olores. Vegetación. Sudor almizclado. Olores y matices desconocidos, tan evocativos, incitando reacciones secundarias de sensación, incluyendo la realización de un olor a miedo rancio. El suyo.

    Algo mojado chocó contra su cuerpo, empujándola contra el zumbido, contra algo duro. ¡Dolor! ¡Me duele! Rugió ella. Retorciéndose al alejarse de las barras candentes, con su rabadilla ardiendo de dolor. Sonidos ásperos retumbaron en sus oídos. Sonidos dolorosos, tanto por su volumen ensordecedor como por su cualidad, que ella reconoció como burla cruel. Palabras golpeaban sus oídos, gruñendo y resonando como si fueran las primeras palabras que ella escuchara, sin embargo, las entendió.

    - Lo lograste, la has asustado.

    - No soporto ver a un animal quemándose.

    - Lame-pastos imbécil. Sacaré tus enfermas entrañas por tu...

    Una nueva voz interrumpió, fría y sibilante. – Ustedes son peores que un rebaño de gaspafinches parlantes. ¡Cierren la boca!

    Serpiente, sugirió su mente. No. Un depredador. Una imagen estalló como estrella en su mente, y mientras las motas brillantes de luz daban forma a lo que estaba recordando, vino a ella.

    ¡Dragón!

    Se congeló, paralizada por las ondulaciones de su mente al abrirse dentro de su ser, como túneles y cavernas y cañones abriéndose ante la vista de un explorador. Traicionero, tramposo traga-fuegos. Dragón mágico. Volador. Asesino. Pequeñas patas se escuchaban huyendo del implacable buscador, su aliento sulfúrico silbando acaloradamente entre los árboles y en la cima de las montañas y en los barrancos y el golpeteo de su corazón mientras huía por su vida... Un recuerdo final y consumidor de calor de un fragante y curioso aroma a melifluo jazmín mezclado con el olor a sacarina de la carne rostizada... sí, ¡Dragón!

    Su cola se había enredado dos veces alrededor de su cuerpo. Se frotó suavemente la punta que se movía nerviosamente para inducirse tranquilidad a lo largo de sus nervios. Afuera de su... ¿jaula? La palabra le hizo doblar la lengua como si hubiera chupado una nartafruta ácida. Sólidas barras de hierro encerraban un espacio de quizás un metro de ancho, tres de largo y uno y medio de alto. Un trozo de tabla rugoso descuidadamente arrojado hacía las veces de piso. Las barras tenían apenas una pata de separación entre ellas, y estaban envueltas en fuego verde. Sus ligeras y veloces patas traseras se habían posicionado sobre el pedazo de tabla, ya que las flamas verdes envolvían cada centímetro de metal, incluso donde las barras se unían a la dura shendita, el sustrato rojizo de este claro del bosque.

    Apartó de su mente las peculiaridades geológicas del terreno cuando una garra tan dura como el acero golpeó la jaula con firmeza. – Grita de nuevo. Adelante, - silbó la bestia, agazapada con la aversión y curiosidad de un gato de fuego. Toda la extensión metálica de la garra, tan alta como era ella se retrajo cuando las llamas verdes se extendieron hacia su vaina. Una horrible claridad invadió sus entrañas con sensaciones frescas. Miedo. Claustrofobia. ¡Huye! Encuentra un escondite, de algún modo...

    El dragón rio bruscamente. – Escapar es imposible.

    Ella miró más allá de las roji-doradas cimas de las garras, catalogando información a una velocidad impresionante. Un par de feroces orbes cetrinos la vigilaban por encima de una reluciente caverna llena de colmillos bastante más impresionantes que los barrotes de su jaula. El dragón roji-dorado, sus colores proclamaban avaricia, poder y una predilección hacia la maldad, era un monstruo enorme, midiendo más del doble que cualquiera de sus acompañantes humanos, incluso en su posición agazapada. Una caldera viva y móvil revestida de armadura escamosa, con su cola azotando detrás de él sin cansancio mientras la miraba a con atención a través de los barrotes. De su fosa nasal izquierda, en la cual ella podría caber fácilmente, se alzaba perezosamente un hilo de humo sulfúrico. Detectó olores que lanzaron señales de alarma a su cerebro.

    Tan terrorífico como era ese monstruo lanza-llamas, no era la fuente de la malevolencia que había sentido.

    El Dragón comenzó a ronronear, - Ah, pequeña...

    - ¿Jugando con tu comida, Ignothax? – dijo uno de los hombres. Volteó a mirarlo rápidamente a... ¡él! La fuente de la malicia, levantándose con su espalda hacia la jaula. – Es un hábito desagradable. Si tu flácida panza debe hacer tanto ruido, termínalo y devora el bocadillo.

