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Dolly Biters!
Dolly Biters!
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Libro electrónico420 páginas6 horas

Dolly Biters!

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Este libro lo conforman cuatro descarados relatos sobre las legendarias vampiras del Londres victoriano, reunidos en un atractivo volumen. Son historias para acelerar el pulso, emocionar la mente y excitar partes del cuerpo que otros libros no sueñan alcanzar.

Las novelas y cuentos que aparecen en esta dulce fantasía de sangre, sexo y melodrama gótico incluyen: Los Holmes de los Baskerville; La señorita Katie Bell, vampira victoriana; Joan Dark se ha extraviado y La vampira Alicia al otro del espejo.

Bienvenidos al Londres gótico del siglo XIX, donde los vampiros caminan por las calles y algunos de vuestros personajes favoritos de la literatura victoriana han sido tomados y retorcidos hasta el límite.

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento26 feb 2021
ISBN9781071590133
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    Dolly Biters! - Paul Voodini

    Para todos vosotros, aficionados a los juegos de manos, que estáis en vuestras pequeñas habitaciones, ocupados en explorar vuestros reinos mágicos.

    No te entretengas por el camino (la canción de las Dolly Biters)

    escrita por Charles Collins y Fred W. Leight en 1901

    Mi viejo me dijo: ¡Súbete al tranvía (1)

    y no te entretengas (2) por el camino!

    El tranvía se fue, y con él mi viejo

    ¡pero fui demasiado lenta y no me subí!

    Me entretuve y me entretuve,

    me perdí desde Whitechapel hasta Bow (3)

    Oh, ¡no puedes fiarte de esas dollies (4) ni de sus Hounslow Heath (5)

    cuando no eres capaz de encontrar el camino a casa!

    Los tranvías tirados por caballos, y después tranvías eléctricos, recorrieron Londres desde 1860 hasta 1952.

    Dilly and dally, en la canción original, es una expresión inglesa que significa ser distraído, perder el tiempo o entretenerse fácilmente.

    El tranvía, tirado por caballos, que iba de Whitechapel a Bow, funcionaba desde 1870.

    Dollies o Dolly Biters era como en la jerga de Londres llamaban a las vampiras de clase obrera que vivían en el extremo este de Londres, principalmente en Whitechapel y Spitaflields.

    En la jerga rimada cockney, Hounslow Heath quiere decir dientes (teeth, en inglés), y en este caso hace referencia a los afilados dientes de los vampiros, los Dolly Biters.  Los humanos creían que no se podían fiar de los vampiros, y que era probable que los incautos o los que se perdían por las calles del extremo este de Londres se convirtieran en sus presas. A pesar de que era ilegal que un vampiro hiciera daño a los humanos, o los matara, muchos creían que tales leyes eran quebrantadas con frecuencia, y que los crímenes sin resolver se debían a que la policía no estaba dispuesta a penetrar en los oscuros laberintos de las calles y callejones que conformaban el extremo este de Londres a mediados y finales del siglo XIX.

    ...las jovencitas caen víctimas de las burdas pasiones de los vampiros de nacimiento, a pesar de que uno creería que su tierna edad alejaría tales peligros de su camino. Si las jóvenes humanas y los vampiros se unen promiscuamente, no os sorprenda que tantas Dolly Biters recorran las calles de la zona este de Londres por la noche...

    Thomas Beames, Los barrios vampiros de Londres, 1852. Este libro fue prohibido en el Reino Unido hasta 1931. El veto fue levantado una vez que las fuentes oficiales confirmaron que la última persona «convertida» en vampiro fue quemada en la hoguera, en los terrenos de la prisión de Holloway, en Londres.

    Prólogo. Exhumando la cripta

    Nadie pone en duda que los vampiros existieron en el Londres de los siglos XVIII y XIX. Después de todo, es esa certeza la que os ha traído hasta aquí, a estas calles llenas de niebla, lámparas de gas y seductoras mujeres con los dientes demasiado afilados y modales demasiado ordinarios para pertenecer a otro lugar que no sea la antigua zona este de Londres.

