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Llegar al mar
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Libro electrónico340 páginas6 horas

Llegar al mar

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Llegar al mar. Las sílabas imitan la repetición del oleaje y su misterio, anuncian un paisaje entrañable en el horizonte, nos sitúan al pie de una aventura escrita en los espacios en blanco de la vida diaria -esos que la imaginación y la casualidad llenan con
Sorpresas e invenciones. El aniversario personal, la novedad literaria, las presencias que van y vienen a compás de la querencia y la memoria, la relectura de los clásicos, el paseo por una ciudad soñada. Un elogio al oficio del microhistoriador. La música de Los Beatles. El magisterio proverbial de Jorge Luis Borges. Los designios del cuerpo, que se debaten entre el dolor y los placeres. Este libro recoge los textos publicados entre octubre de 2012 y octubre de 2014 por Jorge F. Hernández en su columna semanal "Agua de azar".
Ciclo escritura donde la cotidianidad y la reflexión se condensan en una prosa serena y poética, cada página escrita con la tinta del corazón le da la vuelta a la rutina, descubre el mensaje al fondo de la botella y revela como urgente el diario ejercicio de reinventarnos para ser quién, en el fondo, somos desde siempre.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2021
ISBN9786078764303
Llegar al mar

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    Llegar al mar - Jorge F. Hernández

    Almadía

    PRÓLOGOS

    DÍAS CONTADOS

    Nuestras alusiones al corazón son casi siempre metafóricas, no sólo cuando hablamos, sino también cuando pensamos, afirma Alfred Polgar en un brevísimo pero sustancioso tratado sobre dicho órgano. Lo malo de verdad ocurre cuando ya no se habla de él en símiles y metáforas, cuando las metáforas se retiran de él (igual que se bajan las máscaras cuando la fiesta toma un sesgo inquietante)... Y prosigue el escritor austriaco: "En tales momentos le queda ya poca poesía al pobrecillo. Deja de tener entonces la menor importancia para qué late, siempre y cuando siga latiendo. Nuestro noble corazón queda en este caso dispensado de cualquiera de las funciones que lo distinguen del corazón innoble, mientras cumpla las funciones fisiológicas que tiene en común con este".

    En junio de 2011 el corazón de Jorge F. Hernández, víctima de un infarto, bajó su máscara. Apenas un año más tarde, como si se tratara de un temible déjà vu, Jorge sufrió un segundo infarto. Poco importaba la falta de nobleza y de poesía a la que alude Polgar, siempre y cuando su corazón siguiera latiendo. Los familiares y amigos que lo visitamos en la sala de terapia intermedia sólo queríamos oír esperanzadoras literalidades; ya habría tiempo para colmarlo de símiles y metáforas. Con todo, en ambas ocasiones, el convaleciente jamás compartió nuestra opinión: bajar la máscara no era el fin de la fiesta, sino su inesperado inicio. De acuerdo con Wilde, un hombre nos dirá la verdad si le damos una máscara. Hernández, aún en cama, apostó por lo contrario: decir al descubierto las mentiras piadosas e impías de la ficción. La verdad suele ser la muletilla predilecta de los aspirantes a filósofos y el último recurso de los faltos de imaginación. Hernández prefirió el carnaval de lo posible –donde todos, anhelantes, podemos reconocernos a simple vista que la orgía privada de las verdades puras y duras. Al salir del hospital, Hernández no era otro, sino simple, llana y milagrosamente él mismo. Como si los infartos, en la doble rotación de su íntimo planeta rojo, lo hubieran devuelto no sólo a la vida y la escritura, sino a su propio eje: el yo que inventa todo por enésima vez, sin descanso. Como afirma la cubana Fina García Marruz en un soneto: No mira Dios al que tú sabes que eres/la luz es ilusión, también locura/sino la imagen tuya que prefieres. Tal y como había sospechado nuestro autor en un título suyo, el reflejo de esa imagen preferida no se halla en un espejo de cuerpo entero, distorsionado por la realidad, sino en un espejo de historias, azogado por la fantasía.

