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Galaxia errante
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Libro electrónico290 páginas4 horas

Galaxia errante

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'Galaxia errante' es una compilación de treinta relatos que abarcan la ciencia ficción, el terror y la fantasía, con alguna incursión en el noir y la sátira. Se trata de géneros idóneos para narrar y analizar conflictos actuales desde visiones distópicas, alegóricas o simplemente irónicas, pero siempre entretenidas. El lector encontrará en este libro ecos de Borges, A. C. Clarke, Gibson, Lovecraft o P. K. Dick, pero desde una perspectiva propia del siglo XXI.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 may 2017
ISBN9781370962266
Galaxia errante
Autor

D. D. Puche

D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.

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    Galaxia errante - D. D. Puche

    Reúno aquí una colección de relatos escritos durante el año que llevó la publicación original de mi primera novela, Balada de los caídos. Comparten con ella la combinación de los géneros de la fantasía, el terror y el noir, si bien en esta ocasión tiene una importancia central la ciencia ficción. Estos relatos, que aparecieron de manera regular en el blog promocional de aquella novela ‒pues quería ofrecer entretenimiento a amigos y demás lectores durante la espera‒, terminaron no obstante convirtiéndose en el centro de mi ocupación como escritor en ese período. Con ellos he aprendido mucho sobre el oficio, y varias de estas historias breves son el germen de proyectos más extensos que ya estoy desarrollando.

    La fantasía, el terror y la ciencia ficción –quizá especialmente esta última, que por ello es mi predilecta– son por lo general considerados géneros menores por el establishment cultural, lo cual es imperdonable después de A. C. Clarke, Asimov, P. K. Dick, W. Gibson, Lovecraft, Machen, R. W. Chambers, Borges, George R. Martin, Pratchett o Sapkowski, por citar sólo a algunos autores. Dichos géneros, de hecho, son especialmente idóneos para jugar con las grandes ideas; constituyen potentes herramientas metafóricas de análisis y crítica del mundo actual, sin que ello afecte en lo más mínimo a su amenidad y valor narrativo. En un panorama literario bastante conformista y casi monopolizado por los insulsos best sellers que hoy lo acaparan todo –en su mayoría basura literaria–, esos géneros menores aún pueden abrir y sostener la distancia crítica frente a lo real que es consustancial a la literatura misma. Esa distancia es el espacio de la reflexión, de la alternativa, de la posibilidad; el espacio de una subjetividad que se niega a disolverse en los marcos narrativos preestablecidos por el sistema, por la industria cultural que condiciona a las masas. 

    Se podrá alegar que estos géneros forman parte –como todo en el mercado global– de la propia industria, y que pueden ser y son vehículos, precisamente, de esa narrativa preestablecida. En efecto, nada es puro ni se salva de la manipulación o el uso espurio. Pero bien empleados, son lenguajes subversivos con una singular potencia para despertar la conciencia crítica y hasta la utópica. Al romper con lo ordinario y cotidiano, al situarse en un punto de vista antes, después o fuera de este mundo, nos permiten conceptualizarlo y contemplarlo con ojos totalmente diferentes. Nos dan la perspectiva desde la que repensar la condición humana y nuestros conflictos psicológicos, sociales e incluso metafísicos. Estos géneros marcaron mi infancia, adolescencia y juventud, dándome un horizonte desde el que entender la literatura en general, y aquí intento hacer una humilde aportación a los mismos.   

    Espero contribuir en algo a los esfuerzos de los maestros que me han precedido y a los que se lo debo todo, y que el lector disfrute tanto leyendo mis relatos como yo he sufrido escribiéndolos.

    Madrid, mayo de 2017

    APERITIVO

    El zombi anduvo unos pasos con mirada desorientada, su mente perdida en quién sabe qué infinita nada interior. El brazo derecho levantado; llevaba algo en el izquierdo, ya ni siquiera recordaba qué. Como él, cientos se agolpaban en el centro comercial, recorriendo desordenadamente los pasillos y arrasando con todo lo que encontraban a su paso. El lugar había sido tomado esa mañana; los caminantes pasaron por encima de los guardas de seguridad de las puertas, quienes sólo pudieron contemplarlos como la marea imparable que eran. A esas horas de la tarde todavía acudían hacia allí varios miles más, atraídos por los reclamos de la música y las grandes luces de neón.

