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Ruido de tambores
Ruido de tambores
Ruido de tambores
Libro electrónico183 páginas2 horas

Ruido de tambores

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Información de este libro electrónico

Un inspector de policía brutal, un psicópata guiado por su antropoide. Un relato de obsesiones en las que dos vidas se entrecruzan y finalmente colisionan.
Carlos Riso, profesor universitario y psicópata en su tiempo libre, con un único deseo: asesinar mujeres. Juan Vaguera, inspector de policía, arraigado en los métodos de la antigua escuela, encuentra en Riso a su presa perfecta. A partir de ese momento, sus vidas se convierten en una continua y salvaje persecución haciendo que ambos necesiten de la presencia del otro.

Escrita con un estilo directo y contundente, en Ruido de tambores se van alternando, capítulo tras capítulo, las voces del psicópata y del policía, lo que da como resultado un curioso juego literario en el que los hechos son relatados desde dos puntos de vista diferentes. De esta forma se completa, desde todos los ángulos, una crónica apresurada y rabiosa de un descenso a los infiernos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ene 2020
ISBN9788415414360
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    Ruido de tambores - José Montero Muñoz

    Ruido de tambores

    José Montero Muñoz

    1ª Edición Digital

    Mayo 2012

    © José Montero Muñoz 2012

    © de esta edición:

    Literaturas Com Libros

    Erres Proyectos Digitales, S.L.U.

    Avenida de Menéndez Pelayo 85

    28007 Madrid

    http://lclibros.com

    ISBN: 978-84-15414-36-0

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler de la obra o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.

    Índice

    Copyright

    Ruido de tambores

    Sobre el autor

    Para Juss, gracias por ser mi Faro de Alejandría.

    ¿Crimen? ¿Qué crimen?… El haber matado a un asqueroso y dañino piojo, a una vieja usurera, que a nadie le era necesaria, por matar a la cual se nos han de perdonar cuarenta pecados, y que se alimentaba de la sangre de los pobres. ¿Eso es un crimen? Yo no creo que lo sea, ni pienso en lavarlo. ¿Por qué todos me han de gritar por todos lados: «¡Es un crimen, es un crimen!…»? ¡Solo ahora veo clara toda la estupidez de mi pusilanimidad, ahora que ya decidí afrontar esa vergüenza innecesaria! (…) Yo también quería el bien de la gente, y había hecho cien, mil acciones buenas a cambio de esa sola estupidez, que no fue siquiera estupidez, sino sencillamente torpeza, ya que todas esas ideas no son jamás tan necias como luego parecen cuando se malogran.

    Dostoiewski, Crimen y Castigo

    1. PUTAS, CHULOS Y DEMÁS FAUNA MADRILEÑA

    —¡La puta que te parió… mil veces! —bramé.

    El teléfono sonó tanto que habría despertado al niño Jesús en el pesebre. Miré la hora: las 2.00 de la madrugada. ¿Quién sería el desgraciado que llamaba a aquellas horas? Descolgué el auricular y gruñí.

    —¿Quién cojones es…?

    —Vaguera; tienes que venir…

    —¿A estas horas?, ¿qué pasa?, ¿es que en este país ya no se respetan ni las horas de sueño?

    —Sí…; pero necesitamos que vengas enseguida. No te hubiese molestado si no fuese necesario…

    —Bien, en media hora más o menos estaré allí. Y una cosa, Gutiérrez, espero por la memoria de su santa madre que sea algo importante; si no, te juro por Dios y por sus santos apóstoles que te voy a romper el culo de una soberana patada.

    —Vaguera, te prometo por mis hijas que es importante…

    —Bien, no se hable más; nos vemos en un rato y manda a alguien a por un puto café para cuando llegue.

