Los que duermen
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Los que duermen - Juan Gómez Bárcena
Los que duermen
Los que duermen
JUAN GÓMEZ BÁRCENA
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Copyright © Juan Gómez Bárcena, 2012, 2019
Autor representado por The Ella Sher Literary Agency,
www.ellasher.com
Primera edición: 2019
Imagen de portada
© Riki Blanco
Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2017
París 35–A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, Ciudad de México, México
Sexto Piso España, S. L.
C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Conversión a libro electrónico
Newcomlab S.L.L.
ISBN: 978-84-17517-09-0
Índice
PORTADA
CUADERNO DE BITÁCORA
FÁBULA DEL TIEMPO
LA LEYENDA DEL REY AKTASAR
CUADERNO DE BITÁCORA II
EL REGRESO
EL MERCADER DE BETUNES
LA VIRGEN DE LOS CABELLOS CORTADOS
ZIGURAT
EL PADRE FUNDADOR DE ALEMANIA
HITLER REGALA UNA CIUDAD A LOS JUDÍOS
LOS QUE DUERMEN
LAS BUENAS INTENCIONES
COMO SI
2374
LA ESPERA
A Ana Lanza, que estuvo a mi lado cuando
este libro era sólo un borrador en un cajón.
A Pablo Mazo, que se atrevió a convertirse
en el primer editor de ese borrador.
En memoria del arqueólogo
Ramón Bohigas (1956-2018),
que me enseñó a interrogar el pasado.
CUADERNO DE BITÁCORA
Extracto del diario de navegación de
Juan de Toñanes, capitán de la nao
San Telmo (1564)
[…] tras lo cual la corriente nos arrastró en dirección Suroeste, no menos de doscientas leguas según mis cálculos, de tal manera que muy difícilmente podían hacerse cábalas sobre la parte del mundo en la que nos encontrábamos. Un solo volumen no bastaría para consignar las maravillas que presenciamos durante las doce semanas que erramos por mares ignotos, ni para dar cuenta del aspecto y las costumbres de tan dispares pueblos como nos acogieron con su hospitalidad o con sus flechas. Digamos tan sólo que vimos primero un gran bosque que llegaba hasta el mar, habitado por hombres parecidos a simios que no descendían a tierra salvo para esperar la muerte, y más tarde bahías y peñascos y torres de piedra blanca que no pudimos corresponder con ningún punto conocido de las Indias.
Apaciguada la tormenta y como entre la bruma, presentimos los diques de un puerto que en todo recordaba al de Quito, tierra en la que Belalcázar obrara hazañas sin cuento. Pero cuando gozosos arribamos a su fondeadero, encontramos la ciudad y sus dependencias infestadas de indios que, como por acto de magia, vestían a nuestra usanza, conocían el castellano y el perfecto uso de las armas de fuego y construían sus templos idénticos punto por punto a como se edifican nuestras iglesias en Castilla. Lo más aberrante de esta tierra trastornada es que los indios se hacían servir por esclavos españoles de luengas barbas, que vestían taparrabos a la manera india y acataban las órdenes en lengua indígena. Al instante comprendimos que la tormenta nos había alejado hasta las antípodas del mundo, donde todo sucede trastocadamente, las liebres persiguen a sus cazadores y son los esclavos dueños de sus amos. Temerosos de ser apresados, nos hicimos a la mar en busca de la sensatez de tierras donde los españoles siguen siendo españoles y los bárbaros, bárbaros.
Pero he aquí que en nuestra fuga dimos con una tierra si cabe más fabulosa, de la que según nos consta no se ha escrito nada hasta la fecha, por quedar muy distante de las principales rutas. Tal es el caso de la tierra de los biroches, que se llaman a sí mismos comerciantes de palabras y que, en su ignorancia, se tienen por el pueblo más justo sobre la tierra. Es su isla no mucho más grande que la de Trinidad, si bien más dotada de riquezas y población, la cual es por cierto tan gentil y hospitalaria que las tres semanas que pasamos entre ellos lo hicimos honrados como sus huéspedes. Al principio nos sorprendió en el trato la parquedad de sus palabras, sobre todo entre los muy pobres. Más tarde averiguamos que ello era debido a una insólita costumbre según la cual el Emperador es el único dueño y señor de la lengua biroche, no pudiendo sus súbditos disponer libremente de las palabras sin antes pagar por cada una de ellas un precio convenido. Pues consideran que, de entre todos los patrimonios humanos, es con mucho el lenguaje el más valioso y útil, por lo que los biroches exigen que las palabras sean tasadas como una mercancía más, e intercambiadas y vendidas de tal manera que los compradores puedan hacer uso de ellas. Tan grave como el asesinato o el robo es emplear en un discurso una palabra cuyos derechos no se han adquirido, y existen magistrados imperiales que velan por que tal no suceda y cada biroche pronuncie únicamente aquellas palabras que por su economía le correspondan. Son en esta prohibición inflexibles, de tal manera que desde antaño se castiga a los infractores con la muerte. De ahí que nuestro intérprete se viera obligado a emplear nuestras arcas en la compra de un vocabulario básico, para ser así uno más entre ellos y poder transmitir rudimentariamente nuestras preguntas y deseos.
