Érase "otra" vez
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Relatos del concurso temático de otoño de 2010: Versionando clásicos del foro ¡¡Ábrete libro!!
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ÉRASE OTRA
VEZ
Concurso de relatos de ¡¡Ábrete libro!!
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Todos los derechos reservados.
Copyright 2011 © Los respectivos autores
Primera edición: 2011
Diseño e imagen de portada: Luis Vacarezza © 2011
Contraportada: Supermicio
Edición a cargo de: Lucía Bartolomé y Xavier Beltrán
Smashwords edition
Índice
AL OTRO LADO Yolanda Galve (Ororo)
VIAJE HACIA LAS PROFUNDIDADES DEL MIEDO Rubén Nicolás Alarcón
MARIELA Matu
LA PRINCESA FUGITIVA Nuria Martínez Hernando
LA CABAÑA DEL TÍO SAMUEL Alberto Pacheco Cordero
CANICAS Miguel Ángel Maroto
ELENA Armando Relaño Pérez
VÍSPERA DE DIFUNTOS Rita Barrera Etura
EL ULTRAMODERNO PROMETEO Sabino Fernández Alonso Ciro
CAPERUCITA VIEJA Igor Rodtem
NADA ES PARA SIEMPRE _Eleanis_
LOS PASOS DE BARRO Ángela P. M.
LOS DIOSES QUE NOS ENSEÑARON ElCapatazDeLasPalabras
AMANDA BAJO EL MAR Alejandro Diego (Desierto)
LA HABITACIÓN. PROLEGÓMENOS RAOUL
AL OTRO LADO
Yolanda Galve (Ororo)
(Si supieras cuántas veces susurré
tu nombre junto a la ventana…)
I
El fuerte impacto en la espalda le sobresaltó y se encontró mirando hacia el techo dolorido y angustiado. Con las piernas y brazos extendidos, forcejeó hasta darse la vuelta, mantuvo el equilibrio y corrió con las manos cubriéndose la cabeza hacia la única ventana de la habitación. Una vez allí, miró con miedo a través de ella, pero no pudo ver gran cosa. El cristal estaba empañado y sólo divisó colores difuminados y formas inexactas. Pequeñas figuras geométricas adheridas como las celdas de un panal de abejas conformaban su mundo. Al instante, se descubrió limpiando con la palma de una mano huesuda y blanquecina el vapor de agua que reposaba en la ventana. A ese barrido desordenado le siguieron pequeños trazos dibujados por su dedo índice hasta que el cristal quedó completamente decorado con jugueteos sin sentido. Líneas rectas, onduladas, circunferencias que nunca llegaban a cerrarse… De pronto su mano paró y, tras un corto lapso de tiempo, empezó a escribir letras sueltas que acabaron formando una palabra: ROGERG.
Roger G., eso era. ¿Eso era? Ése era su nombre. No debía volver a olvidarlo. ¿Olvidar qué? Creyó que su cuerpo no le pertenecía al comprobar que el dedo se le había quedado dormido por el frío.
La calidez y suavidad de una lágrima sobre su muslo hizo que despertara de la ensoñación en la que había caído. Enderezó su cuerpo desnudo y, dejando atrás la posición fetal, bajó del alféizar de cinc de un salto logrando mantener a duras penas el equilibrio. Un líquido viscoso le recorría parte de la cabeza, el cabello y casi la totalidad de la espalda. ¡Qué frío estaba el suelo! Pasos muy cortos y rápidos le dirigieron hacia la cama con el objetivo de cubrirse con una manta, pero cayó al suelo después de resbalar. La cantidad de mugre e inmundicia que reinaba por la habitación paró en seco su caída para acabar llevándolo a vomitar a una esquina. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué clase de vida había estado llevando? ¿Vida? Y lloró. Ahora podía sentir la calidez de las lágrimas rodando por su cara, alcanzando sus labios. Se entretuvo atrapándolas con las manos mientras resbalaban por sus mejillas y su mentón como si fuera un chiquillo jugando con los desatinos de la vida.
Un grito inconsciente surgido de su propio ser, o un gemido, o un chirrido metálico e inhumano, provocó que saliera del estado de shock y se girara para observar el espectáculo denigrante que murmuraba a sus espaldas en forma de una gran montaña de basura viviente; pura porquería que le estaba incitando y un deseo animal de retozar en aquel cúmulo de desperdicios afloró en lo más hondo de su ser. Una lucha interna entre el hombre, el ser humano que ahora era, contra los instintos más bajos de un insecto maloliente que disfrutaba de la podredumbre le estaba desesperando. Por un lado, no quería hacer otra cosa que avisar a sus padres y a su hermana, que habían estado tan preocupados por él durante los primeros meses. Los primeros.
Por otro, un instinto animal indefectible y feroz le arrastraba hacía los montones de basura. Gateó hacia el centro de la habitación, olvidando la comodidad que la cama y la manta ejercerían sobre su cuerpo debilitado. Allí mismo, sollozando y murmurando su supuesto nombre, encogió su cuerpo hasta rodear las rodillas con los brazos y se abandonó a la suave luz de la luna que ya entraba por la ventana. No apartó la mirada del cristal: Roger G. Ése eras tú. Eres tú.