    Por un instante, los ojos de la bestia se llenaron de fuego carmesí, fijándolos ambos en su presa. Entonces, con un leve Susurro metálico al rozar las escamas, el Dragón giró su grande cuello rematado en púas y murmuró, - ¿Acaso no sabes lo que has logrado conjurar, Hechicero Sanfuri?

    Una mano bastante anillada, oscura y cicatrizada, se paseó por el borde de la capa sucia del hombre. - ¿Debería importarme?

    Ella observó la mano con fascinación. Tantos anillos, ¡todo ese metal! Con joyas del tamaño de un huevo de Penpiper. Los gruesos tendones bajo la piel y el vigoroso pulso en la muñeca denotaban fuerza. No dudó en su intuición. Un miasma tangible de odio emanaba de él, más denso que su capa, más denso que los nervios envueltos de miedo que llenaban cada fibra de su ser. Pudo sentir el toque necromántico de su magia. Una mente tan afilada y mortífera como la propia mirada del sol blanco. Poder suficiente para provocar la furia de los océanos. Incluso comparado al Dragón, a quien los otros humanos rendían su respeto, este Hechicero era la criatura más terrorífica por mucho.

    Con cierto tono burlón agregado a su voz reptiliana, Ignothax dijo, - Por supuesto, tu genio no tiene rival, oh, gran Hechicero.

    Instantáneamente, otra candente fuente de luz se encendió en su cerebro. Dragón y Hechicero. Amo y familiar. Entre todos los poseedores de magia, solo los más consumados Hechiceros contaban con la voluntad de atar a uno de la especie de los dragones a su voluntad, pero la conexión beneficiaba a ambas partes al fusionar y mejorar sus habilidades, o eso se creía. Jamás había sido atada a servidumbre como familiar una bestia de un poder semejante al roji-dorado Ignothax. Jamás, le reiteraron sus memorias. Inconcebible.

    Pétreo, Sanfuri dijo, arrastrando las palabras, - ¿Es necesario rebajarse a la adulación, Dragón?

    - Maestro, en verdad que se ha superado a usted mismo.

    - ¡Eso es una falla risible! – Exclamó el hombre. Por la sorpresa, su pelaje se erizó. La fuerza de su rugido había provocado que su capucha se cayera, revelando una tupida cabeza de cabello blanco que se derramaba sobre sus hombros. – Deshazte de ella, ¡Ahora!

    - ¿No deseas saber...?

    Cuatro palabras estallaron por separado en la boca del Hechicero, - No. Tientes. Mi. Paciencia.

    - Ah, pero has convocado, - El Dragón se lamió rápidamente los labios con su ahorquillada lengua violeta. – a un Susurro.

    Es extraordinario como los jorobados hombros del Maestro podían expresar en un momento furia, y al siguiente, incredulidad. Él se giró. La túnica ceniza se arremolinó como lo hace la niebla matutina alrededor de los grandes troncos de los árboles jentiko, que rodeaban el claro. Ahora podía ver la magra constitución lobuna escondida previamente bajo la capa, completamente cubiertas en tonos de acero gris. Botas de piel de draconida, pantalón gris oscuro y rodilleras de metal pesado; una espada doble desenvainada colgaba de su grueso cinturón de piel... sus ojos subieron lentamente hasta notar las bolsas colgadas del cinturón, la armadura corporal hecha a la medida, los tendones tensos como calabrotes fibrosos corriendo detrás de la barba llena de escarcha del hombre. Su boca, como una hendidura cruel entre mejillas ritualmente cicatrizadas, que parecían tener las propiedades del acero. Nariz fuerte. Cejas pobladas. Ojos acerados resplandeciendo como cuerpos de agua congelados en la orilla mientras se posaban sobre ella, la criatura en la jaula.

    Su mano derecha se cerró sobre un látigo enrollado en su cinturón. Cuando habló, la voz de Sanfuri resonó como un trueno elemental. – ¡Un Susurro! Qué... extraordinario.

