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En el cuerpo una voz
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Libro electrónico188 páginas2 horas

En el cuerpo una voz

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Tras una cruenta guerra civil, Bolivia ha dejado de existir como nación. La población ha abandonado las ciudades y se repliega en comunas rurales mientras grupos armados conocidos como las brigadas imponen su ley a sangre y fuego. Ejecuciones, fosas comunes y canibalismo: este es el paisaje de fondo de "En el cuerpo una voz", una novela que a partir de un acontecimiento ficticio condensa episodios de la historia de muchas naciones latinoamericanas, e incluso del presente mexicano.
Polifónica y ambientada en temporalidades distintas, esta es la historia de un hombre que logra huir de un enfrentamiento con la más sanguinaria de las brigadas, la comandada por el General; es también el recuento, en los años posteriores al armisticio, de la memoria de los sobrevivientes del conflicto y de un joven cuyos padres fueron asesinados por el General y sus esbirros; finalmente, es una reflexión sobre la delgada línea que divide la justicia de la venganza.
Con una escritura contundente y delirante, Maximiliano Barrientos nos confronta con una violencia cruda, tanto física como psicológica; pero también con las posibilidades que tenemos para poder aliviar las heridas –sociales e individuales– que somos capaces de infligirnos mutuamente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 may 2018
ISBN9786078486618
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    En el cuerpo una voz - Maximiliano Barrientos

    ELIOT

    I

    FUSELAJE

    I

    Cada vez más pálido, observó por la ventanilla cómo el paisaje se pulverizaba en la velocidad.

    Ya no duele, dijo mi hermano.

    Retiró una mano de su abdomen y miró el agujero rodeado de sangre seca.

    Se ve feo, pero no creo que la bala haya atravesado ningún órgano, dije.

    Habíamos robado el auto hacía poco más de cuatro horas y ya casi no nos quedaba gasolina.

    Vas a ahogar el motor, dijo.

    Ahí. Ahí hay una comuna.

    El letrero de La Quebrada presidía las casas de adobe con techo de calamina distribuidas de forma arbitraria en un terreno que no superaba las veinte hectáreas.

    En la pared de una escribieron PULPERÍA. Detuve el auto.

    Entré, dije:

    Necesito un médico.

    Había dos hombres sentados frente a un mostrador. Las paredes recubiertas por cuchillos, azadones, bujías, carburadores.

    ¿No me escucharon?, dije. Necesito un médico.

    ¿Acaso este lugar te parece una posta?, dijo uno de ellos, un colla petiso, ojeroso.

    Por favor, dije. Díganme si puedo encontrar un médico por acá cerca.

    Se miraron. El que se había mantenido en silencio, un ayoreo cincuentón, dijo:

    No aceptamos bolivianos. Euros o dólares.

    Puedo darles un reloj, un Eterna-Matic.

    El colla asintió. Fruncí los labios, agotado, y descolgué la mochila del hombro. Metí una mano, pero me detuve en seco porque el ayoreo me apuntó con una escopeta con caño recortado.

    Despacio, dijo. No te pasés de vivo.

    No llevo ningún arma en la mochila, dije.

    Tras rebuscar unos segundos extraje el reloj. Lo examinaron.

    Seguime, dijo el ayoreo.

    Nos metimos por una puerta que daba a una sala donde había cinco peladas que no tenían más de quince años. El maquillaje se les había corrido por el calor. Semidesnudas, dopadas. Una tenía tatuado el vientre: un conejo rosado con alas de murciélago que fumaba lo que a primera vista era un porro. Ni siquiera me miraron cuando pasé de largo. Estaban recostadas en un sofá de terciopelo que colindaba con una vieja rocola descompuesta.

    Si querés cocho te va a costar un poquingo más que ese reloj, dijo volteándose, sonriendo, intentando crear complicidad.

    Dijo:

    Están saningas, recién llegaron.

    No, dije. Sólo el médico.

    Entramos en una habitación que no tenía ventanas. Corrió una alfombra, abrió una puerta en el piso y bajamos por una escalera hasta llegar a un compartimiento donde había instrumentos quirúrgicos colgados de las paredes. Había una camilla y focos que emitían una luz verdosa. También había un tipo de una gordura obscena en días en los que la mayoría que no morían baleados, morían de hambre o de disentería. Leía una revista de jardinería. Las páginas estaban amarillentas y rotas en los bordes. Nos miró asustado, sin saber qué hacer. Se puso de pie, pero se tranquilizó al comprobar que el ayoreo estaba calmado, yo no representaba ninguna amenaza.

