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No vuelvas: Un periodista entre los deportados mexicanos a Tijuana
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No vuelvas: Un periodista entre los deportados mexicanos a Tijuana
Libro electrónico238 páginas3 horas

No vuelvas: Un periodista entre los deportados mexicanos a Tijuana

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¿Quién mejor para descubrir las historias de los migrantes deportados que un periodista que ha encontrado su vocación en el nomadismo? Un final del gobierno de Barack Obama y principios de Donald Trump, Leonardo Tarifeño viajó una y otra vez a Tijuana para conocer a esos hombres malos que de un momento otro se quedaron sin nada. Perseguidos en Estados Unidos por un aparato racista judicial, los personajes que Tarifeño presenta en No vuelvas han sido forzados a romper todo vínculo con lo que alguna vez llamaron hogar, para ser recibidos por la diferentura y la corrupción de su país de origen.
Plataforma por una rigurosa documentación histórica, esta estremecedora crónica pone la lupa en "las cicatrices de un México invisible" y comparte experiencias "donde la crueldad y la esperanza, la vileza y la supervivencia muestran mucho de lo que somos y podemos ser".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2021
ISBN9786078764365
No vuelvas: Un periodista entre los deportados mexicanos a Tijuana

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    No vuelvas - Leonardo Tarifeño

    CERATI

    I. PARECE QUE VA A LLOVER

    –Y dígame, joven, ¿usted no me ayudaría a encontrar a mi hija?

    Aunque la tengo a mi lado y llevamos un buen rato de plática, por un momento pienso que esto, justo esto, no me lo dice a mí. Porque yo no llegué a Tijuana para buscar a nadie. O, al menos, eso creo.

    Señora, no sé… –alcanzo a murmurar, mientras intento un tono de voz cálido y firme que suavice mi rechazo–. ¿No le preguntó a otra gente por ella?

    –¡Sí, sí! Ya le pedí a una maestra, aquí mismo, ayer. Me hizo el favor de buscarla tantito en la computadora. Pero algo debía estar mal, ¿sabe? Porque le salieron un chingo de fotos, pero ninguna era de mi hija.

    María de la Luz Guajardo Castillo me prometió que contaría su historia, pero ahora hace lo posible por no hablar de ella. Conozco esa reacción, la he visto antes. Al ensayar el relato de su propia caída, unos se flagelan con los recuerdos más tristes de su vida y otros, al contrario, evocan lo que todavía los hace felices. En su caso, en sus respuestas a mis preguntas siempre aparece su hija.

    –Yo no tuve cabeza para estudiar, me dormía en la escuela. Y mire, ella va a ser casi doctora. Enfermera anestesióloga. Le faltan tres años, pero es muy centrada. ¡Y es hija de una mamá que no sabe nada de escuela! ¿Cómo puede ser que haya salido tan inteligente?

    Por lo que deduzco de su charla nerviosa y confusa, fue deportada hace menos de un mes. Tiene 57 años y la detuvieron tras un episodio de violencia doméstica en San Diego, donde residía desde 1999. De su pareja no habla mucho, quizá porque le apena que sea un hombre casado. Ni menciona la posibilidad de regresar a su Guadalajara natal. El hijo con el que vivía, Armando Fajardo, tiene 11 años y es autista. Según dice, iban a deportarlos juntos, pero él nació en Estados Unidos y los agentes no lo dejaron salir. Cuando los separaron, le prometieron que el niño sería enviado de inmediato al Hospital Psiquiátrico de San Diego.

    –Pero mientras me lo quitaban, él empezó a llorar y a gritar muy fuerte y no hay quien lo calme cuando se pone así –agrega–. Luego llamé al hospital para saber cómo había llegado y la que lloraba era yo. A veces se pone muy malito. ¿Y si los enfermeros se enojan y le pegan?

    De una bolsa de plástico negra saca un montoncito de papeles arrugados y los desparrama sobre la mesa, piezas del incierto puzzle donde se juega su futuro. En el reverso de un volante que anuncia cuartos en renta tiene escritos, con lápiz, el teléfono del hospital y el nombre de un enfermero. El papel que no encuentra es aquel con los datos de su hija, María Elena Martínez, que vive en Tampa. Por eso quiere que yo la busque, para que pueda contarle lo que le pasó y dónde y en qué condiciones está.