    Regresé a la habitación con pasos lentos. Abrí el cajón de la mesita y saqué un Montecristo. Agarré con mala leche los pantalones de la silla y me senté pesadamente en la cama, que crujió con un gemido de muelles y madera a punto de reventar. Con el primer intento de meter la pierna en la pernera solo conseguí caerme al suelo. Me cagué en todo lo más sagrado y en la estampa de Marieta, mi mujer. La pedorra no había hecho siquiera el amago de despertarse y preguntar qué me había ocurrido. La miré y me dieron ganas de pegarle un par de hostias bien dadas. ¡Pero para qué…!», maldije al mismo tiempo que buscaba los calcetines y los zapatos. ¿Quién los habría…? No terminé la pregunta; mi instinto me lo dijo al primer golpe de pituitaria: Marieta los había sacado de la habitación y los había llevado al aseo. No le gustaba mi olor corporal y menos aún el de mis pies. «La madre que la parió, ¿por qué cojones me casé con semejante hija de…?» Dejé correr el agua y me santigüé antes de terminar de despertarme. «¡Señor, dame fuerzas para que no la mate! O en el peor de los casos, me descerraje un tiro en plena sesera, y así renunciaré a tu crueldad; ya sabes que yo no creo mucho en ti, pero no me jodas más, ¿vale? Hago lo que puedo para no perder el control, intento hacer tu voluntad; pero a veces, bueno, casi siempre, se queda en un deseo. Pero te aseguro que lo pretendo; así que, por favor, dame un poco de paz y sobre todo paciencia de la que gastaba Job, porque la necesito.» Al salir del baño estaba como nuevo; mi conversación con el «gran Jefe» me había calmado algo. Mis ojos ya distinguían los muebles que había delante de ellos, y mis pies, algo más coordinados que hacía un momento, no se golpeaban con nada.

    Volví a mirar el reloj: las 2.40, buena hora para tomarme un café. Me preparé uno instantáneo y me lo bebí de un trago; aquello sabía a rayos. «¿Qué he hecho yo para merecerme una vida así?», me pregunté, recordando a Marieta en la cama dormida o más bien en estado de coma profundo. A aquella foca, no la despertaría ni una puta bomba nuclear.

    Justo cuando cerraba la puerta, la voz de Marieta rugió desde el dormitorio:

    —¿Se puede saber adónde vas a estas horas?

    Barajé la posibilidad de que el silencio hablase por mí, pero pensándolo mejor no me apetecía tener de morros a la hija pequeña de King Kong.

    —Voy a trabajar. Me necesitan para una redada. Duérmete, luego te llamaré.

    —¡Ni se te ocurra llamarme! —aulló con su voz somnolienta—, que ya sabes el mal cuerpo que se me queda...

    —Vale, duérmete, cariño.

    «¡Me cago en Dios y en todos sus apóstoles! ¿Quién cojones me mandó a mí casarme con esta marmota?» Con esta pregunta golpeándome los sesos como un martillo pilón, apreté el botón del ascensor y esperé. Cuando entré, sin poder evitarlo, me miré en el espejo. «¡Estás hecho una puta mierda! Ya no estás para tantos trotes. Debes cambiar de trabajo, de mujer o de coche. Algo tienes que hacer con tu vida, ¡joder!»

    Al bajar del coche en la calle Almería, lo que encontré no me gustó nada. Un vistazo rápido me confirmó mis sospechas; aquel barrio era un estercolero para putas, drogatas y negros, entre otra escoria. Me acerqué al grupo que parecía una huelga de chochitos en cuaresma. Los pipiolos intentaban subirlas al furgón sin conseguirlo.

    —¿Qué cojones pasa aquí, pardillo? —le pregunté a un niñato recién salido de la Academia masticando mi Montecristo.

    Me miró y se cuadró.

    —No sé nada, inspector. Me han dicho que meta a estas golfas en el vehículo.

    —Trátalas con un poco más de cariño, hueletanguillas. Te voy a enseñar cómo hay que relacionarse con estas señoritas de postín.

