La otra vuelta de tuerca
Por Henry James
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Henry James
Henry James (1843-1916) was an American author of novels, short stories, plays, and non-fiction. He spent most of his life in Europe, and much of his work regards the interactions and complexities between American and European characters. Among his works in this vein are The Portrait of a Lady (1881), The Bostonians (1886), and The Ambassadors (1903). Through his influence, James ushered in the era of American realism in literature. In his lifetime he wrote 12 plays, 112 short stories, 20 novels, and many travel and critical works. He was nominated three times for the Noble Prize in Literature.
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La otra vuelta de tuerca - Henry James
I
Recuerdo el comienzo como una sucesión de vuelos y caídas, un pequeño vaivén entre las cuerdas precisas y las innecesarias. Antes de emprender el viaje, todavía en la ciudad, pasé un par de días muy malos, advertí que habían renacido todas mis dudas y llegué a convencerme que había cometido un error. Y en ese estado de ánimo pasé unas horas muy largas en la traqueteante diligencia que me condujo al lugar donde debía recogerme un carruaje de la casa que se había dispuesto para mí; de esa manera me encontré con que, al final de aquella tarde de junio, me esperaba una calesa. Viajar en ella a esa hora, en un día maravilloso y a través de una campiña impregnada de dulzura que parecía ofrecerme una acogedora bienvenida, hizo que mi estado de ánimo mejorara con notoriedad y, cuando enfocamos una amplia avenida, la belleza del lugar estuvo acorde con mis sensaciones. Me imagino que esperaba o temía, algo tan melancólico, que el paisaje que me envolvía resultó una agradable sorpresa. Recuerdo la favorable impresión que me produjeron la amplia y clara fachada de la casa, sus ventanas abiertas, las cortinas de colores alegres y el par de doncellas asomadas en una de ellas; recuerdo el césped y las hermosas flores, el crujido de las ruedas en la grava y las verdes copas de los árboles, cuyas cúspides parecían perderse en un cielo dorado. El escenario era tan grandioso que nada tenía en común con mi modesto hogar. En la puerta principal del edificio apareció una persona muy cortés con una niñita tomada de la mano que me recibió con una gran reverencia, como si fuera yo la señora de la casa o una visitante distinguida. La noción que me había hecho de la casa, a juzgar por la de Harley Street, era muy pobre y aquélla me hizo pensar en el propietario como en un caballero aún más poderoso, me sugería que iba a disfrutar allí mucho más de lo que él me había prometido.
No sufrí ninguna decepción hasta el día siguiente, ya que en el curso de las horas que siguieron a mi llegada, fui como hechizada por la presencia y el conocimiento que hice del más joven de mis alumnos; la niña que acompañaba a la señora Grose, que me pareció a primera vista una criatura encantadora cuyo trato debía ser una delicia. Era la más hermosa que había visto en mi vida, más tarde me pregunté cómo era posible que quien me empleaba no me hubiera hablado más de ella. Esa noche dormí poco, me sentía demasiado excitada y recuerdo que aquello me sorprendió también, tuve en cuenta la generosidad con que había sido tratada. Mi amplio y espectacular dormitorio, uno de los mejores de la casa, el fastuoso lecho, los cortinajes, los grandes espejos en que podía verme, por primera vez, de la cabeza a los pies, todo aquello me impresionaba, así como el encanto extraordinario de mi pequeña pupila y tantas otras cosas… Desde el primer momento me resultó evidente que podría sostener buenas relaciones con la señora Grose, lo que había puesto en duda mientras viajaba en la calesa. Lo único que me desconcertaba de aquellas primeras impresiones era la gran alegría que había experimento al verme. En menos de media hora advertí que estaba muy contenta aquella buena, robusta, sencilla, limpia y franca mujer, a la vez que trataba de no mostrar su alegría. Me pregunté entonces por qué tendría interés en ocultarla, esa reflexión y las sospechas a que daba lugar me hicieron sentir, por supuesto, un poco intranquila.
En cambio, era un consuelo saber que no habría dificultades en mis relaciones con un ser tan encantador y de tan radiante belleza como mi niñita, cuya angelical hermosura fue el principal motivo que me levantara antes del alba y caminara de un lado a otro para no dejar escapar nada de lo que acontecía en ese momento; contemplar desde mi ventana abierta el amanecer, observar todos los detalles que podía del edificio y escuchar, mientras la oscuridad se disolvía, el trino de los primeros pajarillos, al que se agregaron un par de sonidos menos naturales, no provenientes del exterior, sino del interior de la casa, que había creído percibir. Por un momento creí reconocer, débil y lejano, el grito de un niño, en otro creí percibir ruido de pasos ante la puerta de mi habitación. Pero aquellos detalles no fueron lo suficiente fuertes para impresionarme entonces, sino que fue la luz, o quizá debería decir la lobreguez, aportada por otros hechos posteriores lo que los hace volver a mi memoria. Vigilar, enseñar, formar a la pequeña Flora sería, en evidencia, el objeto de una vida feliz y útil. Se convino entre nosotras que a partir de la siguiente noche dormiría en mi cuarto, su pequeña cama blanca se instaló en mi habitación. Me comprometí a cuidarla por completo, así que ella durmió por última vez en el cuarto de la señora Grose solo en atención a mi inevitable extrañeza del lugar y a su natural timidez. No obstante aquella timidez, sobre la cual la misma niña, de la manera más extraña del mundo, habló con perfecta naturalidad, mencionándola sin ninguna señal de azoramiento y con la profunda y dulce serenidad de uno de los niños dioses de Rafael, permitió que se la discutiera, se la imputara a ella y nos determinara, tuve la seguridad de que no tardaría en simpatizar conmigo. En parte, ya la señora Grose me gustaba por el placer que pude observar en ella, por el hecho de admirarme y sorprenderme cuando nos sentamos a la mesa con cuatro candelabros y con mi alumna colocada frente a mí en una silla alta y con el rostro brillante. Por supuesto, había cosas que, al estar presente Flora, tenían que resolverse entre nosotras a través de ciertas miradas cargadas de sentido o por medio de alusiones oscuras y