El Rincón Brujo
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Ramiro Navarro López
El autor es profesor de Ciencia Política en la Universidad Estatal de Tamaulipas y ha escrito, entre otras publicaciones, la narración histórica Éxodo y la crónica periodística Los niños del fovissste.
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El Rincón Brujo - Ramiro Navarro López
Índice
El Asesino
I
El Comandante
II
III
IV
El Doctor
V
VI
VII
VIII
Flor
IX
El Comandante
X
El Doctor
XI
XII
El Comandante
XIII
XIV
El Líder
XV
XVI
XVII
XVIII
El Candidato
XIX
La Chorra
XX
El Candidato
XXI
XXII
El Líder
XXIII
El Comandante
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
Cristal
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
El Comandante
XXXV
EPÍLOGO
Dedicado a la nomenclatura:
Beba, Susy, Vero, René II, Gabita,
Maleny, Jaime, Ariel y R. Alejandro.
El Asesino
I
9392.jpgLas doce de la noche en punto.
Ya era hora, toqué con la clave acostumbrada: dos pares de golpes suaves y sucesivos, pero nadie me contestó, pegué el oído a la puerta de madera, y sólo gemidos y ruidos del viejo colchón provenientes del interior me aguijonearon.
-¡Abre! –grité golpeando fuerte con los nudillos, pero en lugar de abrir, los ruidos del camastro se intensificaron.
Ésta mujer nunca aprendió los gajes –pensé molesto-, ya tenía más del tiempo necesario con el depravado en turno, cuando sabía perfectamente que menos de quince minutos era negocio y más de quince, pura lascivia.
¡Abre por última vez! –volví a gruñir golpeando ahora la puerta con la palma, sin dejar de ver el reloj.
Se hizo revuelo adentro y en un santiamén el mísero fauno, que ya se había refocilado con ella, abrió de prisa, salió y se esfumó precipitadamente, sin levantar la vista, apretándose aún el cinturón.
La puerta se volvió a cerrar de un solo golpe, haciendo saltar una nube de polvo por la orilla del quicio.
-¡Te digo que abras la maldita puerta!
-Vete, no soporto que estés midiéndome el tiempo.
-¿Si no te cuido yo, quién te va a cuidar?
-Ya no quiero que me cuides, ésta no es vida.
-¿Pero si tú cuándo has tenido vida?
-Vete por favor, ya no soporto más.
-¿Qué dices?
-Que te vayas, no quiero verte ya.
-¡La que se va a ir eres tú!
-¡Está bien, mañana me voy! -me contestó inesperadamente, haciendo que la sangre me hirviera en la cabeza.
-¡Ahora mismo te vas a ir, y muy lejos, de eso no tengas la menor duda! -le grité con voz enronquecida mientras sacaba furioso el revólver del cinto y daba una patada a la despostillada puerta que saltó en pedazos dentro del cuartucho en tinieblas.
-Si me matas –dijo asustada al verme vestido con una larga túnica negra-, lo vas a pagar caro.
-¿A quién le importa tu maldita vida? –refunfuñé apuntándole con el arma. Levanté el percutor, y al ver mi gesto, se hizo nudo pero no me importó. Disparé partiendo la oscuridad con la llama de los fogonazos.
Su escuálida espalda golpeó contra la pared de madera, sus largos brazos se abrieron y de su cabeza salieron expulsados tres chorros de sangre, para quedar finalmente tirada sobre la raída cama entre un fuerte olor a pólvora. Los cabellos rubios, ya sin vida, envolvieron su rostro prematuramente marchito. El uniforme de policía que medio vestía quedó empapado en sangre.
Se lo tenía merecido.
Después de ver, impávido, mi obra por un segundo, cargué su flácido cuerpo sobre mis hombros, salí al pasillo y caminé hacia el fondo escuchando como las gotas de sangre que escurrían del fardo golpeaban el piso formando una larga y espesa línea roja. Empujé la puerta y subí por los escalones hasta llegar al altar, donde ya me esperaban, en una perfecta rueda y con flamígeras antorchas, ansiosos y excitados dentro de sus túnicas y capuchas negras, los miembros de la organización.
La arrojé dentro del círculo rojo con el pentagrama invertido, recé en un murmullo el conjuro prohibido, tomé firmemente el brillante cuchillo sagrado y con el filo de la hoja rasgué su blusa, le abrí el vientre, y a una señal, prendimos fuego al cuerpo sacrificado. Las flamas de las negras velas colocadas alrededor del círculo se contrajeron descendiendo hasta tocar el infierno y aguardamos con ansia la inminente aparición del mal.
El negro ritual concluyó al amanecer, estaba agotado, pero con un buen fajo de billetes en la mano.
Salí del antro. En el cielo, largos girones de nubes rojas despuntaban sobre el oriente.
A la orilla de la calle, encendí un cigarro, alcé la vista, y vi el letrero de neón que se levantaba por encima del viejo y grisáceo caserón: El Rincón Brujo.
Era el lugar ideal para la muerte, una tenebrosa cueva donde podía perder la existencia cualquier basura, sin que se levantara mayor polvo, y si la que caía era una ramera, con mayor razón, a nadie le importaría un carajo. Lo único que sentía era a mi hijo, extraído de las entrañas de su madre, del que ahora solo quedaba un tajo de sangre. Aunque la duda me asaltaba, ¿y si no era mío? Mejor. Tiré la colilla del cigarro, que sabía a rayos, subí al vehículo, y encendí el motor
Arranqué hacia la nada, con el hedor a sangre en la nariz.
