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Los ahorcados, novela negra
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Libro electrónico409 páginas9 horas

Los ahorcados, novela negra

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La novela comienza con el reencuentro entre el indeleble Valdescruz y el agonizante Orestes, principales protagonistas de la novela. A continuación irrumpe la versión Mezquida del ahorcamiento de Darío, una historia subordinada a la primera, y que se centra en el antagonismo entre ambos. En ella la eterna lucha del bien contra el mal no se presenta canonizada con el precepto de los puros porque el satánico personaje de la historia, Mezquida, tiene como objetivo inculcarles, a su adversario y a los demás actores secundarios, su verdad, haciéndoles ver la inexistencia de una línea imaginaria entre el bien del mal, que los buenos no están consagrados al bien absoluto, ni los malos están fanatizados hacia la más cruel maldad; para él, el ser humano es un poco Dios y un poco Diablo como demuestra su propia existencia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 ene 2013
ISBN9781301694631
Los ahorcados, novela negra
Autor

Alberto Acosta Brito

Graduado de Economía desde 1991. Promotor Cultural desde 1993. He participado en dos talleres literarios auspiciados por la UNEAC. Premio ARTECO (Arte Comunitario) por el ensayo "La dignidad". Participación en el concurso ARTECO en fotografía (2001). Pre-selección del V Certamen Internacional de Poesía y Narrativa Breve. Pre-selección del IX Certamen Internacional de Poesía y Narrativa Breve. Premio Municipal de cuentos "Francisco Mir Mulet", 2005 en la Isla de la Juventud. Finalista del concurso de novela YoEscribo.com 2005. Segundo lugar en el concurso carácter nacional Mangle Rojo. Obras publicadas: el libro de cuentos “El héroe y el vendedor” (2007), el cuento “La basura y yo” en la antología “Las señales del escriba” (2009), de Ediciones Ancora, y un poema en la antología beisbolera “Aedas en el estadio” (2009), de la editorial Unicornio.

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    Los ahorcados, novela negra - Alberto Acosta Brito

    Primera parte

    El arcano mundo del hombre de la lengua azulada

    1. El reencuentro

    El hombre no despegaba el dedo del timbre, parecía una broma infantil. No desistía a pesar de que la mansión aparentaba estar deshabitada. La intermitencia de un resplandor filtrado a través de la mirilla le confirmaba que era observado del otro lado. Un espectro, murmuró la mujer que escudriñaba por la hendija, Ese hombre debió estar muerto desde hace muchos años. Señora, sé que está ahí, déjeme pasar, necesito hablar con su esposo. Durante días no recibió respuesta, pero sabía que la tendría. No puede entrar, mi esposo está inconsciente, escuchó una semana más tarde, a la misma hora de siempre. Tiene que ser su bisnieto o un tataranieto… de ninguna manera puede ser él.

    Una tarde la cerradura fue liberada y los goznes chirriaron. La puerta no tardó en quedar desplegada. El hombre, sin dar espacio al protocolo, corrió hasta su objetivo. Repasó su estampa decumbente. De lo que fuiste a lo que eres, murmuró. La frase quedó suspendida en el aire. Está en coma, señor, no entiendo su interés de verlo en ese estado. Déjeme examinarlo, dijo. ¿Para qué?. La mujer se negó. Acuérdese de que soy médico. Él tiene su médico, respondió. Al que todavía le falta mucho por aprender, yo le quintuplico la experiencia… ¿no cree? La esposa se hizo a un lado. El viejo doctor examinó al enfermo. Su esposo está mal, pero no va a morir tan rápido como supone. ¿Usted cree?... En el hospital me dijeron que… Le pudieron decir cualquier cosa, señora, pero él no morirá ahora, por lo menos hasta que no hable conmigo; menciónele mi nombre a partir de este momento, no importa que parezca no oírle, ordenó. La recomendación fue dada en la puerta de la calle. Verá como recobrará la lucidez. ¡Qué su boca sea santa, señor!. Muchas gracias, señora, mañana vuelvo a la misma hora de siempre. Lo espero.

    Cuando el timbre de la puerta comenzó a sonar con insistencia, ya la mujer llevaba casi dos meses cuidando al enfermo. No le quedaban lágrimas; sus ojos se mostraban secos y vidriados.

    La servidumbre andaba espantada por los rincones. El enfermo parecía consumirle el espíritu a la señora de la casa. Algunos valoraban escapar de la mansión, que se había tornado tétrica con aquel hombre, viejo y endiablado, aferrado durante horas al timbre de la puerta, pero no se atrevían. En la ciudad había más miseria que cincuenta o sesenta años atrás y los trabajos escaseaban como nunca antes. La mujer gobernaba la casa desde su silla de acompañante y la servidumbre siempre estaba atenta de quien pagaba.