    Las calles que estáis a punto de recorrer son calles que no reconoceréis. No son las calles victorianas de las tarjetas de Navidad, las latas de galletas y de los cálidos dramas de época que pasan por televisión. Estas calles son peligrosas y sucias, están llenas de mierda y de sombras y, en cualquier momento, de entre esas sombras, la muerte podría aparecer en la forma de la porra de un maleante, la sífilis de una prostituta o los dientes de un vampiro. La verdad del asunto, y es una verdad que ya podréis sospechar, es que las calles de Whitechapel y Spitalfields eran mucho más peligrosas de lo que jamás llegaréis a entender. La esperanza de vida promedio en el este de Londres era de unos 25 años (de unos insólitos 45 años en las zonas más ricas, como Chelsea), y la mitad de los niños morían antes de cumplir los 10 años. Era en este ambiente en el que los vampiros del Londres victoriano operaban con plena impunidad. La muerte rodeaba a los mortales, y si no te atrapaba una cosa, de seguro que otra lo haría.

    Para las chicas vampiro del Londres victoriano, nosotros, humanos blandos y débiles, no éramos más que alimento que podía ser cazado y tomado a su antojo. Tendríamos que agradecer a nuestros dioses (si es que tenemos motivos para creer en tales imaginaciones) que ahora vivimos en el siglo XXI, y no en las décadas del 1800. Porque si este fuera el siglo XIX, estaríamos, sin duda, muertos.

    Así que disfrutad de estos relatos, estos macabros relatos de muerte, asesinato y sexo lésbico. Sometedlos, dejad que atormenten vuestro sueño y que paralicen vuestras horas de vigilia. Reíd, maldecid y emocionaos con nuestras oscuras heroínas, con la plena seguridad de que, si estas chicas aún vivieran, si nuestros caminos alguna vez se cruzaran, nos despreciarían y nos escupirían en la cara para después darse un festín con nuestra sangre.

    Si mis palabras parecen duras, entonces entended esto: tan solo quiero fijar en vuestras mentes la peligrosa época a la estamos a punto de viajar, para que estéis preparados, para que no os impresionéis cuando os encontréis cara a cara con la absoluta depravación de su mundo y vengáis corriendo, quejándoos de que no os advertí lo suficiente de las profundidades a las que habéis sido arrastrados. Os lo he advertido. He cumplido con mi deber. Ahora podéis cerrar este libro y marcharos, o podéis tomar mi mano y dejad que os guíe, a salvo a través de la palabra impresa, a las calles infestadas de vampiros del Londres victoriano. La decisión es vuestra, y recordad: la habéis tomado libremente.

    Paul Voodini, 2015.

    LIBRO 1

    Los Holmes de Baskervilles

    o la caída y resurgimiento, y caída otra vez de la célebre heredera, la señorita Irene Adler, vampira lesbiana, Dolly Bitter e infame ramera
    escrito por
    Paul Voodini
    Londres, 1866

    Se funda la Real Academia Aeronáutica.

    Una epidemia de cólera causa 5000 muertes.

    Elizabeth Garrett Anderson abre el dispensario de St. Mary, donde las mujeres podían solicitar atención médica proporcionada únicamente por profesionales mujeres.

    La empresa Cadbury comercializa por primera vez su cacao para beber.

    La oficina general de Correos escribe a todos los propietarios, solicitando a quienes no tienen un buzón en la puerta principal que instalen uno.

    Las manifestaciones en Hyde Park, a favor de la reforma parlamentaria, se tornan violentas.

    Nacen H. G. Wells y Beatrix Potter.

    Prólogo:

    La ciudad de la terrible noche

    Londres, 20??

