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Juan Soldado. Violador, asesino, mártir y santo
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Libro electrónico515 páginas7 horas

Juan Soldado. Violador, asesino, mártir y santo

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Información de este libro electrónico

La devoción de Juan Soldado no tiene nada de excepcional, incluso si muchos (o la mayoria) de nosotros no hemos visto ni experimentado jamás una práctica de ese tipo. En realidad, hay una larga, fascinante historia detrás de esta clase de entusiasmos que impregnan la trama del cristianismo y de otras religiones.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 dic 2021
ISBN9786079401351
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    Vista previa del libro

    Juan Soldado. Violador, asesino, mártir y santo - Paul Vanderwood

    portadilla

    Créditos

    Primera edición en formato impreso, 2008 [En coedición El Colsan/El Colmich/El Colef]

    Primera edición en formato digital, marzo 2015

    3 356 KB

    D. R. © 2015 El Colegio de San Luis, A. C.

    Parque de Macul 155

    Fracc. Colinas del Parque, 78299

    San Luis Potosí, S.L.P

    www.colef.mx

    ISBN edición impresa: 978-607-760-105-0

    E-ISBN edición digital: 978-607-9401-35-1

    Coordinación editorial: Érika Moreno Páez

    Traducción: Victoria Schussheim

    Diseño de portada: Unidad de Publicaciones de El Colegio de San Luis, A.C.

    Realización del ebook: María Elena Meléndez Fernández y Eduardo Serafín Arrieta

    Última lectura: Gloria Isabel Sánchez Ruiz y Nidya Samantha Danell Hernández

    Fotografías de portada: San Diego Evening Tribune y San Diego Union

    Hecho en México / Made in Mexico

    Para Glenn, buen amigo

    y entusiasta compañero de viajes.

    FE Y DUDA

    No tengo un sentido vital de trato con Dios.

    Envidio a quienes lo tienen, porque sé que la adición

    de ese sentimiento me ayudaría mucho.

    WILLIAM JAMES

    El arte de la fe es un diálogo constante con la duda.

    OBISPO J. A. T. ROBINSON

    De modo que no es como un niño

    que creo en Cristo y me confieso ante él.

    Mi hosanna ha emanado

    del crisol de la duda.

    FIADOR DOSTOIEVSKI

    Creo, Señor. Ayuda mi incredulidad.

    EVANGELIO SEGUN SAN MARCOS 9, 24

    PREFACIO

    Cuando hace unos diez años oí hablar por primera vez de Juan Soldado, reaccioné como casi todo el mundo: ¿Cómo es posible? ¿Cómo podía ser que un violador y asesino confeso, que había sido ejecutado públicamente en 1938 por su horrible crimen, hubiera llegado a ser venerado como un santo que hacía milagros junto a su tumba en Tijuana, México, justo al otro lado de la frontera de mi ciudad, San Diego, en California? Fueron necesarias muchas visitas a la capilla que cubre ahora el sepulcro de Juan, numerosas conversaciones con quienes creen en él (y con algunos que no), lecturas profundas de obras religiosas y de otros tipos, búsqueda en archivos, entrevistas con sacerdotes, eruditos, curanderos y escépticos, y considerables reflexiones personales, para poder empezar a discernir los contornos de la religiosidad popular que, en mi opinión, llevó a esa devoción. No se trató exactamente de un viaje de autodescubrimiento; siempre he admirado a las personas que tienen fe, tal vez, en parte, porque la mía no es tan absoluta, pero mi investigación intensificó mi aprecio por la multitud de maneras creativas con que los seres humanos procuran superar los obstáculos de la vida y alcanzar un acuerdo con lo divino. La fe tiene el poder de proporcionarle a la gente un pasaporte a la liberación.

    En vida, Juan fue Juan Castillo Morales. Aparte de esto es difícil determinar los hechos de su vida. Al parecer nació y creció en el pueblo de Ixtaltepec (que por entonces tenía unos doce mil habitantes), enclavado en la región zapoteca del sur de México, aunque no hay registros de su nacimiento ni de su bautismo en los archivos de la parroquia, francamente fragmentarios. La mayoría de las familias de Ixtaltepec se dedicaban al cultivo de maíz y frijoles para la subsistencia, pero las lluvias caprichosas y los terribles vientos secos volvían muy difícil la vida. Los habitantes del pueblo tenían ricas tradiciones y festividades coloridas, pero muy poca agua potable: las enfermedades eran endémicas. Cualquiera que sea su historia, sabemos que Juan tiene que haber terminado la primaria, porque era un requisito para alistarse al ejército mexicano, al que se incorporó en algún momento antes de 1938. Éste fue el año que lo encontró, a los 24 años, acantonado en Tijuana —lejos de su hogar, su familia y su cultura—, donde lo alcanzó su destino.