    Cogí del pelo a la que tenía más cerca, la zarandeé un poco, un par de bofetadas y de una patada en el culo la catapulté al interior del furgón.

    —¿Te ha quedado claro cómo se hace, pimpollo?

    —Muy claro, señor.

    —Pues termina pronto, que me quiero largar. Otra pregunta, ¿dónde están los chulos?

    —Ah…, inspector. Por eso le han llamado. Andrada le está esperando allá —me señaló el furgón—, los está interrogando.

    —La puta, y eso que no sabías nada. Continúa, caracartón, que tenemos prisa; y una preguntita más: ¿Dónde cojones está Gutiérrez?

    —¿Gutiérrez, señor…?

    —Sí, Gutiérrez. ¿Eres sordo o tonto?

    —No, señor. No sé dónde puede estar Gutiérrez.

    —Muy bien. Prosiga, que no quiero estar toda la santa noche aquí, con estas golfas helándome los cojones…

    Dejé a aquel cretino con las zorritas y sus gruñidos de cachondonas, y me encaminé al furgón donde estaban los proxenetas.

    Aparecí ante ellos como un torbellino. El puño americano les esperaba en el bolsillo de mi abrigo; los miré y vi el miedo en sus ojos. Ya me conocían y sabían mejor que nadie que yo podía ser el hijo de puta más grande del mundo cuando no se me hacía caso. Ya les había dicho mi lema entre leche y leche: «En mis calles, nada de maricones, moros, negros, ni gitanos. Las prostitutas son un mal menor, pero a los chulos no los quiero ni ver».

    Como ya se sabían la lección, no tuve que repetirla. Me acerqué a uno de ellos y le pegué un par de sopapos con el envés de la mano. Después, el mierdaseca comenzó a cantar como un canario capado.

    Gutiérrez apareció de la nada con mi café.

    —Menos mal que has aparecido, ya estaba cagándome en todos tus muertos y en tu santa madre.

    —Vaguera, modérate un poco, por favor…

    —No me cuentes historias de princesas; dame ese maldito café y vamos a terminar con esta basura.

    —Claro, Vaguera. En realidad, te he llamado porque un tal Andrei se ha atrincherado en su apartamento y no podemos sacarlo.

    —¿Ese mierda os está jodiendo? ¿Y se puede saber por qué no habéis llamado a las fuerzas de asalto?

    —Lo íbamos a hacer, pero pensé que mejor te llamábamos a ti, y si no se podía hacer nada, pues que se encarguen los GEOS.

    —La madre que te parió, Gutiérrez; eres mi pesadilla. ¡Joder!, mira lo que te digo, cabrón de mierda; ¡es la última vez que me llamas a estas horas para que arrope a un chulo de tres al cuarto…! Me tenéis hasta los mismísimos, no entiendo porque cojones me tengo que comer siempre estos marrones, como si fuese un puto novato…

    —Vaguera, tranquilízate.

    —Bien, ahora dime dónde está ese caracandado, que quiero irme a dormir.

    —En el 5ºA, en aquella portería.

    —Muy bien. Dame un par de minutos y te lo bajo.

    Toqué el timbre, pero nadie respondió. Algo normal en aquellas situaciones.

    —¡Hijoputa!, soy el inspector Vaguera. Más vale que salgas de una puta vez, porque si entro a por ti te voy a dar lo que no está escrito.

    —¡No, inspector, no pienso salir! —lloriqueó una voz con acento ruso.

    «Me cago en la madre Rusia y en la puta que os parió», insulté entre dientes. Al disparar contra la cerradura, la puerta se abrió con un ligerísimo quejido.

    —No pasa nada. ¡Pueden volver a sus casas, todo está controlado! Soy policía. ¿Entienden? ¡P-O-L-I-C-Í-A! —les grité a los curioso que salían al pasillo.

    Una vez superado el susto, regresaron a sus hogares. Y yo aproveche para entrar en el apartamento de Andrei.

    —¡Hijoputa! —fue lo único que le escupí a la cara.