    El zombi miró hacia delante y súbitamente una chispa de lucidez iluminó su mente.

    –Señor, ¿tiene algún vale de descuento?

    –No, no tengo.

    Le dio a la cajera la tarjeta de crédito que llevaba en la mano derecha. Marcó el código, recogió su resguardo de pago y salió del centro comercial con la bolsa de la compra. «Cuánta gente. Qué asco», pensó mientras cruzaba las grandes puertas acristaladas.

    EL ALGUACIL

    El alguacil se colocó de espalda a la pared, junto a las escaleras, al oír de nuevo ese asqueroso sonido. El terror le nublaba la mente y ya no sabía si se trataba de un simple ruido más de las maderas de la casa, o si indicaba la presencia de algo, allí dentro, cerca de él. Había visto al abogado muerto, escaleras abajo, en el amplio vestíbulo, y había quedado solo en la gran mansión victoriana, que había sido propiedad de la viuda condesa de Westchester, recientemente fallecida. El cuerpo exangüe del abogado yacía boca arriba con una expresión de terror antinatural, como si algo lo hubiese matado de miedo, o más bien como si directamente le hubiese arrancado el alma.

    No en vano, eran abundantes los rumores en Candiceshire acerca de la vieja mansión del potentado del lugar, el conde de Westchester, desde que murió veinte años atrás. Incluso desde diez años antes, cuando nació su hijo loco Alfred, perpetuamente encerrado y nunca visto por las gentes del pueblo. Mucho se murmuraba acerca de la tragedia de aquella casa, y más aún, la de aquel chico del que se decía que había nacido mal, que estaba jorobado y deforme, que mataba animalillos por placer, que incluso era hijo del demonio, y no del conde.

    El viejo abogado, el señor Wallace, sabía por supuesto que eso sólo eran habladurías de la gente del pueblo, charlatanería de una comunidad ignorante y temerosa, en aquella lejana comarca donde pervivían antiguas supersticiones que alimentaban los temores nocturnos. «Probablemente sólo era un pobre chico con alguna malformación, quizá demente», le decía al alguacil, pocos días antes, cuando todo aquello comenzó. «Por eso nunca fue allí ni el maestro de la escuela. Les avergonzaría mostrarlo. Debió de criarse con las enseñanzas de su madre, sin ver apenas la luz del sol y sin disfrutar de la compañía de chicos de su edad. No poder hacer vida social y vivir en esa absoluta soledad sí que debió de volverlo loco, si no lo estaba ya. Recientes teorías de un célebre neurólogo austríaco, ahora no recuerdo su nombre, recomiendan la liberación de la vida instintiva como receta para una vida saludable, ¿me entiende usted, sr. Whitaker?». El alguacil apenas hizo un gesto de haber comprendido. «La represión anímica a la que lo sometieron sus padres por vergüenza, por la vergüenza de esta sociedad nuestra y su hipócrita moralidad, fue lo que destruyó a la familia entera».

    El alguacil encendió su pipa mientras el abogado saboreaba su brandy y seguía hablando con la copa de balón en la mano, sentados ambos en el despacho de este último. «Ahora que lo recuerdo, sí que tuvo un maestro una vez; ¿cómo se llamaba? ¿Arterton? ¿Atchinson?». Miraba distraído un cuadro de una caza de ciervos colgado de la alta pared, mientras intentaba recordar. «¡Anderson! Sí, Anderson, un hombre muy recto y amable con los chicos, de ascendencia holandesa, creo… En efecto, estuvo unos años en el pueblo, en la escuela de primaria. Recuerdo que fue por entonces cuando dio clases a mi hijo mayor, William, cuando tenía apenas once años. Usted no lo conoció, claro, ya que llegó a nuestra localidad poco después de que él se marchara». «Ajá», respondió lacónicamente el alguacil Whitaker. «Sí, pues aquel hombre –prosiguió el sr. Wallace– se presentó voluntariamente para ir a dar unas clases al chico Westchester, que rondaba la edad de mi hijo. Tal era la dedicación y la vocación de aquel hombre, pese a que ya entonces las habladurías sobre el chico estaban bastante extendidas por el pueblo. Él decía que todo el mundo tiene derecho a leer a Dickens, a aprender de las palabras de Horacio, o a conocer la historia de nuestra gran nación. Sin embargo, no duró mucho allí, ¿sabe usted? Y no por voluntad propia, sino de los padres del chico, que lo despidieron. Nunca dijo palabra alguna, ni más alta ni más baja, aquel hombre piadoso e ilustrado; no dio nunca pábulo a la charlatanería enfermiza sobre el pobre hijo de los Westchester, ni quiso acrecentar la triste leyenda negra asociada a la mansión, allá arriba en la colina. Tal era su celo y honestidad. Poco después, un año o dos a lo sumo, se fue a Nottingham; le ofrecieron trabajo en una escuela de prestigio. Y como usted sabe, ningún otro maestro subió jamás a la mansión de nuevo, ni nunca más se vio a los condes aquí abajo. Sabíamos que seguían vivos por sus criados, que bajaban a comprar al pueblo. Eso mientras tuvieron criados, claro; es decir, hasta la muerte del conde. Yo, pese a ser su albacea, apenas lo vi tres veces antes de su muerte, y creo que fue en su misa fúnebre cuando se vio a la condesa por última vez. Sí, ésa fue la última vez, que yo recuerde».