    El 14 de febrero, Juan Castillo Morales se declaró culpable de la violación y asesinato de una niña de 8 años, y el ejército lo juzgó sumariamente en una corte marcial y lo ejecutó en forma brutal el 17 de febrero. La curiosidad llevó a habitantes del lugar a la tumba del soldado. Decían que había señales —manaba sangre de la tierra, el ánima del muerto clamaba venganza—, mismas que se imbricaron en el complejo entramado de religiosidad inculcado en ellos desde la infancia. Sentían entre ellos la presencia de Dios; conocían la gracia divina y la experimentaban. Levantaron una capilla en el lugar, y aún hoy recibe la visita constante de creyentes, algunos sólo para obtener el consuelo de Juan o para buscar su paz interior, pero la mayoría para pedirle un favor: salud, un buen matrimonio, el restablecimiento de una familia destruida, un hijo, el cruce seguro a Estados Unidos, dinero para la renta, buenas calificaciones en la escuela, conseguir el pasaporte, la licencia o la tarjeta de inmigrante, un auto, un buen empleo, la paz mental, ganarse la lotería, poder dejar las drogas o la bebida, o ambas cosas, que el hijo llegue sano y salvo de Estados Unidos, que el padre salga de la cárcel... todo lo cual refleja perfectamente las condiciones en la ciudad de explosivo crecimiento, con más de dos millones de personas que se esforzaban por mantener algún tipo de equilibrio. En todas las iglesias las peticiones se hacen eco de esas necesidades y condiciones, porque toda religión está empapada de necesidades materiales. Mientras tanto, los migrantes y los medios de comunicación han difundido la fama de Juan por todo México, Estados Unidos y más allá. Pero cuando visité Ixtaltepec en busca de sus raíces familiares, encontré que los residentes no sabían que, mucho más al norte, uno de sus hijos había sido proclamado santo. Cuando lo comenté, un anciano expresó serenamente una conclusión: Algo de verdad le habrán hallado. Sin duda así fue.

    Desde el comienzo del cristianismo, el pueblo ha canonizado a sus propios santos. La Iglesia católica oficial afirma ser la única responsable del procedimiento, pero las canonizaciones populares siguen siendo muy frecuentes, incluso si se trata de delincuentes confesos. En el caso de Juan Soldado, la gente empezó a dudar de las pruebas en su contra, o al menos de la velocidad y contundencia del procedimiento que lo había condenado. Cuestionaban la justicia de todo el apresurado proceso, incluyendo la ejecución pública ceremonial y deliberadamente cruel. Para muchos de los testigos, la culpa tenía menos importancia que la imposición de la justicia. Algunos creían (como muchos otros hasta el día de hoy) que quienes mueren injustamente son los que se sientan más cerca de Dios. Por eso son los que pueden hablarle al oído y resultan especialmente eficaces como intercesores. Empezó a haber devoción por Juan y peticiones de ayuda personal. Se produjeron milagros —o al menos las plegarias y solicitudes encontraron respuesta— y la gente proclamó que el soldado era santo. Esas canonizaciones son resultado de la necesidad, la esperanza, la aspiración y la fe. Las raíces de cualquier tipo de devoción especial pueden hallarse enredadas con un grupo de realidades mensurables —política, geografía, condiciones económicas, relaciones sociales y lo que se conoce como el espíritu de la época— que afectan a los devotos, quienes incorporan su sensibilidad espiritual para sopesar, medir y mediar esos factores. No hay mucho en la experiencia humana que pueda explicarse sólo en términos materiales. Siempre existen dimensiones espirituales o religiosas que influyen sobre la motivación y el comportamiento.

    Eso es lo que ocurre al buscar los orígenes de la devoción a Juan Soldado. Las corrientes internacionales y las preocupaciones nacionales asediaban a los habitantes de Tijuana durante la primera parte del siglo pasado. Habían sentido el golpe de la depresión de 1929. Los mexicanos expulsados de Estados Unidos se instalaban allí y ejercían aún más presión sobre los recursos ya escasos. El fin de la era de la prohibición en ese país ya había restringido el turismo. En México, la Iglesia y el Estado se encontraban en guerra; se cerraban los templos, se expulsaba a los sacerdotes. Un nuevo presidente había puesto en acción un programa reformista radical muy desestabilizador, que imponía reformas generalizadas a la propiedad de la tierra, el trabajo y la educación. Los sindicatos de Tijuana luchaban por el control de los trabajadores. Además, la cruzada moralizadora del nuevo gobierno había cerrado la principal fuente de trabajo rentable de la ciudad, los casinos. Cientos de jefes de familia habían perdido puestos de trabajo bien pagados y tenían que arreglárselas laborando en lo que encontraban. La gente se las arreglaba como podía. Había incluso quienes se beneficiaban con los cambios, pero se percibía la tensión. Y de pronto se produjo la violación y el asesinato de la niña. Tijuana estalló en motines y caos.

