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Ciudad Real de leyenda
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Libro electrónico331 páginas6 horas

Ciudad Real de leyenda

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¿Conoce el informe secreto que realizó el escritor Mateo Alemán, donde destapó las nefastas condiciones laborales de los trabajadores de las minas de Almadén? ¿Sabía que en Malagón existió un personaje que quiso imitar a Ícaro y volar con unas alas lo más lejos posible? ¿Ha escuchado hablar de los misteriosos casos de apariciones fantasmagóricas en distintos puntos de la capital ciudadrealeña, para asombro y pavor de quienes han sido testigos? ¿Ha visitado Villanueva de los Infantes, donde se encuentran los restos de Francisco de Quevedo, que comenzaron con una leyenda y acabaron con un estudio científico de gran rigor? ¿Está al tanto de las historias de san Juan de Ávila o de «el cura de los bichos», magnos personajes de la provincia de Ciudad Real y con sin par calado postrero?”


En este libro encontrará un buen ramillete de leyendas y misterios que le darán una mejor visión de una tierra única y de cómo ha sido su discurrir a lo largo de los milenios. Desde monjas sin vocación que luchaban por ser libres hasta fantasmas nocturnos que asustaban a la población, pasando por amores imposibles entre personas de distinta religión o extracción social, difícilmente aceptados por la sociedad de la época, o extraños seres que aparecían de vez en cuando en la sierra y que aterrorizaban a sus habitantes.

Una serie de relatos e investigaciones de intenso calado que ayudarán al lector a conocer mejor esta provincia de grandes personajes y ilustres momentos, con algunos de los lugares y poblaciones más fascinantes de la geografía española, de ejemplar arquitectura y singular tradición oral.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento23 oct 2020
ISBN9788418578656
Ciudad Real de leyenda

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    Ciudad Real de leyenda - José Talavera

    Prólogo

    Mezcla de realidad, ensoñaciones y emociones (reales o irreales), todas las épocas han tenido leyendas que han ido sobreviviendo a lo largo del tiempo, gracias unas veces al boca a boca y otras al cancionero popular.

    El curso de la historia de España ha virado en varias ocasiones en la provincia de Ciudad Real. Desde el cambio de dinastía con el asesinato de Pedro I en Montiel, hasta la extraña y oportuna muerte de Pedro Girón, maestre de la Orden de Calatrava, en Villarrubia de los Ojos, cuando se encaminaba a casarse con Isabel de Castilla, que a la postre sería la gran Reina Católica. En todos estos acontecimientos hay una parte histórica, documentada, y otra de leyenda, esas versiones orales que han pasado de generación en generación para contarnos hechos extraordinarios, inexplicables para la ciencia ya que no los ha podido demostrar, pero que la creencia popular ha sabido conservar a través de los siglos.

    Y Ciudad Real, su extensa provincia, está plagada de esas leyendas. Tejidas con retazos de la realidad y de la imaginación de un pueblo que vivió en una zona fronteriza en época convulsa: la Reconquista.

    Y en esos azarosos años nos adentra el autor para contarnos historias como la del saetón de Sierra Madrona o el fantasma de San Pedro. Pero como buen narrador de hechos insólitos también nos introduce en expedientes secretos como el de las minas de Almadén o la finca del Doctor, un lugar que parece olvidado en el tiempo, pero que sigue despertando la curiosidad de quien atraviesa la carretera entre Daimiel y Valdepeñas y donde infinidad de historias ligadas al espionaje militar han ido surgiendo a lo largo de los años, hasta llegar a publicarse alguna.

    Leyendas plagadas de lugares y personajes. Personas de carne y hueso que han sobrevivido a la muerte y su leyenda continúa, mezclando hechos reales con otros más imaginarios, creados por la tradición oral.

    Lo saben bien en Pozuelo de Calatrava, con su afamado Cura de los Bichos, o en Almodóvar del Campo con el Doctor de la Iglesia, San Juan de Ávila.