    «Y ahora que ha muerto la condesa Westchester, y que el anciano mayordomo de la casa se encuentra agonizante en el hospital a la espera de reunirse con el Creador, habría que ver qué fue del chico». El abogado se detuvo unos segundos, como pensando en algo muy lejano. «No se ha vuelto a saber de ese pobre chico desde hace veinte años, y que se sepa no murió… O se le habría enterrado en el panteón familiar. A no ser, claro… que algo le ocurriera y haya sido enterrado en la propiedad, en tanto silencio como ha transcurrido su vida».

    «Hum», fue la única respuesta del alguacil, mientras expelía volutas de humo que se expandían por la penumbra del despacho hasta fundirse con los libros de las estanterías, llenos de polvo.

    «En cualquier caso –prosiguió el abogado– hemos de subir allí a ejecutar todo lo relativo al testamento de la condesa. Qué caso tan lamentable. Si no fuera porque el señor Wickett, quien desde que el mayordomo cayó enfermo subía semanalmente la compra a la mansión, encontró el cuerpo sin vida de la condesa, ni siquiera sabríamos de su fallecimiento». El alguacil lo miró de reojo, chupando su pipa con denuedo. «Una triste forma de dejar este mundo», comento para sí mismo con agria expresión.

    «Así pues», siguió diciendo el abogado, con la energía que siempre lo caracterizó, «he buscado en mis archivos todos los papeles relativos a la familia Westchester, que son abundantes. Deberíamos subir a la mansión lo antes posible, quizá mañana o pasado mañana, si usted está de acuerdo». «Ningún buen cristiano subiría a la casa de ese bastardo del demonio», musitó el alguacil sin inmutarse, con la pipa entre sus dientes. «Valoro mucho sus comentarios, señor Whitaker», contestó flemático el viejo abogado, «pero en cualquier caso hemos de hacer cumplir la ley, usted y yo, siendo como somos sus representantes en la localidad, y yo además el albacea testamentario de los condes». «Maldita sea», espetó el seco alguacil, dando por zanjada la conversación, aunque sin ánimo de ofender al abogado, como éste –que lo conocía desde hacía años– sabía muy bien. «De acuerdo entonces. Mañana es un día tan bueno como cualquier otro».

    Pero el día siguiente no fue un día tan bueno como cualquier otro. Tras las oxidadas puertas de hierro de la gran mansión tan sólo se veía una tierra herida de muerte por el abandono, entre vientos fríos y húmedos y bajo un cielo plomizo y desolador. Las puertas estaban abiertas desde hacía mucho tiempo, concretamente desde que el señor Wickett comenzara a subir los suministros a la casa, así que no tuvieron problemas para entrar. Unos días antes el alguacil y su ayudante, acompañados por el doctor Peabody, el propio señor Wickett y un hombre del pueblo, habían estado allí arriba levantando el cadáver de la condesa. Ni rastro de su hijo, pero tampoco se molestaron en buscarlo. Todos querían salir de allí cuanto antes. En esta ocasión, el alguacil y el abogado se encontraron, tras cruzar los arruinados jardines, con el aroma de la vieja madera y de las telas podridas de la casa, con el omnipresente polvo y con un intenso y pegajoso olor a cirios. Les llamó la atención, en aquel salón vigilado por las figuras de oscuros lienzos, el enorme reloj de pared y que los muebles estuvieran cubiertos por sábanas. Una rata se les cruzó justo delante de las antaño suntuosas escaleras que llevaban al piso superior.