    La puerta se abre y siento a mi presa de inmediato. Puedo olerla, oler el miedo que emana de ella, un perfume terrible, tan embriagador como lo es siempre el miedo humano. Puedo oír la sangre bombeando por sus venas y el aire pasando en breves y aterrorizadas aspiraciones hacia sus pulmones. No puedo verla, por supuesto. Quedé ciega durante la batalla de Brick Lane el día de Año Nuevo de 1867, pero los sentidos de vampiro que me quedan compensan con creces su pérdida y, con el trascurso de los años, se han agudizado y aumentado hasta tal punto que hoy apenas me doy cuenta de que no puedo ver. Algunos dirían que he sido bendecida; otros, que estoy maldita. En cualquier caso, no lo tengo claro. Todo lo que sé, especialmente en estos días, es que soy una superviviente. He visto al Imperio Británico elevarse hasta alturas inimaginables y luego derrumbarse otra vez; he sobrevivido a las dos guerras mundiales en las que los humanos lucharon entre sí, y todavía sigo aquí, tan grande como la vida. Aún tengo dieciocho años, tan cerca de ser inmortal como es posible. Aún soy la guapa chica que hacía girar las cabezas y que mordía los cuellos de los pobres desgraciados en las calles de Spitafields. Sigo aquí, sin mis ojos, por supuesto. Pero sigo aquí, mientras que el resto de la pandilla de Spitafields ha desaparecido. Hasta la última de aquellas olvidadas por Dios.

    La mujer de la que me han provisto está intentando gritar, pero la mordaza que le han puesto en la boca la mantiene relativamente silenciosa, salvo por pequeños gemidos que no hacen más que aumentar mi excitación. Mis colmillos, mis espantosos, terribles y brillantes colmillos blancos se expanden en mi boca, y la saliva comienza a fluir. Descalza, camino detrás de ella sigilosamente. No creo que sepa que estoy aquí. Quizás oyó abrirse la puerta y supo, instintivamente, que esa era la señal de su perdición. Pero oírme acercarme, no, no lo creo. Tenéis que entender que soy tan silenciosa como una serpiente cuando quiero serlo, una auténtica serpiente en la hierba. Ella no sabe que estoy detrás, pero me pregunto, ¿qué tiene eso de divertido? Quiero que ella me vea, quiero que sepa que soy yo, esta antigua reliquia de dieciocho años perteneciente a una época ya pasada, que está a punto de darse un festín con ella. Que me mire a la cara y sepa que mi rostro, este rostro sin ojos, es el rostro de la muerte.

    La mujer está firmemente atada a una silla, claro está. Las personas que me proveen de alimento, que observan y registran todos mis movimientos, no quieren ver a la presa intentando escapar. En mi opinión, creo que preferiría el deporte de la cacería, pero los científicos, los observadores, no lo ven de ese modo. No creo que quieran ninguna distracción indebida mientras garabatean en sus libretas y pulsan botones en esas máquinas que no entiendo. Así que ella está atada a la silla mientras me acerco por detrás sigilosamente. Hubiera preferido la cacería, pero también encuentro diversión en este juego.

    Le paso una mano por el pelo, aunque está apelmazado por el sudor y el miedo, y se tensa al notar mi tacto. Probablemente sea bastante guapa. Los científicos parecen experimentar una emoción perversa al verme dándome un festín con hermosas jóvenes, aunque, por supuesto, nunca lo admitirían en voz alta. Pero conozco a los humanos y sé lo que los emociona, y no pueden ocultarme sus perversos y ocultos secretos. Soy demasiado sabia y demasiado vieja, y he pecado demasiado como para no saberlo.

    —No te preocupes, bonita —susurro—. Pronto habré acabado.

    Empieza a gritar de nuevo y lucha desesperadamente contra las cuerdas que la aprisionan, la silla a la que está atada se balancea hacia atrás y hacia adelante con sus esfuerzos. Todo es en vano.

    Me coloco frente de ella y me siento en su regazo, cara a cara, muy cerca, aprisionándola con mis piernas. No protesta más e imagino que intenta suplicar con la mirada, rogar por su vida. Sonrío dulcemente, como suelo sonreír desde hace casi doscientos años, cuando esta vida de vampira era nueva y había aventuras por vivir. Entonces muerdo su cuello, profunda y mortalmente.

