Obra negra
Por Aldo Santaella
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En su travesía Scott hace un recorrido por la ciudad de México mientras investiga sobre el único nombre que tiene como pista: el famoso maestro aquitecto don Pedro de Arrieta, cuyas edificaciones de esti
Aldo Santaella
Aldo Santaella, 49, nació en la Ciudad de Mexico, y desde hace más de 20 años ha sido, editor, guionista y escritor en diversas publicaciones informativas y de entretenimiento. Ha editado y generado contenido para historietas, magazines, periódicos y libros. Ahora en su faceta de autor, publica su primera novela Obra negra como e-book para llegar al lector de la era digital.
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Obra negra - Aldo Santaella
Obra negra
Aldo Santaella
D.R. © Aldo Santaella, 2020
ISBN: 978-607-8738-26-7
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Capítulo 1
Dedicatoria
para Alicia, Jack y Sebastián.
23 de marzo de 2017.
Jack Alexander, el rubio y corpulento agente de la Interpol permaneció en silencio, sentado en el sillón de la habitación del hotel. A través de la ventana podía ver el Castillo de Chapultepec, el bosque espeso que se cortaba por el Paseo de la Reforma y el smog de la Ciudad de México. Miró su reloj, eran las 9:17 de la mañana y parecía no darle importancia al tiempo transcurrido, esperaba algo, una palabra, una respuesta, un indicio de ese hombre que a propósito se mantuvo como ausente hasta que finalmente solo dijo: No.
Alexander se puso de pie, de su fino portafolio de piel negra mate, sacó un sobre de plástico con documentos migratorios. Pasaporte, boletos de avión, identificación y un sobre con 500 dólares que colocó sobre el tocador, mientras le daba secas indicaciones.
- Mañana a las 7 de la mañana te llevaré al aeropuerto. Será tu última oportunidad para contarme todo y empezar con acciones legales. – sentenció el agente y sin decir más, se retiró olvidando cortesías.
A solas en la habitación, Raul Scott caminó lentamente hacia el baño y se despojó de la camisa frente al espejo, conteniendo el coraje y la impotencia.
Habían pasado ya 7 días desde que unos policías lo encontraron sin sentido, desnudo, golpeado y sangrando, afuera de lo que fue el templo de Corpus Christi, frente a la Alameda Central, cerca de una pestilente coladera abierta, los agentes se encargaron de reanimarlo y al ver sus heridas llamaron a la ambulancia que lo trasladó de emergencia al hospital general, donde fue atendido.
Diariamente, un médico lo revisó para curar esa quemadura que cruzaba todo su pecho. Custodiado, siguió la orden de reposar en esta habitación pagada por el servicio consular que lo hospedó, porque lo había perdido todo: equipaje, dinero, identificaciones y que se convirtió en su salvación, al menos mientras se alistaba para regresar a su país. Observó su imagen en el espejo una vez más.
-Haber sido marcado como una bestia no fue lo peor… - se dijo a sí mismo, al mirar cada centímetro de esa cicatriz tan profunda como caprichosa que se extendía en cinco puntas.
-Lo peor no es tener que vivir para siempre con este maldito símbolo en mi piel- pensó al ver en el espejo esa herida trasgrediendo su ser. Tensó sus músculos y miró sus ojos reconociendo esa extraña luz enfermiza.
-Lo peor es que ya no siento dolor– reconoció con ira - Lo único que siento con toda claridad es un poderoso deseo de venganza.
Capítulo 2
En el último día de noviembre de 1738.
Mi destino fue marcado con la gracia del arte de escribir, fue la voluntad de Dios, tal vez; para mí, escribir es un acto casi milagroso que transforma la existencia del hombre, la enriquece con conocimiento, la acerca a Dios y la ilumina con el don de la comprensión.
Crecí en una familia bien educada, cercana a la mano de Dios y que tuvo privilegios gracias a mi hermano mayor: Pedro, una mente brillante, un portento de las letras, el primer escribano en registrar los escritos de nuestra querida hermana Juana de Asbaje; un exitoso trabajador de la palabra, de las ideas y de las leyes, reconocido por el Rey de España, dedicó su vida al oficio de escribano. Su influencia en mi vida fue total.
Desde muy joven seguí los pasos de Pedro. Logré convertirme en su ayudante y ganarme la vida de manera más o menos decorosa hasta el año de 1710, cuando fui reconocido como un escribano real, con licencia para ofrecer mis servicios en una de las jurisdicciones de esta bendita Ciudad de México.
Así, este humilde talento que poseo se transformó en arte funcional al servicio de la sociedad. Desde ese momento mi trabajo consistió en escribir demandas, denuncias, testamentos, nacimientos, decesos, contratos de compra – venta, declaraciones de acusados, hipotecas, rentas de casas, traspasos de propiedad, acuerdos mercantiles, permisos, cartas personales y hasta composiciones de cantos, oraciones religiosas y cualquier asunto legal que surgiera entre la gente de nuestra Ciudad y que contrataba mis servicios como escribano.
Al igual que mi hermano Pedro, yo pertenecía a un pequeño grupo de trabajadores especiales al servicio de la sociedad, que por orden de su majestad y a través del Consejo de Indias teníamos la labor de poner por escrito la vida económica, administrativa, legal, religiosa y artística de la Nueva España.
El único anhelo que tenía sin conquistar era crear una obra de mi inspiración, sin embargo, ese deseo con el paso del tiempo fue disolviéndose. El oficio de escribano parecía un trabajo para toda la vida. Siempre al lado de mi hermano, con el paso de los años alcancé un enorme prestigio en toda la Ciudad, en todas partes me conocían, desde el cerro de Iztapalapa hasta el Tepeyac y en todas las calles del centro; los pobres, los ricos, los religiosos, los representantes de la administración, me reconocían como el escribano real Felipe Muñoz de Castro.
Llegué a la vejez con cierta fortuna y un impecable prestigio, en el año de 1738 yo tenía una familia de bien, algunos ahorros y un grupo de ayudantes que aprendían de mi para después ocupar mi lugar; yo sentía que ya todos mis deseos estaban satisfechos, hasta que fui contratado para atender personalmente a un hombre extraordinario, un artista único: Pedro de Arrieta, maestro en el arte de la arquitectura y la construcción.
El 13 de diciembre de 1738, acudí a su residencia, allá por el rumbo de Tacuba. Un palacete lujoso escondido tras altos muros de basalto negro, coronados con frondosas enredaderas que impedían ver al interior de la enorme propiedad que poseía una extensa área de bosque privada. Entre los fastuosos jardines, fuentes y la capilla, un andador de piedra de río era la vía a un imponente despacho, antesala a su taller de arte para dibujo, pintura, planos, escultura y sus artes.
Más al norte, la gran residencia de 4 niveles albergaba todas las formas del arte, valiosas obras que ni la Casa Real tenía. Una descomunal colección de pinturas de artistas famosos de la época, esculturas y arte sagrado, y