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Solsticio de infarto
Solsticio de infarto
Solsticio de infarto
Libro electrónico318 páginas4 horas

Solsticio de infarto

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Jorge F. Hernández publicó durante casi quince años la columna semanal "Agua de azar" en el periódico Milenio. Esta antología reúne breves crónicas, ensayos de ensayo, algún cuento en potencia, gracias a la poesía y la deuda de gratitud que guardan su autor con escritores, editores y los más raros interlocutores posibles: el azar como ánimo de cada madrugada, la meditación, y exaltación... humor y melancolía; Paseos por el paisaje solar de las admiraciones, los estantes metafísicos de las bibliotecas, los espléndidos palacios de la amistad. Aquí confluyen la aldea global y sus contradicciones; la historia de un espía anacrónico varado en la modernidad, la razón y el sinrazón del calendario; la muerte de Eliseo Alberto, novelista adorable que creía y contagiaba la amistad a primera vista. Solsticio de infarto y otros instantes de eternidad pasajeros donde el autor de la testimonio de la lucha contra la muerte por la cornada directa al corazón que le propinó a infarto en 2011. De vuelta al ruedo, el autor no deja de poner en tinta los párrafos semanales que se asombran o asustan entre las maravillas y misterios del mundo. Estas páginas son testimonio de vitalidad y sensibilidad de quien intenta lidiar con la vida como una oportunidad renovada para respirar, reflexionar, recordar y, antes del amanecer, compartirla en prosa pura con sus desconocidos y entrañables lectores. El libro incluye una travesura de Alejandro Magallanes: una muestra de los dibujos donde Jorge F. Hernández puebla cientos de libretas con idas, ocurrencias, humor y saudade como abono de literatura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2021
ISBN9786078764327
Solsticio de infarto

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    Excelso; un libro admirable por la versatilidad del autor !

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Solsticio de infarto - Jorge F. Hernandez

2011.

SOLSTICIO DE INFARTO

ROMPECABEZAS

Podría escribir los versos más tristes esta noche que parece día o inventarme un cuento de verano que me ayude a evadir el enrevesado paisaje de noticias que invaden pantallas y sobremesas, periódicos y conversaciones. Podría mofarme del abanderado uruguayo que no marcó un gol legítimo del equipo de Inglaterra y rematar con un sentida burla al abanderado italiano que simplemente no vio el fuera de juego con el que un jugador argentino anotaba contra el equipo de México y luego, reírme de su cara de estupefacción estúpida en cuanto reconoce su error sin poder enmendarlo y luego, mofarme de la desastrosa desconcentración que ese error provocó en el equipo de futbol mexicano, millones de televidentes y una panda de dementes –hijos de funcionarios públicos y el hermano del actual secretario de gobernación– en etílico desmadre justo en medio de un palco de lujo en el mismísimo estadio…

Podría intentar opinar sobre el doloroso desgarro de aguas negras que, poco a poco, van inundando el Golfo de México y describir las imágenes como arañazos de una garra ocre sobre el azul dolido de las aguas, perlas negras de chapopote y engrudo petrolero en las playas, las aves recubiertas de una tela infernal que corta, poco a poco, su vuelo y su respiración. Podría mofarme del cinismo imbécil del mero-mero de la British Petroleum, evadiendo su responsabilidad y culpa sobre la cubierta de un yate de lujo… Podría incluso volver al tema del futbol y ponderar la necia creencia de jugadores y árbitros de pasar inadvertidos cuando ya todo el mundo sabe que hay ochenta cámaras de alta definición que registran perfectamente cada uno de sus movimientos, incluidos sus insultos y escupitajos.

Podría intentar un comentario sobre el creciente clima de inseguridad y la perfección siniestra con la que actúa impunemente el crimen organizado en México y lamentar de veras el asesinato del candidato del PRI a la gubernatura del estado de Tamaulipas e intentar conocer su biografía, ahora truncada arteramente, y saber por qué le decían el médico de los pobres o enredarme en los pormenores forenses del operativo en el que lo mataron.