    Bastidor para ese espejo y autorretrato semanal en prosa, la columna Agua de azar –que Hernández ha publicado desde hace quince años en Milenio Diario– ha dado origen a tres compilaciones: Escribo a ciegas (2012), Solsticio de infarto (2015) y Llegar al mar, volumen que el lector tiene en sus manos. En el último se reúnen crónicas fantásticas, cuentos inminentes, ensayos y reseñas informales, así como diversas aleaciones de géneros, todos los cuales hacen de la memoria una corresponsalía, y de la nota periodística una microhistoria de ese pueblo en vilo llamado universo. Con desternillante nostalgia, cada texto toma el pulso –nunca mejor dicho– a autores vivos y muertos, zombis o inexistentes; compila relatos de aparecidos y desaparecidos, ahonda en recuerdos inéditos y anécdotas ficticias. Aquí, Hernández examina la ética, el decálogo ajeno, del perfecto plagiario; allá, abre signos de admiración por colegas tan dispares como Mark Twain, Stefan Zweig, Juan Rulfo, Octavio Paz, Julio Cortázar y Jorge Ibargüengoitia. En abundantes páginas, encomia la amistad de la lectura y la lectura de la amistad en compañía de Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez, Eliseo Alberto y Antonio Muñoz Molina; en otras, y que podrían dar pie a un conjunto de carácter exclusivamente cervantista, detalla las peregrinaciones y andanzas de un ingenioso lector del Quijote. De la ciencia impecable y diamantina del béisbol a la ficha técnica del desnudo de un espectador frente a El nacimiento de Venus de Botticelli, pasando por un álbum de minificciones gráficas realizadas por el propio Jorge en una de sus tantas libretas de autor, Llegar al mar es una antología de este instante: no cualquiera ni uno abstracto, sino este que le tocó vivir y anotar cada semana a Hernández con la prosa de todos los días y la prisa de todas las cosas. Asimismo, compone una oda a los innumerables otros que, por falta de tiempo o de talento, dejamos de ser por ir en busca de nuestra evanescente identidad. En el caso de Hernández, esa renuncia le permitió perfeccionar, como señala Juan Villoro con nitidez aforística, el esquivo arte de apreciar a los otros. Un arte solitario para lucir en público, aprendido de corazón (by heart), ahí donde la lengua inglesa ejercita la memoria.

    Hoy, desde su nueva residencia en Madrid, Jorge sigue lanzándonos cada jueves una botella de agua escrita a sus sedientos lectores. Como a Charles Lindbergh, no le bastó con atravesar el Atlántico y dejar atrás el mundo conocido, sino que debió hacerlo en plena noche del alma, tan oscura que las nubes y los peñascos se confundían amenazadoramente. Antes que aterrizar, Jorge atracó en Barajas y llegó a buen puerto. Ahora mismo, entre cafés y plazas, librerías y redacciones de periódicos; de la Gran Vía a la Plaza de la Cibeles; concluido ya ese solsticio que más parecía un eclipse de Sol, Jorge camina y escribe casi a nivel de mar, con los días mejor contados que nunca: sursum corda. [Cuando el corazón] no es más que una miserable maquinita atascada que no se arregla con aceite, según concluye Polgar en su tratado, precisamente entonces nos muestra su aspecto más digno y sublime. Y, brillando fantasmal en la luz fosforescente de la vida, entre las formas y colores que lo rodean, es como una majestad menesterosa en medio de la chusma petulante. En plena Corte de los Milagros de la literatura mexicana, el nuevo libro de Jorge F. Hernández nos vuelve a convocar a un paro de labores. (Un paro cardiaco, por supuesto.) Pero no sólo: también nos ha obsequiado estos aviones de papel y barcos de bolsillo, estas bengalas con luz fosforescente de la vida, para rescatarnos cada jueves de nuestro naufragio en tierra.

    HERNÁN BRAVO VARELA

    Ciudad de México, 11 de mayo de 2016.