    * * * *

    La criatura Susurro retrocedió. Palabras que nombraban las intenciones del hombre retumbaban alegremente en su garganta. Malicia. Planificación. Una esperanza tan fuerte como el apetito de un Dragón. Crueldad. Matices de intención y de la forma que tenía el Hechicero de aproximarse le decían claramente: -el que seas un Susurro es bueno para mí, y terminalmente malo para ti-

    Se mojó los labios. Revisó cada rincón de la jaula. Ataduras. ¿Cerrojos? Imposible forzarlos sin herramientas. Contó a diecisiete personajes disolutos vestidos de manera similar al Maestro, armados con espadas dobles y puñales curvos, así como ligeros escudos ovalados. Mercenarios profesionales. No le ayudarían. A cuarenta pasos a través del claro del bosque, bordeado por grandes motas de follaje color malva de los árboles jentiko, pudo ver a un trío de draconidas del tamaño de un lebrel, que habían sido atados a un tronco caído en donde masticaban un hueso de muslo humano, siseando y haciendo ruido con sus garras filosas como agujas. Los largos hocicos y fosas nasales sensibles los diferenciaba como cazadores. Temperamentos salvajes. Sus panzas cóncavas hacia la espalda, llenas solo con el deseo de saciarse. Finalmente, su mirada se alzó lastimeramente hacia el sol, en la cima. La luz se filtraba por las alturas de esta gran grieta, pero el claro estaba cubierto de follaje verdoso y salientes de roca, ya que todos sabían que la exposición directa al sol significaba la muerte.

    Inequívocamente, estos eran los reinos medios, en donde residían los humanos. Las millas de encima eran el dominio de los Dragones y Draconidas, y otros seres voladores. Aquí abajo, entre las innavegables grietas y cañones, se podía encontrar refugio del sol y de los enjambres de dragones en temporadas de cruza o de migración. Muy por debajo de sus patas, yacían los últimos contrafuertes que separaban la verdadera profundidad oscura, dominada por los hongos, y finalmente, el espejo de cobre debajo. El mortal, acídico océano.

    Todo esto apareció en su mente en los dos segundos que le tomó al Maestro acercarse a la jaula.

    Sus ojos grises acapararon su atención. Poderosos. Fascinantes. Despiadados.

    - Cosa tan bonita, - dijo conversacionalmente, estudiándola como a un insecto que hubiera pisado accidentalmente. - ¿Estás completamente seguro de su identidad?

    Ignothax dejó escapar un gruñido venenoso. – Pregúntele a ella, Maestro.

    - ¿Puede hablar?

    - Se rumora que los Susurros poseen inteligencia básica.

    El Susurro retrocedió todo lo que pudo sobre el tablón sin chamuscarse el pelaje con el borde de la jaula. Ahora, experimentaba un terror visceral. Una canción de angustia sonaba en su corazón, elevando su ritmo cardiaco al ritmo alocado de un tambor triple. Aun así, también estaba enfurecida. ¿Inteligencia básica? ¿Quién se creía esa lagartija híper desarrollada...?

    ¡Crack! Su pelaje se erizó.

    La mano del Hechicero se volvió borrosa a la vista y el dolor la había golpeado.

    Ella gritó, y gritó una segunda vez cuando la magia de la jaula la golpeó en su hombro. Se palpó el pelaje, sintiendo la carne chamuscada bajo el pelaje.

    ¡Crack! El Susurro se retorció, alejándose. Sin embargo, un dolor ácido se le quedó en su espalda bajo.

    - ¡Habla! – ordenó el Hechicero.

    Su parpadeo confuso le hizo merecedora de otro latigazo, partiendo su oreja izquierda en dos. Se tocó el lugar, retrayendo sus garras de sus largos dedos de vuelta a sus vainas.

    - ¡Habla!

    El Maestro comenzó a azotarla metódicamente, como quien sale por la mañana por un trote rutinario. Sus golpes a través de las barras eran un milagro de precisión, su velocidad, inhumana. Los saltos que el Susurro daba para evitar los impactos la convirtieron en una visión casi borrosa a simple vista, pero la punta del látigo aun así le alcanzaba inmisericordemente en el pelaje y la piel, con explosiones de sangre y causando cardenales en la piel y el músculo. Cada vez que tocaba la jaula, rayos se descargaban contra su pelaje. Pronto, se convirtió en una masa de furia y escozor, rodando sin esperanza sobre el tablón.

    ¡Reacciona! Su hocico lanzó una mordida. A pesar del dolor lacerante, atrapó una buena porción de piel de látigo y mordió con fuerza. El Maestro lo jaló, pero su negativa a aflojar su mandíbula le estrelló el rostro contra las barras. Ella escupió pelaje chamuscado y sangre mientras el látigo volvía a ser libre.

    Sanfuri se limpió la mejilla, antes de mirar la mezcla roji-azul de su sangre con gran interés. La respiración del Susurro se ralentizó mientras se enfocaba en el Maestro. ¿Qué es lo que había visto? ¿Desafío? ¿Espíritu?