Quizá podría intentar hablar de la negra noche de las economías que se desploman, la desvergüenza con la que cobran sus abonos los favorecidos de siempre, el descaro con que se polarizan todas las diferencias y desigualdades o bien podría fingir que vivo encapsulado, como un seminoma inofensivo, y redactar largos párrafos sobre la música de Bach y sus hijos, los óleos que se roban de los museos y que reaparecen para intriga de los expertos que han de verificar su autenticidad o leer un largo recorrido narrativo sobre los paisajes de países que jamás he de conocer en persona, recalar en la diferencia de los climas, perderme en documentales sobre el ecumenismo culinario del mundo, la paridad de los sabores, la geometría de los cocineros, el atrevimiento de quienes practican deportes extremos, el silencio de los inocentes, las lágrimas de los desposeídos, la mirada absorta de millones de analfabetas, el atardecer que no vimos… el terremoto de esta madrugada.

Podría hacer el elogio de un perro que parece que está a punto de hablarme en medio de la noche o las aventuras de un gato negro que ha caído en la costumbre de visitar mi casa, como si no lo viera… Podría incluso esbozar una novela a partir del recién develado secreto de que siguen habiendo espías rusos en los Estados Unidos y el mundo, e intentar hilar la trama sobre la curiosa historia de un espía de la ahora extinta Alemania Democrática, entrenado como metrosexual para prepararlo precisamente para el ligue de secretarias y esposas de funcionarios importantes norteamericanos. De hacer la novela, escribiría que se llamó Rudi y que sus instrucciones consistían en la simple pero heroica tarea de ligarse a una secretaria o esposa infiel de algún potentado y viajar cada dos meses a la ciudad de Nueva York, esperar pacientemente en la estación de trenes, en algún punto del lobby que precede a los andenes, para decir la clave secreta en cuanto lo abordara un colega anónimo (de gabardina beige, sombrero de alas cortas y lentes negros)… y digo que la historia es verídica: el mentado Rudi jamás fue abordado por nadie, y aunque mes con mes aparecía en su cuenta bancaria el jugoso depósito que le confirmaba la continuidad de su heroico lance, así se sostuvo más de veinte años en algún lugar de la Costa Este de los Estados Unidos, ¡sin que jamás lo contactaran sus superiores de la Stasi! Un buen día el Rudi ve por la televisión la caída del Muro de Berlín y ya no sabe ni a quién acudir… hasta que decidió entregarse a las autoridades norteamericanas, sin importarle que con ello destrozaba el ya fincado amor de dos décadas con una antigua secretaria con la que tuvo tres hijos, sin importarle que desvelaba a los ojos del mundo el profundo sinsentido de una vida supuestamente serena y sedentaria como profesor universitario que podaba el pasto de su casita y asistía al cine los fines de semana y hacía de anfitrión en cenas y comidas caseras… para cada dos meses deambular como un Robinson Crusoe perdido en Grand Central Station viendo pasar la vida en las conversaciones de los demás y todas las tragedias del mundo en las páginas de los periódicos con los que mataba el tiempo de su espera e imaginando todas las vidas posibles que podría vivir él mismo en cuanto el mando superior de su oficina de inteligencia le dictara una orden que podría decir: "Misión cumplida. Buen trabajo. Preséntese a la brevedad en el aeropuerto John F. Kennedy, mostrador de aerolínea mexicana. Espere contacto de costumbre que habrá de entregarle papeles de nueva identidad. Este mensaje se autodestruirá en cinco segundos. Suerte y auf wiedersehen!"

Supongo entonces que la misión fue precisamente enviarme a vivir esta madrugada como rompecabezas y, en medio de un terremoto, imaginar que se me encomendó ver pasar la vida en noticias tristes y guerras cíclicas, medir el tiempo en bloques que cada cuatro años marcan el albur de un campeonato de futbol, atestiguar las desgracias ecológicas de lejos… e intentar escribir una columna semanal en espera de que llegue mi contacto (gabardina beige, sombrero de alas cortas y gafas negras) con la cinta auto-combustible donde habrán de indicarme mi nueva vida.

