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El corazón de Bolívar
El corazón de Bolívar
El corazón de Bolívar
Libro electrónico238 páginas3 horas

El corazón de Bolívar

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Información de este libro electrónico

El destino del corazón de Simón Bolívar, supuestamente separado
de su cuerpo durante la autopsia realizada por Alexandre Propère
Révérend, ha sido el tema central de muchas leyendas. Muchas
de ellas no han sido debidamente documentadas y, sin embargo,
motivan a millones de personas en Venezuela, Colombia, Perú, Bolivia
y Ecuador que sienten la presencia permanente de Bolívar en
sus vidas como "Padre y Protector", llamado así por los quechuas.
Como defensora apasionada de la educación global, la autora Margaret
Donnelly utiliza la versión quechua de lo ocurrido al corazón
de Bolívar para llamar la atención sobre importantes cuestiones
humanitarias, económicas y políticas que, al día de hoy, siguen teniendo
un enorme impacto en la gente del continente americano.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 jul 2019
ISBN9786079844707
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    El corazón de Bolívar - Margaret Donnelly

    Margaret Donnelly

    EL CORAZÓN DE BOLÍVAR

    Primera Edición mayo 2019

    EDITORIAL SELLO GRULLA

    DERECHOS TOTALES RESERVADOS

    Margaret Donnelly

    Dirección Editorial

    Fernanda Alva Ruiz- Cabañas

    Traducción de inglés a español

    María del Cristo Cruz Reyes

    Diseño y Maquetación

    Montserrat Ruiz- Cabañas Chávez

    www.dadelionmx.com

    ISBN Obra 978-607-98447-0-7

    Impreso en México/ Printed in Mexico

    Esta obra se terminó de imprimir en Mayo de 2019 en los talleres de Litográfica Ingramex, S.A de C.V., Centro 162-1, col. Granjas Esmeralda C.P. 09810, CDMX.

    Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito del autor.

    En memoria de Sabine García-Roady,

    que pertenece a Pacha K´anchay (Luz del Universo)

    Capítulo 1

    §

    Isabel Condorcanqui

    SIN AGUA NI COMIDA y encerrada en el cobertizo de metal desprovisto de ventanas, Isabel se concentró en sobrevivir a la noche de calor infernal e intentó distraerse con el zumbido de las moscas que se agolpaban en torno a la puerta en busca de aire. Lo único que atenuaba el calor eran las gruesas gotas de sudor que le resbalaban por el cuero cabelludo y la imagen de una taza de café con leche[1] recién hecho que la esperaba por la mañana. Pensar en algo tan simple como el café con leche la ayudaba a distraerse de la sequedad de boca, la dureza del suelo y el pesado grillete de metal que tenía en uno de los tobillos.

    Aquel era un buen momento para morir aunque consiguió alejar la idea trasladándose mentalmente al Apus, las montañas sagradas en las que siendo aún joven se había renovado totalmente en el festival de Qoyllur Rit´i. Sus fuerzas venían de la conexión con las montañas y el convencimiento de que pronto se reuniría con su hermano Antonio.

    Se durmió y soñó con Antonio: caminaban juntos entre el Apus para rezar una oración a Pachamama, la Madre. Rezar resultaba difícil. Los rayos del Padre Sol los cegaban, así que se cogió a la mano de Antonio y siguió sus pasos cortos y acompasados hasta que este se lanzó a la carrera hacia la falda de la montaña. Ella lo siguió.

    De repente, Antonio se giró y mirándola dijo:

    –Han matado a Pachamama.

    En cuanto despareció de su sueño, la puerta del cobertizo se abrió de un tirón y dos hombres la sujetaron: uno, por las piernas y el otro, por los brazos. Mientras uno abría el grillete, el otro la abofeteó.

    –¡Cierra la boca, puta! ¡Cállate!

    Estaba demasiado aturdida como para oponer resistencia.

    La arrastraron de nuevo a la casa y la arrojaron al suelo de la cocina.

    De repente, sus secuestradores notaron que alguien estaba echando abajo la puerta de la entrada a patadas. La dejaron sola. Fue entonces cuando decidió morir.

    Capítulo 2

    §

    El regreso de Pachamama

    LOS OJOS DE GLORIA Dolii García observaron con impaciencia el interior del ascensor. En aquel preciso instante, pensaba en una mujer peruana de cincuenta y siete años llamada Isabel Condorcanqui, víctima del tráfico de personas.

    Gloria salió del ascensor en la Planta de Psiquiatría del hospital. Por temor a retrasarse, recreó mentalmente el camino a la habitación de Isabel. No era la primera vez que se enfrentaba a un caso extraño, pero sí era su primera visita a una sala de psiquiatría.