    Su sangre brota en un torrente que cae en mi garganta mientras su cuerpo convulsiona debajo de mí. A medida que las convulsiones disminuyen, siento su fuerza vital penetrar en mí, dándome sustento, dándome fuerza, dándome vida eterna.

    No me siento bien aquí, siendo vigilada y observada como una rata en una jaula. Pero estoy esperando mi momento. El tiempo. El tiempo es mi único amigo.

    Sí, he visto imperios surgir y caer, guerras que empiezan y terminan, y a todo ello he sobrevivido y sobreviviré nuevamente. Esta humillación no durará, porque nada dura para siempre, salvo para mí y para el tictac que marca los segundos del reloj. Nosotras perduramos. Nosotras somos eternas. Tan eternas como la terrible noche...

    Capítulo Uno:

    Las chicas vampiro del Londres victoriano

    Londres, 1866

    Lo primero que vi, al salir de la oscuridad de octubre, fueron sus ojos. Primero un par, luego dos pares, luego más de una docena. Luego sus rostros, los pálidos rostros de chicas adolescentes, algunas mayores, otras más jóvenes, mientras emergían de entre las sombras frente a mí.

    Estaban bien vestidas en comparación con algunos de los humanos que vivían (bueno, más bien sobrevivían) en otras zonas del este de Londres, pero incluso estas chicas vampiro, estas hijas de la noche, parecían sucias, desaliñadas y hambrientas.

    —¿Quién eres tú? —preguntó una mientras se acercaban—. ¿Qué haces aquí?

    —¡Mirad sus orejas! —dijo otra—. ¡Es una de las nuestras!

    —Claro que lo es, joder —dijo la primera—, si no, ya me la habría comido.

    Las orejas. Además de los colmillos, las orejas eran siempre la forma más sencilla de distinguir a un vampiro de un humano. Cuando un humano se convertía en vampiro, su cuerpo experimentaba una gran cantidad de cambios. Los colmillos eran tal vez el más conocido, junto con el apetito por la sangre. Pero había también muchos otros cambios: la piel palidecía, el cuerpo se enfriaba, los ojos enrojecían. Y las orejas se tornaban ligeramente más largas y puntiagudas, como en las imágenes de un elfo que puede que hayáis visto en los cuentos de hadas.

    Estas orejas de elfo no las tienen los «vampiros de nacimiento» (aquellos nacidos de padres vampiros), pero siempre las tienen los humanos que se han convertido en vampiros. Todas las chicas que estaban ahora delante de mí tenían esas orejas, consideradas por los vampiros de nacimiento como una deformidad repugnante. Deformidad o no, todas estas chicas llevaban el pelo recogido para resaltar sus orejas: un símbolo de honor, una declaración de quiénes y qué eran. Vampiras convertidas, lo más bajo de entre lo bajo.

    —¡Toma! Mira que vestido más bonito —dijo una de las vampiras con un fuerte acento del este de Londres—. No es de por aquí, quienquiera que sea.

    No había chicos. Los únicos vampiros hombres con los que me había cruzado lo eran de nacimiento. Los hombres nunca se convertían de humanos a vampiros, todos morían, por alguna razón. Así que no había chicos aquí, solo las chicas.

    —¿Quién eres? —exigió la primera chica, que parecía ser su líder. Parecía algo mayor que las demás, todas ellas suspendidas en el tiempo a la edad exacta en la que fueron convertidas. Su rostro, serio y enfadado, me miraba con sospecha, los ojos rojos perforaban la oscuridad, y las otras chicas la miraban para saber cómo debían reaccionar.