    LLEGAR AL MAR

    La larga noche de Iguala que empezó el 27 de septiembre de 2014 –que sigue sin amanecer para por lo menos cuarenta y tres fantasmas en Ayotzinapa, Guerrero– coincidió con uno de los cumpleaños más aciagos que he sobrevivido, lejos de mis hijos y al filo de un abismo que me obligó a cerrar un ciclo que prometía ser ininterrumpido, cada jueves, a la pesca semanal del Agua de azar. Creyendo haber superado al menos dos cornadas al miocardio, escribí no sin dolor el Hasta luego con el que cierra la presente antología. Lentamente fui quemando naves, barrené navíos y estanterías, y me alejé de México, no sin antes aceptar la constante insistencia de Ariel González –y de otros amigos y compañeros de Milenio Diario–, así como la preocupada y siempre abierta invitación de Carlos Marín para que volviera a esas páginas y las muchas voces de no pocos lectores que me ayudaron a corregir y volver a los párrafos de cada jueves en el periódico, ya no sólo con renovados avistamientos y navegaciones del Agua de zar, sino además con la publicación semanal de los dibujos que ahora las acompañan desde un afortunado jueves a finales de junio de 2015 hasta la fecha. Quizá esa nueva travesía merezca otra antología más adelante, donde conste que atravesar el océano desemboca en la puerta del Sol, pero por lo pronto quedan aquí las aguas que como un río me ayudaron a llegar al mar, tocar su fondo y asumir una renovada navegación que salva cualquier naufragio.

    La presente antología rescata de un posible olvido los textos publicados en la columna semanal de Agua de azar en Milenio Diario de octubre de 2012 a octubre de 2014; es decir, se reúnen aquí los textos que siguen en tiempo a los afortunadamente reunidos en Solsticio de infarto, prologados por Juan Villoro en esta misma barca editorial. Una primera antología (Escribo a ciegas, con prólogo de Antonio Muñoz Molina) recopila las Aguas de azar desde que empezaron su cauce en periódico hace ya más de quince años y ahora, Hernán Bravo Varela me honra con el hermoso texto que antecede a estas líneas como confirmación de que el juego de sístole y diástole aparentemente exclusivo de cada corazón es en realidad no más que una ventana para encontrar semejantes en un mundo donde aún hay sincronía de latidos y un recordatorio de que uno resucita a diario gracias a los afectos admirables.

    JFH

    Madrid, 15 de mayo de 2016.

    Día de San Isidro

    LLEGAR AL MAR

    EL VERDADERO MONTECRISTO

    De niño y de no tan niño, creo no ser el único lector que deseaba amanecer arrastrado por las olas de una larga lectura de madrugada, sobre una anónima playa desierta como página en blanco, convertido en Conde de Montecristo. Guardada la biografía verídica en un hermético baúl de la conciencia, el lector se convierte en Montecristo embelesado con la magia inobjetable de una novela, obra maestra de Alexandre Dumas. Uno navega las páginas erizadas con la tensión en la saliva al transfigurarse Edmundo Dantés en cualquiera de nosotros, que de pronto percibe el abismo inmediato, la caída irrefrenable por un precipicio de sinrazón irascible. Uno se siente condenado a la soledad de la cárcel-castillo en la isla de If, a la vista desde el puerto de Marsella y de pronto auxiliado por un arcángel en andrajos que nos revela el tesoro invaluable de una posible resurrección... y en plena madrugada, envuelto en una sábana que sirve de sarcófago, el lector que ya es Edmundo Dantés se deja arrojar al cementerio del mar y con el oleaje como camerino, amanecer en la playa de una nueva identidad: el Conde de Montecristo ha de cobrar todas las joyas del tesoro escondido y recorrerá los días que le quedan de vida para cobrar las debidas venganzas y buscar la clara luz de la justicia que merecen todos los hombres. El Conde que fue no más que simple lector es ya un caballero andante entre la piedad y el perdón.