    - Vaya, magia latente, - gruñó él. – Ignothax. ¿Qué sugerirías que haga con una criatura mítica? ¿Reemplazarte como mi familiar?

    - Previamente mítica, - farfulló el Dragón, claramente considerando como insuficiente la amenaza a su posición. - ¿Conoce las formas para...?

    - ¡Claro que conozco las formas de unificación, pedazo de mierda calcificado!

    El Susurro mostró sus dientes al par, gruñéndoles desde las profundidades de su garganta. El roji-dorado respondió de igual forma, obedeciendo a sus instintos animales, en una contienda claramente desigual entre sí misma, de casi un metro y un Dragón cuyos colmillos casi equivalían a su altura total. Aun así, escupió el único insulto que su limitado vocabulario le permitía – Cenaré tus entrañas, Dragón.

    El Dragón golpeó la jaula con tal fuerza que la lanzó a través del claro, haciendo un ruido metálico al impactar.

    La jaula dio volteretas hasta que chocó contra un árbol. Los draconidas verdes aullaron felizmente, mordisqueando sus cadenas, pero tuvieron que retroceder cuando el fuego verde de la jaula les quemó los hocicos.

    El Hechicero pareció levemente entretenido por verla batallar para aferrarse al tablón. Eventualmente, tuvo que dejarse caer con todo su peso contra la jaula para detener el movimiento. Se aferró de nuevo al tablón, jadeando pesadamente. El sabor a jazmín metálico de su propia sangre le llenó la boca. La jaula continuaba irrompible, su cautividad, abyecta, y su dolor, casi insoportable.

    - Es una mensajera, - dijo Sanfuri tranquilamente. Recitó, - Dale a un Susurro persona, lugar e instrucción imperativa. Haz que memorice el mensaje. El mensaje será entregado. El juramento los obliga. ¿Cómo propones que utilicemos a esta criatura, Dragón? ¿Asumo que tienes un plan?

    Ignothax la miró ahora con sinuosidad reptiliana, con su risa naciéndole del enorme pecho. Su cotoneo causo que las draconidas retrocedieran por el miedo. – Piense, Maestro. – Siseó – digamos que quiere entregar un mensaje a nuestros enemigos jurados en Arbor.

    El Hechicero dejó escapar una maldición.

    - Sí, Maestro. Pero Arbor es inalcanzable debido a la última insolación. Por largas temporadas hemos buscado el camino. Por los caminos altos, los caminos bajos, los caminos laterales, fuertes y precarios. A través de cañones de más de veinte kilómetros que arman un paisaje desolado y roto... No hay acceso. Este reino insolado no es más que un laberinto tridimensional atrapado entre las tierras innavegables y el infinito mar ácido. La insolación produjo nuestra maldición y nuestra realidad; lo cambió todo. Los arboritas, maldita sea su ascendencia, se burlan de nosotros. ¡Ríen y prosperan en libertad!

    Sanfuri tensó sus dedos, aparentemente sin percatarse de la furiosa bola de fuego que el Dragón arrojó al terminar su discurso. Con un poco más de dieciocho metros, Ignothax podía crear bolas de fuego de sesenta centímetros de diámetro. La vegetación se prendió en llamas. Docenas de pájaros huyeron en un solo coro, algunas quemándose a medio vuelo. El Susurro sintió la náusea apoderarse de su estómago ante el olor a carne y alas chamuscadas.

    El Hechicero dijo en un silbido, - ¿Y...?

    Ignothax apuntó delicadamente al cuello del Susurro con una garra. – Se rumora que ninguna criatura navega como un Susurro. Esta criatura posee sentidos gravitacionales, direccionales y espaciales como ningún otro, mejores que los de cualquier cazador o rastreador inteligente o sub-inteligente, debajo del sol. Sus mejoras mágicas no tienen rival en el reino animal. Si alguna ruta existe entre los recovecos que pueda guiarnos a nuestro enemigo, ella la encontrará por nosotros. Por su mandato de juramento, un Susurro tiene que esforzarse hasta el éxito o la muerte.

    El hombre comenzó a hacer un extraño sonido, como de tos burbujeante. Al principio, ella pensó que se estaba ahogando; hasta que reconoció la risa. Vil, cruel risa. El hombre rio alegremente, - Ah, eres astuto, Ignothax. Continúa.

    Cada centímetro del reptil escupe fuego se retorció en puro placer vil.

    Ella escupió al hombre y a su familiar. - ¡Nunca les serviré!

    ¡Yo desafío al mal!

    La declaración del Susurro la sorprendió a sí misma.

