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Preámbulo para un suicida
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Preámbulo para un suicida
Libro electrónico91 páginas1 hora

Preámbulo para un suicida

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La ambiguedad social de los años sesenta reflejada en los niños de una familia acosada por la sociedad y la miseria, el relato más extenso publicado sobre un héroe casi ignorado, el renacer de la nueva sociedad cubana pos soviética vista desde la angustia de un obrero vanguardia, una breve pasada a los años 80, las visicitudes de un pueblo asfixiado entre dos aguas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 oct 2011
ISBN9781466131293
Preámbulo para un suicida
Autor

Alberto Acosta Brito

Graduado de Economía desde 1991. Promotor Cultural desde 1993. He participado en dos talleres literarios auspiciados por la UNEAC. Premio ARTECO (Arte Comunitario) por el ensayo "La dignidad". Participación en el concurso ARTECO en fotografía (2001). Pre-selección del V Certamen Internacional de Poesía y Narrativa Breve. Pre-selección del IX Certamen Internacional de Poesía y Narrativa Breve. Premio Municipal de cuentos "Francisco Mir Mulet", 2005 en la Isla de la Juventud. Finalista del concurso de novela YoEscribo.com 2005. Segundo lugar en el concurso carácter nacional Mangle Rojo. Obras publicadas: el libro de cuentos “El héroe y el vendedor” (2007), el cuento “La basura y yo” en la antología “Las señales del escriba” (2009), de Ediciones Ancora, y un poema en la antología beisbolera “Aedas en el estadio” (2009), de la editorial Unicornio.

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    Preámbulo para un suicida - Alberto Acosta Brito

    Mi hermano mayor era un egoísta, un casasolo, eso pensé mientras esperaba en el césped por los zapatos. La cuidalibros clavó las uñas en la oreja y solo la soltó cuando me sacó de la Biblioteca.

    –Bastante hice con dejarlos entrar con esa facha –había dicho, refiriéndose a mis hermanos que vestían pantalones cortos y camisas de guinga remendadas hasta la saciedad– ¡Yo no sé cómo tú entraste… porque por la puerta no fue! –agregó, zarandeándome por la oreja –¡Esto es un lugar decente… y los mataperros aquí no pueden estar! –gritó en medio de un silencio endemoniado.

    Fui arrastrado hasta la puerta. Lloré por un rato sobre el césped del frente de la Institución. Decepcionado decidí retornar a la casa, pero una elegante señora me detuvo para entregarme un cartucho.

    –Esto lo manda el chiquitico… me dijo que te los diera para ver si podías entrar.

    Abrí el cartucho y dentro estaban el par de tenis de mi hermano menor. ¿Para qué me mandaron estos zapatos?, ¡si no me sirven!, exclamé. ¿Por qué el sangaletón de mi hermano no me mandó los suyos?, él sabe muy bien que son de los dos… tacaño, na´ ma´ piensa en él, pensé.

    –¡Vaya ripio! –exclamó asombrada la mujer al ver los tenis fuera del cartucho.

    En la Biblioteca no se podía entrar descalzo, y mis zapatos los compartía con mi hermano mayor. Solo había abierto el cartucho cuando vi venir a la cuidalibros con sus uñas clavadas en las orejas de mi hermanito. Lloraba que daba pena. La elegante señora mostró cara de lástima al vernos abatidos sobre el césped.

    –Niños, vayan por casa, tengo un montón de zapatos para botar… mis hijos tienen más o menos la edad de ustedes –dijo la señora–, están nuevos –enfatizó al notar mi desconfianza –en casa nos deshacemos de las cosas casi nuevas… Apúrense en ir, mi esposo llega de viaje en estos días. Vayan mañana mismo, antes de que llegue de la RDA. Él es un hombre muy bueno, pero así es de bueno, es de comunista –insistió– si me ve de regalona empezará a tildarme de burguesa, me volvería loca con sus sermones: En esta sociedad no hay miseria, sino padres despreocupados, eso repetiría hasta el aburrimiento. ¡Por Dios, como se pone con las costumbres de los burgueses!, insoportable.

    No entendía sus palabras, pero le di las gracias de antemano. Repitió la dirección de su casa varias veces antes de entrar al auto.

    Subida a su VW se alejó sin dejar de mencionar sus tormentos: Yo soy muy mala para botar algo, no duele tirar las cosas a la basura; pero si me sorprende regalando… que lío me busco, vaya dilema, y con la cantidad de cosas que trae: ahora dime, tú, ¿dónde pasaremos las vacaciones?: en Soroa, no, eso es un monte: ¡Varadero, qué va, estoy aburrida de ir!: Cancún, ¡si pudiera ir a Cancún…! tengo que darle la vuelta… pero de que lo convenzo, lo convenzo, ¡no digo yo!

    Bajábamos por la callejuela detrás del VW y antes de llegar a la calzada fuimos alcanzados por mi hermano mayor.

    –Mira lo que te traje pa´ que dejes de llorar –dijo, entregándole a mi otro hermano un grupo de páginas llenas de dibujos en colores– se las arranqué de los libros… tienen bastantes figuritas… mira, mira –agregó, luego se viró hacia mí –toma mi hermano, coge los zapatos, ahora te tocan a ti… mira lo que te traje: el libro que estabas leyendo… te lo regalo, es tuyo, se lo llevé a la cuidalibros en su propia cara.

    El hombre de la parada

    El ómnibus demoró un rato y cuando pasó no detuvo la marcha. Tenía apenas ocho años cuando el viejo Leyland de la ruta 119 siguió de largo con su ruidoso andar. El semáforo del cuchillo de Zapata y 23 le dio luz verde. Quedamos varados en la parada, y aunque nos considerábamos caminantes, la vergüenza y el sentimiento de culpa nos limitaba. Mi hermano había tomado sin permiso los únicos zapatos sanos de la casa, los de llevarnos al médico. Papá reservaba la mejor ropa y el mejor calzado para tal fin. Según él, era muestra de buena educación y de buen tino, criterio que mantenía a la hora de vestir a los difuntos. Dentro de la familia existían opiniones encontradas que aseguraban que calzar a los muertos era tentar a los espíritus; ponerlos a joder, diría mi abuela materna a quien papá ni medias le puso por precaución. Yo tuve que conformarme con mis colegiales de piel negra lustrada y suelas despegadas para viajar junto a mi hermano. Por culpa de mi maldita asma no hubo riña ni rifa entre nosotros dos. Caminar arrastrando las penas hasta la Biblioteca Nacional no era nada agradable y mi hermano debía cuidar en extremo que no descubrieran su culpa. Para más desgracia coincidía con él en todo, hasta en el gusto de ir al médico a inyectarme, y para colmo a mi hermano mayor no le crecían los pies, calzábamos el mismo número y papá le metía algodón en las puntas para encasquetarle los zapatos también a nuestro hermano menor.

    Cuando pasó el ómnibus todos gritamos a coro: ¡Hijo´e puta! El chofer reciprocó con una enorme sonrisa. No me levanté del muro por culpa de los jodidos zapatos. Mi hermano se volvió a sentar junto a

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