El Comandante
II
9394.jpg-Jefe, con la novedad de que amaneció muerta una de las muchachas que trabajaba en El Rincón Brujo.
-¿Y por eso me despiertas? ¿A quién le importa una puta muerta?
-A su hermana.
-¿A cuál hermana?
-A la hermana de la difunta, jefe. Está afuera preguntando por usted.
Abrí los ojos lentamente, bajé los pies del arcaico escritorio cuidando que no se rasparan las botas de genuina piel de cimarrón que calzaba y me levanté el sombrero para descubrirme la cara, fastidiado.
-Hazla pasar.
Se regresó de inmediato y enseguida escuché un rítmico taconeo que se acercaba, logrando despertar mi curiosidad. Rápidamente me quité el sombrero, me acomodé los hirsutos cabellos que caían sobre mi frente y me lo volví a encasquetar, cuidando que quedara un poco de lado.
Cuando cesó el compás del taconeo supuse que era la hermana que ya estaba por entrar, miré hacia el hueco de la puerta, y en efecto, como una aparición, su figura se fue materializando, entre el polvo y los destellos de la luz que provenían del exterior. Como impulsado por un resorte me levanté del asiento, tras el maldito y desvencijado escritorio. ¡Carajo, estaba buenísima la dama!
-¿Comandante Dolores Rico? –me preguntó con la voz más suave y dulce que yo en mi larga y atropellada vida hubiera escuchado.
De pie, mudo y totalmente estupefacto, la recorrí vehementemente con la mirada y ella se llenó de rubor. Vestía un conjunto azul impecable, de muy buen gusto y mostraba unas piernas fantásticas con medias oscuras, cuyos torneados relieves se delineaban por encima de la apretada falda. Pasó sus largos dedos por el dorado cabello que caía a los lados de su blanco rostro bien cincelado, y anunció sin mayores preámbulos, al ver que de mi boca no salía sonido alguno.
-Anoche mataron a mi hermana.
-¿Cómo sabe que fue un asesinato? –atiné a balbucear, tratando de recomponerme.
-Tiene tres tiros en la cabeza.
-Entonces aceptemos esa presunción. Por favor, siéntese –le propuse mientras yo mismo lo hacía.
La mujer tomó asiento frente a mí, erguida, con sus dos grandes y puntiagudos senos apuntándome a la cara, colocó las manos sobre el regazo y me miró fijamente a través de las oscuras gafas que portaba, como preparándose para decirme algo, algo muy importante, pero momento, ¿nos conocíamos? No, a una mujer de esos tamaños la recordaría de inmediato.
-Quiero que encuentre al autor de ese horrible asesinato. La mataron, destazaron y quemaron sin contemplación –dijo por fin con una voz quebrada y ronca que denotaba el dolor que la embargaba.
-¿Todo eso? –cuestioné subrayando el hecho, con cierta incredulidad.
-Sí, ya fui a reconocerla.
-Caray...entiendo su situación –murmuré fingiendo dolor, para que se sintiera acompañada en su pesar.
-No se lo merecía, mi hermana era una santa.
-¿Y trabajaba de prostituta?
-Una prostituta también puede ser santa.
Titubeé, pero decidí pasar por alto esa otra presunción.
-¿Sospecha de alguien? –interrogué con la pregunta básica de rigor.
-No, tenía mucho tiempo sin verla.
-¿No vive usted aquí?
-No, yo vivo en Ciudad Valles, vine en cuanto supe lo ocurrido.
-Y usted, ¿a qué se dedica? –indagué con curiosidad, ¿será prostituta también? me pregunté de pronto, sin dejar de observar sus regias particularidades, pero de inmediato deseché ese prejuicio insensato, a leguas se veía que era una ingenua e inocente dama.
-Soy maestra -me contestó, ratificando mi idea sobre ella.
-¿Y estará aquí por unos días?
-Sí, sólo mientras se llevan a cabo las investigaciones. Yo era la única familia que tenía mi hermana.
-Me encargaré del asunto personalmente y la tendré puntualmente informada del curso de las indagaciones –le aseguré. Yo ya había decidido que el asunto era digno de ser investigado y debía hacerle sentir confianza en la justicia.
-¿Puedo confiar en que usted encontrará al culpable? –preguntó como si hubiese adivinado mis pensamientos.
-Sin duda, señorita.
-Gracias.
La dama se secó una delgada lágrima que resbalaba por su rosada mejilla dándose unos suaves toques con los delicados nudillos, y suspirando, se levantó y se presentó.
-Cristal, me llamo Cristal Ortega –subrayó viéndome, pero sin extender su mano, que ahora deseaba estrechar.
-Mucho gusto señorita, y de nuevo, siento lo de su hermana.
Aceptó mis condolencias con una triste mirada y se aprestó a salir, pero no sin que yo antes, con una desconsolada mirada le hiciera saber que sentía su partida. La de ella por supuesto, no la de su hermana muerta.
Me dio la espalda y caminó pausadamente hacia la puerta dejando tras de sí la estela de su dulce fragancia. Aproveché el momento para ver a mis