Navidades sangrientas
Por ¡¡Ábrete libro
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Navidad. Tiempo de nieve, regalos, comidas familiares y alegres villancicos. Sin embargo, las Navidades no son siempre felices y blancas...
Veintitrés historias que demuestran que las Navidades pueden llegar a ser más terroríficas de lo que nunca imaginaste. Ven, entra y disfrútalas... si te atreves.
Carmen Jones
Bloody Noel
Navidades bordadas de rojo sobre blanco níveo
Pisadas rojas en la nieve
El último heavy metal
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Advenimiento
Dulce Natividad
Algunos años después...
Reunión familiar en Navidad
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Una noche de perros
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Demasiado tarde
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El renacer de la Llobera
Volverás por Nochebuena
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NAVIDADES SANGRIENTAS
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Todos los derechos reservados.
Copyright 2014 © los respectivos autores
Primera edición: agosto 2014
Diseño y foto de portada: David P. González © 2013
Edición a cargo de: Lucía Bartolomé
Índice
NAVIDADES TERRORÍFICAS
Carmen Jones
Bloody Noel
25 de diciembre; 7:43 am. En algún lugar de España.
25 de diciembre; 10:16 am. En algún lugar recóndito de Laponia.
26 de diciembre; 5:54 am. Finca Noel.
26 de diciembre; 7:19 am. Alrededores de Finca Noel.
26 de diciembre; 5:35 pm. Finca Noel.
26 de diciembre; 11:47 pm. Casita de los duendes.
27 de diciembre; 01:23 am. En la carretera.
27 de diciembre; 01:39 am. Alrededores de Finca Noel, campamento oculto de vigilancia.
27 de diciembre; 02:01 am. La carretera.
27 de diciembre; 02:17 am. Finca Noel.
27 de diciembre; 06:34 am. Campamento oculto de vigilancia.
27 de diciembre; 08:01 am. En el exterior de Finca Noel.
31 de diciembre; 07:32 pm. En algún pueblo de Laponia.
Navidades bordadas de rojo sobre blanco níveo
I
II
III
IV
Pisadas rojas en la nieve
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Advenimiento
ERYTHRAIA a. C. Axum
LA TORRE
MONTES DE JUDEA (Caravasar Beit Lahama)
EL ACCESO
Dulce Natividad
Algunos años después...
Reunión familiar en Navidad
Fantasmas del pasado
Pedrito
Una noche de perros
Navidades frías
R.I.P. Navidad
Navidades con bechamel
El torturador
Demasiado tarde
Solo está en tu cabeza
Una casa en el campo
I
II
III
IV
V
VI
El renacer de la Llobera
Volverás por Nochebuena
El sacamantecas de Becerruelo
Todo el mundo escucha al señor Grincher
El silencio más absoluto
El sentir de una desollada alma
I
II
III
IV
A los foreros,
empeñados en que ninguna Navidad sea igual a otra
Carmen Jones
Yolanda Galve
Carmen Jones nació del odio clavado en el barro, de las entrañas revueltas de la tierra, de las heridas que la atraviesan. Del dolor de una noche y el zumbido del miedo. Su primer latido, un golpe seco contra el suelo; su primera lección, el desprecio hacia una raza.
Carmen Jones nació cuando no debió, creció como pudo y vivió bajo las normas. También juró venganza.
Aquellas Navidades transcurrían de forma diferente. La familia había decidido reunirse en la antigua casa de los abuelos para celebrar juntos la Nochebuena. Edith y Peter Lawson habían propuesto, muy emocionados, un cambio de planes dos semanas antes y nadie había podido negarse. En pocas ocasiones los nietos habían visitado esa zona y estaban encantados y ansiosos. A Tim le hacía especial ilusión viajar hasta aquella casa perdida en mitad de ninguna parte. Ahora que los abuelos habían reformado la antigua mansión y habían decidido instalarse en ella, era una ocasión única para conocerla.
—Vamos hacia Sabana, Georgia.
—Ya lo sé. Es una manera de hablar —contestó a Alice, su hermana pequeña.
—Ninguna parte no existe, estúpido.
—Qué sabrás tú.
—Y menos sentido tiene estar en medio de ninguna parte, ¿entiendes? —insistió Alice con un tono de superioridad que sacaba de quicio a Tim.
—Pregúntale a papá, a ver qué te dice él.
Así solía librarse de su hermana, que acudía siempre al regazo de papá y se quedaba con cara de boba y los labios muy prietos cuando no comprendía sus explicaciones. Tim, aliviado, pudo continuar mirando por la ventanilla del coche.
