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El Curandero Y Otros Cuentos
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El Curandero Y Otros Cuentos
Libro electrónico142 páginas2 horas

El Curandero Y Otros Cuentos

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En una remota regin montaosa, dos hombres, llegados de muy lejos, entejen una singular historia real...

Los otros relatos pertenecen, parte a lo cotidiano y tangible y otra parte a lo que no nos explicamos, pero que sin duda acontece y nos obliga a preguntarnos, si en algn lugar hay para nosotros un camino oculto, un puente hacia lo que anhelamos y que de pronto, se nos concede.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento11 abr 2014
ISBN9781463381974
El Curandero Y Otros Cuentos

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    El Curandero Y Otros Cuentos - Ríos Alcocer

    El Curandero

    Eligio era el curandero del pueblo, el brujo. Era hombre afable, ya entrado en años y ducho en el arte de curar.

    Había llegado a San Mateo hacía ya muchos otoños. A pie por el camino de la sierra, había subido, una de esas tardes llenas de neblina sureña que borra los montes… y se había quedado para siempre.

    Caminó a lo largo de la única calle empedrada a cuyo extremo quedaban, la iglesia gris, enorme, cuadrada y la plaza, despoblada a aquella hora triste, sin un árbol, sin una flor, enmarcada por blancas casas de un piso, todas de adobe, todas blanqueadas con lechada de cal, todas con tejados recubiertos de musgo y verdín.

    Entró a la iglesia, siempre abierta y se sumergió en su sombra, aromada a antiguo, a flores e incienso.

    Primero vivió en la casa del cura, quien era un estadounidense alto, delgado y nostálgico con quien jugaba ajedrez. Más tarde se cambió a la casa de doña Elvira, anciana carcomida por los años, la yerbera del lugar. Pero cada tarde, con la caja de ajedrez bajo el brazo se veía transitar a Eligio rumbo al curato a jugar con su amigo.

    Muy pronto, el recién llegado fue aceptado como del lugar, como si siempre hubiera vivido ahí. Para entonces, comenzó a ayudar a doña Elvira a recoger plantas, escogerlas, ponerlas a secar, a separar las flores y mezclarlas para preparar bebidas olorosas y de color de gemas.

    Otra tarde, llena de niebla, se oyó un alarido que venía rodando calle abajo y pasos apresurados. Doña Elvira se santiguó repetidas veces:

    -Dios bendito, a ver a quien le toca ahora.

    Como Eligio le preguntara que significaba todo aquello, la anciana explicó:

    -Los hombres se embriagan, de pronto, el diablo entra en uno de ellos, el endemoniado saca el machete y se lanza gritando por la calle hasta encontrar a su víctima a la que mata… nunca se sabe quién va a morir, ni quien va a matar, a veces, el hermano mata al hermano, a veces, el amigo al amigo.

    Afuera se oían voces, gritos… luego silencio y luego llantos. Fue entonces que Elvira y Eligio salieron a ver lo que había pasado.

    Un hombre joven, todo cubierto de sangre, yacía en el medio de la calle, las negras piedras desviaban los hilos de sangre y la tierra los absorbía. Sin atreverse a tocar el cuerpo, varias mujeres lo rodeaban. Eligio se inclinó sobre él, la herida era grande, iba del hombro derecho, por la espalda, hasta la cintura del lado izquierdo y sangraba abundantemente.

    -Se vaciará, declaró doña Elvira.

    Eligio actuó con rapidez, como entre sueños, desgarró la camisa del joven, sujetó y taponó la herida, después, con ayuda de los curiosos que se habían congregado en torno al herido, lo trasladaron a casa del cura. Philip, el padre Felipe, encendió dos grandes lámparas de gasolina que rompieron la penumbra de la estancia.

    Mientras doña Elvira iba a su casa por un cocimiento de yerbas que ella bien sabía, Eligio lavó generosamente la herida con benzal del botiquín del padre, éste sacó, no sin orgullo sus tesoros de la vitrina de su dispensario: pinzas, agujas, hilo de sutura… todo.

    En voz baja, explicó:

    -También tengo algunos medicamentos, me prometieron enviar un médico, pero nadie ha querido quedarse. Yo sólo seguí un curso de primeros auxilios. Y se sonrió mientras tendía a Eligio un jabón desinfectante.

    Eligio suturó hábilmente la extensa herida, en tanto, doña Elvira entró con una pócima de color rojizo dentro de un jarro negro:

    -En cuanto recobre el sentido, deberá beber esto, le repondrá la sangre.

    Eligio y Felipe dejaron al herido en manos de doña Elvira y salieron a hablar con los parientes del joven, quienes aguardaban afuera.

    La lenta recuperación del muchacho reportó a sus tres salvadores no sólo prestigio, sino algunas gallinas gordas y varias invitaciones a comer.

    Cuando doña Elvira murió, de pura fatiga de vivir, Eligio ocupó la vacante con toda simplicidad y se convirtió en el curandero del lugar.

    El monte daba abundantes y variadas plantas curativas y el correo enviaba con retraso pero con fidelidad lo que el padre Felipe pedía a su lejana comunidad. De esta manera funcionaba en San Mateo un servicio médico singular pero efectivo.

    Una mañana en que el sol luchaba en vano contra la neblina recostada sobre los tejados, llegó a la ahora casa de Eligio, un joven sudoroso, agitado, preguntando por doña Elvira.

    -Ella ya no está, explicó Eligio, pero yo se algo sobre curar.