    Sin importarle el ardor de la flama verde, el Dragón tomó la jaula en su palma y la depositó a los pies del Hechicero. – Tome su futuro Maestro, ¡Conquístelo todo!

    Como si ella nunca hubiera dicho nada.

    Susurro se afianzó del tablón a media caída, ganándose tres nuevas quemaduras antes de encontrar su equilibrio. Esta vez, no hizo ningún sonido.

    Podía oler la peste a codicia emanando del humano. El pulso de su corazón proclamaba un indetenible deseo de venganza, reflejado en la cruel forma de sus labios. Detectó extrañas esencias en su aliento ¿Intoxicantes? ¿Drogas basadas en plantas? El Maestro y su familiar intercambiaron una mirada significativa. De pronto, parecieron compartir una sola mente. Magia. Sintió su toque en sus sensibles bigotes. Se los acarició rápidamente. Se presentaría su oportunidad. Debía saber aprovecharla.

    - Traigan amarres, - ordenó el Dragón. – Tú. Ve. – El hombre obedeció, trayendo cuerdas de cuero. – Y tú, chakkur mocoso, abre la jaula.

    Después de juguetear un poco con la cerradura, el otro soldado abrió la puerta. Ella dudó. Le llamaba la libertad... pero ¿en dónde estaba el truco?

    ¡Ahora! Sus patas se movieron tan rápido que se veían borrosas.

    El Dragón falló su golpe, pero el Hechicero no. Con una floritura de su muñeca izquierda, el hombre desató una mano etérea grisácea que se disparó por el aire con un aullido audible antes de agarrarla de la cola como una presa. La jaló casualmente, a pesar de su resistencia. El Susurro trató de atacar a los soldados con sus patas traseras, abriendo algunos cortes menores, pero en su estado actual, no podía poner oponerse demasiado. Le torcieron las patas detrás de la espalda para inmovilizarla, y la ataron expertamente. Era más pequeña que ellos. Apenas la altura de medio hombre, y muy fácil de patear, pero aun así se las arregló para dejarle una mordida a uno de ellos en su mano. Con algo de suerte se volvería gangrenosa en el ambiente de calor sulfúrico y alta humedad que ya tenía mojado su pelaje.

    - ¡No pueden hacerme esto! - Gritó escupiendo

    - ¿Qué? - Rio Sanfuri – ¿El Susurro cree que tiene derechos?

    Como ensayado, todos sus hombres y el Dragón lanzaron carcajadas a la vez. Incluso las draconidas cesaron sus mordisqueos para reír alegremente. Pudo escuchar el murmullo del subsuelo, lagartijas, avianes y diminutos draconidas ocultándose. Su mirada se desvió a todas direcciones. Escape. ¿Cuándo vendría? ¿Cuándo tendría oportunidad? ¿Cómo lo haría? Ella no era una bestia. O ¿lo era?

    Los despiadados ojos del Maestro se fijaron fijamente en ella, penetrantes, minando su mente como si de garras se tratara. Sintió dolor nacer entre sus cejas, y sus orejas se agitaron como reacción, pero después de un momento, él desistió.

    Podría pelear. Su cuerpo podrá ser violentado, pero su mente resistía.

    Él dijo, - Susurro, vos eres animal. Vives para servir, apareciendo cuando los tiempos lo requieren a buen término. Vuestra única función es entregar el mensaje. Correr es vuestro arte, descubridora de caminos, dotada en las artes de la penetración de líneas y defensas enemigas, sorteando todos los peligros de cañones y cuevas, de baluartes y aperturas, así como la miríada de bestias que pululan y hacen presa del descuidado y desafortunado. En los tiempos de antaño vos serviste a las ciudades y razas humanas uniendo a aquellos separados incluso por los azotes de las insolaciones y los enjambres. Reyes y pobres, comerciantes y sabandijas, a todos por igual habéis servido, y ahora mi deseo ha de ser vuestro maestro.

    Estaba claro que estaba recitando de viejos papiros. Las facciones cicatrizadas del Maestro se endurecieron al hacer un ademán hacia su presa con su mano arcana. - ¿Derechos? Ni siquiera sabes quién eres, Susurro. Permíteme demostrártelo. – Agitando sus cabellos plateados, bramó, - Yula-îk-yyrrkûdi, Susurro, ¡yo os domino!

    Una fuerza irreconocible controló sus miembros, su lengua e incluso su mente. Se escuchó a sí misma decir claramente, - Oh Maestro, describa a la persona, el lugar y el imperativo.

    Sanfuri se lamió los labios. – Te ordenó entregar mi mensaje al Rey Rhuzine en la Ciudad de Azul, también conocida como Arbor.