Su madre, mancillada al amparo de la nada, la crió sola, despacio y con ganas. En un mundo de hombres donde la fuerza y el aliento a whisky eran poder, Carmen Jones y su madre poco tenían que hacer, pero sus atractivos cuerpos, su piel de ébano y sus ojos rasgados tenían mucho que decir. Muchos rehusaban mirarlas; otros, se las comían con ojos de lobos hambrientos. Mordían sus delicados cuellos y aullaban al compás de sus lamentos.
El jardín de la antigua casa no era como Tim lo había visto en antiguas fotografías. Ni el camino de piedra; ni las escaleras. Todo le parecía demasiado superpuesto e impersonal. Nuevo sobre viejo. Se sintió algo molesto por ello sin comprender por qué y acarició la gélida barandilla antes de entrar en la casa. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Aun así, no la soltó hasta llegar al último escalón.
En el gran salón, su padre leía a la luz de las llamas, Alice hablaba sola mientras jugaba con una antigua muñeca de porcelana. Se escuchaba el canturreo de la abuela en la cocina y los tacones de Martha, su madre, caminando de un lado a otro. Tirado en la alfombra boca arriba ante la indiferencia de su familia, se quedó anonadado contando el número de pequeños cristales que componían la enorme lámpara. La reina del salón, como solía decir su abuela.
—Vamos a cenar dentro de nada. ¿Te has lavado las manos? —interrogó su madre acercándose.
—Sí, mamá… —contestó Tim sin saber lo que le había preguntado.
—Déjame ver… ¿Qué son estas manchas? ¿Qué has estado haciendo? ¿Y todo este barro? Corre ahora mismo al lavabo y compórtate, que ya tienes una edad.
Tim continuó en el suelo unos segundos ante la mirada furiosa de su madre y levantó los brazos queriendo alcanzar la lámpara. Ahí tumbado todo parecía pequeño. Todo estaba a su alcance. Giró la cabeza y divisó la chimenea y el árbol de Navidad. Desde esa perspectiva, guiñando un ojo y acercando un dedo, podía tocar las llamas del hogar sin quemarse. Tras una última orden de su madre, se incorporó y marchó despacio, viendo pasar un pie delante del otro a medida que se dirigía al cuarto de baño. Subió de puntillas las escaleras de madera, abrió el grifo del agua caliente y esperó a que el vapor empañara el espejo mientras continuaba sumergido en sus pensamientos.
Carmen Jones estuvo con su madre hasta el final. Ella siempre pensó que no fue la enfermedad la que se la llevó, sino los demonios blancos que la acechaban. Se quedó sola al amparo del señor y ahí empezó su maldición. Noche tras noche, día tras día. Pero tuvo una idea. Tomó todo lo execrable de su vida y creó una capa tersa y suave, opaca, sin fisuras, a juego son su piel oscura. Piel sobre piel. Recreándose, había cubierto ceremoniosamente todo su cuerpo con la tierra que le había dado la vida, especialmente por sus codiciados muslos. Doble piel. Nadie más volvería a tocar su verdadero cuerpo. Protegida, aislada, enmascarada. Carmen embadurnó su cuerpo con una capa insondable de rencor.
—¡Venga abuela, no te hagas de rogar! —suplicó Alice.
—Todos los años igual, hijita. ¿No preferís otra historia? Si queréis terror, terror, de acuerdo. ¿La del fantasma de Rene Asche Rondolier? ¿El hombre de dos cabezas de Georgetown?
—¡No! ¡Carmen Jones! Queremos escuchar esa historia otra vez, ¿verdad, Tim?
—¿Los lagartos de Sweetylake? —insistió Edith Lawson.
—Abuela, por favor —colaboró Tim mientras todavía se quitaba restos de tierra de las uñas.
—¿Todavía estás así? —interrumpió su madre—. Qué uñas llevas. Anda, trae. Pero si estás más sucio que antes —.Y con un pequeño cepillo comenzó a limpiar a fondo las manos de su hijo.
La abuela Lawson empezó puntualizando que hacía exactamente doscientos años de lo acontecido y, como era habitual, los dos niños se dejaron engullir por la famosa historia que su abuela contaba mejor que nadie.