    El joven lanzó una mirada penetrante hacia el nuevo curandero y otra a la habitación familiar, llena de manojos de yerbas colgadas a secar y se decidió por la confianza que emanaba de las perfumadas plantas. Hizo a un lado el húmedo sombrero y se llevó la diestra a la nariz y comenzó a gemir:

    -Duele mucho aquí adentro.

    Eligio empuñó una lámpara pequeña y potente, examinó nariz y garganta al muchacho.

    -No veo nada mal, dijo luego de revisarlo.

    -Yo no estoy enfermo, es mi tata, mi padre, el que está malo, no pudo venir, pero le duele así como le digo.

    Eligio suspiró, nunca podría acostumbrarse a aquella manera de representar los síntomas a distancia cuando el enfermo no podía acudir a consulta. Así que reunió cuanto consideró necesario dentro del maletín, obsequio de Philip y se fue en compañía del joven.

    -¿Es muy lejos? Preguntó.

    -A unas cuatro horas siguiendo río arriba, bueno, con usted, una cinco, rectificó luego de mirar franca y cándidamente la poco airosa figura de Eligio.

    Marcharon largo tiempo en silencio por la senda que vaporizaba con el sol. Poco a poco el paisaje se hacía visible y la niebla cedía como a desgana el paso a la mirada.

    A lo lejos, una montaña perfectamente azul dividía el horizonte, el aire espeso y tibio estaba cargado de mariposas y moscardones que bordoneaban incesantes.

    En una mañana así, es maravilloso vivir, los recuerdos se quedan adormilados en algún recodo del camino. Lo único real es la niebla que levanta, la senda y la montaña, y la felicidad es un puñado de sol sobre la cara.

    Al fin se vieron los techos de yerba de las chozas de un pequeño caserío a poca distancia.

    Pese a que era doña Elvira la esperada, Eligio fue recibido con verdadero alivio.

    -Hace dos días que no duerme, explicó el hijo mayor, señalando al enfermo que gemía en un rincón de la única habitación que ocupaba la familia.

    El paciente fue acercado a la puerta, a la claridad del día. El hombre ardía de fiebre y de él se desprendía un olor dulzón, nauseabundo. Al iluminar las fosas nasales, al fondo, Eligio vio bullir, moverse algo blanco, dudando de sí mismo, volvió a dirigir el haz de luz hasta entender lo que veía: eran gusanos.

    Tomó unas pinzas largas y los fue extrayendo uno a uno con el cuidado de un relojero. Retiró cerca de un centenar de aquellos activos gusanos. Luego lavó el interior de la nariz buscando más, desinfectó bien y vio de reojo la alarma con la cual le miraron preparar y aplicar una inyección.

    Para salvar la parte tradicional de su oficio, recomendó diversas yerbas y salió a respirar el aire lavado por la neblina y entibiado por el sol.

    Se había corrido la voz de que el nuevo brujo, discípulo de doña Elvira, estaba en el caserío y la gente aguardaba su turno para la consulta.

    Eligio había ido por un día y se quedó tres, hasta que retiró el último gusano renuente y despidió al último paciente.

    Al regreso le acompañaron dos jóvenes para ayudarle a llevar el pago en especie; algo de fruta, un lechón y, lo que más le agradó: en un morral de lana tejida, un pequeño gato gris, listado de blanco que maullaba desaforadamente.

    Al llegar a San Mateo, en un recodo del camino, bajo una ceiba grande, le aguardaba un grupo de hombres, los más, armados de machetes y dos con rifles viejos.

    -No entre al pueblo, don Eligio, ahí está el inspector de Salubridad con un doctor.

    -Nosotros lo esconderemos en las cuevas, ahí le llevaremos de comer y lo iremos a ver hasta que se vayan, añadió uno de los hombres de rifle.

    -Así escondimos a doña Elvira la vez pasada.

    -El inspector dijo que no tenía permiso del Gobierno para curar, que se iba a quedar aquí un doctor en el dispensario. Se quedó una semana, nadie lo fue a ver, se desesperó y se regresó por donde vino.

    -Así se irá el que mandaron ahora.

    Unas manos solícitas tiraron de Eligio para guiarlo a las cuevas, él se desasió con un movimiento suave:

    -No muchachos, gracias, vamos al pueblo, hablaremos con ese inspector y con el médico. No se preocupen.

    A contra corazón acompañaron a su curandero hasta la casa de doña Elvira. La vieja casa de adobe que Eligio reparara hasta volverla irreconocible, limpia, blanqueada con cal, rodeada por un ordenado y cuidado jardín.

    A la sombra de un añoso árbol aguardaban dos soldados de la montada, odiados como la muerte y dos hombres más, incómodos en su ropa citadina y obscura.

    Los hombres de Eligio, con aire torvo, rodearon la casa, en tanto que uno de los más jóvenes se puso ostensiblemente a afilar su machete contra una piedra del camino.

    Los civiles y el curandero tardaron adentro largamente. Ya se ponía el sol, cuando se abrió la baja puerta del frente y por ella salieron sonrientes Eligio y sus visitantes. Los lugareños, dispuestos a cualquier extremo, a cualquier forma de defensa de su brujo, se miraron sorprendidos.

    Eligio acompañó al inspector y al joven doctor hasta donde esperaban los soldados. Intercambiaron adioses. Los caballos dejaron una polvareda dorada que flotó mucho tiempo después que el ruido de los cascos ya se había apagado por la

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