    —¡Hermanas! —sonreí, extendiendo las manos en lo que yo consideraba un gesto de bienvenida. Tenía todo un discurso preparado en mi cabeza. Un discurso acerca de los lazos de amistad y de estar entre las de mi propia especie. Porque me había visto obligada a huir de mi hogar y había estado perdida y sola, y aunque estas chicas vivían en una situación cercana a la pobreza, eran, al menos, iguales a mí, de la misma especie que yo. Humanas convertidas en vampiras, abandonadas por la sociedad y por aquellos a quienes amaban.  Hermanas, dije, con la esperanza de haber encontrado una especie de hogar donde fuera bienvenida. Hermanas, dije, y todas estallaron en carcajadas.

    —¡Que te den, hermana! —chilló una, y las carcajadas aumentaron.

    Bueno, como podéis ver, no me aceptaron de primeras. Yo era demasiado elegante, demasiado de la zona oeste para su gusto. Mi forma de hablar no era como la suya, y me pasé con los por favor y los gracias. Pero me permitieron quedarme, me dieron un lugar donde vivir y una manta para cubrirme cuando el sol salía sobre las calles de Spitafields y nos veíamos todas forzadas a refugiarnos del mortífero sol. Después de tres noches, cuando mi entonces bonito vestido estuvo tan sucio como el de las otras chicas, y mi rostro manchado con mugre y sangre, las vampiras de la calle Chicksand empezaron a ceder, su temperamento hacia mí se suavizó y me pedían que les contara mi historia: la historia de cómo una dama del Real Distrito de Kensington y Chelsea se convirtió en vampira y cómo es que llegó a ellas tambaleándose y buscando su aceptación.

    La calle Chicksand se encuentra justo en el centro de Spitafields, saliendo de Brick Lane. Y saliendo de la calle Chicksand había media docena de calles más pequeñas, poco más que callejones, en realidad: la calle Ely o la calle Luntley, todas ellas gobernadas y dominadas por las chicas vampiro. Se llamaban a sí mismas las Irregulares de Brick Lane. No eran una banda organizada como tal, no como algunas de las pandillas humanas que gobernaban partes de la zona este con mano de hierro.  Era más una cooperativa. Calculé unas tres o cuatro docenas de vampiras convertidas, viviendo juntas por protección mutua. Estando solas serían presa fácil para aquellos que librarían al mundo de todos los vampiros convertidos, pero juntas eran fuertes. Cazaban en manada, y además saqueaban a sus víctimas. Sí, cazaban, porque eran vampiras y asesinas, no penséis lo contrario, y se alimentaban de sangre humana, y de los bolsillos de sus víctimas robaban lo que podían para hacer su vida un poco más fácil. Dinero, por supuesto, pero también relojes, zapatos, incluso gafas. Todo lo que pudieran usar, empeñar o vender en las calles de Brick Lane. La prensa las llamó plaga, la maldición de la zona este, dijeron. Pero si es que de verdad eran todo eso, era tan solo porque las circunstancias determinaban que no tenían ninguna otra forma de vivir. De vivir y de sobrevivir. Las había llamado hermanas y se habían reído, y ahora me daba cuenta de lo cómico de todo ello.

    Su líder, la chica con el rostro serio y mezquino, se llamaba Raffles. Aquella tercera noche, se sentó frente a mí en una de las ruinosas casas adosadas de la calle Chicksand y dijo:

    —Venga, cielo. Cuéntanos tu historia. No eres de la calle como todas nosotras. ¿Cómo es que te las arreglaste para terminar convertida?

    Estábamos rodeadas por una docena de vampiras mayores, chicas que estaban en los últimos años de la adolescencia o en la veintena cuando las convirtieron. Las chicas más jóvenes tenían su propia casa, al lado de donde estábamos nosotras, donde socializaban y dormían, a la que llamaban hogar. A veces sus risas y gritos de alegría se podían oír a través de las delgadas paredes, y hubiera sido fácil olvidar que eran vampiras y no simples niñas mortales, jugando y disfrutando de la inocencia que sus tiernos años debieron haberles brindado. Otras veces se podían oír sus sollozos y llantos por sus madres, y la realidad de la situación era casi demasiado dolorosa como para soportarla.

    Raffles miró a las otras chicas mientras se sentaban en el suelo o en las desvencijadas sillas que estaban esparcidas por la habitación. 