    Antes de que apareciera el viejo doctor, la esposa había alejado a los hijos de la casa redimiéndolos de visitarlos. Antepuso el orgullo de un enfermo depauperado y lo inútil de mostrar el largo suplicio a los nietos. Derramó sus últimas lágrimas convenciéndolos.

    Ahora cumplía, sin remordimiento y esperanzada, la recomendación recibida. Mencionaba el nombre del tenebroso sujeto, que siempre le había puesto los pelos de puntas. Lo repetía tantas veces como le venía a la mente y se persignaba tantas veces como lo mencionaba. Durante la madrugada creyó ver, en algún momento, tintinear los párpados del esposo. No, debo estar delirando, es el cansancio… estoy exhausta. De eso se convencía porque los ojos se le cerraban sin remedio. Cuando la visita apareció al día siguiente, aún estaba sobre la silla. Te busca Valdescruz, dijo una vez más al oído del esposo.

    Los glóbulos oculares del enfermo comenzaron a agitarse. La esposa se levantó y acercó su cara a la de él. Valdescruz, sí, el mismo Valdescruz que tanto dolor de cabeza te dio.

    Despertó.

    –¡Valdescruz! –exclamó el comatoso que abrió los ojos, como si lo esperara desde hacía mucho tiempo.

    –¡Increíble! –exclamó la mujer al ver la intranquilidad de sus pupilas. No se atrevió a buscar una explicación inmediata a la resurrección. El esposo utilizó su habitual arrogancia para ordenarle salir del cuarto– Está bien, los voy a dejar solos.

    –Este señor y yo tenemos mucho de qué hablar, más tarde te explico –dijo el enfermo que aparentaba no haber acabado de salir de un estado de coma.

    La mujer disfrazó su desconcierto con una sonrisa.

    Los dos hombres hablaron durante días sin que el enfermo pudiera desprenderse del asombro. Valdescruz aparecía cuando el médico de cabecera se iba, y no se retiraba hasta la medianoche. La esposa era obligada a salir del cuarto. Atendía a las visitas, los quehaceres de la casa y, cuando encontraba tranquilidad, cavilaba sobre el extraño asunto. Es un milagro que su esposo aún esté con vida, era la frase que no abandonaba el médico de la familia durante las consultas tempraneras. Los días pasaban y el enfermo se le escapaba a la muerte.

    –¿Guardas aún el cuaderno? –dijo ansioso Valdescruz el primer día en la soledad del cuarto.

    –Sí, está bajo mi almohada, nunca pude deshacerme de él –y lo sacó de allí con la ayuda del doctor–. Al principio de mi enfermedad traté de descifrarlo una vez más.

    –Es buen síntoma… y una delicadeza de tu parte haberlo conservado.

    –No es ningún buen síntoma ni una delicadeza ni ocho cuarto… siempre tuve la intuición de que estabas detrás del cuaderno, por eso no me deshice de él. Pensé usarlo para atraparte.

    Valdescruz soltó una sonrisa endiablada.

    –Te metiste, sin saberlo, en un mundo muy distinto al tuyo, corres el peligro de salir de tu propia dimensión… jamás podrías descifrar su contenido tú solo… ¿por qué no buscaste un especialista?

    –No tuve tiempo; todo se precipitó con aquella fuga. El cuaderno perdió peso en la investigación, y fue tan así, que pude quedarme con él –el hombre carraspeó seguido, inhaló aire con gran esfuerzo–. Traté de darle sentido a los símbolos durante años… pero, ¡qué va!, no pude.

    –Te voy a dar una buena noticia, digo, si todavía te interesa saber lo que se dice en el cuaderno…

    –Sí.

    –¿Aunque ya no puedas meterme preso?

    –Sí, sí, sí… desde hace mucho tiempo solo siento curiosidad.

    –Está bien… pero antes te advierto que puede ser muy peligroso para los dos meternos en el arcano mundo del hombre de la lengua azulada, yo acabo de venir de ahí…, es complicado salirse después, lo mejor es no entrar a ese cuaderno, saldremos, como te dije, de la dimensión donde estamos. ¿Te arriesgas?

    –Sí.

