Héroes, capitanes y otras criaturas
Por ¡¡Ábrete libro
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¿Flotando? ¿Con algún pellizquito? ¿O como Superman o Batman? ¿Como Frankenstein...? ¿...Despedido? ¿O como un mar de palabras profundas en hojas de seda y lomo aterciopelado bajo sensuales luces de neón?
Por mi madre, por la princesa fiestera, por David, Molly, Risitas, la luna, Belisario y el capitán volador venenoso... No me asustes con esas alas de sangre a las puertas del infierno... así... sin maquillaje y en la oscuridad... con Ramiro apuntando en el cuaderno la lluvia durante esa hora azul.
Índice
Capitán Veneno [El fenicio Valentín]
Alas de sangre [Elías Saavedra]
El hombre junto al fuego [ILIRIA]
Como flotando [Berlín]
Madre [Jaime Cantó]
La princesa que quería divertirse [Lucía Cibils (Megan)]
El cuaderno de lluvias [lunaroja]
Molly y su amiga Risitas [José Luis Melón Taín (prófugo)]
Ramiro [Martín Lexequías]
Héroes [Ismael Manzanares]
Palabras profundas en hojas de seda y lomo aterciopelado bajo sensuales luces de neón [Gisso]
Bajo el maquillaje [Mario Cavara]
Con pellizquito [Ángel Cruz]
Cosas que ocurren en la oscuridad [Paraná]
Despedido [P. J. Martínez]
El chantaje de David [Raúl Mateos Barrena]
Dufort [Onomatopeya]
La sonrisa de la luna [Nieves Muñoz de Lucas]
A las puertas del infierno [KP Rodríguez]
La hora azul [Meiko]
Calle de los cerezos [Jilguero]
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Héroes, capitanes y otras criaturas - ¡¡Ábrete libro
HÉROES, CAPITANES Y
OTRAS CRIATURAS
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Todos los derechos reservados.
Copyright 2021 © los respectivos autores
Primera edición: 2021
Diseño y foto de portada: Ángel Cruz © 2021
Edición a cargo de: Lucía Bartolomé y Yolanda Boada
Índice
Capitán Veneno
Alas de sangre
El hombre junto al fuego
Como flotando
Madre
La princesa que quería divertirse
El cuaderno de lluvias
Molly y su amiga Risitas
Ramiro
Héroes
Palabras profundas en hojas de seda y lomo aterciopelado bajo sensuales luces de neón
Bajo el maquillaje
Con pellizquito
Cosas que ocurren en la oscuridad
Despedido
El chantaje de David
Dufort
La sonrisa de la luna
A las puertas del infierno
La hora azul
Calle de los cerezos
Agradecimientos
A los foreros,
por hacerlo posible
Capitán Veneno
El fenicio Valentín
La puerta estaba cerrada. Giró el pomo y atravesó el umbral. Una habitación mayúscula le dio la bienvenida. Se acercó al cubilete de lápices de colores y cogió uno cualquiera. Garabateó en la pared un nuevo conjunto de coordenadas, dejó caer el lapicero al suelo y sus pasos se encaminaron al centro de su universo.
Pendía la aeronave de cuatro puntos de fijación anclados a las vigas maestras de la vivienda. De madera joven de cedro blanco era el fuselaje, de algodón prensado tintado en negro el recubrimiento de las alas. Y remataba el invento una hélice de paso variable que hacía que el aparato sobrepasara con holgura los cinco metros de longitud. Se trataba de un aeroplano de reconocimiento como cualquiera de aquellos que otrora surcasen las ciudades de la Prusia Oriental durante la Gran Guerra.
Sirviéndose de una escalera de aluminio se acomodó en el asiento del piloto y acarició los instrumentos de vuelo. Tanteaba la palanca de mando mientras calculaba mentalmente el ángulo de ataque necesario para atravesar la pequeña ventana por la que pretendía desaparecer e iniciaba justo la maniobra de despegue cuando una niña de siete años se coló en el dormitorio.
Traía el pelo desordenado y unas viejas gafas de aviador entre las manos. Su padre la regañó, recogió las gafas, la besó en la frente y sonrió viéndola marchar. Ella abandonó la estancia a cámara lenta, para mayor desesperación de su progenitor, deleitándose en la contemplación de los números que el piloto llevaba semanas escribiendo en la pared. Luego la chiquilla se acomodó tras la puerta sin llegar a cerrarla del todo y, desde allí, lo observó.
El Capitán Veneno inspiró profundamente, echó un último vistazo a la pared que vomitaba latitudes en grados sexagesimales y despegó. Cuando miró atrás, su niña no era más grande que el tapón que estanca el agua en una bañera de muñecas.
Comenzó a ganar altura, buscó una corriente de aire propicia y fijó el rumbo. Era mediodía. En el cielo se entretuvo partiendo en dos algunas nubes y no le llevó demasiado tiempo alcanzar las coordenadas convenidas. Entonces apagó el motor de la avioneta y emprendió la caída.