En un mundo de blancos, su piel se llamaba tentación. Negra como la noche. Negra como las cosas que sólo suceden en la noche. Carmen Jones sabía que los volvía locos. Caminaba despacio, viendo pasar un pie delante del otro. Tacones, la falda sobrepasando el límite de las pantorrillas, la cintura alta y la blusa desabrochada lo suficiente. Sabía cómo atraer los instintos más sucios de los hombres. Ella los limpiaría a cambio de sus almas.
Al principio, era un suplicio sentirse como un juguete en manos torpes y ansiosas. Más adelante, su capa protectora de barro, de tierra mojada y desprecio la ayudó a sobrellevar la situación. Orgullosa, ofrecía las curvas de su naturaleza, los labios carnosos que ellos no estaban habituados a morder, los ojos rasgados que les observaban silenciosos cuando sus consciencias les abandonaban.
Afuera llovía. La abuela continuaba con su versión de la historia y los niños, embobados, permanecían atentos como si fuera la primera vez que la escuchaban. Martha, tras consultar el reloj de pared y comprobar que quedaban todavía veinte minutos para sacar la carne del horno, se aproximó al ventanal. Llovía con fuerza y las pocas hojas que todavía quedaban en las copas de los árboles eran arrancadas con brutalidad por el viento huracanado. La decoración luminosa con la que sus suegros habían engalanado el exterior de la mansión parpadeaba. A la vista del panorama, se abrochó con dedicación la chaqueta de punto y calmó un repentino escalofrío cruzando los brazos contra el pecho. Se giró y vio al abuelo haciéndose el dormido.
—Así que, sola y desamparada, cayó en manos del pecado. Pero se dice que no es que cayera en él, sino que lo llevaba consigo. Ella era el pecado.
—¿Pero qué podía haber hecho, abuela?
—Siempre hay opciones, Tim.
—No siempre.
—Cállate, Tim. Ahora viene lo mejor. ¡Deja a la abuela que continúe!
Afuera llovía. La tierra ansiosa se abría sedienta para recoger el agua que caía. Penetraba en ella y la saciaba. Entonces, su interior se removió, renació, sucumbió a la vida. Despertó por fin. No podía abrir los ojos ni podía moverse, no tenía sentido del olfato, pero sabía que la tierra húmeda con su particular aroma estaba ahí. La sentía. Una sacudida recorrió su cuerpo haciéndolo temblar. Quería salir, pero carecía de fuerzas. Recordó. Un espasmo alzó su cabeza y dirigió su brazo rígido hacia la superficie.
—Por eso dicen que su espíritu todavía ronda por aquí. Durante la Nochebuena se la ve caminando cabizbaja, triste, arrepentida de sus actos, sin rumbo fijo.
—Qué pena que muriera así.
—Era el castigo para quien no cumplía las normas, pequeña.
—Querrás decir para los negros —matizó Tim.
—Eran otros tiempos, querido. También murieron muchos blancos en manos de negros. Fue una época oscura.
—¿Tú la has visto durante estos años, abuela?
—No, por suerte no me la he encontrado. Pero Margie, ya sabéis, nuestra vecina, la vio la Nochebuena pasada. Dice que no fue más que una sombra, un pálpito, un escalofrío recorriéndole el cuerpo; pero Margie tiene la seguridad de que era ella. Se quedó petrificada. Hubo un momento en que el espectro la miró y sus ojos negros brillaron como el fuego.
—¡Qué pasada! ¿Y realmente es tan guapa? ¿Pudo verla bien? —preguntó Alice encantada.
—Dice, como el resto de testimonios, que vaga desnuda, exhibiendo su cuerpo como hacía cuando vivía.
—¿Y tú te crees esa historia, enana?
—¿Por qué no iba a creerlo, pequeño? Mucha gente la ha visto durante todos estos años. Nosotros siempre hemos viajado a Washington para visitaros en estas fechas, por eso no hemos tenido oportunidad de verla… —convino misteriosamente Edith Lawson.
Alice miró los ojos de su abuela asustada pero, seguidamente, apareció en sus labios una pícara sonrisa. Se encontraba completamente seducida por la leyenda.
—Acusarla de robo y condenarla a tantos latigazos después de todo lo que tuvo que pasar no fue justo —añadió Tim negando con la cabeza.
—Así es, Tim. Os he contado esta historia miles de veces… pero, ¿te encuentras bien?
—Morir de esa manera tiene que ser terrible… —prosiguió.
—Te noto pálido.
—Estoy bien —.Y se levantó del suelo.
—¡Pero hijo! ¿Qué llevas en las botas? —inquirió su madre desde el ventanal.