GALLO MUDO

Tiene razón Antonio Muñoz Molina cuando afirma que: El escritor, en una democracia, es un ciudadano idéntico a otros, y en virtud de esa ciudadanía participa a veces en debates o en la defensa de causas a las que puede servir con su activismo personal o con la herramienta que mejor conoce, el idioma. Lo escribió con motivo de que la muerte de Saramago o Monsiváis, dolores íntimos y lutos privados, se convirtieron –como suele suceder– en duelo público exagerado por la intromisión de cargos políticos que se apresuran a hacer acto de presencia con sus coches oficiales y sus aparatosos protocolos y habría que agregar el penoso desfile mexica, variopinto, donde hipócritas o envidiosos por igual destilaban dizque elogios a Monsi disfrazados de yoísmo: yo lo conocí desde niño, yo le enseñé a ver pinturas, yo le aconsejé quién sabe qué, yo lo leo todos los días… Pocos se concentraron en aludir a sus párrafos, aforismos, axiomas o títulos y muchos prefirieron hablar a media voz (engolada, por supuesto) con la mirada al vacío y mucha mentira en la saliva. El propio Muñoz Molina subraya que: Viendo su ataúd cubierto con la pertinente bandera sobre un gran catafalco y custodiado por uniformes me acordé del hombre sigiloso e irónico al que sólo conocí brevemente y me pareció que tanta pompa lo habría incomodado, le habría inspirado con seguridad algún brote de ese humorismo negro que él admiraba tanto en el cine de Buñuel. Quizá por eso no hablan los gatos y sólo ellos, en su felina habilidad, pueden ahora leer la crónica hilarante donde el propio Monsi se mofa de sus funerales y subraya lo que es de veras: La literatura pertenece al reino de lo más privado, y las multitudes siempre son invisibles en ella, porque las componen lectores que raramente se encontrarían entre sí, aislados en el espacio y a lo largo del tiempo.

Dicho lo anterior, hoy lloro la muerte de Armando Jiménez, cronista extraoficial de la Ciudad de México, biógrafo de tugurios, antros, burdeles y todos los lugares de rompe y rasga. Habiendo nacido en 1917 en Piedras Negras, Coahuila, Jiménez se fue hace unos días con un palmarés envidiable: somos miles de lectores quienes le quedamos en deuda por su incansable labor de gambusino del albur y del doble sentido, todos los giros posibles que tienen las pala-bras, y somos miles de lectores quienes celebramos hoy en silencio que su magna obra Picardía mexicana, sea una de las más leídas de la lengua castellana, con más de ciento cuarenta y tres ediciones y más de cuatro millones de ejemplares vendidos, prologada por tres premios Nobel: Octavio Paz, Camilo José Cela, Gabriel García Márquez (en la subedición de Dichos y refranes …); saludada en tinta por Alfonso Reyes, Pablo Neruda y memorizada desde las escuelas por miles de lectores que allí hemos abrevado del bello arte de entender los dibujos obscenos de las letrinas, los nombres enrevesados que encierran el retruécano engañoso, los versos de las ánimas chocarreras, la sagrada Biblia del habla popular, las mentadas en los callejones, los gritos de la tribuna.

Armando Jiménez era ingeniero de estudios, pero cronista ambulante y detector de la temperatura emocional de todos los anónimos en la práctica. Era bueno para la contestación instantánea y el tour de los pulques, la panorámica de los tequilas, las bailarinas gordas y los peladitos de bigote ralo, pantalón caído y pocas monedas en el bolsillo. Armando Jiménez Farías llegó a ser considerado el humorista más destacado de América Latina en el libro 3 000 años de humor publicado en España en 1969 y desde entonces mantuvo el difícil y sano malabarismo de registrar todas las vulgaridades posibles sin ser un escritor vulgar, midiendo el ingenio de los holgazanes sin descansar él mismo ni un solo día en su afán por clonar en papel las pintas de las bardas y el tonito de los barrios.