    –Mis hermanos viven en Guadalajara, no me van a ayudar porque son bien egoístas. Y mi madre no quiere a mi hijo para nada. Me dice que por qué me ando metiendo con hombres casados. ¡Pero el señor me había dicho que andaba en los trámites del divorcio! Y ni mis hermanos ni mi madre saben lo canijo que es cuando una mujer está sola.

    Yo no vine a Tijuana a buscar a nadie. Y la cabeza me da vueltas de sólo pensar en asumir un compromiso como el que me pide. Tengo que ser sincero con ella. Lo que voy a explicarle nos va a lastimar a los dos. Pero en lugar de eso, le pregunto:

    –¿Y cómo podría buscar a su hija? ¿Dónde trabaja?

    –Ahorita, no sé. Hasta hace unos meses era cajera en un Carl’s Jr.

    No tendría que haberle hecho esa pregunta. Todas las cajeras de los Carl’s Jr. de Tampa se deben llamar María Elena Martínez. La miro y me doy cuenta que tiene demasiada confianza en mí. Tal vez no sea tarde para decirle que cualquier otra persona podría ayudarla mejor que yo. Pero no encuentro las palabras adecuadas y necesito hablarle ahora. Mientras pienso qué hacer, se acerca una chavita morena, delgada y bajita, de enormes ojos negros y el pelo recogido en una larga trenza. Dice que se llama Chayo, y me pregunta si yo soy el de las historias.

    –¡Sí! ¿Quieres escribir la tuya?

    –Si no le molesta, profe, mejor se la cuento. ¿Sí me entiende?

    –Más o menos. Pero si prefieres contármela, está bien.

    –¡Es que no sé escribir!

    Vaya para donde uno vaya, lo primero que se ve a la salida del aeropuerto de Tijuana es la barda de chapa que separa a México de la nación más poderosa del mundo. Esas mismas chapas fueron parte de Tormenta del desierto (1990-1991), la operación militar contra Irak que lideró George H. W. Bush. Antes protegían a los invasores, hoy defienden al país de los que, según el presidente Donald Trump, podrían invadirlo. A lo largo de la barda cuelgan cruces de madera que recuerdan a quienes dejaron su vida en algún momento del paso al otro lado. La valla no es inexpugnable, pero intimida. Convierte el paisaje fronterizo en una escenografía bélica, sugiere y revela que allí se libra ni más ni menos que una guerra.

    Lo curioso, o no tanto, es que esa guerra se combate en silencio. En la Ciudad de México, donde vivo, los nombres de Anastasio Hernández-Rojas, Guillermo Arévalo Pedraza, Sergio Adrián Hernández Güereca y José Antonio Elena Rodríguez, como los de muchos otros caídos, no les dicen nada a nadie. Al deportado Anastasio lo asesinaron en la garita de San Ysidro, en el frente de Tijuana. A Guillermo, en el de Nuevo Laredo, Tamaulipas, durante un picnic con su familia a orillas del río Bravo. Y a los adolescentes Sergio Adrián y José Antonio, en las trincheras de Ciudad Juárez y Nogales, respectivamente. En todas esas muertes hay agentes de la Border Patrol involucrados. En los casos de Anastasio y Sergio Adrián, hasta hay videos disponibles en YouTube que registran los ataques.¹ Sin embargo, por razones que quizás haya que buscar en la diplomacia o la geopolítica, de ninguno de esos crímenes se informó en detalle a nivel nacional en México y las evidencias no resultaron suficientes para condenar a nadie ante la justicia estadunidense. La violencia y la ilegalidad constituyen las dos caras del mayor cliché cultural de la frontera, y las historias donde ambas se cruzan sólo refuerzan el cliché. Da lo mismo si sus protagonistas son los coyotes, los migrantes, la policía mexicana, los narcotraficantes o la Border Patrol. No es un asunto novedoso; por lo tanto, no llama la atención. Resulta más digno de una serie producida por Netflix que de un portal de noticias.