    Sintió que la invadía una creciente ansiedad. La ansiedad procedente de la lectura del documento oficial, el Formulario I-2132,[2] que describía con detalle los gritos de Isabel mientras la sangre le salía a borbotones de las muñecas, imágenes muy difíciles de evitar.

    Isabel se había cortado las muñecas cuando dos hombres la sacaron a rastras de un cobertizo metálico situado en el patio trasero de una casa en el sur de Dallas. Había intentado matarse cuando una unidad del ICE[3] rodeó la casa dónde unos traficantes mexicanos la retenían a ella y a un grupo de hombres. El arresto había tenido lugar cinco días antes. En aquel intervalo de tiempo, sus maníacas acusaciones contra unas autoridades muy alejadas de los hechos, tanto cronológica como geográficamente, dieron con sus huesos en el pabellón de psiquiatría de un hospital de Dallas. Dijo que unos oficiales peruanos la habían secuestrado.

    Gloria contuvo la respiración y mantuvo la compostura; sostenía el maletín con firmeza y el bolso colgado del hombro cuando se presentó ante la crítica mirada del oficial del ICE que vigilaba la puerta de la habitación de Isabel. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás y trenzado, recogido en una tresse[4] francesa que le bajaba por la espalda hasta la cintura y terminaba en una punta sujeta con unas cuentas color turquesa. No era muy alta, tenía cierto aspecto de matrona, era madre de tres hijos ya crecidos y tenía rasgos navajos (Diné) heredados de su madre cien por cien navaja, y ojos grises, herencia de su padre angloamericano. Trabajadora, avispada y de buenos sentimientos, entendía las dificultades de los inmigrantes. Tenía muy buena planta para sus cuarenta y cinco años como le gustaba decir a su jefe, David Levin, que no era consciente de que la sinceridad no era la mejor táctica en el caso de mujeres de su edad.

    Sin embargo, ella nunca se quejaba.

    Sacó unas cuantas tarjetas de plástico del bolso. El oficial del ICE inspeccionó la foto que figuraba en su pasaporte y la identificaba como ciudadana de los Estados Unidos y otra que la acreditaba como abogada autorizada en el estado de Texas.

    Volvió a mirarla, con el entrecejo fruncido y dirigió de nuevo la vista a las tarjetas. Cuando se disponía a devolvérselas, preparado para registrar el maletín y el bolso, un golpe de metal contra el cristal hizo vibrar la puerta. En pocos segundos, dos enfermeros, un hombre y una mujer, aparecieron precipitadamente por una esquina del pasillo y, pasando por delante de ellos a toda velocidad, entraron en la habitación.

    Venían de la sala de control y entraron de forma atropellada en la habitación donde se encontraron frente a frente con una mujer de pequeño tamaño y pelo oscuro revuelto, vestida con una bata de hospital de color azul claro. Tenía la mirada fija en el cristal de la ventana que había intentado romper. Parecía seguir buscando su imagen en el cristal mientras el enfermero sorteó la cama y levantó del suelo el taburete metálico volcado.

    Desde la puerta, Gloria se percató de la gasa blanca en las muñecas de la mujer mientras la enfermera la guiaba de nuevo en dirección a la cama.

    Isabel rechazó acostarse en la cama.

    –No. No. ¡Necesito un espejo! –gritó, jadeando de frustración.

    –Le prometo que le traeré uno –dijo la enfermera.

    Isabel se pasó las manos por el pelo y respondió:

    –¡Tengo que verme! ¿Me comprende? ¡Tengo que verme!

    No había espejos en la habitación ni en el baño privado.

    El Agente Gardner del ICE giró y dijo:

    –La ventana está aún intacta. Es de doble cristal. No hay daños graves.

    –¡Necesito un espejo! –gritó Isabel una vez más mientras la empujaban con delicadeza hasta una de las dos sillas de metal situadas junto a la cama.

    El enfermero, sostuvo el taburete de metal y, mirando a Gloria, añadió:

    –Me llevaré esto. Si quiere hablar con ella, adelante. Suele sufrir estos ataques.

    –¿Cuándo podré hablar con su médico? –preguntó Gloria.

    –¿La doctora Warner?

    –Esta es mi tarjeta –dijo tendiéndosela al enfermero –. ¿Puede pedirle a la doctora Warner que haga contacto conmigo a la mayor brevedad posible?

    El hombre asintió y cogió la tarjeta.

    Gloria miró al Agente Gardner que sonrió por primera vez y añadió:

    –Estaré fuera.

    Cuando todos habían abandonado la habitación, Gloria acercó la otra silla y se sentó frente a Isabel. Sacó un bloc de notas del maletín y se lo puso sobre las rodillas.

