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Libro electrónico202 páginas3 horas

Planetario

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Novela que narra el viaje místico que un asesino emprende para desentrañar los grandes misterios del universo y acceder a un plano de existencia superior. Su travesía es iniciada luego de su contacto con Andreas Vogelius, líder de la Sociedad Astrosófica, especie de secta esotérica transnacional de gran poder. El viaje consiste en experimentar distintos estadios físicos y emocionales, en una secuencia cifrada por el sistema solar: cada etapa del viaje corresponderá a un planeta (y una breve pausa, el anillo de asteroides), mismo que será simbolizado por una mujer. Cada etapa del viaje es superada con la muerte de la mujer en turno.
"Mauricio Molina es el mejor narrador de lo fantástico en la literatura mexicana." Sergio González Rodríguez
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 may 2018
ISBN9786078486540
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    Planetario - Mauricio Molina

    GITA

    MERCURIO

    Nada es verdad, todo es posible: bajo estas páginas reposan mis mujeres: Tatiana, la de los pies alados; Vanesa, de ojos esmeralda que ocultaba una serpiente de dos bocas en el vientre; María, pastora de la Tierra, de la casa, del instinto; Déborah, colérica y guerrera; Sonia, maestra de las potencias planetarias; Sofía, señora del tiempo y la sabiduría; Natalia, de suave piel jaspeada, deidad de las metamorfosis que miraba siempre hacia el futuro; Fabiana, dueña de los espejos y los sueños; Valeria, habitante del reino de la muerte.

    Una a una las convoco gracias a la ayuda de Mercurio, el genio de las palabras y los ritmos, y aparecen de nuevo en mí los poderes de los astros sucesivos. Cada una de ellas, ahora lo sé, me ha dado un aura, un poder, un atributo. Todas ellas fueron estaciones en mi viaje y gracias a ellas puedo reconocer la fórmula de mi destino.

    Con minuciosos pasos de ballerina, Mercurio se me presentó un día, a la hora del crepúsculo, bajo la forma de Tatiana. Ella debía tener por aquel entonces catorce o quince años y yo ya había pasado de los treinta. Era para mí el primer planeta en todas sus formas y presencias: al anochecer, cuando salía sudorosa de sus clases de ballet, con el traje envolviendo su cuerpo adolescente como una suave atmósfera rosada, los calentadores cubriéndole las adorables pantorrillas y los tenis que todavía revelaban en ella un poco de la infancia que dejaba. O un amanecer de octubre, sueño de Balthus, dormida en mi cama, revelada por la mágica luminosidad anaranjada que la bañaba desde mi ventana. O desnuda, saliendo entre los vapores de la ducha, rodeada de los libros de sus padres, en la sala de su casa, mostrando los senos apenas incipientes y la deliciosa grupa hermafrodita. O maquillada en el espejo, tratando de vencer al tiempo, anticipándose a una edad a la que nunca llegaría, intentando parecer más mujer y menos niña sólo para guardar las apariencias. O en la habitación de un hotel de lujo durante un ya remoto y vago congreso de la Sociedad Astrosófica.

    Todas esas imágenes, y muchas otras que sólo yo atesoro, conforman mi memoria de Tatiana. Su aroma, lo juro, emerge todavía intacto después de tantos años y activa en mí la experiencia de haber estado alguna vez en un pequeño y sólido planeta habitado por una chiquilla, flotando como una mota de polvo alrededor del ojo inmenso y desafiante del Sol, que por aquel entonces yo sentía que me observaba con la mirada de los locos. Ya había sido expulsado de ahí hacía algún tiempo y, como todo lo que habita el astro rey, había estado congelado. Tatiana fue la primera estación de mi larga travesía. Ella fue el mensajero y el mensaje.

    Es necesario que el lector entienda algunos hechos puntuales: un día, en algún momento de mi vida, fui expulsado del Sol y de la Luz rumbo a la Sombra. Me había fugado, adentrándome en la espesura planetaria de la vida, alejándome para arrancar de mí ese frío ardiente, esa gélida llama que contaminaba mi existencia. Fue en ese punto cuando apareció Tatiana, manifestación primera de mi viaje, inequívoca señal de que el plan que me había sido revelado se había echado a andar como una maquinaria de engranajes cósmicos.