    Sí, estamos en el siglo xxi, las fake news nos martillean constantemente y reinan en una sociedad ebria de información donde se hace difícil distinguir la verdad y la realidad. Llegados a este punto es bueno mirar atrás y ver cómo las leyendas, sí, esas de las que no se ha podido certificar su verosimilitud ni existencia, son infinitamente más bellas, incluso románticas y ensoñadoras que la realidad predominante.

    Les invito a leer este libro donde la vida real, las costumbres de una época incierta y la ensoñación de lo pasado nos adentran en una bruma de irrealidad o de realidad, quién sabe, ya que ni yo ni ustedes estuvimos allí, para darnos un paseo por la provincia de Ciudad Real.

    Quizás, solo quizás, al final de estas historias, puedan llegar a pensar en una provincia llamada Ciudad Irreal, pero eso lo tendrán que descubrir en estas páginas.

    Manoli Barragán

    Periodista audiovisual CMM

    La conversión de Sara

    Ciudad Real capital

    Nota el pueblo que la faz divina

    y triste de Jesús Nazareno

    hacia la reja con amor se inclina

    y está aquel cuarto de fulgores lleno.

    «La hebrea del Barrio Nuevo», Juan Bautista Bernabeu

    Una solemne oración judía se escuchaba en la casa:

    Sh’ma Israel

    YHWH Eloheinu

    YHWH Ejad

    Veahavta et YHWH Eloheija

    Bejol Levavja,

    Ubjol Nafsheja

    Ubjol Meodeja.

    Padre e hija terminaron el rezo y quedaron en silencio durante unos segundos, en meditación.

    La calle del Lirio estaba ubicada por aquel entonces en plena aljama ciudadrealeña. En estas zonas se agrupaban las comunidades judías que habitaban en la península ibérica durante la Edad Media. Eran entidades autónomas que controlaban férreamente la vida de sus miembros y se aseguraban de que sus costumbres y su moral se ajustaran a lo establecido por su religión. Ellos mismos cobraban sus propios impuestos, regulaban las construcciones en estos lugares, se permitía o no la apertura de comercios, además de prohibir el juego, asistir al menesteroso y facilitar la enseñanza a los hijos de las familias con pocos recursos.

    Nos situamos a principios del siglo xvi, cuando los habitantes de Ciudad Real habían iniciado una persecución contra los judíos y les permitían permanecer en sus tierras si abjuraban de su credo y se convertían al cristianismo. Algunos lo hacían de manera externa, pero en su interior y a escondidas seguían practicando sus cultos, procurando no ser descubiertos para evitar padecer la persecución de la Santa Inquisición.

    En esta calle vivía un hebreo bastante rico llamado Efraín. Tenía una hija de nombre Sara, con una belleza sin par, unos ojos que hipnotizaban al más pintado y una forma física envidiable. El padre era un comerciante de bastante renombre.

    Un día fue detenido y juzgado por el Santo Oficio, porque se le había acusado de que realizaba prácticas judaicas y profería oraciones de esa religión proscrita. Fue encerrado en las oscuras cárceles ciudadrealeñas y sometido a todo tipo de torturas para poder conseguir que confesara, no solo su pecado, sino otros nombres que podrían formar parte de esa conjura que atacaba la moral cristiana de aquel entonces.

    El hombre no consiguió aguantar el dolor y las heridas provocadas por todo tipo de prácticas punitivas sobre su cuerpo y murió en esos calabozos en los que estaba cautivo.

    Como Sara era hija única y la madre ya no vivía se quedó completamente sola y desolada. Su dolor era tan grande que muchas veces vagaba por las calles como sonámbula, aunque su belleza seguía imponiéndose sobre la tristeza y su hermosa mirada trascendía a la desdicha que padecía.