    —Queremos oír su historia, ¿verdad?, —les preguntó.

    Las chicas miraron a Raffles y asintieron con la cabeza. Un puñado de velas brillaba sobre una tosca mesa de madera, creando sombras que bailaban como ebrias marionetas sobre las paredes desnudas y las delgadas cortinas. ¿Cómo es que había pasado de humana a vampira, de una dama de Chelsea a una tosca chica de Spitafields?  Sonreí con algo de tristeza, y les conté cómo.

    *

    Mi nombre es Irene Adler. Puede que hayáis oído hablar de mí, o al menos habréis oído hablar del negocio de mi padre, la Compañía Naviera Adler. Mi querido padre fundó la compañía cuando tenía poco más de veinte años, y para cuando nací, la empresa se había convertido en la principal línea marítima del Reino Unido, transportando mercancías y viajeros desde y hacia los rincones más remotos del Imperio, y más allá. Especias, algodón, tabaco, armas, soldados y viajeros. Lo que sea, quien sea y donde sea: la Compañía Naviera Adler transportaba a todos.

    Yo era hija única, y había tenido un nacimiento tan accidentado que mi madre quedó incapacitada para tener más hijos, hecho que me fue señalado en más de una ocasión, cuando mi comportamiento no era lo suficientemente refinado o cuando mi gratitud hacia los bienes materiales que me proporcionaban no era lo suficientemente efusiva. Aun así, mis padres eran tan cariñosos como todos los demás padres, no quiero dar una impresión equivocada al respecto, y lo reconozco absolutamente: recibí una educación privilegiada. Vivíamos en una lujosa casa en Chelsea, atendidos por una verdadera horda de doncellas, mayordomos, lacayos y cocineros, y fui educada en mi propio estudio privado por mi propia maestra de escuela, la señorita Ainsworth, que era amable, cariñosa y tenía un corazón bondadoso; y que más tarde demostraría esa amabilidad en asuntos de lo más prácticos.

    Esa era yo, la hija y heredera de sir (así es, el Imperio recompensa generosamente a sus hijos más prósperos) Adler. Pero una sombra se cernía sobre la casa. Como veréis, yo era una niña. ¿Cómo narices se podía esperar que yo tomara las riendas del negocio cuando mi padre se jubilara? También estaba lo de los cánones sociales. Era simplemente inapropiado que la hija de sir Adler, una mujer, entrara en el mundo del transporte y el comercio. Aquello se consideraba dominio exclusivo de los hombres. El lugar que me correspondía era, al parecer, estar sentada en un canapé, entregada al bordado o a una lectura ligera, mientras organizaba junto con las criadas un baile ocasional o un banquete, lo que fuera, para elevar la posición de mi marido. Ah, sí, mi marido. Escogerían a un hombre adecuado, con quien me casaría y quien manejaría el timón del imperio Adler, y de ese modo el escabroso asunto de mi desafortunada feminidad quedaría resuelto.

    Pero, como ya he dicho, mis padres me amaban, por lo que les resultaba difícil encontrar a un joven adecuado que estuviera a la altura de sus elevadas expectativas. Mi vida continuó como antes de que se decidiera que me casaría: escuela por las mañanas (la mayor parte del tiempo leyendo, con algo de matemáticas rudimentarias), bordado a la luz de las velas por las tardes, con alguna cena ocasional para animar mi muy ordenada existencia. Mis padres organizaban magníficas cenas, todas por motivos de negocios, a las que acudían dignatarios de todas partes del mundo para ser agasajados y engatusados para firmar contratos comerciales con mi padre. Tuve la suerte de conocer a comerciantes de algodón de los Estados Unidos, a comerciantes de seda de Oriente, a comerciantes de marfil de África, y que yo recuerde, a dos primeros ministros británicos.