—Sólo es tierra, mamá. Nada peligroso —contestó con una mueca.
—Pero si te las he limpiado antes… —observó extrañada—. ¿Has vuelto a salir?
—Sólo es tierra…
—Michael, este niño ya está en la edad del pavo. Bienvenida, adolescencia…
Un brazo recubierto de tierra negra como la noche, negra como las cosas que sólo suceden en la noche, atravesó la superficie. Los huesos de los dedos crujieron uno por uno. Al poco, otra mano emergió del fondo de la tierra como queriendo agarrarse al cielo. Ambos brazos en alto. Todo a su alcance. Poco a poco, el resto del cuerpo de Carmen Jones fue aflorando. Un parto agónico; el nacimiento de algo muerto. Un castañeteo de dientes de lo que ya debería ser polvo y estar olvidado. Pero Carmen Jones jamás se rindió. Jamás se detuvo. Su cuerpo denostado no había llegado a descomponerse nunca.
—Tim, ¿estás bien?
—Tim, haz el favor. No pasa nada si has desobedecido. Pero abre la puerta.
—Este niño me preocupa, Michael.
—No te obsesiones, Martha. Es la edad…
—¿Tim? Sal ahora mismo del cuarto de baño.
—¿No hueles a quemado?
Mojada de arriba abajo, siguió absorbiendo las gotas de lluvia a través de los jirones de su piel. Desnuda, comenzó su danza macabra caminando arrítmicamente por la yerma superficie. Se detuvo. Un chasquido de huesos anunció que había girado súbitamente la cabeza hacia la mansión Lawson. Buscaba. Y había encontrado.
Tim lloraba encerrado en el cuarto de baño. Sentía rabia, odio, injusticia. No comprendía por qué. Se levantó del frío suelo y apoyó los brazos en el lavabo. Alzó la cabeza para ver su reflejo en el espejo y, de pronto, se detuvo en seco. Un chasquido en la ventana le hizo girar la cabeza bruscamente hacia ella. Se acercó. Y vio.
Quieta. La mirada vacía, fija, impasible hacia el ventanuco del primer piso de la casa. Sabe a quién acudir. La piel putrefacta de su espalda rezuma pus ante el hallazgo. Ella ya no puede sentir, pero está llamando. No puede ver, sus cuencas están vacías, pero le está mirando. El viento agita su cabello y eriza sus pezones. Lo que fueron sus caderas señalan hacia el ventanal del salón de forma descarada.
Tim ahoga un grito de terror. Es Carmen Jones. No lo puede creer. Abre los ojos como nunca lo ha hecho antes y siente. Escucha el lamento. Una lluvia de tristeza y abandono le abate y le deja casi sin sentido. El escozor de la espalda y el clamor de la entrepierna le paralizan.
Sus rizos y sus ánimos arrastran por el agua. La tarde, magullada, se acurruca para dejar paso a la oscuridad. Carmen recuerda su vida, su historia, la historia. Dirige la mirada a la planta baja dejando los brazos a ambos lados de su cuerpo al balanceo del viento. Del interior emerge una cálida luz que recorta y afila las sombras. Cálida para quien puede dormir sin tener pesadillas.
En la cocina cunde el pánico. La carne se ha quemado. Martha y Michael han bajado las escaleras a trompicones, alertados por el olor a chamuscado e intentan solucionar la catástrofe ante la mirada ingenua de Alice.
—¿Dónde está la abuela, Alice? —pregunta su madre con cierta recriminación.
—En el salón, con el abuelo —contesta la dulce niña mientras intenta ventilar el habitáculo con un modoso movimiento de muñeca.
—¡Será posible! —grita tras tirar la bandeja al suelo causando un ruido estrepitoso.
Se dirige al salón y se encuentra a sus suegros abrazados contra el cristal de la ventana. Edith tiembla y se acurruca en el pecho de Peter.
—¡Edith! ¿Se puede saber qué…?
—¡Fulana! ¡Malnacida! ¡Púdrete en el infierno! —profiere Peter fuera de sus casillas mientras agarra fuertemente a su mujer.
—Pero, Peter, ¿qué…?
—¡Fuera de aquí! ¡Nadie quiere volver a verte! ¡Y menos yo!
Edith rompe a llorar.
—Ya hiciste suficiente daño a mi familia. ¡Olvídate de todo! ¡Déjanos en paz!
Martha se queda estupefacta asistiendo a la escena. Con paso inseguro, se acerca poco a poco hacia la ventana. No consigue ver nada con la tromba de agua que está cayendo.