    Había por entonces una corporación llamada la Santa Hermandad, que se componía de gente armada que era pagada por los concejos municipales con el fin de perseguir a los criminales y maleantes que desasosegaban a los pacíficos habitantes de los distintos lugares.

    Fue instituida por la reina Isabel La Católica en las Cortes de Madrigal de 1476, tras la unificación de diferentes hermandades que habían existido en los distintos reinos cristianos a partir del siglo xi. De hecho, siempre se ha considerado que era el primer cuerpo policial de Europa que pudiera estar sometido a una cierta organización y administración gubernamental.

    Su forma de vestir era muy llamativa. Llevaban un chaleco de piel hasta la cintura y unos faldones hasta la cadera. Las mangas de la camisa eran verdes y se les identificaba enseguida, recibiendo el apelativo popular de «mangas verdes». Aunque, oficialmente, se les conocía como cuadrilleros porque iban en cuadrillas de cuatro soldados.

    Y de esta original vestimenta surgió el dicho popular de «¡A buenas horas, mangas verdes!», porque parece ser que cuando se les llamaba no llegaban nunca a tiempo, y los crímenes quedaban impunes muy habitualmente, por lo que los propios vecinos buscaban la solución como les pareciese, de modo que cuando aparecían su labor ya no resultaba necesaria.

    En aquellos tiempos había un joven llamado Francisco Poblete, capitán de los Cuadrilleros de la Santa Hermandad de Ciudad Real. Era apuesto y de una fe católica inquebrantable. Atendía a todos los mandatos que le dictaba su credo y no se saltaba ninguno, a pesar de los pesares. Sus férreas convicciones y su integridad le habían convertido en un personaje muy respetable en la ciudad, en el que se tenía mucha confianza y se acudía cuando había algún problema. Su vida era cómoda y sin necesidad alguna.

    Puerta de Toledo en Ciudad Real. Autor: Víctor Prieto.

    Un día, Sara caminaba presurosa hacia su casa, de donde salía poco porque desde la muerte de su padre prefería dejarse ver lo menos posible, no fuera a ser que la Inquisición fijara sus ojos en ella. Además, tenía algunos episodios depresivos que no contribuían en nada a que ella quisiera mantener una vida social activa.

    Entonces quiso el destino que se cruzara con Francisco Poblete, que paseaba con aire altanero y mucha elegancia. Ella apenas se fijó, porque solía ir mirando para abajo, pero él sí que se dio cuenta de los ojos que embelesaban al más pintado y de su belleza sin par, digna de los ángeles. El joven intentó abordarla, pero ella iba tan rápido que le fue imposible llegar hasta su altura y al final la perdió entre las intrincadas calles de la aljama.

    Desistió de su intento y dejó pasar la oportunidad, aunque en su mente la imagen de la judía se reproducía de manera casi perfecta. Y él se recreaba en todos los detalles de su rostro y así se quedaba dormido durante las noches siguientes. Fueron muchas las tardes que Francisco la vio pasear por las calles del centro de Ciudad Real, las mismas que intentó hablar con ella y luego se retrajo para no asustarla o intimidarla.

    Por su parte, Sara comenzó a darse cuenta de su presencia, pero su estado mental le impedía ver más allá de sus problemas y traumas. Se percataba de que era apuesto, sin duda alguna, y que tenía pinta de ser un buen hombre, era consciente de que le llevaba siguiendo durante algunas jornadas, aunque ella no se daba por enterada, y sabía que buscaba algo más allá de unas miradas fugaces porque, a veces, ponía cara de cordero degollado, momento en que a ella le hacía algo de gracia y sentía que podría hablar con él un momento y no pasaría nada.

    Y llegó el día en que Poblete se armó de valor y la abordó en plena calle. Era una tarde de primavera, cuando el cielo estaba raso y los pájaros ya disfrutaban del buen tiempo y de las promesas cercanas del estío. Y Sara no sabía dónde meterse en ese momento. Si hubiera encontrado en las cercanías un pozo profundo allí que se habría tirado por la vergüenza que sintió en un primer momento.