    Las pupilas grises la estudiaban insensiblemente, mirando la sangre que le mojaba el pelaje y los amarres que le sostenían las patas por detrás de la espalda, pero principalmente, esperando la inevitable respuesta. – Rey Rhuzime de Arbor, lo juro en sangre, - declaró.

    ¡No! ¿Quién habla con mi voz? ¿Qué es esta magia?

    Pero no podía evitarlo. Su mente era niebla densa. Incluso el dolor en su cola, de la cual colgaba, no era más que un distante y sordo palpitar. Vivía por el mensaje. Su mente era un lienzo en blanco esperando la pincelada del pintor. Cada palabra quedaría marcada en fuego, indeleble. El conocer su propósito consumiría su alma como el arte consume inevitablemente al artista, frustrándola y enfureciéndola, hasta que el proceso exaltante de catarsis comenzara. Su catarsis sería abrirse paso por el mundo, pero su reconocimiento final sería la entrega.

    La vastedad le llamaba, melancólica e inmensa, con su propia presencia haciéndose notar. Sus bigotes se erizaron en sus mejillas.

    El Maestro dijo, - Deseo que comuniques esta misiva: -Saludos de parte de Sanfuri el Conquistador, o Rey Rhuzime del reino de Arbor, en el nombre de una muy sangrienta y pendiente venganza. Espero que su salud sea... buena. Deseo informarle que vendré a visitarle con mi ejército de Dragones, que cubriré sus calles y salones con cadáveres frescos. Le deseo días agradables hasta que pueda aplastar su cráneo con mi puño. No veo la hora.

    Ella lo miró ausentemente.

    - ¡Ese es el mensaje completo, imbécil!

    El Susurro asintió. – He memorizado el mensaje.

    - Repítelo.

    A regañadientes, ella repitió su mensaje, palabra por palabra incluyendo los tonos venenosos.

    - Muy bien. – Sanfuri miró al Dragón. - ¿Enviamos a nuestra mensajera?

    La cabeza de serpiente del Dragón flotaba por encima de ellos, con sus enormes colmillos y una sonrisa malvada. Su compleja esencia dracónica era abrumadora, como un ramo de fuego fragante hirviendo sus sentidos con lentitud. – Sí, Maestro.

    De nuevo, esa sensación desconocida le cosquilleó en su pelaje. Tantas sensaciones, adormecidas bajo el dolor creciente. ¿Encontraría un momento de respiro, en que pudiera ubicarse y tratar de descifrar las múltiples sensaciones que asaltaban continuamente sus sentidos? Incluso ahora, la orden recibida quemaba en lo profundo de su mente. Arbor o muerte. Sus fosas nasales olfatearon el ambiente buscando pistas, ignorando el aroma de Ignothax. Mientras olfateaba, su pelaje se erizó, sus patas se tensaron y relajaron.

    ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? No hay recuerdos antes de este día, antes de este cautiverio...

    Con un gesto mágico, el Maestro la bajó hasta que sus patas tocaron la roca suelta. La tierra le llenó el espacio entre sus largos dedos. De nuevo, la sensación de conexión, de conocer su ambiente y ser reconocida por el mundo, fue inmediata y abrumadora. Sus patas podrían haber cedido, inundada por las crueles olas de sensaciones, de no ser por el inquebrantable agarre de su cola que la sostenía derecha.

    El Dragón comenzó a pinchar su pata con una garra, haciendo sangrar el tenso músculo, pero el Maestro detuvo a Ignothax con un gruñido bajo, - ¿Qué estás haciendo?

    - Sangre para seguirle el rastro.

    - Tiene que poder correr lejos y suficientemente rápido, -meditó el Hechicero, acariciándose ausentemente las cicatrices de la mejilla izquierda. Y los draconidas precisan una muestra de su esencia. ¿Qué sugerirías, Ignothax?

    El fuego interno del Dragón se inflamó audiblemente hasta formar un temblor que el Susurro pudo sentir en su médula. -¡Sangre!

    El Maestro carraspeó impacientemente, como si lidiara con un niño. Con aire meditabundo, empuñó su enorme espada con su mano derecha. – Sabes, Ignothax, tu problema es simplemente una falta de imaginación. Debes aprender a pensar más allá de los confines de ese duro cráneo. Daña las patas y la criatura no correrá lejos. Pero, ¿quién necesita una cola?

    Corte.

    El Susurro se congeló al sentir un latigazo frío atravesarle las patas traseras. Hubo una sensación como un jaloneo seguido de un agudo cosquilleo, como si se hubiera pinchado un nervio. Luego, su carne comenzó a arder, como presagio de una súbita explosión de dolor. Parecía como si el mundo entero rugiera dentro de su cabeza en una luz cegadora. Hubo un maullido y un grito y entonces... ausencia de dolor. Insensibilidad.

