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La mano y otros relatos de horror
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Libro electrónico90 páginas1 hora

La mano y otros relatos de horror

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Cinco relatos de horror para conocer al autor francés que ha sido consi­derado de manera unánime por la crítica mundial junto a Hoffmann y Poe como uno de los tres grandes genios del siglo XIX en el gé­­­nero del relato. Discípulo de Flaubert, enseguida bus­có su camino y lo trazó con firmeza. En esta oca­sión, los cuentos de este libro contienen l
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 jun 2024
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    La mano y otros relatos de horror - Rene Albert Guy de Maupassant

    GUY DE MAUPASSANT

    La mano y otros relatos de horror

    cdcebook

    La mano

    Rodeaban todos a monsieur Ber­mutier, juez de ins­trucción, quien daba su parecer sobre el misterioso caso de Saint-Cloud. Un inexplicable crimen que te­nía in­­quieto a todo Pa­rís desde hacía un mes. Nadie entendía nada.

    Mon­sieur Bermutier, de pie y de espaldas a la chi­menea, reunía pruebas, discutía las diversas opi­niones, pero no proponía ninguna con­clusión.

    Varias damas se habían acercado y permanecían de pie, con la mirada fija en la rasurada boca del juez que profería graves palabras. Se estremecían, tem­bla­ban, crispadas por un curioso miedo, por la ávida necesidad de terror que subyugaba a sus almas y las retorcía como el ham­bre.

    Una de las mujeres, más pálida que las demás, dijo durante una pausa:

    —Es horrible. Esto roza lo «sobrenatural». Nunca sabremos nada.

    El magistrado se volvió hacia ella:

    —Sí, señora, es probable que nunca sepamos nada. Pero, respecto al término «sobrenatural» que acaba de utilizar, nada tiene que ver aquí. Estamos an­te un crimen hábilmente planeado, muy bien eje­cutado, tan bien envuelto en el misterio que no po­demos liberarlo de las circunstancias impenetra­bles que lo rodean. Sin embargo, debo decir que en una ocasión sí llevé un caso en el que parecían mez­clarse elementos fantásticos, caso que, por cierto, tuvimos que abandonar por falta de pruebas.

    Varias de las damas se dieron tanta prisa en hablar, que dijeron en coro:

    —¡Cuéntenoslo!

    Monsieur Bermutier sonrió con gravedad, co­mo un magistrado debe de sonreír.

    —No vayan suponer, ni por un instante, que lle­gué a pensar que en esa aventura hubiera algo sobrehumano... Yo solo creo en las causas normales. Pero si en lugar de emplear la palabra «sobrenatural» para calificar lo que no entendemos, usá­ra­mos simplemente el término «inexplicable», sería mucho mejor. En todo caso, en la historia que voy a referirles, fueron, especialmente, las circunstancias que lo rodeaban, las circunstancias propiciatorias, las que más me turbaron. En fin, he aquí los he­chos:

    Yo era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca, situada en el bor­de de un maravilloso golfo rodeado de altas mon­tañas.

    Los casos que veía eran, sobre todo, de ven­gan­za: Soberbias, extremadamente dramáticas, fe­ro­ces, he­roicas... Allí me encontré con los casos más bellos que pudiese uno ima­gi­nar: el odio se­cula­r, apaciguado por un mo­men­to, pero jamás ex­­­­tinguido, las tretas abominables, los asesinatos que se convertían en masacres y en hazañas casi glo­­rio­sas. Durante dos años, no oí ha­blar más que del precio de la sangre, de ese terrible pre­juicio pa­ten­te que obliga a vengar cualquier agravio en el ofensor, en sus des­cen­dientes y en sus parientes. Vi morir a an­cianos, niños, pri­mos. Tenía la ca­beza llena de aque­llas historias.

    Un día, me enteré de que un inglés acababa de alquilar una pequeña casa si­tua­da en lo más re­cóndito del golfo. Lo acompaña­ba un criado francés a quien había contratado en Mar­se­lla.

    Pronto, todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que solo salía para cazar y pes­car. No hablaba con nadie, no acudía nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y el rifle.

    Comenzaron a circular le­yendas. Que era una persona importante que había huido de su país por ra­zones políticas; luego se dijo que estaba ocultándo­se tras cometer un cri­men espantoso. Hasta se men­cionaron detalles particularmente horribles.

    Como juez de instrucción, quise saber más de él, pero no lo conseguí, solo que se lla­maba sir John Rowell.

    Me contenté con tenerlo vigilado, pero, en rea­­li­dad, él no levantaba ninguna sospecha.

    Sin embargo, como los rumores crecieron y se ge­neralizaron, decidí acercarme yo mismo, así que comencé a cazar regularmente cerca de su casa.

    Esperé mucho tiempo por una oportunidad hasta que, finalmente, esta se presentó en forma de una perdiz a la que disparé y maté en presencia del inglés. Mi perro me la trajo y tan pronto como tuve la presa, fui a disculparme por mi desconsideración y pedí a sir John Rowell que aceptase el ave.

    Él era barbado, pelirrojo, muy alto y muy an­cho, una especie de hércules plácido y educado. No tenía nada de la sequedad británica y agradeció vivamente mi delicadeza en un francés con acen­to del otro lado del Canal de la Mancha. Al ca­bo de un mes, conversamos unas cinco o seis veces.

    Una tarde, al pasar por su puerta, lo vi sen­ta­do en su jardín, fumando su pipa. Lo saludé y me invitó a tomar una jarra de cerveza que no dudé en aceptar.

    Me recibió con la meticulosa cortesía inglesa. Ha­bló con elogios de Francia, de Córcega, y ase­ve­­­ró que le agradaba bastante este país y esta cos­ta.

    Entonces, con gran precaución y afectado in­te­rés, le hice algunas preguntas sobre su vida, so­bre sus planes. Respondió sin embarazo y me con­­tó que había viajado mucho por África, por la In­­dia, por Estados Unidos. Y, riendo, agregó:

    —Viví muchas aventuras, oh, yes!

    Volví a tocar el tema de la cacería y me dio los datos más curiosos sobre la caza del hi­po­pótamo, del tigre, de los elefantes e incluso del gorila. Dije:

    —Todas esas fieras son temibles.

    Sonrió:

    —¡Oh, no, peor es el hombre!

    Comenzó a reír, con esa risa franca de in­glés gordo y contento.

    —¡También he cazado muchos hombres!

    Habló luego de armas y me invitó a pasar a su casa para enseñarme su colección de rifles.

    Su salón estaba tapizado de negro, en seda también negra con bordados dorados. Enormes flores amarillas refulgían sobre la tela oscura co­mo si fueran de fuego. Explicó:

    —Es un paño japonés.

    En medio del panel más amplio, algo extraño llamó mi atención. En un cuadrado de terciopelo rojo, destacaba un objeto negro. Me acerqué: era una mano. La mano de un hombre. No el esquele­to de una mano, blanco y

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