    –¡Bravo!, te felicito, eres un hombre valiente… se te ve muy animado y dispuesto, ni pareces haber salido de un coma tan profundo… Primero escucharás una versión muy personal de la historia vivida por nosotros, la escribí apoyándome, en buena medida, en otro cuaderno críptico caído en mis manos… y al contrario de ti, yo sí pude descifrarlo. Así, cuando descifremos tu cuaderno podrás entenderlo a plenitud. Conocerás la otra vida de Darío, la que subyace inexplorada, el verdadero motivo de tu fracaso, la vida de un hombre es un Iceberg… ¡Ah!, mis escritos son novelados, son la recopilación de sucesos y distintos personajes hilvanados con un mismo hilo conductivo, es una especie de novela… sí, definitivamente es una novela y debería buscarle un título: El arcano mundo del hombre de la lengua azulada, como ustedes lo llamaron ¡No!, el título debo buscárselo yo que soy el autor: El ahorcado… o mejor dicho: Los ahorcados. Tu cuaderno es una pequeña parte de la criptografía de Darío y está escrita en un estilo muy confuso, más bien se mueve en dos estilos, entre El antiguo Testamento y El Príncipe, de Maquiavelo, es una especie de Biblia. Con mi libro te meterás en el desquiciante mundo humano que rodeaba a Darío, además, será revelada mi verdadera participación en aquel rollo. Te diré muchas cosas, todas interesantes.

    –¿Cómo cuáles?… adelántame algo.

    –Escucha esto, cuando me encerraste en el calabozo aún no estaba decidido a escribir, en ese momento la clave para mi libro era el cuaderno, ¡vaya equivocación la mía! Haber estado preso aquellas horas me hizo prescindir de él –el viejo doctor señaló hacia el cuaderno–. La cárcel me motivó definitivamente a contar toda la historia, además, me dio la posibilidad de descubrir tus peculiaridades, de esa forma pude calcularte mejor, verdaderamente estaba algo perdido contigo. Después, al comenzar la redacción, comprendí que detrás de la puerta de mi casa jamás te hubiera conocido tanto… fue muy bueno haberme relacionado contigo… y fíjate si fue así que hasta hoy no te he perdido la pista. Me convertí, aunque no lo supieras, en tu principal fan. Eres mi ídolo.

    2. El sótano

    Justo donde debió estar el foco del alumbrado, un alambre de perchero mantenía aprisionado de manera poco convencional el cadáver de un hombre que daba la impresión de ser un gigante. El cráneo estaba muy cerca del techo, las piernas permanecían arqueadas hacia atrás como ancladas al suelo marino, en tanto, los brazos formaban un ángulo menor de cuarenta y cinco grados.

    Las ratas comenzaban a rondar el cadáver, y si no hubiera sido por el vendedor ilegal que se incrustó en la única ventana del sótano por un resbalón, mientras huía de la policía, se habría descompuesto. ¡Cojones, un muerto, un ahorcado en el sótano!, gritó espantado. Fue lo único que se pudo escuchar y nadie jamás mencionó el nombre de aquel vendedor.

    El cuarto se hallaba en un completo caos, aunque a decir de todos nunca estuvo ordenado. Allí todo era improvisado, hasta el camastro que había sido recogido en una esquina, a un costado del contenedor de la basura. Una colchoneta de yute, rellenada de hierba seca y cosida con alambre telefónico, pendía a punto de precipitarse al suelo como si alguien hubiera sido arrastrado sobre ella. Los muebles esparcidos en todas direcciones inferían una pelea; solo una secular mesita de caoba permanecía en pie. Sobre ella yacían un carné de identidad, un mechero rústico y una caneca de Havana Club con algo de ron peleón, bebida de mala calidad vendida a granel en los mercados y bares baratos. La gaveta parecía haber sido saqueada. El ambiente expedía un hedor húmedo e irresistible, una mezcla de olor a moho con todas las suciedades posibles. Las motas de musgo llegaban a la altura de la ventana alta, e indicaban el nivel del terreno, a partir de allí comenzaba a mostrarse la crudeza del concreto conque se habían fundido el sótano y los cimientos de la construcción.

    A continuación del soterrado, ubicado en la parte trasera del edificio de dos plantas, se descubría un patio de tierra de más de ciento cincuenta metros cuadrados, donde se empinaban algunos árboles inútiles, que solo proporcionaban sombra. El muro perimetral que dividía los patios colindantes, mostraba un gran boquete en uno de sus costados, donde finalizaba un sendero que prácticamente bordeaba la edificación y atravesaba la parte delantera del patio.

    Cuando Orestes Chani bajó, el cadáver comenzaba a inflarse.

    3. Julito

    La avenida frente a la tienda era una gran parranda. Las personas mostraban ánimo carnavalesco, caminaban de un lugar a otro muy entusiasmadas. Algunos se alejaban calle arriba donde los números de las transversales llegaban a ser intermitentes, otros bajaban en dirección a la calle Primera.