    Para muchos, la ejecución del joven soldado satisfizo la sed de venganza. La ciudad se calmó y la gente empezó a reflexionar sobre lo que había ocurrido con ellos y con su comunidad. Entonces empezaron a llegar informes de hechos prodigiosos en las cercanías de la tumba y de los comienzos de una devoción. Hoy las peticiones a Juan se escriben en trocitos de papel, el dorso de fotos, boletos de transporte, o se las garabatea en los mismos muros de la capilla. Sentidas y desgarradoras, enaltecedoras y trágicas, algunas divertidas y bromistas, otras cargadas de ansiedad y temor, conmueven por su humanidad. Pero... ¿reciben respuesta? Alrededor de la capilla y dentro de la misma se encuentran las pruebas. Las paredes exteriores están cubiertas de placas de mármol agradeciendo los milagros recibidos. Adentro hay milagritos: las muletas de un inválido que ahora puede caminar, los lentes simbólicos del ciego que ya ve, la ropita del bebé que tuvo una pareja hasta entonces estéril. Hay quienes pintaron cuadros encantadores en señal de gratitud, otros donaron bordados caseros. Muchos han colgado collares de un retrato del soldado o del cuello de su estatua. Unos pocos admiten que sus peticiones aún no han encontrado respuesta, pero explican que Juan está ocupado y que les contestará en cuanto pueda.

    La devoción hacia Juan Soldado no tiene nada de excepcional, incluso si muchos (o la mayoría) de nosotros no hemos visto ni experimentado jamás una práctica de ese tipo. En realidad, hay una larga, fascinante historia detrás de esta clase de entusiasmos que impregnan la trama del cristianismo y de otras religiones. Para poder apreciar esas devociones no es necesario participar ni creer, siquiera, en ellas. Son tan humanas que nos tocan de maneras inesperadas. Lo extraño puede empezar a resultar familiar. Cualesquiera que sean sus preferencias en este sentido, tengo el placer de presentarle a Juan Soldado.

    P. J. V.

    AGRADECIMIENTOS

    Mi mayor gratificación al escribir este libro fueron mis visitas a la capilla de Juan Soldado, en Tijuana, donde los devotos me introdujeron tan abiertamente a los misterios de su fe y me ayudaron a comprender que hay muchas maneras de conocer este mundo. No hubiese podido entender las creencias de esas personas sin la ayuda de muchas otras —algunas de ellas seguidoras de Juan Soldado, la mayoría no— a ambos lados de la frontera que separa a los dos países. Es imposible mencionar a todos los que contribuyeron al estudio, pero a muchos les doy las gracias en las notas que acompañan el texto. La escasez de materiales escritos hizo que las entrevistas resultaran especialmente enriquecedoras. Los colegas historiadores de Tijuana me brindaron su entusiasmo y su experiencia. Mi ex alumno y buen amigo Raúl Rodríguez González, que es profesor y director de la biblioteca del Centro de Enseñanzas Técnicas y Científicas, fue el primero. José Armando Estrada, coordinador del Consejo de Cultura y Arte, y José Gabriel Rivera Delgado, coordinador del archivo histórico de la ciudad, pulieron las secciones del original que tenían que ver con el pasado de Tijuana. José Saldaña Rico, personalidad de la radio, maestro y aficionado a la historia local, interesado desde hace tiempo en Juan Soldado, me puso en contacto con individuos que participaron directamente en los hechos de 1938. David Ungerleider Kepler, jesuita con formación de antropólogo, asistente del rector de la Universidad Iberoamericana de Tijuana, me ayudo a salvar la brecha entre la teología católica y las realidades prácticas de la vida religiosa en la ciudad. Orlando Espín, director del Instituto de Estudios Transfronterizos de la Universidad de San Diego y miembro de su Departamento de Teología y Estudios Religiosos, me guió por el laberinto de la religión popular, y los archivistas e investigadores del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California (Tijuana) no podrían haber sido de más ayuda al llevarme hacia la documentación apropiada. John Mraz, un destacado historiador de la fotografía de México, y Martin Nesvig, quien se doctoró recientemente en la Universidad de Yale, me ayudaron a resolver mis necesidades de investigación en la ciudad de México.

    La Universidad de Duke resultó ser una editorial especialmente agradable para trabajar gracias a su editora de adquisiciones, Valerie Millholland, de incesante profesionalismo y estímulo. El arte de la cartografía que elaboró Melodie Tune, directora del departamento gráfico de la Universidad Estatal de San Diego, habla por sí mismo. El talentoso historiador William A. Christian, Jr., hizo valiosos comentarios a una versión anterior del original. Ellen F. Smith demuestra que todo escritor necesita un buen editor. Y nadie puede eliminar mejor los errores de las pruebas que mi camarada de tanto tiempo, la profesora Carolyn Roy.

    Ha sido un deleite trabajar en la traducción al español de Juan Soldado. Mi reconocimiento por el entusiasmo, profesionalismo y experiencia de Jorge Herrera Patiño y el Dr. Juan Carlos Ruiz Guadalajara, quienes revisaron y cuidaron la edición, así como por la excelente traducción realizada por Victoria Schussheim. También agradezco a los estudiantes Patricia García Rosas y Alejandro López Meléndez, quienes revisaron el manuscrito en español. Mi gratitud para las instituciones mexicanas que han contribuido a la publicación y distribución de este libro, en especial a la Dra. María Isabel Monroy Castillo, Presidenta de El Colegio de San Luis, al Presidente de El Colegio de Michoacán, el Dr. Rafael Diego-Fernández Sotelo y al Dr. Tonatiuh Guillén López, titular de El Colegio de la Frontera Norte. Mi deuda mayor es con el Mtro. Sergio A. Cañedo Gamboa, actual Secretario Académico de El Colegio de San Luis, A.C. y con su esposa, la Dra. Flor de María Salazar Mendoza, directora del Archivo Histórico del Estado del San Luis Potosí. Sergio y Flor estuvieron involucrados en el proyecto cuando estaba en su fase de investigación de campo en la región San Diego/Tijuana, posteriormente dieron seguimiento a la publicación de este libro en su versión en español. Mientras esto sucedía, Flor y Sergio me enseñaron a apreciar el espléndido tequila. Ellos son unos grandes amigos.