    ¡Agua! Farfulló por un segundo, furiosamente, y se mordió la lengua conforme el dolor le quemaba más y más profundo.

    - ¿Extrañas algo?

    Con su espada ensangrentada en una mano, el Maestro sostenía un pedazo de cuerda sangriento en la otra mano... No. ¡Su preciosa cola! El sonido que emergió de su boca provino de la parte más elemental y salvaje de su alma. Ningún dolor se le comparaba. El fuego detrás de ella era como sentarse en un charco de ácido, y la sensación le atravesaba tanto su carne como su espíritu. Instintivamente, supo que le habían arrebatado más que un apéndice vital.

    Sanfuri arrojó la cola a los draconidas a la distancia, - ¡Issi-táe-isceetha! ¡Esencia!

    Tres largos hocicos se precipitaron a la vez. Desde donde ella estaba, hecha un ovillo sobre su costado izquierdo, la combinación de las tres bestias se escuchaba como una sola. Pudo ver a los draconidas erguirse y ponerse rígidos, pero algo en sus sentidos estaba fallando.

    ¿Era por haber perdido su cola?

    Con los ojos muy abiertos, los draconidas de color verde jade miraron hacia el Susurro. Sus cuerpos largos y expectantes estremeciéndose por la anticipación. Cazadores listos para la acción.

    Volviendo a mirarla de manera casual, el Hechicero Sanfuri escupió, - Arbor está en aquella dirección en general, Susurro. – Señaló hacia el límite del claro del bosque, detrás de ella. A pesar del fluido y despreocupado gesto, sus ojos grises seguían siendo como cuchillos helados. – Y como somos del tipo de invasores que se dignan de ser hospitalarios, te daremos un poco de ventaja. Digamos... ¿Todo un minuto?

    Ella lo miró sin poder hacer un ruido. Por primera vez desde su despertar, lágrimas de humillación y agonía le corrían por las mejillas.

    El Hechicero levantó su espada doble amenazadoramente. – Sugiero que comiences a correr, pequeño Susurro. Ignothax, libera a los lebreles.

    Cada una de sus palabras estaba cubierta de falsedad. En el espacio de tiempo en que los ojos del Hechicero se desviaron para mirar a su Dragón acercarse a los draconidas para liberarlos, su corazón se llenó de resolución. La adrenalina le llenó las venas. Estiró sus patas y, con la vehemencia y locura de una criatura transportada a un reino de angustia, siseó, - ¡Nunca me atraparan, bestias!

    Se alejó de un brinco.

    Rápida como un Susurro, se había ido.

    Capítulo 2: Susurro de muerte

    EL PRIMER INSTINTO de supervivencia era correr.

    El paso veloz del Susurro era un pulso ciego y palpitante a través de hojas gruesas y olores a almizcle. Caminos de arcilla. El Susurro de algún insecto aquí y allá, un remolino de avispas incandescentes que rebotaron en su pelaje al avanzar. Sus patas golpeteando rápidamente por encima de rocas, sus pasos sonaban como hojas secas movidas por la brisa otoñal. Pudo escuchar gruñidos agudos a través del denso follaje. Persecución. Sin embargo, el sonido había tranquilizado su pánico, y se detuvo en un arco de piedra que conectaba dos bordes de granito. Comenzó a escuchar a su cuerpo. Escuchaba el ardor de sus abusados músculos, y la piel viva de sus patas y lomo, protestando su necesidad de huir. La sangre le borboteaba en los oídos. El aire silbaba en sus pulmones. Sentía en todo momento el doloroso calor de su cola amputada, ya que incluso la sensación del aire le torturaba sus terminaciones nerviosas expuestas.

    Huía por su vida. No había duda. Ambas orejas apuntaban hacia atrás, atentas al sonido de sus persecutores. Rápidos. Ágiles. Uno de los sonidos de garras se encontraba más atrás que los otros.

    Se han detenido para marcar el camino.

    ¿Cómo sabía eso? La información simplemente llegaba a su cerebro como vapor que se elevara de charcos ocultos en su psique, incluso desde el momento en que se había erigido ese día, sin haberlo deseado y sin haberlo pedido.