    —Bella dama, ¿cuál es tu nombre? —le preguntó el joven con sus ojos encandilados.

    —Sara, señor —le respondió ella, con un educado trato, viendo que se trataba de caballero cristiano.

    —Yo soy Francisco, Francisco Poblete para más señas. Te he visto pasear estos días por aquí y creo que tu hermosura rebasa a la de todas las mujeres de esta primorosa ciudad. Tus ojos tienen una mirada tan profunda que ni la oscuridad del cielo nocturno puede igualarla.

    Ella se sonrojó y evitaba sostenerle la mirada, no fuera a pensar que se trataba de una desvergonzada. Era la primera vez en mucho tiempo, desde que murió su padre, concretamente, que sentía algo cercano a la felicidad. ¿Sería capaz de dejar escapar ese momento y volver al ostracismo interior en que estaba sumida?

    Por eso cuando le dijo:

    —Me gustaría volver a verte, ¿vives cerca de aquí?

    Ella respondió:

    —En la calle del Lirio, señor, a pocos metros.

    —La conozco perfectamente. Esta noche iré a visitarte. Aguarda en la reja una vez que la ciudad duerma.

    Esas palabras fueron tan directas y emocionantes que el corazón de Sara empezó a latir como si fuera a estallarle en el pecho en cualquier momento.

    Le dijo que sí, ¿qué le iba a decir si no a ese joven tan dulce y de sentir sincero que se le había presentado como un ángel del paraíso? Y se marchó a su casa entusiasmada. Ya el interior del hogar no era esa cárcel de tristeza que le había parecido durante tantos meses. Ahora debía entrar la luz y desaparecer el polvo de los muebles y cornisas. Comenzó a adecentarlo todo y lo dejó limpio como una patena. Seguramente, en el futuro, y si todo salía según lo esperado, el muchacho tendría que entrar y conocer el lugar más profundamente. No podía verlo abandonado o lúgubre. Y ella tenía que arreglarse. Por eso se puso el vestido más hermoso que tenía, peinó sus cabellos como antes solía hacerlo y ya estaba lista para ser la bella dama que solo el pasado había conocido.

    Así discurrió la jornada. Dio una cabezada sobre su cama, pero procuró no dormir demasiado a la espera de que el joven apareciera tras la reja, que había dejado semiabierta, a pesar del leve relente que corría ya bien entrada la noche.

    Unos pasos lentos sobre los cantos del pavimento le anticiparon una hermosa conversación a la luz de la luna. Sabía que no se podía exponer demasiado y debía ser sigiloso por los problemas que podía acarrear que un cristiano deambulara a esas horas por la judería ciudadrealeña.

    Y una noche tras otra las conversaciones iban aumentando en intimidad hasta que se les agarró el cariño tan fuerte en el alma que les era cada vez más difícil separarse. Ella dependía de él y él dependía de ella.

    —Desde que te conocí mi vida ha cambiado completamente —le dijo una vez Sara.

    —Eres lo mejor que me ha pasado hasta el momento, ya no sé vivir sin ti —le aseguró otra madrugada Poblete.

    Y así se iban dando raciones de palabras de amor que anticipaban un futuro glorioso y unos momentos de júbilo postrero.

    Ninguna noche la dejaban pasar sin verse y por el día era como si no se conocieran de nada si se cruzaban en plena calle. Ese era el acuerdo secreto que habían pactado y lo cumplían a rajatabla, aunque en más de una ocasión habrían deseado fusionarse en un gran abrazo y un cándido beso delante de todo el mundo y así demostrar lo que se querían. Pero conocían el peligro al que se sometían si su relación prohibida a los ojos de esa sociedad llegaba a ser conocida por la Santa Inquisición. Se les juzgaría sin lugar a dudas, a ella por ser hereje y no haber renegado del judaísmo y al joven por ser su cómplice. Y Sara ya había tenido la terrible experiencia de su padre para someterse a un proceso que, sin duda, les llevaría al peor de los finales.