Salpicaban el firme diminutas gotas de barro que pululaban de un lado a otro. Había gotas que caminaban juntas, cogidas de la mano, y gotitas corriendo con una botella de agua dentro de una mochila. Había gotas de barro que llevaban consigo otras gotas aún más pequeñas, en brazos o a horcajadas, y gotitas a las que se las veía solas, sentadas, leyendo un libro o llorando, pensando tal vez en otras gotas de barro que se habían marchado para siempre.
El capitán no deseaba hacerles daño, pero entendía que era un mal inevitable. Estrelló la avioneta en la dársena del puerto llevándose consigo la vida de los operarios que cargaban de hielo escamado uno de los contenedores frigoríficos.
En el corredor, medio escondida y a través de un pequeño resquicio, la niña no le quitaba ojo a su padre. Lo vio ajustarse las gafas de aviador, manipular diminutos interruptores de cobre y golpear con el índice unas esferas de cristal que encerraban todos los números que ella conocía. Lo vio gobernar el avión que se había mandado fabricar no hacía mucho, y en el que últimamente pasaba más tiempo del que a ella le gustaría.
Si no fuera porque estaba allí, en la cuarta planta de un edificio de reciente construcción observándolo en primera persona, si no fuera porque veía a su padre subido a un avión de mentira dentro de una de las habitaciones de su casa, hubiera jurado que lo que estaba contemplando era un auténtico vuelo en cielo abierto.
Porque el capitán imitaba a la perfección el sonido que un aeroplano de tal envergadura debiera producir —al menos eso pensaba ella—. Lo hacía soltando aire ininterrumpidamente por la boca con los labios muy apretados y balanceando su cuerpo hacia uno u otro lado según virara el aparato en un sentido o en otro. En un momento determinado incluso lo creyó ver atravesando nubes, por la manera en la que él estiraba sus brazos, tal y como haría ella si pretendiera alcanzarlas.
—Tu padre está trabajando —le susurró su madre al oído—. No le molestemos.
Quien regresó poco más tarde no era su padre, era otra cosa. Una persona estropeada tal vez. No les dirigió la palabra hasta la mañana siguiente.
Besó a la niña, besó a su esposa y desayunaron juntos. Dejó a la pequeña en el colegio y se marchó al trabajo. A media tarde regresó a casa. Le ayudó con las tareas, la bañó, cantaron juntos la canción de «Ha dicho el hombre del tiempo que mañana va a llover» y preparó la cena. Después de que inventaran entre los dos un cuento volvió al despacho, colocó un edredón sobre el parqué y descolgó el avión. Alejó un tanto las argollas que pendían del techo con respecto a la puerta de la habitación, acercándolas a la ventana, y colocó de nuevo las correas, el avión y las fijaciones de acero. Recogió las gafas del suelo, extrajo un lápiz de su bolsillo y trazó cuatro números en la pared. Subió al avión.
Soñaba con ese avión. Lo amaba. Tal vez era lo único que amaba de manera profunda y honesta. Y quería a su hija más que a nadie, por supuesto, pero el avión… Y no siempre fue el avión, porque antes de aquél pensó en una escalera y una cuerda, en una cuchilla dentro de una bañera, en una pistola con un cartucho. Era lo que el avión representaba. Libertad. Libertad elevada a la enésima potencia, decidir su hora, despedirse por siempre y descansar.
Atravesó unas pocas nubes y detuvo el motor cuando la aeronave alcanzó la cota. Esta vez se precipitó sobre el Mediterráneo. Un banco de caballas se agitaba bajo el agua mientras el Capitán Veneno se enfrentaba al momento que precede a la muerte. Fue en ese instante una persona feliz, un hombre completo.
Destrozó en mil pedazos el avión —sus restos aparecerían después a decenas de millas náuticas del lugar del impacto—, acabó con no pocos especímenes del banco de peces y probó la sal, palmeó la espuma, gritó a una ola… y maldijo su vida por no haberla perdido allí mismo, tan lejos de todos, tan lejos de su hija.
—Ya no me quieres… —le dijo una noche su esposa.
No podía confesarle que no había dejado de amarla; más bien, nunca llegó a quererla como ella esperaba y merecía. No había otra mujer, no les pudo el tedio ni les venció la rutina. Nada de eso había sucedido.
Echaba la vista atrás y recordaba que fue con catorce años la primera vez que le sacudió aquel deseo. Y ya no le abandonaría jamás. No se trataba de una rabieta caprichosa de un niño malcriado, no era por venganza tras la regañina de sus padres y tenía poco que ver la chica de la cuarta fila que en clase no le prestaba atención. Sencillamente ocurría que anhelaba cerrar los ojos y que todo acabase.