    La gran tienda era un ente recién liberado que absorbía sueños y bienestar, del mismo modo que marcaba sin ambages el linaje de las personas.

    –Ni en seis meses completo el dinero para los zapatos de mi hija –rezongó una mujer afligida. No levantaba la frente mientras se encaminaba hacia el parqueo–, tendrá que seguir con sus ripios –exclamó justo al llegar al garaje.

    –No coja lucha, señora, que lo único que no tiene solución en la vida es la muerte. Imite a los ricos. Siempre entran y salen risueños de la tienda y nunca se ven molestos. ¡Ríase, mujer! Haga que todo le resbale –la mujer hizo un esfuerzo por reír, sin lograrlo–. Tómese unas pastillas TTAM, son muy buenas para su problema… míreme cómo me tienen –y Julito, el cuidador de bicicleta, sonrió ampliamente.

    –¡Yo no tengo dinero para esas pastillas, si son tan buenas deben de venir de afuera, seguro que las venden en dólares! Ni pa’ los zapatos de mi hija tengo… la pobre está descalza.

    –Despreocúpese que ese tratamiento es gratis –aseguró Julito ante la incredulidad de la mujer que tuvo un rapto de esperanza– Tíralo Todo A Mierda, esa es la mejor medicina que existe, son mis pastillas, le harán muy bien –aseguró.

    Ella sonrió momentáneamente, por compromiso, para no quedar como antipática además de miserable, pagó dos pesos por el parqueo y se perdió dando pedales hacia la inopia, calle arriba.

    –Tú sí eres un alma de Dios, un angelito, nagüín –dijo Nicasio que había escuchado el sermón de Julito.

    –Na’, asere, es una nueva clientica… me le hice el dulce y el bueno pa’ que me pagara los dos pesos ¡Aquí se aparecen cada zarrapastrosos queriendo pagar cincuenta centavos por mi trabajo! ¡Con lo caro que están los chivos!

    –¡Dímelo a mí!, que he chocado con cada gente… no te preocupes, nagüín, que a partir de hoy vas a hacer un buen baro.

    –Sí, te creo, cuéntame otra historia, en cuanto tu socita abra el garaje y te mande a parar en el medio de la calle, no gano un peso más.

    –¡No jodas!, ¡ella ya no es mi socita!, ¡ahora es una descara’!

    –¡Eh!, ¿y desde cuándo es eso?

    –¡Ah! Pero estás detrás del palo y cogiendo sombra, nagüín, ayer tuve tremenda chángara con esa singa’. La muy hija’ e puta me botó del parqueo, me dejó sin pincha, nagüín.

    –Es que ustedes vienen de casa de la pinga a robar y a estar inventando.

    –¡Coño, te juro que no le robé, nagüín! Tú eres testigo de cómo yo jalaba bicicleta para esa sinvergüenza.

    –Yo de lo que soy testigo es de tu sofocadera… bebes como condenado, eres un alambique; echas humo como una chimenea, lo mismo te da un tabaco, un cigarro, que un pito de marihuana; inhalas cualquier cantidad de polvo, lo que venga, hasta talco industrial. Juegas cualquier cantidad de dinero, hasta el que no tienes. Y para colmo, eres tremendo jamaliche, un barril sin fondo para la comida. Asere, ¿pa’ que tú viniste a la capital?, ¿a poner más malo esto?, ¡Porque hasta de chivatón te enrolaste!

    –Nagüín, apretaste ¿eres amigo o enemigo?

    –Amigo, consorte, pero no vengas a querer pintarme de guanajo, que yo sé de la pata que cojeas.

    –Ta’ bien, nagüín, eres lo máximo, pero no sigas descargando pa’ trás –Nicasio pidió una tregua que utilizó para reponerse de la contesta. Él era una de las muchas personas reclutadas en las tierras altas del sur, la zona con el nivel de vida más bajo en el país, para realizar el trabajo que nadie quería hacer en la capital. Luego eran confinadas en albergues y trabajaban largas jornadas laborales. Eran utilizadas, además, como punta de lanza ante cualquier foco de descontento popular. Con el tiempo muchos desertaban para no regresar a sus lugares de origen y quedaban flotando por la ciudad en condiciones desventajosas y haciendo cualquier cosa que les ayudara a sobrevivir.

    –Coge tu parqueo aquí –gritó Nicasio mientras se incorporaba a ayudar a la competencia.