Otra peculiaridad de los biroches es que, si bien estipulan con gran precisión el valor de cada palabra, no tasan el precio de objeto alguno, pues consideran que saber nombrar algo es equivalente a poseerlo —cuando nos interesamos por el precio de una túnica bordada en oro, respondieron que su valor era el resultado de comprar las palabras «túnica» y «oro»—. De lo que fácilmente dedujimos que las palabras tienen valores muy dispares; así, mientras que las preposiciones, ciertos verbos y algunos nombres de valor ínfimo como «mazorca» o «guijarro» se pagan casi a precio de regalo, palabras como «tesoro», «ciudad» o «reino» tienen un valor incalculable. Baste decir que nunca conocimos el nombre del Emperador —aunque nos recibió con gran cortesía en su palacio—, pues ningún gentilhombre era entre los biroches lo suficientemente rico para permitirse pronunciarlo. Por otra parte, parece costumbre entre los muy pobres, cuando ya lo han perdido todo, vender a hombres más poderosos su única posesión: su propio nombre. Así, pasan desde ese mismo momento a ser sus esclavos y a servirlos en todo aquello que sus protectores ordenaren.
En cuanto a su gobierno, los biroches se tienen por muy democráticos, pues someten todas las decisiones de Estado a consulta popular, sin importar ni el rango ni el linaje de sus miembros. Sucede, sin embargo, que mientras los biroches ricos se han esforzado en dotarse de un vocabulario aceptable y son capaces de disertar sobre cualquier tema, los más pobres apenas pueden procurarse más de cien o doscientas palabras a lo largo de toda su vida, por lo que muy pocas veces se atreven a pronunciar discursos y generalmente se ven impedidos para opinar sobre las cuestiones más simples. Ni siquiera pueden regatear los precios de las pocas palabras que compran, pues les falta el vocabulario pertinente en números y cifras. Todo consiente el Gobierno biroche; incluso las protestas contra el propio Gobierno, con una libertad tal que sería intolerable en nuestras Cortes. No hay, sin embargo, nadie lo suficientemente rico en palabras para trastocar el Estado; y si lo hubiere, no sería su voluntad cambiar aquello que tan claramente le favorece. La Historia biroche recuerda hombres preclaros, de vasta fortuna, que en el pasado trataron de comprar el nombre del Emperador, para convertirse así en el Emperador mismo. Todos fracasaron sin embargo en su empeño, como fracasaría un libro que se propusiera catalogar todos los libros; para pronunciar el nombre del Emperador es menester demostrar que se poseen todas las voces del idioma, entre las cuales ha de contarse forzosamente la propia palabra «emperador». De lo cual se deduce que éste permanecerá así, innominado, durante siglos.
Poco añadiremos acerca de las tres semanas que estuvimos entre los biroches, salvo que las pasamos dedicadas a investigar la mejor manera de sacar provecho a sus riquezas, pues gozan estas tierras de tales provisiones y tesoros que una vida entera no bastaría para contarlos y valorarlos. Acariciamos la idea de forzar sus riquezas por espada, dado que no erigen ni murallas ni alcázares y desconocen la metalurgia; su gran número, sin embargo, nos contuvo, considerando además que a lo largo de la travesía nuestra tripulación había quedado reducida a menos de cincuenta hombres. Pedro de Villegas, que a la sazón era nuestro cartógrafo, propuso entonces un ardid que resultó con mucho más provechoso que el ejercicio del hierro. Pues blandiendo los muchos mapas y portularios que consigo había traído habló en palacio de la existencia de los remotos reinos de Castilla y de Aragón y de Francia y de la Berbería y de otros muchos, y tan maravillado quedó el Emperador con su relato que quiso al instante comprar los nombres de tales naciones, convencido de que de tal modo pasaría a ser su dueño. Y sólo por grandes montañas de oro y de piedras preciosas consentimos en venderle Castilla primero, y más tarde los nombres de todas las coronas grandes y