    Avanzaron con cierta cautela por el amplio vestíbulo, que daba paso a la biblioteca. Se presentaron en voz alta para dejar constancia de que estaban allí y preguntaron si había alguien más en la casa, pero sólo recibieron por respuesta el temblor de los cristales por la tormenta que se avecinaba, el chirriar de la madera podrida bajo sus pies, y el eco tenebroso de sus propias voces. Entraron en la biblioteca. El abogado sacó de su cartera de cuero la voluminosa carpeta con los papeles de los Westchester y la puso sobre una robusta mesa de roble en el centro de la estancia. A su alrededor se levantaban altísimas estanterías que llegaban hasta el techo, repletas de los volúmenes más variopintos, sin duda el legado de generaciones. «Tendremos que encender algunas lámparas para poder trabajar aquí, pues pronto oscurecerá por la tormenta y ya casi no se ve nada», dijo el abogado tras descorrer las gruesas cortinas de la habitación, disponiéndose también a encender una estufa de carbón que encontró frente a un sillón, justo al lado de la ventana. Por suerte el alguacil había traído un candil, y pronto dieron algo más de calidez al lóbrego lugar, hogar de sombras y recuerdos marchitos.

    Mientras el abogado preparaba todos los papeles, sugirió al alguacil que buscara al chico por la casa, ya que ni el mayordomo ni nadie más habían podido confirmar si aún seguía con vida. «Mire en los pisos superiores, sr. Whitaker. Si ese desdichado sigue en este mundo, probablemente se esconda en las alcobas. Si los relatos son ciertos, habría estado recluido allí; puede que lo que halle sea su cadáver. Quién sabe si sólo un esqueleto». El alguacil lo miró con cara de asco, pero se dispuso a subir por las grandes escaleras de vestíbulo. Cuando estaba a punto de dejar la biblioteca, el abogado le advirtió: «y por lo que más quiera, tenga cuidado»; pero el alguacil ni se giró ni contestó. Fue la última vez que vio con vida al abogado.

    El sonido de la madera crujiente bajo los alfombrados peldaños era parecido al de la leña que crepita en una chimenea, y daba la impresión de que la escalera fuera a venirse abajo en cualquier momento. Mientras subía lentamente, el alguacil proyectaba con su candil un círculo de luz sobre el pasillo perpendicular de la planta superior, creando nuevas sombras donde antes sólo había una mortecina luz de ocaso. Una vez arriba, se halló en un largo pasillo que recorría longitudinalmente la mansión, con múltiples puertas que se abrían en sus laterales dando paso a otras tantas estancias. A lo largo de la pared, más cuadros de antepasados vigilaban el ancho pasillo de esa espantosa casa muerta. El alguacil anduvo tanteando las puertas, pero comprobó con desagrado e inquietud que todas estaban cerradas con llave. Aquello le extrañó mucho, pero le provocó una inquietud aún mayor el darse cuenta de que las cerraduras de las puertas no estaban en su lado, el exterior, sino que estaban cerradas desde dentro.

    Abajo, el abogado anduvo pacientemente por la habitación, cubierta de una gruesa capa de polvo y con una desasosegante carga de memoria familiar en sus cuatro paredes. Por curiosidad ladeó la cabeza para leer los títulos de algunos de los volúmenes que ocupaban las estanterías. Había toda clase de libros de historia y de literatura, no sólo inglesa, sino universal. Pudo ver escritos de Quevedo o de Víctor Hugo. Ello no era raro; al contrario, era una biblioteca muy bien escogida, similar a la suya, sólo que diez veces mayor, y con la diferencia obvia de que la biblioteca del abogado estaba llena de libros de leyes. Entonces llegó a un estante donde algo le llamó la atención: vio un libro de Horacio. Recordó que era uno de los clásicos que el maestro dijo, hace tantos años, que el niño de los Westchester tenía el derecho de conocer… y que él había mencionado el día antes, hablando con el alguacil. Súbitamente algo lo inquietó sobremanera: todas las baldas estaban llenas de polvo, pero justo delante de ese libro en particular había un surco limpio en la madera, como si alguien hubiese metido el libro en su lugar poco tiempo antes.