    Lo tenemos aquí escondido pa que las brigadas no se lo lleven, dijo el ayoreo. Vos sabés que los médicos valen más que los cochos. A los cochos te los dejan nomás, pero a todingos los médicos se los llevan.

    ¿Usted es médico?, dije.

    Algo así.

    ¿Cómo que algo así?

    Era veterinario, hace harto.

    Mi hermano recibió un balazo. Necesita ayuda.

    El gordo miró al ayoreo, dudaron.

    Eso te va a costar caro, dijo. Más que un reloj.

    Volví a revisar la mochila y de entre las cosas que había almacenado antes de la fuga extraje una pulsera de oro que era de mi madre.

    Oro de verdad, dijo al examinarla tan sólo unos segundos, sin mostrar sorpresa.

    Dijo:

    Traelo. Carlos, andá a ayudarlo.

    El gordo me siguió hasta el auto, mi hermano estaba con los ojos cerrados, tenía la frente apoyada en la ventanilla. Su respiración la había empañado. Al vernos no nos reconoció, buscó el arma que guardaba bajo el asiento, pero yo me adelanté y dije su nombre y le pedí que se calmara.

    Ayúdeme, le dije al gordo.

    Olía a cigarro. La piel viscosa, blanca: la de alguien que pasaba la mayor parte de las horas del día encerrado en un sótano. Los rayos hacían estragos en sus ojos.

    Entre los dos lo bajamos del auto y lo metimos en la pulpería, pasamos por la habitación de las peladas. Ni siquiera se voltearon a vernos cuando entramos con un hombre herido. Descendimos al sótano.

    Perdió harta sangre, dijo el gordo al examinar la herida, al presionar con ambas manos los bordes de ese agujero diminuto que ya empezaba a volverse negro.

    Le dio la vuelta y revisó su espalda.

    No tiene orificio de salida, dijo.

    Esterilizó los instrumentos quirúrgicos, derramó un chorro de alcohol en la herida. Mi hermano se quejó, ahogó el grito y volvió a cerrar los ojos. Tenía el rostro cubierto de sudor, los dientes crujían por la fiebre. La piel era tan blanca como la yuca.

    ¿Qué hago?, dije. ¿En qué ayudo?

    Esperá ahí, dijo. No me interrumpás ni me hablés mientras trabajo. Eso podés hacer. Se nos acabó la anestesia, así que esto le va a doler hartísimo. Si intentás parar la intervención la vas a joder. Si no vas a aguantar, andate nomás afuera y yo te busco cuando acabe.

    Después de horas de trabajo el gordo extrajo la bala, cauterizó la herida. Le dio analgésicos y antibióticos. Se sentó frente a mí, se limpió el sudor con un trapo y me pasó otra hilera de medicamento para más tarde. La fiebre aún no bajaba. Mi hermano estaba dormido pero de tanto en tanto se movía en la camilla, hablaba solo. No entendía qué decía porque apenas murmuraba.

    ¿Quién lo hirió?, dijo el gordo.

    ¿Fue una de las brigadas o fue un despute casero?

    ¿Qué importa?, dije.

    No parecés imbécil, así que no te voy a responder en qué consiste la diferencia. Tampoco parecés un soldado, voy a asumir que se metieron en un lío del que no quiero enterarme.

    Sólo van a poder quedarse esta noche, mañana a primera hora van a tener que irse.

    Está muy débil, esperaba que nos pudiéramos quedar hasta que se recobre. Dos o tres días máximo, dije.

    Si la brigada que lo hirió lo pilla, no los van a timbrar sólo a ustedes, dijo. No hay pulsera de oro ni reloj que compense eso, ¿o sí?

    Además, perdió harta sangre y hay un buen riesgo de que la infección se generalice.

    Sacó un mentolado de uno de sus bolsillos. Lo puso en sus labios pero no lo encendió.

    Dijo:

    Me apena decirte esto, pero yo le doy un treinta por ciento.