    Debo contar ahora cómo es que Tatiana llegó a mi vida. Había tenido problemas con las drogas y el alcohol. Mientras convalecía, me paseaba por el sinuoso laberinto del barrio de Coyoacán, admirando la luz del sol que se filtraba entre las ramas de los truenos y otros árboles urbanos. A menudo me detenía a mirar las hojas de los ficus, como uno de esos camaleones que se detienen en las ramas y se enfadan si son descubiertos, y accedía de este modo a una especie de vacío: no era visto ni escuchado, permanecía ajeno a las miradas de los otros, inmerso en una tranquilizante atmósfera verdosa. Los medicamentos, fundamentalmente antipsicóticos y calmantes, hacían su trabajo a la perfección. Diariamente hacía el mismo recorrido: caminaba por la plaza, miraba a las ancianas cubiertas con sus velos saliendo de las iglesias, como murciélagos o aves de mal agüero, y de ahí vagaba por las calles, buscando la promesa de una desaparición imposible, de una ausencia que me permitiera olvidarme de mí mismo unos instantes. Siempre me detenía bajo el mismo árbol a mirar el brillo de las hojas, mientras muy cerca de ahí las adolescentes salían de sus clases de ballet. El contraste entre el verde de mi árbol y los rosas y azulados de las niñas bailarinas producía en mí un efecto medusante.

    Una tarde, cuando el crepúsculo danzaba en el cielo con velos violáceos y las niñas de azul y las adolescentes de rosado caminaban rumbo a los automóviles de sus padres, una voz me sacó del diálogo que sostenía con Vincent Van, esa entidad interior que me describía los colores de la tarde o la textura de las flores, y que hablaba dentro de mí de vez en cuando durante aquellas épocas.

    –Hola –escuché una voz a través del verdor del ficus, de la voz de Vincent Van y de las lejanas notas de las Variaciones Goldberg de Bach que, de algún modo, acaso como un recuerdo de las tardes que pasé en mi infancia escuchando los ejercicios al piano de mi madre, resonaban en mi mente como música de fondo desde lo más profundo de mi subconsciente.

    Tatiana era muy alta para su edad, de hecho era de mi estatura, de prodigiosos ojos almendrados y espesa y oscura cabellera, que usaba recogida con un tocado virtuosamente arreglado. Tenía catorce años y me miraba con dolorosa ternura. Su voz me transportó al presente, a un presente ilusorio pero perfecto, donde ella y yo habíamos coincidido después de ser arrastrados por la vorágine del azar. Mercurio, deidad de los encuentros azarosos, había llegado bajo la forma de aquella jovencita.

    –Te he visto por aquí y siempre estás como disecado. A veces incluso te saludo y nunca me haces caso –su voz era muy tenue, un murmullo que parecía provenir de salones de clases, de libros escolares rodeados de volutas de polvo. Yo la escuchaba mientras avanzaba junto a ella. Torpe como siempre fui con las mujeres, con aquella nínfula disfrazada de Anna Pávlova no podía quedarme muy atrás. Logré tartamudear algunas nimiedades e invitarle un refresco en una cafetería cercana. Ahí, en un pequeño lugar de mesas de madera y sillas bajas, como diseñado para gente un poco más pequeña de lo normal, nos vimos muchas veces en el transcurso de aquel largo año. Tatiana era simple e inocente como un cachorro. Siempre salía al anochecer, justo cuando Mercurio, el planeta más bajo en el horizonte, arañaba la tarde en su transcurso, como un diamante en la aguja de un gramófono que sólo tocara una tenue melodía que siempre comenzaba, una y otra vez al infinito, sólo para hacer bailar el cuerpo alado de Tatiana.