Jiménez murió en Chiapas y a nadie se le ocurre clamar qué haremos sin él, pues nos queda claro que los beneficios de sus libros se han impregnado como afán en sus lectores: quién lo lee se vuelve adicto a la detección de las erratas, no con el afán académico del pontificador, sino con la carcajada abierta de quien no se duele ante folclóricos lenguajes, enredados albures que harían reír al propio Quevedo de hace siglos y que ponen en su sitio a intelectuales mamones de hoy en día, tanto como a los engreídos políticos y poderosos empresarios que la pasan metiendo la pata en sus propias fauces. Visto el duelo de esta manera no es extraño que Monsiváis se haya adelantado tan sólo unos días en el viaje donde ahora lo acompaña otro cronista digno de su museo, habitante a su vez de los cómics entrañables que habitan la Ciudad de México, íntimo paralelo del desparpajo… y por eso, hoy no se escucha el canto del gallito, mudo, sin pico y pies, que miramos con disimulo.

Que otros se claven en la retórica falsa donde fingen la voz y prosa. A los miles de deudos de Armando Jiménez nos queda rendirle honores leyéndolo, con música de Chava Flores al fondo. Leer a los escritores que nos dieron prosa sin prisas y conocimiento con humor del bueno, que no con pastelazos falsos de chistoretes hirientes. Leer a los escritores que pusieron en el mismo estante la alta cultura con la vox pópuli, hombres de carne y hueso que comían lo mismo con manteles que parados a la orilla de las calles; testigos de las mentiras de los discursos oficiales, tanto como las verdades del vecindario. Leer a los escritores que salvan de la amnesia de los tiempos los nombres y las vidas de los anónimos… prosa viva que cambia de sentido según el juego emocional de los instantes y no tanto por las páginas de los diccionarios… prosa viva, de todos los colores, como óleos de los pintores del estanquillo, como plumas de un gallo de pelea… prosa viva de los escritores que, en realidad, nunca se van aunque hoy lloramos de veras su muerte. Yo no soy poeta ni en el aire las compongo, pero confirmo en esta lluvia, tanto luto falso, tanta mentira en los que ni leyeron a los ahora ausentes, que no puedo cerrar este párrafo sin mofarme de su tongo. Así las cosas, ante un mamón o mentiroso no queda de otra que decirle: ¡Mientes!, subrayando con inmenso respeto que a los cronistas de a de veras hasta la Calavera les pela los dientes.

MONTAÑA ENTRAÑABLE

Quienes tienen la fortuna de no limitar su querencia a la cuadrícula cerrada de las ciudades llevan en el paisaje íntimo de la memoria los contornos y la silueta que se filtra en el atardecer de los cerros o montañas inolvidables, inamovibles, incandescentes… que parecen marcadores inalcanzables de ese territorio biográfico donde nacimos. No niego el santuario intocable de los barrios, ni la salada melancolía que baña las calles de la infancia: hablo de montaña recortada entre nubes o bajo el tenue telar de las lluvias, montaña que se subió alguna única vez en la vida, montaña entrañable.

Michel de Montaigne vivió entre 1533 y 1592. Se le considera el padre del ensayo moderno y su nombre se podría traducir como el hombre-montaña. Tengo para bien todas las ocasiones en que lo recuerdo y el pretexto de estos párrafos es la reciente biografía, firmada por Sarah Bakewell y publicada en Londres bajo el sello de Chatto & Windus, bajo el título Cómo vivir: vida de Montaigne en una sola pregunta y veinte intentos para encontrarle respuesta. En tantose traduzca este retrato reciente, recomiendo cualquiera de los muchos prólogos, retratos biográficos, homenajes y deudas de gratitud que existen impresos en español y, en particular, el precioso texto con el que Juan José Arreola inauguró las obras de Montaigne para la vieja editorial Porrúa. De Montaigne han escrito, en todos los idiomas, todos aquellos autores que han escalado sus párrafos como quien sale a andar por la ribera de una montaña entrañable: sin prisas, sin necesariamente ubicar la cima y mucho menos, alcanzarla. En este breve espacio hablo de él porque a menudo encuentro la pregunta entre ramilletes de dudas: ¿Qué es el ensayo?, me dice, e incluso: ¿Para qué sirve? y ¿Porqué se llama así?