    Como siempre, mis dos confiables lectores amistosos —Rosalie Schwartz y Eric Van Young— aportaron comentarios y críticas, descubrieron fallas y me brindaron su experiencia y su seriedad. Saben cuándo deben acortarme las riendas y cuándo dejarme galopar. Mi gratitud más sincera para ellos, así como para otros espléndidos amigos de San Diego —Glenn, Mike, Susan y Carolyn— que me acompañaron de diversas maneras en esta travesía.

    I

    EL CRIMEN

    1. NOCIONES DE JUSTICIA

    Feliza Camacho empezó a sentir angustia. Había mandado a Olga, su hija de ocho años, a la tienda de la esquina a comprar la carne para la cena del domingo, y la niña no había regresado. En general esos mandados no llevaban más de 10 o 15 minutos, pero ya había pasado media hora y la luz invernal se desvanecía rápidamente. Feliza pensó que su siguiente hija, Lilia, había acompañado a su hermana a la tienda, pero cuando vio que la chiquita de cuatro años jugaba en la sala, la llevó hacia la ventana y le pidió que mirase afuera. ¿Alcanzaba a ver a Olga acercándose por la calle?

    —No, mamá.

    No había señales de la criatura.

    Llevando en brazos a su tercera hija, una bebita, Feliza corrió a la tienda La Corona, cuyo amable dueño, Mariano Mendívil, era un amigo del barrio.

    —Señor, ¿ha visto a Olga?

    —Pues sí, Feliza, vino hace unos minutos para comprar carne. Se fue contenta y sonriente como siempre. La vi brincar un charco al cruzar la calle, y después me di vuelta para atender a otro cliente.

    A través del aparador de la tienda la madre alcanzó a ver a un joven con uniforme de soldado, recargado en la pared de la esquina. Cerca de allí, en ese pueblito fronterizo de Tijuana, había un cuartel militar y otro policial, y era frecuente ver soldados en el barrio. Feliza se acercó a él:

    —¿No vio a una niñita por aquí hace unos minutos?

    —No, no, señora, no había nadie. Tal vez se fue por ahí —dijo, señalando en la dirección contraria a la base militar.

    No había ni rastros de Olga.1

    ¿Qué pasaba en ese momento por la mente de la madre? Las calles estaban mojadas porque poco antes había llovido. Quizá a Olga la había atropellado un auto y se la habían llevado al hospital. Pero eso hubiera provocado una conmoción en el barrio. ¿O se habría ido sin pensarlo a ver a una amiga, donde la habían invitado a entrar y se había quedado de más? No era probable porque llevaba la carne para la cena. Feliza trató de no pensar cosas peores. Desde el sensacional caso Lindbergh, seis años antes, en Estados Unidos y en el resto del mundo los padres vivían con miedo a los secuestros. Todavía los ecos del suceso llegaban a las primeras planas de los periódicos.2

    Además, en los últimos años se había producido una alarmante serie de secuestros y asesinatos, tanto de niños como de adultos, en San Diego, California, y sus alrededores, apenas 20 kilómetros del otro lado de la frontera. En febrero de 1931, Virginia Brooks, de 10 años, había salido rumbo a la escuela Euclides llevando su almuerzo, cuatro libros y un ramo de flores para su maestra. Un mes más tarde, la policía descubrió su cuerpo violado, estrangulado y descompuesto dentro de un costal, en una meseta solitaria cercana a la ciudad. El 19 de abril de 1931 se halló, colgando de la rama de un árbol, al pie de la Montaña Negra de San Diego, el cadáver de Louise Teuber, de 19 años; la habían estrangulado y después ahorcado. En 1933 algún monstruo torturó hasta la muerte a Dalbert Aposhian, de siete años. La policía recuperó el cuerpo mutilado y desmembrado del niño en la bahía de San Diego. Un año después dieron con el cadáver violado y maltratado de Celta Cota, de 16 años, alumna modelo en la Escuela Secundaria de San Diego, oculto bajo unos matorrales enmarañados en el patio trasero de su casa. En agosto de 1936, un asaltante violó y mató a golpes a Ruth Muir, de 48 años, secretaria de la YMCA de Riverside, California, y arrojó el cuerpo en un claro entre los árboles en un suburbio de San Diego, La Jolla.3