    Es sabido que el escritor más que audaz Auguste Maquet fue intenso colaborador de Dumas en la escritura de El Conde de Montecristo y otros libros del gran escritor cuya fama financió el anonimato de su asistente, pero Maquet no es el Montecristo que busco en estos párrafos. Se dice que Dumas y Maquet tomaron la idea de la novela de la verídica aventura o desventura de un tal François Picaud, cuya leyenda pasaba de boca en boca como ejemplo de infortunada fortuna: Picaud, a punto de casarse con una mujer bella y adinerada, fue traicionado por unos amigos que lo denuncian como espía de Inglaterra y es condenado a 15 años de cárcel. En las mazmorras, un compañero preso, moribundo, le confía el escondite de un valioso tesoro en Milán; al salir Picaud del tambo en 1814, busca y encuentra el tesoro, vuelve a París con una identidad inventada y dedica más de una década a buscar y encontrar a los antiguos amigos a quienes ha de cobrarles la dulce venganza. También sabemos que Jean-Paul Bendit –nacido en 1751 y asesinado en 1785– fue un noble francés que sin embargo defendió los principios tricolores de la Revolución de 1789, activo constitucionalista en 1791 y acusado de traidor al año siguiente. Bendit ostentó el título de Conde de Montecristo, que en la novela se supone que es una mínima isla escondida en medio del Mediterráneo y según Google Maps es un puerto en la antigua isla de la Española, entre República Dominicana y Haití. Pero estos no son los Condes que busco retratar en estos párrafos.

    Sucede que con trabajos los lectores aprendemos que Dumas padre es el autor de El Conde de Montecristo, Los tres mosqueteros, Veinte años después y que su hijo del mismo nombre es el autor de La dama de las camelias entre otras páginas no tan gloriosas como las que firmaba su padre, propenso a la fama constante por la publicación periódica en folletines de sus novelas por capítulos. Dumas padre se llegó a quejar de la verdadera grandeza de sus novelas: que el lector se convierta en personaje y las sueñe de memoria sin necesariamente conocer al autor. De su Montecristo, Dumas se quejaba de que Todo el mundo conoce el libro, pero muy pocos a su autor, y es una verdadera pena pues ambos estamos tan íntimamente ligados que el uno sólo puede ser juzgado por el otro. Lo que no sabíamos es que Dumas padre estuviese tan umbilicalmente ligado a su novela como lo revela ahora Tom Reiss en un libro que urge traducir al español titulado The Black Count: Glory, Revolution, Betrayal and the Real Count of Monte Cristo (Harvill Secker, 2012).

    El libro de Reiss revela la casi desconocida biografía de Thomas-Alexandre –hijo del aristócrata Alexandre-Antoine Davy de la Pailleterie y la esclava negra Marie-Cassette– nacido en 1762, hoy hace 150 años, en la colonia azucarera de Saint-Domingue del Caribe. El padre-abuelo Dumas llegó a ser general, mulato impresionante cuya leyenda presumía entre sus embustes la muy comentada anécdota de que era capaz de levantar el peso de un caballo con sus pantorrillas apretadas al cincho mientras él se colgaba de una viga en el techo de los establos. El mulatón invencible llegó a ser general de confianza de Napoleón, quien lo lleva a la campaña de Egipto y allí le da la espalda enviándolo a prisión como un Dantés, traicionado con la frase que dicen que dijo el engreído Napoleón: Ciego es quien no cree en mi fortuna.

    Thomas-Alexandre que eligió el seudónimo Dumas al ingresar al ejército casó con Marie-Louis Labouret (por tanto, futura madre del autor de El Conde de Montecristo y abuela del autor de La dama de las camelias), inmenso mulato otrora héroe de la Revolución Francesa murió de cáncer contraído en la cárcel sin posibilidad de ejercer la debida venganza que llevaba quizá en la saliva (que heredó a su hijo) y sin haber encontrado el valioso tesoro que habrían de amasar en regalías su hijo y nieto con el poder de sus plumas, mas no espadas y el multiplicador paso del tiempo en que sus lectores soñamos con irrumpir en un salón de baile disfrazados de Conde Negro, pluma en tricornio, casaca con laureles de oro y centrar la punta de la bota derecha en el hocico del inefable villano que provocó la infinita injusticia que alimenta el insomnio de nuestras noches más tranquilas o profesar una homilía improvisada disfrazados de Abate Giaccomo Busoni u Obispo de Papantla con licencia para llamar a la inmediata redención a cualesquiera fieles que han incurrido una vez más en el necio afán de la mentira y la esquizofrenia emocional o escribir estos párrafos de jueves como un Dantés, sin que hubiese pasado un solo día desde que fui joven y que no había problema alguno en el mundo, sin saber ni imaginar que me esperaba la interminable aventura de una vida en párrafos como única manera para escapar de la ínsula y cárcel de mis peores pesadillas.