    –Veamos –dijo en español con suavidad mientras observaba el rostro mestizo de Isabel: ojos negros redondos, nariz larga, labios delgados y pelo negro que no proporcionaba pista alguna sobre su edad. Luego añadió:

    –Me llamo Gloria García. Me han informado que su nombre es Isabel Condorcanqui.

    Pero Isabel no le dirigió la mirada, ocupada en mantener las manos juntas sobre el regazo y la mirada agachada.

    Gloría siguió hablando en español:

    –Trabajo para un bufete de abogados. El dueño se llama David Levin. Hemos decidido representarla porque el gobierno de los Estados Unidos quiere devolverla a Perú.

    Hubo un ligero movimiento en el rostro de Isabel, pero ninguna muestra de interés.

    –¿Quiere volver a Perú? –preguntó Gloria.

    Silencio.

    Presionó un poco más:

    –Tengo que saber si existe algún motivo por el cual no deberían hacerla regresar a su país.

    Isabel ladeó la cabeza pero permaneció en silencio.

    –Hay probabilidades de que podamos conseguirle asilo.

    No hubo cambio de comportamiento.

    –Me han informado que estuvo usted retenida en contra de su voluntad en una casa al sur de Dallas.

    La expresión de Isabel seguía congelada.

    –Y que la llevaron a un cobertizo en el patio trasero de la casa donde la encadenaban durante la noche.

    Isabel reculó en la silla pero se negaba a reaccionar.

    –Un vecino oyó sus gritos y llamó a la policía. ¿Fue eso lo que ocurrió?

    Según el informe del gobierno, los secuestradores de Isabel la sacaban del cobertizo todas las mañanas y la llevaban a la casa principal.

    Gloria añadió:

    –Las autoridades rodearon la casa y vieron que dos hombres la escoltaban desde el cobertizo a la casa a horas muy tempranas, justo antes de que el ICE la encontrara junto con otros inmigrantes indocumentados.

    Isabel comenzó a respirar con dificultad.

    –¿Qué clase de trabajo hacía?

    Las posibilidades incluían prostitución, servidumbre doméstica y muchas otras.

    Isabel no tenía aspecto de prostituta, como otras que aparecían en restaurantes locales vigiladas de cerca por tratantes masculinos. Las había de todas las edades pero la mayoría eran muy jóvenes, demasiado provocativas y maquilladas en exceso, como marionetas. Isabel no presentaba ninguno de estos rasgos. Había a su alrededor un aura de dignidad a pesar de su supuesta condición de esclava doméstica.

    Seguía sin reaccionar.

    Gloria lo intentó con la terapia de choque:

    –¿Por qué intentó acabar con su vida?

    No funcionó. Podía sentir el confuso terror de Isabel así que metió la mano en el bolso y sacó un espejo de bolso de peltre. Tenía una cabeza de jaguar tallada en la tapa.

    Isabel la miró brevemente. Gloria añadió:

    –Es un espejo. Ábralo.

    Sin llegar a cogerlo, Isabel miró la tapa y, de repente, preguntó:

    –¿Qué animal es ese?

    –Es un jaguar.

    Miró a Gloria fijamente.

    –Usted es gringa. ¿Qué significa para usted un jaguar?

    –El espejo fue un regalo. Un regalo de mi marido.

    –El puma es nuestro símbolo.

    –¿El puma? ¿Símbolo de quién?

    –De los quechuas –respondió Isabel.

    –No lo sabía.

    –¿Por qué lleva un jaguar con usted?

    –Para muchos mexicanos es un símbolo de enorme poder.

    –Usted no es mexicana. ¿Dónde aprendió a hablar español tan bien?

    –Mi marido era mexicano. Aunque también aprendí español con mis clientes – sonrió Gloria.

    –¿Mexicano?

    –Sí –respondió Gloria con naturalidad.

    –Los mexicanos me trataron mal.

    –Lo comprendo.

    Isabel agarró el espejo y lo sostuvo con ambas manos.

    –Es pesado –dijo.

    –Es peltre.

    Asintió ligeramente. Acarició el diseño del jaguar con la punta de los dedos.

    –¿Y qué le ocurrió a su marido?

    A Gloria no le gustaba hablar del tema. Sin embargo, tenía que hacer hablar a Isabel:

    –Murió.

    –¿Cómo?

    –Enfermó.

    De nuevo asintió.

    –Cáncer –añadió Gloria.

    –¿Cuánto hace de eso?

    –Seis años.

    ISABEL ABRIÓ EL ESPEJO y comenzó a escuchar el latido de su propio corazón. Se le llenó la cabeza de imágenes: hombres de uniforme, de mirada pétrea, que llegaban corriendo desde todas las direcciones. Se desconectó del pasado.