    Fue hasta la esquina más cercana, calle arriba, y se dedicó a recepcionar bicicletas. Les colocaba chapillas numeradas sujetadas con alambre fino. No dejaba escapar bicicleta alguna.

    –Parqueo aquí, el mejor y más seguro –gritaba sin cesar.

    Julito vio repletarse el negocio en un abrir y cerrar de ojos. Nicasio se mantuvo en la esquina hasta desbordar de bicicletas el garaje, el costado del edificio y parte de la acera. Solo así regresó junto al parqueador.

    –Te voy a aclarar algo, nagüín, ahora que somos yuntas… yo no vine al asfalto por mi cuenta, a mí me trajeron. Me sacaron de mi monte donde yo estaba tranquilito, con mis bueyes, mis siembritas, y sí…, me utilizaron y, además, llegué aquí, a la poma, fuera de vista, pero ahora estoy en talla, nagüín, y pa’ trás ni pa’ coger impulso. ¡Ah! Ten presente una cosa, yo nunca le robé dinero de la caja a esa descara’… lo único que yo hacía era no dejar que entrara en ella. Ahora yo estoy luchando lo mío, nagüín: un perol cómico, na’ de carro ruso ni ningún polaquito descara’o, un pupú con aire acondicionado, pa’ ver si blanqueo, porque este color negro me tiene sala’o. ¡Ah! Y una white de ojos azules y rubia, na’ de negras que te salan más la vida. Un buen ga’o con piscina, dos garajes y aire acondicionado hasta en el baño, quiero vivir a toda leche, como los macetas y los pinchos de este barrio.

    4. Primeras acciones

    El ahorcado aún pendía del techo cuando Orestes Chani llegó. Es una extraña manera de quedar colgado, pensó. Está en una posición muy incomoda, no pudo haberse metido solo dentro de ese alambre, tuvo que tener algún tipo de ayuda. El cadáver enseñaba una inmensa lengua azulada. Tuvo la impresión de que se burlaba de él. Le caía hasta la barbilla. Parece la de un show-show, dijo.

    No perdió tiempo ni esperó la llegada del grupo de Homicidios. Enseguida se puso a trabajar. Infructuosamente buscó testigos. Había algo inusual, un muerto siempre atraía a los curiosos. Las puertas de las casas colindantes permanecieron cerradas. Por mucho que escudriñó no percibió el más mínimo movimiento, ni el de una persiana. Solo la tenue brisa arrastraba, a intervalos, ligeros objetos mientras movía los arbustos más endebles. Pensó que la zona estaba deshabitada. Se sintió aletargado con la soledad. La lengua burlona del occiso lo trajo nuevamente a la realidad. En ese momento se convenció de que por algún motivo todos mantenían distancia del asunto. Tuvo que imponerse para obtener alguna fría colaboración.

    La noticia del ahorcado se esparció rápidamente. Orestes había escuchado el rumor a cinco cuadras del lugar, por donde andaba por casualidad. Unos adolescentes propagaron el suceso: Tremenda candela hay frente a la tienda, aquello está en zafarrancho de combate…, amaneció un viejo ahorcado…, tremendo corre corre. To’o el mundo se perdió de allí, aquello quedó vacío, dijeron.

    Las primeras en salir espantadas fueron las putas de la avenida por donde circulaba gran parte de los mejores clientes de la ciudad. Detrás de ellas salieron los estafadores y arrebatadores que montaban guardia en las puertas de la tienda, luego los ladrones de autos y más tarde los traficantes y vendedores ilegales. Cuando el perímetro comenzó a llenarse de policías, peritos y gente vestida de civil haciendo preguntas indiscretas dentro de las casas, desaparecieron hasta los vecinos. Ni un solo despistado transitó por aquella calle, devolviéndola a la desolación anterior.

    Era una Zona Restringida; reservada para gente del gobierno, del Partido, embajadas, residencias de diplomáticos y para las advenedizas firmas extranjeras, propagadas por la ciudad durante los últimos meses. En la zona vivían, además, un exiguo remanente de la burguesía capitalista, y contadas familias obreras que por circunstancias casuísticas de la historia, difícilmente repetibles, malvivían al margen del bienestar del lugar.

    Orestes salió del medio sótano en cuanto los peritos entraron. Más tarde apareció el Mayor Fonseca, su Jefe, quien se detuvo frente al cadáver de la lengua larga y azulada. Un repentino asco lo hizo sentir como un imberbe inexperto.

    –¡¿Qué coño es esto?!... Tengo que ver una foto de este tipo, debieron echarle ácido en la cara. Es demasiado feo para ser natural… esas protuberancias en la nariz no pueden ser normales –dijo y tomó el carné de identidad de la mesita para ver la foto del occiso– ¡Carajo, qué feo! –exclamó.