    Las palabras, las palabras, esos signos que recorren las páginas como insectos, esas cosas negras que desfilan a través de la pantalla después de agitarme frente al teclado como un pianista enloquecido… Antes de Tatiana yo tenía una relación muy mala con las palabras. ¡Todo me era tan difícil! La tesis sobre Vincent Van, con la que me había titulado, me había hecho sudar algo más que sangre y todo era tan banal, tan superficial, que no había nada que me pareciera digno de ser escrito. Lo mismo había sucedido con Lunar, la novela primigenia que había escrito en una especie de arrebato. Pero Tatiana me dio, sin saberlo, el mágico don de la palabra. Sin ella jamás habría escrito nunca más ninguna cosa. Al verla recorriendo el espacio con las puntas de sus pies, como una estilográfica, me di cuenta de que la máxima potencia de la vida se encontraba en las palabras. Sólo ellas me darían la posibilidad de ser más sutil y más intenso y quizá un poco más libre. Eso pensaba en ese tiempo, luego me di cuenta de que nada de esto era verdad.

    Sé indulgente conmigo, querido lector: en este instante incierto trato de expresar algo imposible. Mucho tiempo después, acaso hoy que escribo estas memorias, me doy cuenta de que las palabras no son sólo la mayor bendición que tiene el ser humano, sino también su máxima condena. Alguna humanidad futura prescindirá de la palabra y podrá expresar alguna cosa imposible de decir con estas herramientas tan arcaicas. Mientras tanto, me quedaré con algunas de ellas para recordar a Tatiana bailando a mi alrededor, ensayando mientras escribía en mi diario frases como nada queda, sólo dioses oxidados y sirenas patrullando los escombros.

    Las palabras, las palabras, las palabras. Yo que nunca pude hacer bien una firma para cobrar un cheque exiguo, hoy ya soy capaz de escribir cosas intangibles, sentencias, oraciones, signos sueltos, a una velocidad que envidiaría un telegrafista o una secretaria. No fui sino un esclavo del lenguaje. La vida siempre queda fuera de estas cosas que desfilan en mi cuaderno. Plumas rotas, computadoras ordinarias, máquinas de escribir cuyo sonido imita el de la lluvia de verano, lápices que huelen a madera todavía y la savia fluye cuando dibujo extraños insectos negros sobre mi cuaderno. A veces me pregunto si no es el árbol quien escribe o la electricidad o el petróleo o algo que todavía no comprendemos. Tatiana sólo existe en este instante, cuando la veo desnudarse frente a mí, bajo las letras que escribo velozmente, proyectada sobre estas páginas amarillentas. Mercurio me dio el don de la palabra y también, por supuesto, su condena.

    Mercurio es el primer planeta del Sistema Solar. Adquiere su nombre del dios de la velocidad, la comunicación, la música y el robo. Mensajero de los dioses, andrógino, nervioso, mortal convertido en dios merced a su talento, representa las potencias del cambio permanente. Poseedor del lenguaje y de la música, intercede sobre todo por los poetas, a quienes inspira con su lira. Como planeta, circunvolando las regiones más bajas de la noche, anuncia siempre la llegada de los otros dioses. A simple vista es muy difícil divisarlo entre las luces bajas de los aviones y las antenas de los altos edificios. En el bosque en cambio no es difícil dar con él flotando entre las ramas de los árboles. Por su posición, Mercurio es la nota más baja en el pentagrama del Sistema Solar. Mercurio recorre la noche con su flauta. Andrógino y virgen al mismo tiempo, Mercurio es el hermafrodita primigenio. Como astro inicial en el Sistema Solar, Mercurio es un planeta calcinado apenas del tamaño de la Luna. La adolescencia febril, el vuelo metamórfico de la analogía, la escritura, los medios de comunicación, reciben su influjo. Se trata de un planeta alegre y lúdico y suele desconocer los límites de una cosa y de la otra. Uno de sus tótems es la salamandra, el otro es la serpiente. Se trata de un ser, por lo tanto, que habita lo indiferenciado y lo traspasa todo gracias a sus pies alados, y al que no puede quemar el fuego del Sol, en cuya vecindad habita. Como una salamandra húmeda, Mercurio emerge cuando el Sol se encuentra en lo más profundo del horizonte, poco antes de desaparecer en el inframundo. Entre todos los dioses Mercurio es el único que representa a un ser humano convertido en divinidad. Gracias a su presencia tutelar sabemos que podemos convertirnos en dioses. Mercurio es también el astro que anuncia a Hermes Trismegisto, el tres veces mensajero que veneraron los alquimistas y los poetas dedicados a lo oculto.

