EL ENIGMA DE MÚNICH
Hitler estaba decidido a ir a la guerra en 1938. Confiado por la exitosa anexión de Austria, el canciller alemán estuvo presionando al gobierno de Checoslovaquia para que reconociera el derecho de autodeterminación de los Sudetes, una región fronteriza con Alemania habitada por unos tres millones de habitantes de origen germano. Este territorio era el más industrializado del país, y había sufrido con especial dureza los efectos de la depresión económica de 1929. Consecuencias de esta crisis fueron la exacerbación de los sentimientos nacionalistas de esta minoría germana (Checoslovaquia era un estado plurinacional, edificado tras la caída del Imperio austrohúngaro en 1918) y su oposición a la mayoría checa, a la que culpaban de su situación económica. El Partido Alemán de los Sudetes, una formación separatista apoyada en secreto por los nazis, aprovechó estas tensiones. Empezó reclamando la formación de un estado federal y terminó pidiendo la adhesión al Reich alemán.
Desde Francia y Gran Bretaña, el conflicto de los Sudetes se veía como una cuestión de índole nacionalista, un problema que se podría resolver pacíficamente mediante un acuerdo de modificación de las fronteras. De hecho, una parte de la prensa y la opinión pública internacional reprochaba al gobierno checo su negativa a hacer las concesiones que pedía Alemania. Se lo culpaba de poner en peligro la paz de Europa por su empeño en mantener unos territorios poblados mayoritariamente por alemanes étnicos.
Pocos intuían cuáles eran las verdaderas intenciones de Hitler. Para el canciller, el conflicto de los Sudetes, que en gran parte había sido provocado por los propios nazis y alimentado por su aparato propagandístico (Goebbels difundió todo tipo de mentiras sobre las atrocidades cometidas por los checos sobre los alemanes sudetes), era una simple excusa, un medio para conseguir un fin mucho más ambicioso
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