    –¿Le pasó igual que a mí? –escuchó detrás de él.

    –¿Quién te avisó?

    –Escuché el rumor por la calle, andaba cerca –respondió Orestes Chani cuando regresó al sótano.

    –Tengo que suponer que has hecho algunas preguntas.

    –Con mucho trabajo, pero sí.

    –Dame tus primeras impresiones.

    –La primera es que el tipo ya era feo antes de morirse –Fonseca hizo una mueca forzada, intentó reír–, lo segundo… que se puso aún más feo después de ahorcado –dijo Orestes con jocosidad y el Jefe no pudo contener una carcajada corta.

    –Esto parece un suicidio… ¿Qué tú crees?, supongo que el tipo estaba borracho, mira esa caneca de ron casi vacía sobre la mesita.

    –Tal vez… puede ser –respondió Orestes sin ser explicito, con ambigüedad.

    –¿Con quién hablaste?

    –Con una medio loquita que dijo ser sobrina nieta del occiso…, es algo charlatana y fantasiosa, también hablé con el vecino de los altos, un viejo doctor, según la loquita. No fue muy cooperativo ni me abrió la puerta, habló poco, usó la mirilla de la puerta… ¡ah!, recomendó esperar a la sobrina.

    –¿De la loquita?

    –No, del ahorcado… la madre de la loquita. Según los cálculos del vecino, debe estar al llegar del campo. Jefe, los investigadores ya realizan los complementarios –Orestes miró nuevamente al cadáver, eran los últimos momentos que verían el absurdo ahorcamiento, ya estaban por descolgarlo.

    –Hay que ser imbécil para ahorcarse con los pies en el suelo –aseguró Fonseca despidiéndose del difunto.

    –¿Puedo quedarme con el caso? –dijo Orestes inseguro–. Tenga en cuenta que fui el primero en llegar, y además, adelanté el trabajo –recalcó.

    Fonseca lo miró contrariado, sin responder, lo necesitaba en trabajos burocráticos, donde era muy bueno, el mejor de la Unidad. Vaciló por instantes, el tiempo necesario para convencerse de que el subordinado tendría poco que hacer en el caso del ahorcado. No hay tal caso, es suicidio, pensó.

    –Está bien, es tuyo –dijo–, pero con la condición de que revises unos expedientes que viraron de la Fiscalía –agregó con el ánimo de quien intuye que va a arrepentirse.

    –¿Tengo que hacerle el trabajo a otros?…, porque seguro ninguno es de los mío –replicó Orestes Chani sin titubeo, molesto.

    –Teniente, tome esos expedientes y enmiéndelos, sin replicar, asúmalos como un favor, es urgente, hay problemas con la operatividad de la Unidad por culpa de esos expedientes. El Mando me está presionando y usted es mi mejor cuadro en asuntos de papeles –aseguró.

    5. Pepito

    Pepito sentía lástima de su televisor de válvula, marca Krim. Sufría al imaginar que el gélido invierno siberiano quemaba sus entrañas. Por él vendió su alma al Diablo durante una infernal reunión de méritos y deméritos, en la que salió a colación su incipiente alcoholismo y una infundada acusación de cornudo.

    Sufría, de la misma manera, al escuchar aquel sonido moledor de erres y rastrero, emanado de la bocina del aparato por el cual había sido tan vilipendiado, inclusive, por amigos y compañeros de trabajo de toda la vida, quienes le discutieron el bono dador del derecho a comprarlo.

    Después del divorcio fue a parar a un apartamentico confinado y húmedo de un edificio con aspecto tenebroso. La división de bienes había sido una verdadera rapiña de todo cuanto tenía. Perdió hasta las pertenencias heredadas de sus padres. Entró al nuevo hogar solamente con el televisor; se aferró a él de tal manera, que ni las desventajosas leyes antiesposos lograron arrebatárselo.

    Allí, en medio de una soledad avasalladora, pasaba horas sentado detrás del televisor destapado, con la intención de descifrar la clave para liberarlo de la maldición.

    Paneque, un vecino colindante y de similar trayectoria conyugal; el televisor marcaba la diferencia, se solidarizó con la causa liberadora del vecino recién llegado y, para demostrar su incondicional alineamiento con la justa causa, diariamente recalaba en el apartamento contiguo con una bendecida botella de algún ron de marca.

    El gesto creó una cofradía alcohólica que hizo remover el solipsismo en la mente de Paneque, al despertar su antaño conocimiento de electrónica cuando fungió como especialista de la RCA Víctor.