    Pero la gente siempre está pendiente de lo que le pasa al vecino, una práctica muy extendida a nivel mundial, y pronto surgieron rumores de que alguien había encandilado a la joven judía y la visitaba tras la reja en plena oscuridad, con la luna como sola testigo. Y como no se sabía la naturaleza de su credo no se podía prejuzgar, en principio, nada. Bastante había tenido ya la pobre para, además, ser investigada por los próceres de su religión por conducta inapropiada. Así que se dejó pasar sin consecuencia alguna y los encuentros prosiguieron.

    Como ellos empezaron a recibir noticias aisladas de que el rumor se iba propagando soterradamente, una noche Poblete le habló así a su amor:

    —Sara, cariño mío, tenemos que solucionar esto de alguna manera.

    —¿De qué manera puede ser, mi lucero? —preguntó ella dubitativa, aunque empezaba a comprender lo que quería decirle.

    —Te tienes que convertir al cristianismo. Es la única forma que hay para poder acabar con los dimes y diretes, las sospechas y las posibles acusaciones de la Santa Inquisición.

    Ella dudó unos instantes y respondió, no sin cierto temor:

    —¿Y si tú te hicieras judío, Francisco?

    Él imaginaba que esa posibilidad la había calibrado durante un tiempo la joven y estaba seguro que de surgiría antes o después. Por eso, la respuesta la tenía meditada y así la expuso:

    —Amor, sabes que eso es imposible. Soy capitán de los cuadrilleros de la Santa Hermandad, no podría convertirme al judaísmo sin que eso tuviera graves consecuencias. Acabaríamos los dos en los calabozos del Santo Oficio. Sin embargo, tú, una joven solitaria, huérfana y poco conocida, si te haces católica nadie lo discutiría y yo te protegería ante cualquier problema con tu gente. Tienes que hacerlo, Sara, si no va a ser muy difícil que podamos seguir de esta manera.

    A ella se le anegaron los ojos de lágrimas. Su religión, por la que su padre había muerto, era uno de los puntales de su vida y la que le había sostenido durante mucho tiempo, no podía traicionar ahora sus creencias y renunciar a ellas. Pero no quiso quitar la ilusión a su amado.

    —Pensaré en ello —respondió.

    Él sintió cierta esperanza y se marchó esa noche con alegría, diciéndole palabras bonitas y chanzas para que sonriera.

    Nuestro Padre Jesús Nazareno.

    Sara pasó una noche terrible, con pesadillas y náuseas. Se despertó en varias ocasiones sintiéndose mal. Pensó tanto en lo que le había dicho Poblete que ni siquiera salió ese día de la casa, dándole vueltas a la cabeza. Cuando llegó el momento de encontrarse con él ya tenía una respuesta preparada.

    —¿Qué has pensado, mi tesoro? —le preguntó el joven tras unas primeras demostraciones de cariño.

    —Francisco, el judaísmo es la fe que mis padres me enseñaron, en ella me educaron y con ella vivo desde que nací. Por mucho que lo intentara no podría desembarazarme de ella nunca. Yo haría lo que fuera por ti, y lo sabes, pero no puedo renunciar a mi religión. Lo siento.

    Las palabras supusieron un mazazo para Francisco, pero no por ello dejaba de quererla mucho.

    —Sara, comprendo perfectamente lo que dices, porque lo mismo me pasa a mí. Pero si fuera solo de cara a la galería, para que la gente no murmurara, yo podría permitir que siguieras con tus cultos en la intimidad del hogar si fuera necesario, sería permisivo con tal cuestión y jamás revelaría la verdad.

    —Cariño, me encantaría complacerte y lo sabes, pero esto es imposible. Te ruego que no insistas.