    EL VERDADERO TOM SAWYER

    De niño y no tan niño, creo no ser el único lector que amanecía en la arenosa playa de la almohada con la convencida baba de haber navegado dormido el ancho río Mississippi. La sábana como página en blanco registraba el miedo incandescente que suscitaba la sombra de un indio asesino, escondido entre las ramas de las orillas y la cama flotaba con los párpados cerrados por un torrente verbal de luciérnagas y travesuras, aventuras puras y todas las rimas de locuras que pueblan la imaginación de todos los lectores que volamos de niños y de no tan niños en la prosa de Samuel Clemens, conocido inmortal como Mark Twain.

    Hace días hablaba en esta agua de azar con el que se rastrea la verdadera identidad del Conde de Montecristo, el Edmundo Dantés que somos todos los devotos lectores que, presos de nuestros particulares desasosiegos, esperamos el instante maravilloso en que un tesoro escondido nos permita el salvoconducto para la ejecución de la debida venganza que merecen todos nuestros enemigos. No me propongo entregar cada semana el agua en párrafos que revelen quién fue de veras la Dulcinea del Toboso que dicen inspiró a Cervantes para enloquecer a su Alonso Quijano ni pretendo argumentar sesudamente que Próspero de La tempestad es nada menos que el propio autor llamado Shakespeare como mago que se despide del globo y del teatro del mundo precisamente con los actos narrados en esa obra. No echaré a perder alguna novela semanal con la revelación de quiénes fueron los verdaderos personajes que inspiraron a los escritores, pero así como divierte sondear al verdadero Montecristo entre los perfiles del abuelo Dumas o Francois Picaud, así también me divierte mencionar que el entrañable viejo Mark Twain se llamó en realidad Samuel Clemens y nombró a su personaje Tom Sawyer precisamente por la amistad que trababa con un homónimo bombero de la ciudad de San Francisco, allá en la California donde Twain anduvo feliz e indocumentado, en la ruina circular de las mesas de póquer y el engaño etílico consuetudinario.

    Gracias a mis amigos del Instituto Smithsoniano de mi casi natal Washington D.C. he descubierto que –mucho antes de volverse el célebre escritor cuyo fantasma concurre a las tertulias de las madrugadas– Mark Twain deambulaba la bohemia de San Francisco y en junio de 1863 (quizá con fecha precisa que sólo se puede leer en el fondo de una botella perdida) conoció nada menos que al verdadero Tom Sawyer, un bombero voluntario, corpulento, rubio de bigote, nacido en Brooklyn quien fincaba su leyenda de heroísmos diversos en una particular hazaña: Sawyer salvó del naufragio a 90 desesperados pasajeros (26 de ellos a nado sobre sus hombros) en el famoso desastre del vapor Independence, que habiendo salido de Acapulco se hundió en Baja California, no sin antes crujir en un incendio donde el heroico Tom Sawyer se volvió leyenda.

    Dicho por el propio Tom Sawyer, cuando Mark Twain empezaba a beber en las cantinas de San Francisco y ambos deshilaban el estambre verbal de sus anécdotas, no había quién le ganara al escritor en sus mentiras y así el don de la imaginación pura se mide con la capacidad de fabulación que tienen los grandes de veras y no con el oprobioso plagio en el que han caído los supuestos escritorazos de hoy en día. Hubo un tiempo en que se privilegiaba en cantinas y en páginas impresas la deliciosa magia de saber contar las mentiras y se honraba la verdadera amistad, no la danza mentirosa de egos e intereses que subyace a la entrega de premios o al saludo hipócrita al vuelo. Twain (que tomó su seudónimo de la mínima profundidad que necesita un buque para navegar el Mississippi) y Sawyer (que se convertiría en nombre del niño que somos todos) fueron amigos íntimos, curándose las borracheras en los baños sauna de la calle Montgomery en San Francisco, allí donde vivió Jack London, Robert Louis Stevenson y Rudyard Kipling... y Twain que llegó a poner su cantina con el dinerito que ganaba de reportero, a decir de él mismo, la mejor escuela del mundo para adquirir el conocimiento de los seres humanos, la naturaleza humana y sus maneras. Ninguna otra ocupación lo pone a uno en contacto con tanto grado y nivel de relaciones sociales.