    Durante una de las iterativas sesiones de exorcismo televisivo, el vecino, que había aportado su estuche con herramientas para el trabajo con la electricidad, determinó, y así se lo hizo saber a Pepito, que la aberración en el sistema de sonido del aparato se debía a su procedencia.

    –¡No me vengas con esa, mi socio!…, ¿te me vas a rajar ahora?

    Paneque se empinó de la botella de ron.

    –¡Oye, oye, para ahí, no sigas chupando, mi hermanito! –exclamó Pepito, y de un golpe le arrebató la botella de la mano– Si tienes sed, pégate a la pila del agua.

    El hombre sediento soltó una carcajada fantoche; liberadora de un hipo de igual calaña.

    –¡Ya la tengo! –gritó eufórico, dando la impresión de que los constantes saltos del hipo le habían desprendido alguna solución enquistada en un recóndito lugar de su mente– Cámbiales las válvulas originales por las válvulas de los televisores antiguos… ¡Esas sí eran las caballas! –bajó la cabeza en señal de duelo– Total, yo no tengo ni televisor, esa sala’ me lo quitó to’, hasta los niños.

    El compañero, en un arranque de solidaridad, le devolvió la botella de ron.

    –Tócate, mi hermanito.

    Paneque bebió un gran trago. Erguidos en la posición de sentado miraron con tristeza el último cuarto de ron. Dos botellas anteriores posaban debajo del centro de mesa.

    –Dime, mi hermanito, ¿de dónde voy a sacar esas válvulas a estas alturas de la vida?... si desde hace un burujón de años que de esa gente aquí no entra na’.

    –Salgamos a cazarlas, por ahí deben de existir aparatos de esa gente arrinconados en las esquinas.

    6. Nora

    A las diez de la mañana llegó Nora, la dueña de la casa, que no alcanzó a ver el cadáver. Fue interceptada en la escalera cuando intentaba entrar desapercibida, escurriéndose sigilosamente.

    –¡Atrápenla, que se escapa… esa es Nora, la sobrina del ahorcado! –gritó el doctor de la segunda planta sin dar la cara.

    Ella supo de la desgracia desde que se bajó del ómnibus interprovincial. Mientras caminaba por la amplia avenida, calle arriba, escuchó disímiles versiones. Era la comidilla del día: mataron a un viejo frente a la tienda con un cuchillo, doce cuchilladas, lo degollaron, le partieron el corazón en dos, se desangró. Le reventaron el cráneo, con un palo, con una cabilla, con un martillo. Lo tiraron por un balcón, la mujer, el querido, su amante, la hija, el yerno, la sobrina… que está medio loca.

    –¡Mi hija! –gritó Nora aterrada.

    Estaba en esos momentos a doscientos metros de la casa.

    Se mantuvo alterada frente a los oficiales solicitando clemencia con la mirada.

    –Mi hija no está bien, oficial.

    –Nos dimos cuenta –dijo Fonseca sosegado, calmándola–. Al parecer su tío se ahorcó –afirmó.

    El susto de Nora se diluyó con la aclaración. Sintió alivio mientras permanecía parada sobre las escaleras. Los policías advirtieron el cambio de actitud sin hacer comentarios. Parecía haberse quitado un lastre de encima. De lo alto de la escalera bajaba una algarabía de espanto que los mantuvo congelados.

    –Hablemos aquí mismo –propuso Orestes.

    Presentía que la bulla no los dejase hacer su trabajo.

    –Arriba conversamos –dijo Nora.

    No hubo alternativa, subieron.

    Se sentaron en un sofá sucio y destartalado, como destartalado y sucia estaba la casa. La situación era peor de lo imaginado. La conversación se hizo difícil. Cerca del sofá estaba la fuente de la algarabía interminable, un ser que se arrastraba con las piernas entrecruzadas, el tronco erguido y la mirada pendiente a todo. De cara y labios finos, inexistentes; piel delicada y transparente, sin dentaduras, con una barba incipiente. De entre las encías salía una babaza sin fin que encharcaba el piso. A cada rato Nora limpiaba la baba con un trapo hediondo. El hombre rondaba los cincuenta años. Golpeaba el suelo con las palmas de las manos una y otra vez, sin dejar de gritar.

    –¡Ada, llévate a tu tío para el cuarto! –ordenó Nora.

    –¡No, mami! Yo también quiero oír, tráncalo tú –respondió Ada que se había sentado a su lado.

    –¡Alaba’o, Ada!, ¿¡Cómo que lo tranque!?... ¿qué van a pensar los compañeros?