    En la primavera de 1937, el caso Muir resultó tener una conexión con Tijuana debido al arresto de Charles Harvey, alias Adam Windbush. La policía de San Diego arrestó a Harvey, de 26 años, popular cantante de música del oeste en una radiodifusora de Tijuana, por asalto y posible secuestro, en relación con tres jóvenes que habían sido atacadas dos años antes a la entrada de la exposición internacional que se celebraba en el parque Balboa de esa ciudad. Los policías lo apodaban el ladrón de los besos, ya que cortejaba a sus víctimas y las besaba antes de robarles la cartera. Si cualquiera de las muchachas lo hubiese acusado de recibir un daño físico, se le hubiera podido acusar de acuerdo con la nueva ley Lindbergh de plagio, que ordenaba pena capital o cadena perpetua. Harvey estaba en libertad con una fianza de 10 mil dólares, esperando ser juzgado por intento de asalto contra un ama de casa de Chula Vista, un suburbio de buen tamaño que se ubicaba entre San Diego y Tijuana. La policía también lo había interrogado en relación con las violaciones y asesinatos de Ruth Muir y Celta Cota. Con la atención pública de toda la región concentrada en esa clase de incidentes sórdidos y espectaculares, no es raro que Feliza Camacho tuviese ideas ominosas.4 ¿Habría sufrido Olga un destino similar? ¿Había un maniático suelto? Los periódicos que pronto cubrirían el caso Camacho no trazaron conexiones directas entre los asesinatos no resueltos y la desaparición de Olga, pero señalaron las semejanzas.

    Feliza se puso en contacto con su esposo, Aurelio, que estaba en su trabajo de cantinero en el Foreign Club, uno de los casinos más famosos de la ciudad. Aurelio voló a su casa y se pasó una hora recorriendo con Feliza las viviendas del barrio, golpeando puertas, hablando con conocidos, buscando noticias de Olga. Nadie pudo darles indicios. La niña había desaparecido.

    A las 7:30 los padres, desesperados, pidieron ayuda a la policía. Tijuana no tenía más que un puñado de policías de paga, unos cinco o seis, cuyo salario provenía de donaciones del público. En esa clase de emergencias los reforzaba el personal militar. La noticia de la niña desaparecida corrió por la ciudad, que tenía escasos 10 mil habitantes, y mientras algunos se apresuraban a consolar a los ansiosos padres en su casa, los compañeros del sindicato de Aurelio se unieron a las autoridades y a otros miembros de la familia Camacho en la búsqueda. Se bloquearon los caminos para cerrar las salidas de la ciudad, sobre todo hacia el norte, hacia la frontera, pero también al este, en dirección a Tecate, y al sur, rumbo a Ensenada. Ni el hospital principal ni las diversas clínicas tenían evidencias sobre la niña, y una búsqueda que cubrió varias manzanas en los alrededores de la casa de Olga y de la tienda (mapa 1), los dos últimos lugares en los que se la había visto, no arrojó ningún resultado. Más tarde empezó a llover y, a medida que la noche se iba convirtiendo en madrugada, empezó a sentirse un frío de febrero, de unos cinco grados. No aparecía ninguna pista en relación con la niña. A medida que las implicaciones de su desaparición iban calando en la conciencia de la comunidad, los residentes cerraban las puertas con llave, aseguraban las ventanas e iban a ver una y otra vez a sus hijos, temerosos de que un delincuente sexual anduviese por ahí.

    Ese lunes 14 de febrero de 1938 amaneció a las 6:45 con un cielo parcialmente nublado. Llegaban cada vez más voluntarios y la búsqueda se ampliaba. Revisaban por todos lados: entre los arbustos, dentro de los edificios, en los autos y camiones estacionados en las calles. Nada, absolutamente nada. La policía y las autoridades militares se reunieron para diseñar una estrategia. Todo dependía de que pudiesen descubrir cualquier cosa, cualquier indicio acerca de la desaparición y el paradero de Olga. Por ahí del mediodía, su suerte cambió.

    La señora María B. de Romero, conocida de cariño en el barrio como Meimi, vivía enfrente de la casa de los Camacho, en la calle Segunda. Se había pasado gran parte de la noche anterior con Feliza y Aurelio, tratando de tranquilizarlos. Les aseguraba que los grupos de búsqueda encontrarían a Olga y la llevarían a su casa. Sin embargo, el lunes, poco antes de mediodía, experimentó una poderosa visión en la cual se le aparecía la misma Virgen María, le revelaba el rostro de la niña y le decía que buscasen a Olga en un edificio abandonado.

    —Tuve una visión —contaba más tarde—. Me decía que a Olga iban a encontrarla en un edificio abandonado. Iban a encontrarla maltratada.

    La visión guió a Meimi hasta un pequeño garaje de madera, maltrecho y abandonado, en la parte posterior de la propiedad de un vecino que daba al destacamento militar y al policial, y que quedaba a dos cuadras del hogar de los Camacho. No intentó entrar en la estructura pero atisbó con inquietud entre dos tablas torcidas del exterior y vio adentro, sobre el piso mojado, la mano ensangrentada de una criatura, con la palma hacia el suelo, que se asomaba por debajo de una hoja sucia de cartón que cubría el resto del cuerpo.