El ensayo es el género literario que se llama precisamente así porque a Montaigne así le dio por llamar al conjunto de no pocas páginas donde, encerrado en una torre circular, virtió y convirtió en tinta sus más íntimos pensamientos, dudas, críticas, observaciones, deducciones y sentencias. Desde el principio, el hombre Montaigne nos advierte que la materia de su libro es nada menos que él mismo y, entre líneas, cada lector va descubriendo que la pregunta a la que responde por encima de todas se escucha en el silencio, así pasen los siglos: ¿cómo se vive?

Los ensayos de Montaigne no son sistemáticos, sino más bien azarosos; se bifurcan en digresiones y no necesariamente tienen que seguir un plan cuadriculado de redacción mecánica. Los Ensayos de Montaigne son aleatorios, letras unidas en afán de exploración, donde la prosa divagante sigue el rumbo de humo de sus propios pensamientos. No son ensayos escritos en la penumbra del sonambulismo, sino párrafos legibles de pensamiento andante. Algo que destaca en la nueva biografía de Montaigne firmada por Sarah Bakewell es considerar al hombre Montaigne no como un escritor perdido en la noche de los tiempos, sino como un contemporáneo que dialoga lo mismo con Voltaire que con Robert Louis Stevenson o Jorge Luis Borges o cualesquiera de los lectores que hoy mismo, aprovechando la madrugada, tengamos a bien visitarlo en medio de una reflexión ya sobre la educación de los hijos o sobre el universo que se encierra en el pulgar de nuestra mano derecha. Será Montaigne, como dijo William Hazlitt, el primero que tuvo el valor de firmar como autor lo que pensaba y sentía como hombre y quizá la claveguía para entender ese valiente ejercicio que leemos intacto el día de hoy –en medio de tantos escritores que firman hipócritamente párrafos en los que no creen y páginas que no profesan– se debe a la sana perogrullada de enarbolar un íntimo escepticismo.

Montaigne el que duda y porque duda, escribe. Montaigne el estoico que no toma partido, pura catalepsia convencida de que ante una disyuntiva tanto los argumentos a favor como la argumentación en contra pueden tener el mismo peso y valor; por ende, mejor apartarse y contemplar el hecho, describirlo sin tener que tomar partido. Por ende, Montaigne ajeno a la vociferación o la ponderación pontificada que tanta saliva destila entre los que creen que siempre tienen la razón. Otros forman al hombre, escribió Montaigne, yo rindo cuenta de un hombre y trazo un retrato particular de uno entre muchos, bastante malformado, y que (de poder) intentaría realmente hacerse diferente a quien es. Habla de él mismo y quien lo lee descubre que las valiosas páginas de sus ensayos no son más que la ardua reconciliación consigo mismo, trazando bajo el lema ¿Qué sé yo?, un sendero abierto de caminos siempre por recorrer, incluso cuando las vías parecen ya conocidas por instinto.

Sirvan estos párrafos para una ascensión: que todo lector que ya conoce o cree conocer las páginas de Montaigne recuerde con una nueva lectura los confines y perfiles de esa prosa entrañable; que todo lector que aún no recorre esa ribera de pensamiento y memoria, asuma la tranquila caminata de leerlo. Se confirmará que cada vez que se lee algún ensayo de Montaigne parecería que se lee por vez primera; se filtrará en la memoria la imagen intacta del paisaje más callado de nuestro propio pensamiento y aparecerá en algún momento del silencio el susurro de una conciencia que mantenemos hipnotizada, ocupada en tantos menesteres y muchos ruidos: la voz que nos recuerda que no tenemos por qué creerle a todo el mundo todo lo que nos dicen o dictan, sino volver a confiar en lo que sentimos y pensamos nosotros mismos; la voz que nos divide a las claras una primera tajada entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo horrendo, lo verdadero y lo falso; la voz que puede reconfortarnos en medio de tantas desgracias, decisiones pendientes y vidas que se postergan como si fuesen pendientes en una oficina de sellos burocráticos. Esa voz es la que cada escritor escucha en sí mismo al leer los ensayos de Montaigne: la voz que escuchan los demás cuando hablamos, la que evocamos en los sueños cuando parece que nos habla el otro… la voz que acompaña los pasos al subir, de vez en cuando, una montaña entrañable.