    Así como consta el milagroso día en que Gabriel García Márquez anunció a María Luisa Elío o Álvaro Mutis que iniciaba la novela que a la postre cambió el mundo que leemos hoy, así también consta que entre el 27 y 28 de septiembre de 1864, Twain y Sawyer emprendieron una memorable borrachera de varios días (de las cantinas de Montgomery Street a los salones del Capitol o el Blue Wing) y que en el crudo amanecer de la llegada de la resaca, ya sin dinero, Twain tomó de los hombros a su amigo y le cantó que pensaba escribir un libro sobre las aventuras de un niño, el más rudo del mundo, tal como imaginaba había sido Sawyer en su infancia. Lo recordaba hasta su muerte el verdadero Tom Sawyer y está corroborado en las cartas que escribió Mark Twain a sus hermanos, informándoles que la prosa periodística seguiría como sustento, mas la verdadera apuesta de su literatura residía en la gran aventura que acababa de zarpar: The Adventures of Tom Sawyer se publicó en 1876 y es gloria de la literatura universal, nao de las noches en que todo lector decide soñar que en realidad el tiempo no existe.

    Mark Twain llegó a negar la existencia del verdadero Tom Sawyer, no porque olvidase el lazo inquebrantable de la amistad cuando es de veras, sino quizá porque las canas obligan a salivar la callada pátina del silencio: Sawyer el verdadero ya se sabía inmortal, cuando en realidad no era más que bombero voluntario, dueño de una cantina en San Francisco y padre de tres hijos. Murió tres años antes que Mark Twain, mismo año que la cantina de su propiedad ardió en llamas y quedó en cenizas.

    Que Becky Thatcher fue en verdad Laura Hawkins en la infancia de Clemens en Hannibal, Missouri o que Luvina de Rulfo es el Cerro de Larios de San José de Gracia o que Sid Sawyer, el medio hermano del Tom de novela, es un homenaje al malogrado hermano Henry del propio Clemens cuando aún no se llamaba Twain, no importa... lo que queda al final son las amistades de veras, aunque sean las cenizas de su recuerdo: invaluable.

    LOS PLAGIADOS

    En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Entonces, vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en plan de plagiarlo todo.

    La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por Madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores –si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos auténticos de Pierre Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable. El 15 de mayo de 1796 entró en Milán el general Bonaparte al frente de aquel ejército joven que acababa de pasar el puente de Lodi y de enterar al mundo de que, al cabo de tantos siglos, César y Alejandro tenían un sucesor.

    Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado, o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus. Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos. Hasta ahora no he podido escribir sin esta hoja que ayer no preveía. ¡Cómo hay de ocupaciones en la isla solitaria! ¡Qué insuperable es la dureza de la madera! ¡Cuánto más grande es el espacio que el pájaro movedizo!

    Jacinta estaba aturdidísima, como si hubiera recibido un fuerte golpe en la cabeza. Oía las palabras de Ido sin acertar a hacerle preguntas terminantes. ¡Fotunata, el Pitusín!... ¿No sería esto una nueva extravagancia de aquel cerebro novelador?

    El patrullero Mancuso tuvo una buena idea, que la había proporcionado nada menos que Ignatius J. Reilly. Había telefoneado a la casa de los Reilly para preguntar a la señora Reilly cuándo podía ir al boliche con él y con su tía. Cogió el teléfono Ignatius y se puso a aullar: "Deje de molestarnos, subnormal. Si tuviera algún sentido, estaría investigando en antros como ese Noche de Alegría en el que fuimos maltratados y expoliados mi querida madre y yo. Yo fui víctima, por desgracia, de una mujerzuela viciosa y depravada, una de esas chicas que se dedican a hacer beber a los clientes. Además, la propietaria es nazi. Suerte tuvimos de poder salir de allí con vida. Vaya a investigar a ese antro y déjenos en paz, destrozahogares".

    Madame Bovary se puso a quitarle la corbata. Tenía un nudo en los cordones de la camisa; permaneció unos minutos moviendo sus ligeros dedos en el cuello del muchacho. Luego echó vinagre en su pañuelo de batista, le mojó con él las sienes a pequeños toques y sopló

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