    —La encontré. La encontré —gimoteaba mientras iba trastabillando hacia la casa de los Camacho. Los voluntarios que participaban en la búsqueda la detuvieron.

    —Allí. En el garaje —dijo, y se desmayó.

    Los soldados y policías se apresuraron a ir hacia allí. (Nunca explicaron cómo habían pasado por alto el garaje en sus 17 horas de búsqueda.) Abrieron las puertas, vieron la mano, retiraron cuidadosamente el cartón y retrocedieron horrorizados. Allí estaba Olga. Le habían cortado la garganta con un trozo de vidrio o un cuchillo de caza sin filo; el tajo, de más de 12 centímetros, era tan brutal que estaba casi decapitada. Una cuerda anudada rodeaba lo que quedaba del cuello desgarrado. El vestido roto y ensangrentado le cubría la cabeza; le habían quitado la ropa interior. El cuerpo de la niña tenía profundos rasguños, y en el brazo derecho dos heridas profundas, de bordes rasgados, indicaban que había luchado desesperadamente antes de que su agresor lograse controlarla. Tenía sangre coagulada alrededor de una gran herida en la cabeza.

    El agente de policía Israel González dispersó a la multitud que se había reunido en el sitio, y entonces las autoridades empezaron a encontrar pistas del asesinato. Una serie de gotitas de sangre iban del garaje a un establo cercano, donde hasta hacía poco había guardado los caballos el 14° Regimiento de Caballería. En uno de los compartimientos, cuando la policía hizo a un lado la paja y el estiércol, apareció una mancha de sangre bastante grande. En ese momento el general Manuel Contreras, jefe de operaciones militares en Tijuana, asumió el control de la investigación. Era un hombre de personalidad dominante, y alcanzaba a percibirse un dejo algo amenazante en su voz mientras les ordenaba a las autoridades locales que no interviniesen porque el ejército se haría cargo.

    Feliza, a la que se informó del horrible hallazgo, se derrumbó en el piso de su casa sollozando histérica. Aurelio, lleno de angustia, se dejó caer en una silla. La policía trasladó el cuerpo desfigurado de la niña al anfiteatro quirúrgico del Hospital Militar y Civil, donde el doctor Severano Osorio Camareña, el forense de Tijuana, médico militar educado en Francia, realizó una autopsia. Hacia las cuatro de la tarde, el doctor Osorio anunció que la causa de la muerte había sido estrangulamiento y un fuerte golpe en la cabeza, tras lo cual Olga había sido violada. Había encontrado además que la niña tenía en una mano seis cabellos rojizos, un trocito de paja y unas cuantas hebras de tela gris, así como piel humana debajo de las uñas. Los expertos forenses podrían analizar esas evidencias.

    Mientras tanto, personal de la policía y del ejército acordonó el presunto sitio del crimen y empezó a buscar minuciosamente más indicios físicos. Encontraron un material rojizo embarrado en una barda que daba al garaje. Algunos pensaron que era sangre, pero el general Contreras lo descartó diciendo que era pintura roja. En el suelo húmedo en las inmediaciones del garaje hallaron una huella clara del tacón de una bota de hombre con un diseño de rombo en el centro. El cartón que había cubierto a la niña estaba tan mojado y deshecho que no podía mostrar huellas digitales, pero a cambio hubo otro hallazgo: se había arrojado un paquetito de carne sobre el techo de un cobertizo cercano, que se usaba para guardar paja detrás del cuartel militar. En el sucio papel de envolver se apreciaba la nítida huella ensangrentada de un pulgar.

    A medida que se iba acumulando la evidencia potencialmente incriminadora, el jefe de la policía de Tijuana, Luis Viñals Carsi (que también era capitán del ejército), se puso en contacto con el departamento de policía de San Diego, técnicamente más avanzado. La cooperación entre ambas fuerzas había tenido sus más y sus menos con el curso de los años (y así ocurre hasta hoy), pero en esa ocasión los sandieguinos enviaron al sargento Edward A. Dieckman, del escuadrón de homicidios, junto con William Menke y Walter R. Scott, de la oficina de identificación de la policía, para colaborar en las investigaciones. Scott, ex maestro, que se había dedicado a mejorar la tecnología y la preparación de la fuerza policial de su ciudad, había logrado armar un laboratorio fotográfico rudimentario en el cual podían ampliarse fotos de huellas digitales o de pisadas.

    Antes de que llegaran los sandieguinos, la tarde del 14 de febrero, la policía había interrogado a quien se suponía era el último en ver con vida a Olga (aparte del o los asesinos): el dueño de la miscelánea La Corona, Mariano Mendívil, quien repitió, con mayores detalles, lo mismo que le había dicho a la madre de la niña muerta. La chiquilla había entrado a la tienda brincando, conversando y de buen humor. Él le había vendido un trozo de carne por unos cuantos pesos, y ella había salido en dirección a su casa. La había visto cruzar la calle; no parecía haber nadie por allí, y después se había volteado para atender a otro cliente. Y sí, el paquete que estaba en posesión de las autoridades contenía la carne que le había vendido a Olga. Dijo no saber nada más sobre la tragedia y al parecer la policía le creyó. Probablemente también interrogaron al cliente.