    Arriba, el alguacil se dirigió a la última habitación, situada al final del pasillo. Se acercó cauteloso a la puerta, ya que el corazón empezaba a latirle con fuerza, algo atenazado como estaba por el ambiente opresivo del lugar, y sin duda condicionado por las extrañas habladurías del pueblo. Entonces se percató de un detalle que lo agitó aún más: esa puerta sí tenía una cerradura por el lado de fuera. Era la única que había visto así. Intentó abrirla, pero la llave estaba igualmente echada. Llamó a la puerta y se presentó de viva voz para ver si alguien respondía, pero la única respuesta, una vez más, fue el viento golpeando en las ventanas y el silencio al otro lado de la madera. Fue en ese momento cuando oyó el desgarrador grito que venía de la planta inferior; un grito horrible que sin lugar a dudas procedía del abogado. Corrió hasta el pasamanos de las escaleras y desde allí pudo ver el cuerpo sin vida de éste, abajo, tirado en el suelo del vestíbulo, justo frente a la puerta de la biblioteca. Parecía muerto de terror, totalmente blanco, con los ojos abiertos de par en par en una horrenda mueca y con los dedos crispados.

    El alguacil casi entró en estado de pánico, pero escudriñando las sombras alrededor del cadáver, con su candil levantado, no vio nada ni a nadie. Sacó su revólver –que portaba a pesar de no ser reglamentario– de forma instintiva, para sentirse más seguro, aunque no sabía ni de qué debía protegerse. Resolvió que lo más prudente era marcharse de allí cuanto antes. Más que prudencia, fue el puro miedo el que le ordenó salir de allí inmediatamente; el miedo a algo que no podía identificar, pero que ya había matado al abogado. La tormenta había llegado a la colina, pero no importaba: tan sólo deseaba salir del lugar y volver cuanto antes al pueblo. Ya subiría a la mañana siguiente, acompañado por su ayudante y varios hombres más del pueblo, a por el cuerpo del abogado. Pero ahora no se iba a quedar ni un minuto más.

    Se dirigió a la puerta de entrada, la que había permanecido varios días abierta y que el abogado y él habían cruzado sin problemas apenas una hora antes. Sin embargo, ya no podía abrirse: estaba cerrada con llave. Había alguien más en la mansión, con él, quizá observándolo. Definitivamente, el abogado había sido asesinado. Preso del pánico, con el corazón disparado en el pecho, el alguacil apoyó la espalda contra la pared, el revólver en una mano y el candil en alto en la otra, mirando a su alrededor, a uno y otro lado compulsivamente, como si algo que un instante antes no estaba allí fuera a aparecer de repente. Pero ni en el vestíbulo había nadie ni escaleras arriba tampoco. Estuviera quien estuviera allí, tendría que verlo venir.

    Con sudor frío en la frente, el pulso acelerado hasta casi dejarlo sin aliento, y tembloroso como no había estado desde sus años de juventud, en la guerra de Sudáfrica, intentó serenarse y pensar un poco. Podría descerrajarle un balazo a la cerradura. Pero no, era un modelo antiguo, grande y de hierro, y probablemente resistiría. Podría buscar una puerta de servicio, en la parte trasera de la mansión. Pero si alguien había cerrado la puerta delantera habría hecho lo mismo con cualesquiera otras, y lo último que quería hacer era alejarse de la aparente seguridad de aquel vestíbulo, que podría controlar a distancia. ¿Romper una ventana y saltar por ella? Era un riesgo, dada la altura de los ventanales. Y si se rompía una pierna, estaba acabado.

    Un sonido interrumpió sus pensamientos, febriles como los de un niño enfermo e igual de inconexos. No sabía si había sido un crujido más en aquella vetusta casa de madera vieja, pero le sonó más bien como el gorgoteo de algo vivo. Cambió de idea y decidió subir a la planta superior, pues de repente no se sintió seguro allí abajo; le pareció que el ruido procedía de algún punto de la planta baja de la mansión. Así, con la espalda contra la pared, rodeó el vestíbulo y fue subiendo, paso a paso, la gran escalera, sin perder de vista el cadáver

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