—Déjalo, Peter. Déjala. Se irá. Al final se irá —pronuncia entre sollozos Edith.
—No se irá. Nunca se irá y lo sabes. Todas las Nochebuenas aparece por la zona. ¿En qué momento me engañaste para acceder a celebrarla aquí?
—No me culpes de lo que hizo tu familia, Peter —contesta furiosa Edith apartándose de él.
—¿Ahora te parece mal lo que ocurrió? ¿Ahora estás de su parte? ¿Hace más de doscientos años que sedujo a mi bisabuelo arruinando su reputación y su fortuna, mi legado, y ahora te parece mal?
—¡Dejadlo ya! —La voz de Tim resuena en la estancia como un grito agónico.
Toma mi rabia, toma todo mi odio, difúndelo, que todos lo conozcan. Carmen Jones tuvo un pasado. Nunca tendrá un futuro, pero vivirá en ti. ¿Duelen las bofetadas? ¿Sus uñas te desgarran la piel? Lamo tus latigazos, todo pasará, pequeño. Hazlo y vivirás en mí.
Ante la sorpresa de los tres, Tim está de pie sobre la alfombra coronada por la gran lámpara del salón. Los cristales refractan la luz de las bombillas repartiendo claros y sombras por toda la estancia. Un reflejo más potente atrae la mirada de Martha. Un enorme cuchillo cuelga de la mano de Tim.
—Tim, hijo, ¿qué te ocurre? ¿Qué haces? Tranquilo, deja eso —intenta calmarlo mientras se acerca a él.
Quieto. La mirada vacía, fija, impasible. Carmen Jones ha acudido a él y él ha respondido. La espalda le arde y le martiriza, le enfurece a cada segundo. Se siente vil, sucio y con todo el cuerpo en carne viva. Sujeta con fuerza el cuchillo y, sin dudarlo, corre hacia su madre. Ésta le recibe con los brazos abiertos y con un esputo de sangre al ser acuchillada. Rápido, como si lo llevara haciendo desde siempre, mira a sus abuelos y dirige toda su furia hacia ellos. Despacha el arma sobre Edith, que sólo acierta a decir suavemente Hijo…
y se ceba con Peter Lawson, su abuelo, sangre de su sangre, sangre de la sangre que un día destrozó la vida de Carmen Jones.
Seguidamente, una fuerte explosión sacude la cocina. Pasto de las llamas, Michael lleva en brazos a una carbonizada Alice y, malherido, acaba cayendo al suelo. Tim sonríe y dirige una mirada de complicidad hacia el ventanal.
Una brizna de hierba roza su pómulo intentando hacerle cosquillas, pero ella no lo siente. Una mueca se dibuja en su rostro feliz y sereno mientras camina por el valle con Tim de la mano. Él mira a lo lejos con el orgullo de quien ha hecho algo importante. La ha salvado. Una lombriz asoma por la cuenca de su ojo, pero ella no la siente. Tim, afectuoso, la retira y la lanza a la oscuridad. Marchan juntos en la noche.
Bloody Noel
Gisso
25 de diciembre; 7:43 am. En algún lugar de España.
La noche llegaba a su fin y el amanecer comenzaba a dibujarse en el horizonte. La casa se encontraba en silencio, iluminada por unas pocas luces navideñas. En la chimenea se escuchó un plop
, seguido de una pequeña nube de hollín: Papá Noel había llegado. Tosió un poco mientras se limpiaba y soltó un par de maldiciones protestando por la suciedad que contenía la entrada
. Por fin. Esa era su última casa. Un año más había acabado por los pelos el reparto de regalos. Se encontraba muy cansado. Trabajaba tan sólo una noche, era cierto, pero... ¡Vaya noche!
Se acercó de puntillas al árbol y comenzó a dejar los regalos. De nuevo maldijo en silencio al comprobar que le faltaba uno y que en otro se había equivocado. Era difícil no cometer fallos con tal cantidad de trabajo y presión, pero aún así se seguía cabreando con todos y cada uno de ellos. Recogió las golosinas que los pequeños le habían dejado como ofrenda y, utilizando de nuevo la chimenea, ascendió al tejado. Una vez allí, comprobó que tenían una pinta deliciosa, pero ya se había excedido esa noche. La voz de la señora Noel resonó en su cabeza, advirtiéndole que tenía por las nubes el azúcar y el colesterol: "¡Nada de excesos,