    Para ese momento, la investigación podría haberse concentrado en los padres de la víctima para pedir detalles sobre su vida en la casa y los hechos previos a su desaparición, pero las autoridades no quisieron interrogarlos. Pensaban quizá que Feliza y Aurelio estaban demasiado alterados para eso. De hecho, Feliza estaba bajo el cuidado de un médico. Como sea, ni la policía ni el ejército interrogó a los padres sobre la tragedia, ni en ese momento ni después. De haberlo hecho podrían haber sabido del soldado que Feliza insistía en haber visto recargado en la pared cerca de La Corona en los primeros instantes de búsqueda frenética de su hija. Podría habérselos descrito.

    Pero la policía y los militares siguieron otro rumbo. Para las dos de la tarde habían reunido a cinco muchachos que, según se decía, estaban cerca del lugar en el que se habían producido, aparentemente, el asesinato y la violación. Tres de los cinco eran civiles que habían pasado la noche resguardándose del frío y la lluvia, durmiendo sobre la paja de los viejos establos que había detrás del puesto militar. El cuartel se había trasladado el año anterior a unas lomas de la margen sur de la ciudad. El general Contreras y sus oficiales seguían estando en una gran casa rentada contigua a la antigua ubicación, pero el peculiar edificio de piedra que fuera el puesto militar se había convertido en la comandancia de la policía de Tijuana. Con sus torretas y parapetos, la estructura parecía la escenografía de una película, como uno de esos remotos fuertes del desierto que tenía la Legión Extranjera en Beau Geste. Se le conocía normalmente como El Fuerte, y se había construido en 1915 en una parte alta junto al río Tijuana para mantener alejados a los filibusteros extranjeros que tuviesen planes de ocupar Baja California. El centro de la ciudad se había expandido hasta rodear poco a poco El Fuerte de viviendas y tienditas, pero éste seguía siendo un símbolo de autoridad, y ahora se transformó en el centro nervioso de la investigación sobre el asesinato y la violación de Olga Camacho.5

    Aparte de los tres muchachos que habían buscado refugio del frío nocturno en los establos, las autoridades detuvieron a dos soldados que, se decía, habían estado en el cuartel militar o en sus inmediaciones hacia las seis de la tarde del domingo en que desapareció Olga. Desde el primer momento se había especulado que uno o más soldados podrían haber estado implicados en la violación y el homicidio. En ese momento, el inspector de la policía federal en Baja California, Jesús Medina Ríos, estaba haciendo para los ansiosos periodistas una reseña de las pistas que, según esperaba, llevarían a solucionar rápidamente el crimen: la identificación de los cabellos rojos y de las fibras de lana hallados en la mano de Olga; la búsqueda y el análisis de las huellas digitales encontradas en el paquete de carne que llevaba la niña; la identificación de la huella de pisada; una confesión de alguno de los cinco detenidos, o el descubrimiento de sangre en la ropa de uno de los sospechosos.

    Los interrogadores mantenían incomunicados a los sospechosos. A última hora de la tarde anunciaron que no habían hallado nada que pudiese vincular definitivamente a alguno de los detenidos con el crimen. Después, hacia las siete, tras una brusca sesión final de preguntas, la policía exoneró a los tres civiles, simples jóvenes que habían buscado dónde dormir una noche fría y lluviosa. Absolvieron también a uno de los soldados. Su madre le había proporcionado una coartada: el muchacho, que ese día tuvo descanso, estuvo con ella toda la tarde y la noche, y podían probarlo.

    Quedaba así una sola persona detenida para ser interrogada nuevamente, un soldado raso de 24 años llamado Juan Castillo Morales, de piel clara, complexión mediana, con cabello oscuro y ondulado y una sombra de bigote. Había nacido y crecido en el lejano pueblito de Ixtlaltepec, muy al sur, en la región del istmo de Tehuantepec del estado de Oaxaca, zona conocida por su influencia zapoteca, aunque era evidente que los rasgos físicos de Juan eran de mestizo. De hecho, las invasiones extranjeras, la colonización y el comercio habían introducido una considerable diversidad racial en la zona desde la década de 1860.

    No se sabe cómo y por qué prácticamente desde el principio las autoridades identificaron al soldado como su principal sospechoso (el único, en realidad). El registro oficial que existe apenas contiene algún indicio. Las fuentes de la época no asientan con precisión cuándo lo arrestó la policía ni si estaba de uniforme. Ahora Feliza Camacho dice que está segura de que Castillo Morales es el soldado que vio apoyado en la pared cerca de la tienda La Corona (aunque no lo reportó en el momento de la investigación), la persona a la que le preguntó si había visto a su hija. Otros testigos de los acontecimientos de 1938 afirman que más temprano, ese día, Juan había estado de guardia en la comandancia, y que por eso había que interrogarlo, pero no hay ningún informe de la época que verifique ese detalle. En su oportunidad, los periódicos señalaron que la policía sabía que Castillo Morales les hacía proposiciones de tipo sexual a chicas muy jóvenes, e incluso quizá que las tocaba, como afirman también ahora testigos de ello, pero ni las autoridades ni las agraviadas jamás lo acusaron de eso. Simplemente se rumoreaba que tenía esa costumbre, por lo cual sus presuntas inclinaciones sexuales atrajeron sospechas sobre él. Se decía que desde el principio de la investigación la policía había identificado a los pedófilos conocidos, y que entre la multitud que se apiñaba afuera de la comandancia hubo quienes les comentaron a los investigadores que Castillo Morales tenía esas inclinaciones. En ese momento interrogaron cuidadosamente a Juan al respecto; él negó enérgicamente toda inclinación o conducta de ese tipo, mientras proclamaba sin cesar su inocencia en el asesinato y la violación de Olga Camacho.