    –Ay, mami, no te hagas, y haz lo mismo de siempre, tráncalo.

    Una respuesta trajo la otra y se armó un barullo que se trasladó hasta el fondo de la casa. El discapacitado no dejó de golpear el suelo, gritar y mirar fijo a Orestes, que mantenía una actitud esquiva. La insistente mirada obligó al policía a prestarle atención, tuvo la impresión de que quería decirle algo. Trató de sobreponerse al asco. El cambio de Orestes provocó que aquel dejara de dar manotazos. Por unos instantes se mantuvo impávido ladeando la cabeza. Esparcía la baba a ambos lados del cuerpo. Se miró las manos antes de hacer un puño que proyectó contra el suelo repetidamente: fuerte y pausado; con la parte inferior. Con la otra mano señaló insistentemente hacia el balcón entreabierto. Orestes se dirigió al lugar señalado. Parado frente al balcón, desplegó su puerta. El sol invadió la sala. Fonseca se mantuvo absorto a la trifulca entre madre e hija hasta percatarse del repentino movimiento de Orestes. Sacó la vista del fondo de la casa para dirigirla a su compañero. Sergio no dejó de gritar, de golpear el suelo y de señalar hacia un lugar indeterminado más allá del balcón.

    Parado en el balconcito, Orestes tuvo una mejor perspectiva. La zona se mostraba carente de edificios multifamiliares. Al ser retirado el cadáver, la vida en la calle volvió a la normalidad. El tránsito de personas volvió a ser abrumador debido al horario laboral de la gran tienda. Pudo discernir otros detalles desde el lugar donde se encontraba parado. Varios individuos se comunicaban de acera a acera. Usaban señales ingeniosas, ademanes indescifrables para la vista no entrenada.

    Nora y Ada dejaron de discutir. Llegaron a una especie de trato. Ada recogió a Sergio de la sala para trancarse en uno de los cuartos.

    –Al fin tenemos tranquilidad –dijo Nora.

    –¿Qué cree usted que pasó con su tío? –dijo Orestes incorporándose a la sala.

    –Ese se ahorcó.

    –¿No lo habrán ahorcado? –insistió Orestes.

    –No, póngale el cuño que ese se ahorcó, es una herencia de los hombres de esta familia… no me miren de esa manera, es así como se lo digo, todos se vuelven alcohólicos y cuando se cansan de joder, se ahorcan. La lista es grande: mi padre, dos de sus hermanos, el hermano mayor de mamá; ahora este, que le seguía al anterior y en turno está mi otro hermano, póngale el cuño que ese será el próximo.

    –Usted supone que su tío estaba borracho –dijo Fonseca.

    –Supongo no, estoy segura, era un borracho empedernido, despertaba borracho y se acostaba borracho diariamente.

    –Lo sabía –murmuró Fonseca.

    –Pero usted no se ve afectada por su muerte –infirió Orestes.

    –Para serles sincera, no, me quité un gran problema de encima… que Dios me perdone –dijo afligida.

    Ada, inesperadamente, se incorporó a la conversación.

    –No metas la cuchareta –advirtió la madre.

    Ada no pareció escuchar e intentó hablar. Nora le tapó la boca con dureza.

    –Déjela –ordenó Fonseca–, deje que su hija hable.

    –Nos quitamos a ese borracho asqueroso de encima –recalcó Ada antes de ser interrumpida por un gesto intimidador de la madre.

    –Ay, discúlpela, es que mi tío nos hizo mucho daño con sus borracheras –dijo Nora apenada–. Él vino a esta casa porque su hermana Des lo llamó.

    –¿Y qué es ella de usted?

    –Mi madre, hermana del difunto, ellos se querían mucho. Al principio, mi tío fue de mucha ayuda en la casa, pero al morir mamá se nos convirtió en un verdadero problema… ¡y no es el único!; ustedes están viendo, ¿no? y faltan las locuras de mi otro hermano, tan borracho y hablador de mierda como el tío. Menos mal que viene en contadas ocasiones, pero cuando viene es como un ciclón. Me cansé de advertirles que la bebida iba a llevarlos a la muerte y ya ven, ya se murió el primero.

    –¿Quiénes son aquellos sujetos? –dijo Orestes que dio poca importancia al resentimiento perverso de las dos mujeres, llevándose a Nora al balcón.

    –¿Cuáles? –preguntó Nora.

    Fonseca mantuvo sentada a Ada en el sofá a duras penas. Orestes señaló a cada individuo por la ropa que llevaba puesta. Nora dio nombres y aleas sin

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