UNA PELOTA EN LA ETERNIDAD

Fue un instante. Un parpadeo fugaz que chistó en medio del silencio del mundo, efímero y pasajero, que estalló en esa mezcla de júbilo y desolación –gloria y tragedia– que enmarca a los verdaderos milagros. Sucedió en el ya desaparecido parque de béisbol Polo Grounds, el 3 de octubre de 1951, faltando exactamente dos minutos para las cuatro de la tarde.

Sobre el diamante de pasto verde se enfrentaban los Dodgers, en ese entonces de Brooklyn, y los Giants ahora de San Francisco, pero inicialmente de Nueva York y anfitriones en Polo Grounds, ese santuario que se esfumó del paisaje de Manhattan cuando consta que se erguía apenas unas cuadras al norte de Central Park. Gigantes y Dodgers se jugaban el banderín de la Liga Nacional, en un desempate al mejor en tres partidos, pues ambos equipos habían cerrado la temporada con la idéntica conciencia de noventa y seis victorias y cincuenta y ocho derrotas; para llegar al instante que intentan honrar estos párrafos, los Giants de Nueva York habían ganado treinta y siete de sus últimos cuarenta y cuatro juegos (los siete últimos al hilo), cerrando y rebasando una ventaja de trece juegos y medio que los Dodgers fardaban como irrebatible…

Novena entrada. Marcador adverso con Brooklyn arriba cuatro carreras por tan sólo una de los Giants. En el montículo del equipo que parecía invencible, Ralph Branca acaba de entrar con el brazo fresco y la única convicción de cerrar el triunfo y en primera base, el legendario Gil Hodges se adelanta unos pasos, confiado en que cualquier batazo se quedaría corto. Dos hombres en base y uno que ya había logrado anotar. Llegó entonces a la base de home, Bobby Thomson y se hizo un silencio, apenas rasgado por una bola rápida que significó el primer strike. La magia a veces se corta con cuchillo de niebla. Al siguiente lanzamiento, otra bola rápida, Thomson esgrimió el bat como lanza en astillero y adarga antigua, como caballero andante conectó un fulminante rayo luminoso que hizo volar la pelota hacia el jardín izquierdo, por la línea del horizonte… y la pelota se perdió en la eternidad en unos de los jonrones más célebres en la historia del béisbol.

Andy Pafko corrió hacia la barda con la ilusa utopía de poder atrapar en su guante algo que ya era sustancia de leyendas. Dicen que la bola cayó en manos de una monja que asistía circunstancialmente a las gradas y que la hermana se la guardó bajo las enaguas del hábito como si fuese reliquia de Tierra Santa. El mítico Jackie Robinson, primer jugador negro de Grandes Ligas y héroe de los Dodgers, se quedó en medio del diamante para verificar que Thomson pisara cada una de las bases en su triunfal vuelta a Ithaca en home, cosa que hizo Bobby a pesar de que brincaba más que correr de alegría en medio de un jolgorio universal. Dicen que de no haber bateado el milagro, el lance podría haber sido materializado por el gran Willie Mays, otro moreno de leyenda en bronce, a quien le correspondía batear después de Thomson.

Lo cierto es que los sueños están hechos del material en blanco y negro con el que esculpieron al Halcón Maltés y la jugada ha quedado eternizada en más de una pincelada magistral. En la extraordinaria novela Underworld, de Don Delillo, toda la eternidad que cabe en el jonrón de Thomson quedó plasmada en un mural de párrafos que lleva por título Pafko at the Wall, tan sobresaliente es ese capítulo de literatura pura que llegó a venderse como separata, como si fuera cosa ajena al total de la novela. En su narración fantástica, la pelota no se va volando a la eternidad en alas de una monja, sino que es atrapada por el personaje Cotter Martin, un niño que había entrado de colado a las gradas. El milagro aparece también en la magnífica película The Godfather, aunque como un anacronismo:

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