II
Al fin amaneció. Abrió los ojos mientras pensaba en cómo iba a afrontar a partir de ahora la realidad, esa cruel losa de la que más de una vez había imaginado librarse. Nunca se le había dado bien improvisar. Su agenda siempre había estado llena de tareas diligentemente ordenadas y ahora sufría por cómo iba a conseguir volver a ser él. Abrazar de nuevo a su madre, a su hermana, volver a la vida cotidiana que le había dado más disgustos que alegrías; pero, al fin y al cabo, su vida. Sonrió mientras recordaba. Cuántas veces había tenido la misma sensación de incomprensión ante la realidad. La realidad que ahora era completamente diferente para él. Se frotó el cuello con una rapidez pasmosa y se dirigió hacia el escritorio de la habitación sin dejar de girar la cabeza hacia la ventana repetidamente. Se obligó a enderezar el cuerpo, a liberar las manos del suelo pringoso y a caminar despacio y con gracia como antaño. La vieja silla de madera crujió al sentarse y su sobresalto fue tal que de un manotazo desparramó por el suelo las muestras de paño que descansaban sobre la mesa. Se quedó mirándolas despacio, desde arriba, con ternura, concluyendo con un gesto de incredulidad. No mires y recoge lo que has tirado al suelo. No levantes la vista. No te va a gustar lo que vas a ver. Resiste. Pero una ojeada rápida bastó para que la imagen del espejo atrajera su atención. Su cuerpo apareció reflejado y una mueca de dolor e incomprensión se dibujó en su rostro. Le costó reconocerse, pero al mirar en el fondo de sus pupilas supo que no había duda. Su cuerpo estaba demacrado, delgado, fláccido, ¡claro que lo estaba!, pero eso era lo de menos… Los hombros caídos, la mirada perdida… y ese extraño tic que le hacía alzar las manos a la altura de la boca y morderse los dedos sin parar. ¡Maldita sea! Se agachó y volvió a correr hacia la ventana ayudándose con las manos.
Iba a tener que organizar el cuarto antes de dar la noticia a su familia. No podía permitir que vieran en qué se había convertido el habitáculo. Quería causar buena impresión; volver como es debido. Limpio, en orden, elegante. Así es como recibiría a sus parientes, amigos, compañeros de trabajo… Acabar con toda esa inmundicia era prioritario y luchar contra el insecto apestoso que había habitado en su lugar, crucial. Miró de reojo la porquería de la habitación que pareció multiplicar su hedor al contrastar con la claridad y pulcritud de la mañana y, enterrando el instinto animal que le invadía, intentó abrir la ventana para ventilar. Eres un hombre, Roger G.
Accionó la manivela, pero no fue capaz de abrirla. Algo estaba entorpeciendo el cierre desde afuera. Se quedó pensativo reposando la barbilla en la palma de su mano izquierda mientras se apoyaba en el alféizar, y miró a través del cristal. Lo que al principio le había parecido la calle se convirtió, al aguzar la vista, en otra habitación de características similares a la suya. Dos mujeres, una de mayor edad que la otra, hablaban de forma animada y reían de vez en cuando escondiendo con la mano sus pequeños dientecillos. Intentó centrar la vista cerrando y abriendo fuertemente los ojos, pero la imagen seguía siendo la misma. Habría jurado por lo más sagrado que desde la ventana de su habitación siempre se había visto la calle, el tránsito de los automóviles, los vecinos del barrio caminando con prisas, el hospital gris de enfrente con sus ventanas siempre cerradas como ojos que no quieren ver. Y resultaba que allí mismo tenía vecinos.
Mientras imaginaba cómo sería entablar de nuevo una conversación (con una señorita, por ejemplo), un gesto inconsciente de su brazo rozó el cristal. (Buenos días, buenos días. ¿Cómo se encuentra usted hoy, damisela? ¿Damisela? Bien, gracias, ja, ja, ja… Sí, usted también se conserva igual de joven…) Toc, toc. Aquellas mujeres ni se inmutaron. (¿No me diga? Anoche mismo vi al señor Berlouschi salir del edificio con muy buena compañía, ja, ja, ja…) Volvió a golpear el cristal con los nudillos, ahora ya completamente dueño de sus actos, esperando que alguna de esas mujeres se girase atraída por el ruido y le saludara amablemente. Se sentía solo, desamparado, abandonado. Necesitaba entablar conversación con otras personas. Prodigarse como ser humano. (¿Esta noche? ¿En el restaurante de la calle Charlotte? ¡Perfecto! Le acompañaré encantado, señorita…) Nada. Pensó que estaban distraídas por la conversación que mantenían y se limitó a mirar. Se acomodó frente a la ventana para seguir observando lo que ocurría y se agachó lo suficiente como para que sólo se vieran sus ojos y frente en caso de que aquellas mujeres avanzaran en su dirección. Recorrió la sala vecina con la mirada y se percató de que, pese a que las dimensiones y distribución de la misma eran muy similares a la suya, los muebles que la decoraban eran elegantes y estaban fabricados con buenos materiales. Las sillas enfundadas en terciopelo rojo, el escritorio de patas torneadas cubría elegantemente toda una pared, la lujosa cómoda, el espejo, magnífico y suntuoso, era el rey de la habitación. También le pareció divisar una funda de violín sobre un sofá y un atril con lo que serían partituras. Sin duda, sus vecinos eran personas pudientes y, por lo que se desprendía de los gestos de las mujeres, educadas y