    –Soy una vieja –dijo al ver su imagen en el espejo.

    –Todavía es hermosa –dijo Gloria, que evitó fijarse en las arrugas alrededor de los ojos y la boca−.

    ¿Tiene hijos?

    –Me golpearon y me violaron con tanta fuerza que mi cuerpo no pudo albergar una nueva vida.

    Gloria asintió con gesto de comprensión. A continuación, preguntó:

    –Entonces, dígame, ¿quién la trajo a los Estados Unidos?

    –Ellos.

    –¿Quiénes, exactamente?

    Miró a su alrededor y sacudió la cabeza:

    –No sé sus nombres. Los mismos hombres que me llevaron a España, arreglaron todo con los mexicanos.

    –¿A qué lugar de España?

    –Ceuta.

    –¿Qué hacía en Ceuta?

    –Trabajar.

    –¿Qué clase de trabajo?

    La mente de Isabel intentó rememorar cosas que se le atragantaban, de modo que tragó y respondió:

    –Trabajaba de criada y niñera.

    –¿Por cuánto tiempo?

    La cara se le había llenado de tristeza.

    –Isabel, tiene que ayudarme –rogó Gloria.

    Isabel cedió:

    –Trabajé para la misma familia durante más de treinta y seis años.

    –Es mucho tiempo.

    Gloria anotó algo en su bloc. Si Perú no lo hacía, ¿la acogería España?

    –¿Y qué podía esperar yo? –respiraba pausadamente− Era una esclava. Me secuestraron en Cuzco cuando tenía diecisiete años.

    –Hábleme de ello.

    –Nací en Tungasuca, Perú.

    Gloria extrajo un documento oficial del maletín y se lo mostró:

    –Esta partida de nacimiento dice que usted nació en Cuzco.

    Ella sacudió la cabeza:

    –Mis padres me inscribieron en Cuzco pero nací en Tungasuca.

    –Si era usted una esclava, ¿cómo consiguió su partida de nacimiento?

    Isabel no se inmutó y respondió:

    –Me la dieron cuando llegué a México.

    –¿Quién la tenía antes de eso?

    –El hombre para el que trabajaba en España –dijo, encogiéndose de hombros.

    –¿Quién era ese hombre?

    –Un hombre poderoso de Ceuta.

    –¿Un político? –preguntó Gloria.

    –Sí, un juez –asintió Isabel.

    –¿Tiene idea de cómo consiguió su partida de nacimiento?

    –No.

    –¿Cómo supieron sus secuestradores que era usted Isabel Condorcanqui?

    –Tenía mi carné del colegio en el bolsillo.

    Gloria clavó la mirada en la cara de Isabel.

    –Bien, ¿cómo la secuestraron?

    –Me metieron en un coche a empujones, en el centro de Cuzco.

    –¿Qué hacía usted allí?

    –Iba hacia la parada de autobús desde el colegio privado para chicas. Nos dejaban salir a las dos y media de la tarde, así que sería muy poco después de esa hora.

    –Entonces usted era de buena familia.

    –Mi padre era comerciante en Tungasuca. Yo estaba terminando la secundaria.

    –¿Qué ocurrió luego?

    –Me apuntaron a la cabeza con una pistola, así que dejé de gritar. Luego utilizaron algo que olía muy dulce que me adormiló...

    –¿Cloroformo?

    –No sé qué era.

    –¿A dónde la llevaron?

    –A una antigua cárcel.

    –¿Dónde?

    –En Cuzco.

    –¿Cómo sabe que estaba en Cuzco?

    –Parecía que estaba borracha pero aún así, sabía dónde estaba.

    –¿Cuánto tiempo permaneció allí?

    –Creo que dos días.

    –¿Y qué ocurrió luego?

    –Me llevaron a Pomacanchi.

    –¿Cómo supo que era Pomacanchi?

    –Conozco la zona. Tenía muchos parientes que vivían allí.

    Dudó durante unos instantes antes de añadir:

    –La casa de mi abuelo ancestral junto a la laguna de Pomacanchi fue reducida a cenizas por los españoles.

    –¿Por qué?

    –Lo consideraban enemigo de la Corona de España –dijo encogiéndose de hombros.

    –¿Y lo era?

    –Sí –respondió desafiante.

    –¿Dónde se encontraba su familia?

    –Mis padres y mi hermana estaban en Tungasuca. A mi hermano Antonio también lo secuestraron. Nunca volví a verlo.

    –¿Estaba con usted?

    –Él estaba en otro colegio en Cuzco –dijo sacudiendo la cabeza.

    –Entonces, ¿cómo

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