    Como tantos otros residentes en la capital, yo no sabía nada de Anastasio, Guillermo, Sergio Adrián o José Antonio hasta que llegué a Tijuana. Durante el segundo semestre de 2015 viajé en varias ocasiones, invitado por el ya extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), la Dirección General de Culturas Populares y el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) para participar en el proyecto Migración y memoria, que se proponía recuperar el equipaje de historias con el que los migrantes deportados regresan de Estados Unidos. La intención era entrar en contacto con aquellos que habían perdido su casa y su familia, estimular la redacción personal de textos que narraran lo que le había ocurrido a cada uno y compilar todos esos relatos en un libro.² Por entonces, a TJ arribaban unos 60 mil expulsados por año³ (un promedio de 160 diarios, uno cada 10 minutos) y parecía improbable que la crisis humanitaria en la frontera pudiera agravarse aún más. Tan improbable como que, muy poco tiempo después, un racista antimexicano ocupara la Casa Blanca.

    En el equipo de Migracion y memoria éramos cuatro maestros; a mí me tocaba visitar TJ la última semana de cada mes. Mi rutina de trabajo consistía en presentarme poco antes de las 8:00 en el Desayunador Salesiano del Padre Chava, el principal lugar de la ciudad donde los deportados pueden comer gratis, y durante dos horas perseguir a quien se dejara para recoger los testimonios que integrarían el libro. Mientras el patio se llenaba de cientos de desposeídos famélicos, yo me acercaba a los que creía que iban a escucharme, les hablaba del taller, los acompañaba en su trayecto a un plato de comida caliente y los invitaba a platicar en la Techumbre, el espacio abierto que ellos mismos construyeron a un lado de la entrada para tener donde convivir poco antes de perderse por los puentes, los canales y los callejones de la garganta urbana que los había devorado.

    La mañana de mi llegada, de la marea de sombras quejumbrosas que rodeaban el desayunador emergió Armando Estrada, jefe de la unidad regional de Culturas Populares de Conaculta, para darme la bienvenida. Durante esa primera charla, Armando me contó que, en su afán de llevar arte a los rincones menos favorecidos de la ciudad, instaló un cineclub al aire libre en el epicentro del comercio de droga de Tijuana. Para hacerlo, se vio obligado a pedirles permiso a los narcos que regenteaban la esquina, y casi tuvo que salir corriendo cuando la confianza en la cultura empezó a parecerse demasiado a una provocación. ¿Con qué me quedo de eso? Con que durante tres días no se vendió nada allí, me dijo orgulloso, a sabiendas de que esa presunta victoria contra el crimen organizado era, digamos, relativa. Al recorrer por primera vez las instalaciones del desayunador, yo no podía saber aún que las victorias de la cultura sobre la marginación y la violencia suelen ser así, presuntas y relativas. Pero con todo lo que me contaba Armando, algo tendría que haber intuido .

    Aquí, al desayunador, llega todo tipo de gente –me alertó, mientras nos acercábamos a la fila que minuto a minuto se engrosaba más y más–. Como sabes, no pueden regresar legalmente a Estados Unidos ni tienen a dónde volver en México. En Tijuana no tienen casa ni trabajo ni documentos, y por eso corren el riesgo de convertirse en homeless. Ahora recibimos unos mil por día; cuando hay deportaciones masivas, la cifra ronda los 1,500. Setenta y cinco por ciento son drogadictos. Muchos no saben leer ni escribir. Dos por ciento de ellos eran pequeños empresarios en Estados Unidos, y los deportaron por infracciones tan irrelevantes como tener la placa del auto chueca. Hay delincuentes y padres de familia. Mexicanos, centroamericanos, sudamericanos, de todo pues. Ya vas a ver.