Y comenzó a suponerle un esfuerzo levantarse de la cama, desayunar, entablar conversación con sus hermanos. Le costaba un mundo sonreír a su madre. Se le hacía cuesta arriba bajar del coche y dirigirse al colegio. Una vez allí reía, jugaba… pero hubiera preferido no pasar por aquello. Cuando terminaba el día y echaba cuenta de lo vivido sentía un gran vacío.
Con los años ocurrió lo inevitable, se enamoró perdidamente de la soledad. Le gustaba imaginarse en una habitación blanca, apenas amueblada con un estante de metal. De vez en cuando aparecía en el suelo una bola de cristal del tamaño de una sandía. El capitán la recogía con no poco esfuerzo y la depositaba sobre el estante. Era trabajoso porque no resultaba sencillo que la bola se mantuviese quieta en la superficie metálica. Cuando por fin lo conseguía comprobaba que una nueva bola había aparecido en el lugar donde antes estuvo la primera, así que se hacía con ella y la acomodaba junto a la anterior. Luego aparecía otra bola. Y luego otra. Una tarea inmensa que requería del Capitán Veneno cuanta concentración pudiese reunir. Ese era su refugio.
Una palabra de su esposa era incapaz de competir contra aquella sala de infinitas bolas de cristal. Ni un abrazo ni las caricias que le ofrecía debajo de las sábanas le colmaban tanto como colocar una pesada bola junto a otra. Cuando nació la niña dejó de visitar el refugio cuatro días, pero al quinto regresó.
Como una hoja seca que alguien arrojó al río y se deja arrastrar por la corriente, de igual manera el capitán se había conformado con cuanto tenía, retrasando durante años el momento de entregarse a su deseo —la cuerda, la cuchilla, el cartucho— con excusas nimias: «Mis padres no se merecen esto», «Mi esposa no se lo merece», «Mi niña…». Pero no siempre iba a ser así.
Ocurrió un domingo. Regresaron del paseo y los columpios poco antes de la hora del almuerzo. Encargaron comida y vieron juntos una película de dibujos. A media tarde el Capitán Veneno se puso en pie, besó a su esposa y cogió a la niña de la mano. Ambos se encaminaron a la habitación de la avioneta.
Su hija no sabía qué estaba ocurriendo, pues aquella era la primera vez que no tenía que buscar una mala excusa para acercarse al aeroplano. Su padre cerró la puerta tras ellos, cogió un lapicero y apuntó en la pared el número de bolas de cristal que ese día había logrado subir al estante. Luego le ofreció a la niña las gafas de aviador, ocupó el asiento de la cabina y aupó a la cría, colocándola sobre su regazo.
A ella le sorprendió lo cerca que el avión se encontraba de la ventana. También su olor. Allí olía a brea, a dársena y puerto, a gaviotas. Olía también a mar, olía a caballas y a barro, a nubes rotas, a muchas lágrimas. Su padre tanteó los mandos, golpeó con suavidad algunas burbujas de cristal y puso en marcha el motor. Cerraron con fuerza los ojos.
Cuando la niña los abrió se encontraba en el despacho de casa subida a un avión de madera, junto a su padre, quien simulaba con la boca el ruido que produciría aquel aparato si en lugar de ser de mentira fuese de verdad. Las paredes de la habitación seguían repletas de números, el suelo colmado de lápices de colores y la puerta cerrada.
Se quedó un tiempo inmóvil, no sabía qué se suponía que debía pasar o si se esperaba de ella que hiciese algo.
—Nunca he sabido volar, cariño —su padre la abrazó con fuerza.
Esa noche la cría no pegó ojo. En lugar de dormir se hizo con un trozo de papel y dibujó dos globos aerostáticos surcando las nubes. El suyo de color azul, el de su padre naranja. Si lo que el capitán necesitaba era aprender a volar, ella tenía algunas ideas al respecto. Sería cuestión de tiempo, de ir probando.
Mientras, y con el veneno apretándole dentro, su padre repasaba los números que llevaba semanas acumulando cerca del avión. Los leyó en una dirección y en la contraria, operó con ellos, los redujo a su mínimo común denominador. Se entremezclaban en su cabeza formando una tela de araña de varios colores, pero seguía sin hallarles un patrón.
Fue entonces cuando se le ocurrió sustituirlos por letras. Y «El avión es muy pequeño» estaba escrito en carboncillo. «Eras tú quien rompía las nubes» le pareció leer en otro guarismo. «Algún día habrá de perdonarte», fue lo último que descifró el capitán.
Dejó en el suelo las gafas de aviador que tiempo atrás adquiriera en un anticuario. No necesitó de la escalera, no se acomodó en el asiento del piloto ni acarició las esferas que encerraban los instrumentos de navegación. Ni siquiera precisó de la aeronave para echarse a volar… Es cierto que no consiguió demasiada altura, pero tampoco le hizo falta para lo que pretendía. Las nubes estaban cerca, y las esquivó todas.
Divisó una vieja fábrica de bicicletas de paseo alejada del núcleo urbano y allí se encaminó. Conforme caía conoció a su artesano,