    Interrogatorio y confesión

    José Camareña tomó notas en el primer interrogatorio del sospechoso, que duró hasta pasada la medianoche. Camareña había aprendido estenografía y mecanografía en la secundaria Hoover de San Diego. Gracias a la cercana relación personal de su padre (general del ejército) con el gobernador del territorio, el teniente coronel Rodolfo Sánchez Taboada, José había sido nombrado secretario personal del delegado en Tijuana, Manuel Quiróz. Los delegados en las principales ciudades del territorio —Tijuana, Mexicali y Ensenada— eran designados por el gobernador; en esa época no había cargos políticos de elección popular en Baja California. Los delegados, aunque dependían de los gobernadores que los designaban, tenían un considerable poder local propio. Camareña cuenta su propia historia del día que conoció a Juan Castillo Morales:

    Tenía 21 años y el delegado me había mandado para asistir al interrogatorio y preparar un acta que podía usarse como primer paso en los procedimientos judiciales en contra de un sospechoso. Estábamos en un pasillo de la comandancia, sentados en bancos de madera, y el agente del Ministerio Público del fuero común, Moisés Oliva, estaba haciendo el interrogatorio junto con el inspector general de la policía, el comandante de policía y varios oficiales militares.

    Afuera la multitud gritaba. Ya eran como mil, y se impacientaban cada vez más por la investigación, que les parecía innecesaria, o en todo caso demasiado lenta, y muy posiblemente pensaban que iba a terminar en un encubrimiento oficial. Exigían que la policía les entregase al sospechoso para lincharlo. A medida que crecían la furia y la frustración empezaron a arrojar contra la comandancia todo lo que encontraban. Oíamos los proyectiles que daban contra las paredes: piedras, pedazos de tronco, terrones de tierra, latas y botellas de vidrio. Las ventanas se rompían. No sabíamos lo que podía pasar si la gente se metía al destacamento. El agente Oliva estaba tan intimidado por la turba que a duras penas podía interrogar al prisionero. No se concentraba en lo que hacía sino en la muchedumbre. Aceleró las preguntas.

    —Ya terminemos con eso. ¿Dónde estabas el domingo por la tarde?

    —Cerca del puesto militar.

    —¿Qué estabas haciendo?

    —Dando una vuelta

    —¿A dónde ibas?

    —A ningún lado.

    —¿Conocías a Olga Camacho?

    —¡NO!

    —¿Te acercaste a ella?

    —La vi, pero nunca me acerqué.

    —¿Le hablaste?

    —No.

    En el testimonio de Castillo Morales había muchas mentiras y contradicciones. Decía una cosa, la gente que estaba afuera empezaba a gritar y a amenazar con meterse, y cambiaba de opinión. Estaba muy confundido por el brusco interrogatorio de Oliva, Contreras y la policía. Estaba nerviosísimo y no lograba concentrarse. Casi todas las preguntas podían contestarse con un sí o un no, pero Castillo Morales no podía darse el lujo de responder con sí a ninguna de ellas, porque si lo hacía podía darse por muerto. La muchedumbre lo destrozaría. Así que decía que no. O si decía que sí una vez, a la siguiente decía no.

    En ningún momento del proceso del interrogatorio hubo formalidades democráticas. Castillo Morales no tenía abogado, defensor ni representante. El procedimiento íntegro estuvo signado por la velocidad, la necesidad de apaciguar a la multitud. Todo se hizo rápido. Ellos [las autoridades] lo único que querían eran sacarlo de ahí, sacarlo de la cárcel, sacarlo de la ciudad. Daban la sensación de que no importaba si se lo había hecho a ella [a Olga] o no, porque se lo había hecho a otras chicas. Así que tenía que ser él; era el presunto asesino.

    Mi acta escrita era muy confusa y casi inservible para cualquier fin legal. No contenía ninguna declaración precisa, era de apenas dos páginas. Negó haber matado y violado a la niñita. Castillo Morales lo negó todo. Para mí había una posibilidad de 75 por ciento de que fuera culpable, y 25 de que no.6

    En las primeras horas del interrogatorio Castillo Morales, comprensiblemente, estaba sometido a una presión enorme, no sólo por las ráfagas de preguntas y por la naturaleza del crimen del que lo acusaban (aunque sólo fuese por inferencia), sino por el estrépito de la multitud que estaba a las puertas de los cuarteles, los gritos de una muchedumbre que literalmente pedía su cabeza y que estaba a punto de meterse al

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