    Muchos de los que cenaron en nuestra casa de Chelsea eran vampiros. No eran como las sórdidas criaturillas que se podían encontrar en Spitafields, aquellas a los que luego acudiría en mi desesperación, con sus ropas mugrientas y sus orejillas puntiagudas. No, estos eran vampiros de nacimiento, nacidos de padres vampiros y que habían llegado a la madurez sexual cuando la sangre vampira que corría por sus venas detuvo el proceso de envejecimiento y se convirtieron, a todos los efectos, en inmortales. Muchos miembros del gobierno y del mundo de los negocios eran vampiros de nacimiento, que habiendo vivido por siglos habían conseguido amasar una gran riqueza e influencia. Para mí, conocer a un vampiro era tan normal como conocer a un americano o a un francés, los círculos en los que mi padre se movía estaban llenos de ellos. Los vampiros de nacimiento ostentaban poder, riqueza, influencia y ¡ah!, de qué manera despreciaban a las vampiras «convertidas» que vivían en las calles del este de Londres. «¡Tendrían que exterminarlas, como la plaga que son!», oí decir a más de uno de estos vampiros de nacimiento sobre sus parientes convertidas.

    Y así sucedió que en una de esas deslumbrantes veladas plagadas de vampiros hallé mi perdición, o tal vez fue mi despertar...

    Se trataba de un vampiro de nacimiento y su nombre era príncipe Wilhelm von Ormstein (¡nada menos que un vampiro y un príncipe!) del reino de Bohemia, y puede que me hubiera enamorado un poco de él a primera vista.  Era innegablemente guapo, con su extravagante bigote, brillante cabellera y un uniforme militar realmente elegante. Añadid a todo esto sus modales impecables y su acento del centro de Europa y admitiré que me aceleró el corazón totalmente. Me preguntaba si no habría sido invitado a cenar con nosotros como un posible pretendiente, pero era evidente que su asistencia era un asunto de negocios, y tal vez se tratara de un asunto no del todo grato.

    En estas situaciones, una de las ventajas de ser una chica es que a menudo los hombres te hablan con total franqueza, casi como si hubieran olvidado que existes. A nosotras, tontas mujeres, se nos considera insignificantes e incapaces de comprender los asuntos que discuten los hombres, y como una de ellas, conseguía enterarme de todo tipo de escándalos e intrigas. Quién debía dinero a quién, quién estaba al borde de la bancarrota, qué acciones no valían ni el papel en el que estaban impresas, e incluso escándalos más terrenales: qué hija de quién había sido enviada al campo para un «retiro» de nueve meses y quién podría haber sido el causante de esas vacaciones inesperadas. Disfrutaba escuchando esos pequeños cotilleos, y casi siempre me hacía gracia lo parecidos que podían llegar a ser estos poderosos magnates a las lavanderas cuando se habían bebido un par de copas de coñac o vino tinto. Todo sucedió en esa fatídica noche. Mi padre y el príncipe discutían un asunto delicado, y detrás del lenguaje amable y las frases en clave, percibí rabia y enojo por parte del príncipe, y avaricia, siento decirlo, en lo que respecta a mi padre.

    Mi padre poseía una carta, un documento o tal vez incluso una fotografía que el príncipe quería recuperar. El príncipe ofreció dinero a mi padre, pero este rechazó la oferta.  Quería algo mucho más valioso: el monopolio de todo el transporte marítimo que manejaba el gobierno de Bohemia. El príncipe se negó, y la cena terminó con palabras cortantes y un odio apenas disimulado. Pero tales asuntos no eran de mi incumbencia, la cena llegaba a su fin y yo tenía la cabeza llena de tonterías románticas acerca del príncipe vampiro viniendo a visitarme a mis aposentos en plena noche para declararme su amor eterno (¡y cómo se me aceleraba el corazón con tales pensamientos!). Les di a mi padre y a mi madre el que sería el último beso de buenas noches que les daría jamás.