    Como estábamos de cara a la entrada, en el patio fui testigo de la breve revisión a la que los someten antes de entrar. Primero les marcan un número en la mano, con plumón, para que no pasen dos veces; luego les revisan las mochilas sucias y rotas, en busca de droga. Como advertía Armando, llegaba toda clase de personas. Viejitos con muletas, señoras con bebés, parejas de jóvenes. Uno de edad indescifrable, con un feo perrito negro en una carriola. Otro, calvo y fuerte, vestido con una playera del alemán Mesut Özil, del Real Madrid de 2011. Un anciano barbón que a duras penas podía caminar, aferrado a un cajón de bolear zapatos con calcomanías de la Cruz Roja. Una, todavía alcoholizada, a la que no dejaron pasar porque luego esto es un vomitadero. Un abuelo en silla de ruedas. Otro no tan mayor, con saco de lentejuelas, guitarra y sombrero negro. Una mujer muy flaca con un ojo morado. Uno envuelto en un disfraz de Diego, el tigre de La era de hielo. Si me quedaba allí, en dos horas vería pasar todos los rostros que por unos minutos se hermanan en el comedor para indigentes más grande de América Latina. Pero quizá convenía moverse un poco, ya que el ambiente era tenso y producía diálogos de irritación contenida, que no auguraban nada bueno. Por ejemplo:

    Un hombre, desde la calle:

    –¿A qué hora se puede pasar?

    Uno de los guardias, en la entrada:

    Ahorita, ya hay gente adentro.

    –Pero con eso no me dice a qué hora se puede.

    –Pos ya.

    –¿Puedo pasar?

    –No, se tiene que formar.

    –¿A qué hora?

    Desde la fila de los que esperaban en el patio, alguien con la paciencia y el hambre al límite me gritó:

    –¡Güero! ¿Para cuándo?

    Sin aclararle que yo no era uno de los voluntarios del lugar, entré al salón principal para averiguar qué tan larga sería la espera. El sitio, amplio y largo, sorprende por su tamaño, similar al de una cancha de baloncesto, con imágenes religiosas a los costados. Al ingresar desde el patio, lo primero que sentí fue una tibieza inesperada, casi palpable, que surgía de la cocina y evocaba el añorado pulso de un hogar. De fondo, como una caricia, sonaban versiones orquestales de clásicos de Whitney Houston.

    En mi recorrido pasé de mesa en mesa, vi rezar a unos comensales que no sacaban los ojos de sus caldos humeantes, escuché a uno que pedía hablar con la directora porque acababa de recibir una profecía divina y a otro que repetía la frase No tengo nada, güey, vete pa’fuera, en plena conversación consigo mismo. En cada mesa me presentaba, hablaba del taller y avisaba que podían encontrarme en la Techumbre. En un momento, un anciano canoso, con sombrero y coleta estilo Buffalo Bill, me llamó desde el otro extremo de la sala. Mientras me acercaba, busqué mentalmente los mejores argumentos que aprovecharan su curiosidad y terminaran de convencerlo para que contara su historia. Pero cuando llegué y me hinqué a su lado, se limitó a preguntarme si le podía conseguir otra dona.

    –¡El joven no está aquí para eso! –lo regañó la Madre Margarita Andonaegui, coordinadora general y cofundadora del desayunador–. Usted no respeta ninguna regla, ¿verdad? Si ya comió, en el primer piso le pueden cortar el pelo. Vaya, póngase guapo y luego me busca.

    Durante los mandatos (2009-2016) de Barack Obama, Estados Unidos deportó a casi tres millones (2,955,880) de inmigrantes indocumentados, de los cuales 47 por ciento carecía de antecedentes penales. La cifra representa un récord presidencial que la administración Trump pretende superar. Entre 2009 y 2012, el régimen de Obama rondó las 400 mil deportaciones anuales y, por momentos, superó las 1,100 diarias. La tendencia comenzó a revertirse en 2015, cuando el Department of Homeland Security (DHS) confirmó que ese año se deportó a 235,413 extranjeros ilegales (644 diarios),⁴ 57 por ciento de los 414,981 (1,137 por día) expulsados durante 2014, el año más crítico en la política migratoria del deportador en jefe.

    En su reporte oficial, el DHS señala que la caída en el número de deportados se debió a las nuevas prioridades de deportación de la agencia, fijadas en un memorando interno del 20 de noviembre de 2014 que recomienda concentrar la atención policial en los delincuentes o en aquellos con antecedentes criminales. Sin embargo, a pesar de la orden que reclama esa circular, Inmigration and Customs Enforcement (ICE) informó en su estadística de 2015 que 41.1 por ciento de los deportados de ese año (96,045) no había cometido ningún delito. Una contradicción que el secretario del DHS, Jeh Johnson, no hizo más que profundizar cuando declaró⁵ que 98 por ciento de esos expulsados se encontraban en la lista de prioridades del memo⁶ de noviembre de 2014.