    Tatiana era hija de una psicoanalista divorciada de un científico muy reconocido. Déborah Baumann, tal era su nombre, era una mujer muy liberal, extremadamente moderna, que permitía que su hija hiciera lo que se le viniera en gana y la dejaba hacer su vida sin prestarle en realidad mucha atención. Y no es que yo sea una persona moralista, pero no sé cómo llamar a una madre, por psicoanalista que sea, que deja que la parte más hermosa de su vida se relacione con un loco como yo, obsesionado con Vincent Van, que duplicaba la edad de su hija adolescente y que muy bien podría ser no sólo su paciente sino su amante. (En realidad Déborah me esperaba en el futuro, pero hasta llegar a las áridas batallas de Marte, así que paciencia, amable lector.) Nunca pude entender toda esa liberalidad.

    Los libros entre los que creció Tatiana me provocaban alergia. La primera vez que la vi desnuda nos encontrábamos en la sala de su casa, y mientras su madre daba consulta en la habitación contigua, Tatiana se desnudó frente a mí, con la biblioteca como fondo, tapizada de libros de Lacan, Marx, Althusser, Piaget y, por supuesto, Sigmund Freud. Frente a aquellos pesados volúmenes de un saber para mí ajeno y francamente repugnante, Tatiana era una presencia ligera y suave, de leves tonos anaranjados que le recorrían la piel merced a la luz que caía por la ventana y que me recordaba una estatuilla de Alberto Giacometti. Apenas brotaba entre sus piernas una insinuada y musgosa sensación de vello púbico. Sus senos eran pequeños como brotes de orquídeas adornados de la ligera fruta de sus pezones, que en mi boca adquirían un lejano sabor a lima. Su madre nos sorprendió alguna vez besándonos en su habitación, rodeados de muñecas y de posters de cantantes de rock y nunca dijo nada. La madre y yo intercambiábamos lindezas de cuando en cuando: comentarios irónicos, mensajes cifrados a la hora del café, que evidenciaban nuestra mutua repugnancia. Al final terminó por evitarme. En el fondo creo que ambas, madre e hija, en secreto, se odiaban cordialmente. La doctora envidiaba aquella juventud lozana, aquel cuerpo que debía andar desnudo por el mundo y a la hija le resultaba indiferente aquel otro mundo de pacientes, problemas y sueños mal contados que se repetían, monótonos, insistentes, en una grabadora, mientras la madre trataba de descifrar el trauma oculto, el oscuro melodrama que vivían sus pacientes.

    A menudo Tatiana se quedaba a dormir en una pequeña buhardilla que había acondicionado cuando abandoné el hospital y que imitaba puntualmente La habitación de Vincent en Arles, de modo que la reproducción que tenía colgada en la pared, a menudo, a ciertas horas, sobre todo en la mañana, se convertía en una suerte de espejo. Hacía tiempo que había tenido que vender la vieja casa de campo de mis padres y me las había arreglado para mandar a hacer una cama idéntica, cubierta siempre por las mantas y las almohadas amarillas, una mesita de madera con un cajón en medio, una toalla verde colgando a un lado de la puerta, un espejo junto a la ventana. Incluso había pintado en algunas partes el piso de duela con unas leves líneas verdosas para acentuar el parecido con el cuadro. Ahí se quedaba a dormir Tatiana junto a mí, con el vestido del ballet rosa que usaba como ropa de dormir. Su presencia bailaba a mi alrededor por las mañanas, mientras se preparaba para ir a la escuela, donde estudiaba todavía cosas misteriosas como álgebra y biología y se fascinaba por las incógnitas de las ecuaciones y los fósiles del Precámbrico. Silenciosa, todavía con las estrellas iluminando la ventana, se despedía de mí con un beso y yo me quedaba en mi cama llorando silenciosamente por ella, por todo aquello que le estaba arrebatando y que terminaría por quitarle una vez finalizada mi estancia en su planeta.

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