    Y el joven no prosiguió con más argumentos. Lo dejó pasar y siguieron hablando de cosas menos complejas, de lo que se querían y de lo que iban a hacer cuando tuvieran hijos y estuvieran juntos para siempre. Planes de un futuro que se antojaba un tanto complejo de resolver entre ambos.

    Francisco estaba tan enamorado de Sara que no hallaba cómo solucionar ese conflicto religioso entre los dos. No sabía a quién consultar su problema, porque temía ser denunciado a la Inquisición, por lo que no encontró mejor confidente que Nuestro Padre Jesús Nazareno, que se hallaba en el convento de los Dominicos del Compás de Santo Domingo, un templo construido donde antes se situaba la Sinagoga Mayor judía, a pocos metros de la vivienda de la joven. Ante su imagen se arrodilló y le rogó por su amada:

    —Señor, sabes que durante toda mi vida he sido un buen cristiano, que te he rendido la debida pleitesía y he acudido a todos los actos religiosos que tiene a bien imponer la Santa Madre Iglesia, siempre he actuado de buena fe con mis semejantes, he ayudado al menesteroso, he sido buen hijo y he honrado a mis padres, te he rezado noche y día y he hecho lo posible por estar unido a Ti en el mayor grado que he podido. Por eso te vengo a rogar hoy, Padre bueno, que asaltes el alma de mi amada Sara y le siembres la semilla de la fe cristiana. Que crezca rápidamente y se convierta lo antes posible para poder cumplir los dos con los preceptos de mi fe a la mayor brevedad. Te lo imploro con toda mi devoción.

    Y se marchó de allí muy emocionado.

    A la noche siguiente y las posteriores todo fueron intentos para convencer a Sara de que tenía que cambiar de credo si quería que todos los planes que la pareja iba pergeñando salieran bien y, continuamente, la respuesta era la misma: no dejaría de ser judía por nada del mundo. Por eso, continuamente volvía Francisco a visitar a su amado Nazareno para rogarle la conversión de la joven. Aunque, de momento, sus demandas celestiales no eran atendidas.

    Pero eso no era óbice para que la relación entre ellos fuera enfriándose, sino todo lo contrario. Se decían todo tipo de palabras de amor y continuaban confeccionando un futuro común con muchas risas, murmuraciones de los vecinos y un peligro en ciernes por si eran descubiertos. Nada podía con su amor y eso era loable.

    Y una noche ocurrió algo fuera de lo común. Francisco apareció en la reja de Sara con aire circunspecto y pocas ganas de hablar. Ella lo notó enseguida extraño. Sabía que no podía ser por el tema de su conversión porque nunca se había puesto así a pesar de sus continuas negativas. Había algo más.

    —¿Qué te pasa, amor mío? —le preguntó con miedo a lo que pudiera responderle.

    —No me pasa nada, no te preocupes —respondió él sin apenas levantar la cabeza y, mucho menos, mirarle a los ojos.

    —Dímelo, te lo suplico, no me hagas permanecer con esta duda. ¿Qué puede haber hecho que te muestres de una manera como nunca te había visto? Tú, que siempre has sido tan jovial y risueño, que ves a todos los problemas solución… Dime, ¿qué ocurre?

    El joven la miró por fin y en sus ojos se intuía una profunda tristeza. Casi se le humedecían y se notaba que había llorado con anterioridad.

    —Sara —comenzó a hablar con aire circunspecto—, tengo una terrible noticia que darte.

    —Dímelo, no aguardes más —le rogó ella agarrándose a la reja por si pudiera ser una mala nueva constitutiva de deliquio.

    —Hoy hemos recibido una orden de su majestad el rey, que nos llama a la Santa Hermandad para unirnos a sus tropas en la frontera de Andalucía. Quiere que frenemos el avance de esos malditos moros y cualquier ayuda es poca. Mañana partiremos y no sé cuándo podremos regresar.

    Sara casi se cae al suelo al conocer el dolor que acuciaba a su amado, pero se mantuvo en pie

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