    ¿Quién soy? La pregunta le asaltaba con cada paso, y se debatía con cada inflexión de dolor. Misterio. Todo lo que tenía era un montón incoherente de respuestas y pistas a medias. No tenía nombre. Vivía. Estaba atada a su tarea. Hirviendo de indignación ante tal injusticia impuesta a su persona, pero indefensa ante su veredicto mágico. Un Susurro (Sea lo que sea un Susurro. Cartógrafa, mensajera. Una criatura sin derechos. Nacida en el momento de necesidad) ¿Cómo era eso posible? No podía articular la profunda ofensa que esta idea le causaba en su interior, sabiendo sólo que vivía como plomo fundido en su garganta, en su estómago, estimulando su tarea.

    ¿Cuántos draconidas le perseguían? Desde más atrás, el sonido que rebotaba entre las paredes del cañón se confundía con el ruido agitado de un ejército más grande del que había sospechado inicialmente. Quejumbrosas y ásperas voces de dragones. El Tintineo y rumor de armaduras. Un aleteo tirante y regio, como de alas estirándose para desentumecer los músculos de vuelo. ¿Se trataba de dragones voladores? Su mente los enumeró automáticamente, haciendo uso de la cadencia de los aleteos y la diferencia entre sus tonos. Al menos cuarenta, quizás cincuenta. Sus orejas inquietas identificaron el aleteo más brusco y pesado de otro tipo de dragón que no pudo identificar, pero sus pasos alcanzaban a agitar las hojas a su alrededor, incluso entre tanta distancia. Voces humanas comenzaron a entonar una canción de marcha, un lamento atemorizante que no dejaba de poseer cierta cadencia musical, y que incluso modulaba el ritmo de su marcha.

    Armado de este conocimiento, su cuerpo retomó un trote más calmado, sin llegar a ser lento.

    El Susurro preparó sus sentidos. Impresiones de su alrededor le invadieron. Árboles. Fruta. Refugio. El rumor de agua color lapis lazuli. El... dolor. Se tropezó fuertemente con una roca y cayó girando. Su equilibrio se había disipado. Al tratar de recuperarse se rozó en un arbusto de meskuhi, dando un paso atrás con su hombro lleno de espinas de color verde lima, y cayó de espaldas sobre el muñón de su cola.

    El mundo se estremeció. La luz cedió a la oscuridad. Hojas de olivino. Una mancha de plumas color borgoña entre el follaje. ¿En dónde estaba?

    ¡Dolor!, una mandíbula mordió su pata, antes de que la cabeza a la que estaba unida, cubierta de armadura color jade y ojos color carmesí se movieran violentamente hacia arriba, arrojando al pobre Susurro cinco metros en el aire. Otro juego de colmillos brilló, aproximándose a ella, que logró impulsarse a ciegas con una pata, jalando una liana cercana, que la hizo atravesar un montón de flores assumbi y golpear una rama. ¡Una garra! Una mancha de sangre apareció en su pata delantera izquierda antes de que saltara para alejarse del ataque de otro de sus cazadores.

    Ahora, todo le era instintivo, como una oscuridad mental. ¡Huye! ¡Resiste! El Susurro saltaba de rama en rama impedida por la falta de su cola prensil, usando en vez de ella sus garras para afianzarse. Se enterraban en la madera. Corrió treinta metros verticalmente por un tronco antes de doblar sobre una rama angosta. En equilibrio, escuchando los silbidos entre las ramas, se desconcentró y cayó sobre un nido de chirrus, pájaros de cresta violeta. Estos la picotearon enfadados, y la cortaban con sus alas, que terminaban en una fina garra.

    Después de alejarse de un salto, empleando sus cortos y filosos colmillos, se afianzó de una liana colgante y se balanceó de nuevo, sintiendo, más que viendo, a otro de los draconidas pasar zumbando muy cerca de ella, con sus vestigios de alas agitándose, tratando de impedir lo que, con algo de suerte, sería una caída fatal.

    Algunas impresiones mentales aparecieron brevemente ante el Susurro. Una cueva. Un angosto túnel iluminado tenuemente por relucientes líquenes anaranjados. Más adelante otro árbol con una inclinación mayor a la que tenía la rama en la que estaba. Esencias de diferentes flores aromáticas cosquilleaban en su nariz, cada una única. Un enorme precipicio que se abría bajo sus patas como si la tierra quisiera devorarla con una gran y rocosa boca. Una maraña impasable de hastabrías enfrente de una enorme columna de roca colapsada que tenía casi medio kilómetro de grosor, que bloqueaba completamente su camino. Obligada a retroceder, sufrió otro ataque que no alcanzó a romper la piel de su cuello. Estando protegido por una gruesa capa de pelo sedoso, el draconida no le había mordido suficientemente profundo para romper la piel. El Susurro era consciente de que su

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