    En esa lista, las prioridades son cuatro: primero, los considerados amenaza a la seguridad nacional; segundo, aquellos que ostentan un extenso historial de violaciones a las leyes de inmigración o hayan cruzado la frontera en tiempos recientes; luego, las personas con cargos por violencia doméstica, explotación sexual, robo o cualquier delito que tenga más de 90 días como penalidad de cárcel; y por último, los inmigrantes con una orden final de deportación posterior al 1º de enero de 2014.

    Pocos días después de mi arribo a Tijuana, volví a leer los documentos de ICE y DHS para tratar de entender cuál había sido la justificación que arrancó a la señora María de la Luz de su casa en San Diego.

    –Mi esposo tomaba mucho, me cacheteaba –me había dicho ella–. En el refri había puras cervezas. Yo le puedo decir que conozco muy bien el maltrato del hombre. Y por molestar, por todo el ruido y los gritos, un día me mandaron a la policía.

    Cuando la volviera a ver en el desayunador, tendría que preguntarle qué le había pasado exactamente. Pero, al margen de lo que le hubiera ocurrido con su pareja, ¿ser madre de un estadunidense no la calificaba para pedir el amparo del programa Deferred Action for Parents of Americans (DAPA)? Y, además, ¿su deportación no transgredía lo establecido por el Rehab Act, que protege los derechos de la madre de un niño autista?

    La mañana de mi llegada al desayunador del Padre Chava, dejé que Armando me guiara y anuncié la buena nueva del taller por todos los rincones. Más tarde, ya en la Techumbre, vi que una señora muy delgada y un veinteañero con una gorra de Elektra que no paraba de hacer anotaciones en una libreta parecían esperarme, protegidos del sol por los gruesos bloques de madera del lugar. ¿Serían mis primeros alumnos? Iba a presentarme nuevamente cuando, detrás de mí, apareció un anciano de rostro curtido, con barba de varios días, sombrero negro y una guitarra llena de raspones. Antes de que me sentara, el hombre dijo que se llamaba Francisco Pérez Najar, y que tenía una historia para contar.

    –Yastamos, mijo –soltó–. ¿De cuánto va a ser la feria?

    –Uh, la verdad es que aquí no se paga…

    –¡Ah, pues yo de gratis no puedo!

    –No se preocupe, a ese ya lo conocemos. Y es muy conflictivo –me dice la señora que descansa en la Techumbre.

    Sin ninguna intención de contradecirla, asiento y trato de decidir rápido qué hago con Francisco. ¿Debería pagarle? No me costaría nada. Se supone que mi tarea aquí es una forma de retribución, aunque obviamente es demasiado simbólica y pensar así me suena a una imperdonable excusa de tacaño. Además, la suma que le urge yo la gasto en un minuto y sin siquiera darme cuenta. Para un homeless local, la diferencia entre dormir en la calle y pasar la noche abrigado y protegido es de apenas 20 pesos, lo que cuesta el hospedaje en cualquier albergue de la ciudad. Si no tienen trabajo ni quién los ayude, es lógico que pidan para sobrevivir o, al menos, pagar el precio de una cama. Lo que me pregunto es qué podría pasar si entre los demás indigentes se corre la voz que al desayunador llegó alguien dispuesto a darles dinero. Francisco vuelve a formarse en la fila para el salón, quiere comer dos veces, a uno de los guardias del patio le asegura entre gritos e insultos que todavía no ingresó. Yo quizás tendría que pensar menos y soltar unas monedas, sin importar las consecuencias. Pero me preocupa tomar una decisión equivocada. La mala noticia es que, en este asunto, tal vez todas lo sean. La buena es que no estoy solo, ya que la mujer a mi lado puede leer mi mente.

    –Usted no sabe, joven. Aquí la mayoría no pide para comer o dormir, sino para drogarse.

    La señora que intenta explicarme cómo es la vida entre los deportados en Tijuana es Adelaida Hernández Castaño, la Güera, quien vivió en Montebello, condado de Los Ángeles, hasta su expulsión de Estados Unidos a mediados de 2012. Según

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