    —Inspector, yo quería…

    —Demasiado tarde, caracartón; el tiempo de las explicaciones ha terminado.

    Después habló mi puño americano, algo que sabía muy bien que no le gustó a mi querido Andrei. Una vez terminé mi dialéctica, lo esposé y lo bajé a empujones. Gutiérrez parecía algo nervioso.

    —¿Qué ha pasado…?

    —Nada. Solo que tuve que utilizar mi Colt. Por lo demás, está bien; aunque yo lo llevaría al hospital, parece que se ha golpeado con la pared al bajar por la escalera.

    —Muy bien, Vaguera. Como digas…

    —Estupendo, Gutiérrez. Si no tienes otra cosa para mí, voy a seguir soñando con Charlize Theron.

    —Claro, inspector. Buenas noches… y espero que te cambie un poco ese carácter tuyo.

    —Una última cosa, Gutiérrez. No me llames otra vez a estas horas, ni aunque se aparezca la Virgen María, me da lo mismo, no me jodas otra vez. ¿Vale?

    —Eso no dependerá de mí. Si Ramírez me dice que te llame, pues lo haré...

    —Vale, vale, muchachote, como gustes.

    «Por esta noche ya he trabajado suficiente.» Regresé a casa y me metí en la cama junto a Marieta, que ni respiró; lo tenía muy claro, debía buscarme a otra. Aquella maldita foca, me tenía hasta las narices. Cerré los ojos y me imaginé en una isla del Caribe, tomándome un mojito y mirando cómo las olas lamian cuerpos esculturales; en ese instante solo deseé una cosa: ser una ola para poder lamer yo también algo de aquellos cuerpos morenos…

    2. ADIÓS, MUÑECA

    Salí de casa, cerré la puerta detrás de mí. Me sentía tranquilo porque Irene dormía plácidamente. «Tengo tiempo de sobra», pensé con malicia. Me excité ante lo que me esperaba; al fin podría relajarme. Encendí un cigarrillo, le di dos caladas profundas hasta llenarme los pulmones de humo, lo exhalé con jovialidad mientras bajaba las escaleras. Esto sí que era vida; y no lo que debía soportar para poder pagar las facturas, la hipoteca… Cada día aguantaba menos a aquellos universitarios gilipollas que tenía en clase; más pendientes de su aspecto físico que de mis explicaciones.

    Tres escalones más y estaría delante de la puerta.

    Toqué al timbre. El sonido de la radio era amortiguado por la hoja blindada y por la estera del suelo que decía: «Bienvenido». Sonreí mientras me acariciaba el bolsillo del pantalón... Insistí de nuevo, con más vehemencia; mi paciencia se iba desvaneciendo con cada ronroneo metálico. Finalmente, la puerta se abrió y por la rendija emergió ella.

    —¿Sí?, ¿qué desea? —preguntó la muy mojigata, como si no supiera a lo que había venido. Ella lo sabía, lo pude leer en sus ojos, aunque aún no era muy consciente.

    —Buenos días, señora Ruíz. Soy Carlos, su vecino del 45º B, y me preguntaba si podría dejarme un poco de azúcar...

    La anciana, en un acto más de hipocresía, me pidió que entrase. Di dos pasos hacia ella mientras palpaba mecánicamente en el interior del bolsillo del vaquero, su textura me daba seguridad, me tranquilizaba. Esbocé mentalmente un gesto de placer y la seguí. Cuando se giró, la miré a los ojos y le dediqué la misma sonrisa que Orson Welles a Loretta Young en El extranjero. Este gesto sería lo último que vería en su vida. La hora había llegado. Los tambores de guerra sonaban en mi cerebro anunciando el inicio de mis nuevas correrías. La víctima ya estaba marcada. Con un movimiento rápido, la apresé. Procuró escapar, pero no lo iba a permitir; mis manos habían estudiado más de un millón de veces los movimientos, cada vez

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