    Me pasé el reverso de la mano derecha por la boca y lo miré con rabia, pero no hice nada, no hablé. El calor en el sótano era insoportable, las gotas de transpiración descendían por mi cuello, mis mejillas y mi frente. Volví a clavar la vista en el suelo con cientos de pensamientos en la cabeza. Las manos temblaban, cerré los puños y volví a mirar al hombre gordo, sudoroso, que se había puesto de pie y lavaba los instrumentos que usó para extraer la bala. Cuando acababa, los colgaba en una de las paredes.

    Podés dormir aquí, en el piso, dijo. Te voy a traer una manta, pero mañana bien temprano se van.

    Ya era de noche cuando salí a esconder el auto detrás de unos árboles. Escuché pasos, desenfundé la Glock y apunté a la figura que apareció.

    Sólo vine a ver si necesitaba ayuda. Su hermano está dormido, dijo el gordo.

    Estoy bien, dije guardando el arma.

    ¿Quién lo hirió?, dijo.

    La del General.

    No pude verle los ojos en la oscuridad, pero podría jurar que ese nombre lo hizo recular. Algo se activó en su cerebro, algo cambió en su respiración, en la postura.

    Ya son dos muertos, dijo. Es cuestión de tiempo.

    Pasé una mano por mi nuca. La tensión, desde hacía horas, ladraba.

    Dijo:

    Ojalá que la cagada que le hicieron haya sido bien engorrosa, así valdrá la pena lo que se les viene.

    Tienen los tachos grandes, dijo, y sonrió. Era la primera vez que lo veía sonreír.

    ¿Cuándo fue la última vez que estuvieron por acá?, dije.

    Par de semanas.

    Sacó un mentolado de uno de los bolsillos de su pantalón y lo encendió. No se conseguían con facilidad, quizás era uno de los privilegios que tenía por ser el médico de la comuna, por vivir como topo en ese sótano inmundo. Me ofreció una billa, la rechacé. Sacó una botella de su morral y bebió.

    Culipi, dijo. Lo hacen en la cuarta casa, en esa de ahí, a la derecha. La que pintaron de azul.

    Agarré la botella y bebí. Quemó mi garganta, hacía semanas que no probaba alcohol. Escupí. Volví a beber a pesar de que el estómago palpitaba de asco.

    ¿Hace cuánto estás acá?, dije.

    Siete años.

    ¿Y antes?

    En la ciudad nomás, cuando todavía se podía vivir ahí.

    Bebió, me pasó la botella. Bebí y se la devolví.

    No, dijo tras una billa que consumió buena parte del cigarro.

    Quédesela, añadió.

    Se dio vuelta y se perdió en la oscuridad.

    II

    Mi hermano recobró la conciencia en el auto, hacía más de dos horas que nos habíamos ido de La Quebrada. Mientras estuvo a mi lado, en el asiento del copiloto, se movía, tenía sueños violentos, a veces hablaba. Alrededor nuestro un campo incinerado por pobladores que antes habían formado una comuna. Quemaron todo antes de irse. Nada vivo en kilómetros a la redonda.

    ¿Cómo estás?, dije.

    Se quejó, pasó una mano por su abdomen. Estaba más pálido que anoche, sudaba. Tenía los labios resecados, una costra de piel los recubría, toda astillada.

    Ahí hay agua potable, dije.

    Bebió y se quedó callado. Achinaba los ojos, la resolana inundaba el auto y lo enceguecía.

    Vi a mamá, dijo. Como era. Estuvo conmigo todo el rato, allá, en ese sótano.

    No recordaba a mamá. Nunca se lo dije a mi hermano: no tenía recuerdos de ninguna clase, me era imposible reconstruir su rostro, su voz, el color de su pelo, el color de sus pupilas. Mamá era una mancha en mi cabeza, un lugar borroso por el que durante años me obligué a tener apego emocional. Finalmente me rendí y la acepté como algo impreciso, demasiado abstracto para que despertara aquella sensación que él, diez años mayor que yo, tenía: la de que antes había un lugar mejor, la de que antes estuvimos protegidos por el afecto.

    La fiebre, dije. Fue la fiebre.

    Estaba difícil, hosco. Bebió agua y revisó los vendajes. Había una mancha de sangre, parecía un ojo.

    Parece un ojo, dije.

    Miró por la ventanilla la tierra arrasada y los restos de viviendas, calaminas

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