    Qué fantasías más infantiles son capaces de plagar las mentes (y los corazones) de las jóvenes mortales, porque cuando el príncipe entró en mi habitación, más tarde esa misma noche, se trató de un encuentro mucho más brutal y sórdido que lo que yo había imaginado en mis tontas ensoñaciones. Había estado dormida por, veamos, ¿quién sabe? ¿una hora? ¿a lo mejor más tiempo? Y de pronto algo me despertó y me senté rígida en la cama, los cortinajes del dosel se tensaron; la habitación estaba a oscuras. Pero no estaba sola, mi intuición me decía que había alguien, algo, allí conmigo en la habitación. El miedo me paralizó, y aunque quería gritar para pedir ayuda, no pude. Mi cuerpo, aterrorizado, me había traicionado, y no podía hacer más que estar allí sentada, tan indefensa como un gatito ante un perro rabioso.

    La cortina que tenía al lado se abrió, y gracias a la luz de la luna que ahora se colaba por la ventana y entraba en mi débil fortaleza, pude apenas vislumbrar el rostro de mi dulce príncipe. —Señorita Adler —sonrió, y su sonrisa era malvada y estaba llena de afilados dientes, no quedaba nada del agradable rostro del pretendiente que imaginé en mis fantasías de niña—. Pido disculpas por esta imperdonable intromisión. Pero, ¡vaya si os veis hermosa a la luz de la luna! Es una pena, sin embargo, que me encuentre aquí por un asunto de negocios en lugar de por asuntos del corazón, y por ello os pido perdón nuevamente. Pero lo que es realmente triste, señorita Adler, es que vuestro padre, un hombre bastante superficial y arrogante en mi opinión, tiene algo que me pertenece y se niega firmemente a devolvérmelo. Le he ofrecido dinero y favores y siempre pide más, y aunque soy generoso y razonable, me encuentro con que he llegado al límite de, ¿cómo decirlo?, ¿al límite de mi paciencia? Sí, he llegado al límite de mi paciencia. Tiene algo que es mío y no renunciará a ello. Por lo tanto, me encuentro en la nada envidiable posición de tomar algo que sea de valor para él, para compensar, ¿me comprendéis?

    «Veamos, de todo lo que posee, ¿qué es lo que vuestro padre más valora por encima de todo? Bueno, desde luego que su compañía naviera, por supuesto. Pero de seguro que existe algo más valioso, más valioso y a la vez inmensamente, tan inmensamente delicado. Es a usted, señorita Adler, a quien me temo que debo tomar. Me veo obligado a tomarla por la noche como si fuera un simple ladrón, para que su padre nunca más observe la inocencia de su sonrisa y nunca más oiga la melodía de su risa. Para equilibrar las cuentas, por decirlo de algún modo. Esto me entristece, pero me temo que debe ser así.

    —No —alcancé a susurrar a modo de protesta, pero eso fue todo. No tenía manera de defenderme. Yo era una chica de dieciocho años, él era un vampiro centenario. No tenía manera de defenderme, y en un abrir y cerrar de ojos estaba sobre mí.

    Al principio sentí dolor cuando sus dientes destrozaron la piel de mi cuello, pero el dolor cedió rápidamente para ser reemplazado por la curiosa sensación de que mi sangre y mi propia alma estaban siendo arrancadas de mi cuerpo. Ahora sé que la mordedura de un vampiro produce una especie de efecto sedante que adormece la zona mordida e induce a una sensación de inevitable euforia en la víctima. Es una sensación extraña que, si soy honesta, no es del todo desagradable. Me desvanecí por la mordedura del príncipe mientras me sujetaba, y me despojó de mi sangre y de mi vida. Estaba a escasos segundos de ser acogida por la muerte cuando se detuvo.

    Lo miré con ojos llorosos, abiertos como platos, y él me devolvió la mirada: sus ojos eran negros agujeros amenazantes, desde sus labios y dientes mi propia sangre goteaba sobre mí.  —Es un regalo excepcional el que le otorgo, señorita Adler —dijo con voz sibilante—. Os dejaré para que os convirtáis. Para que os convirtáis en una vampira. La forma viviente más baja, despreciada tanto por los vampiros de nacimiento como por los humanos. No tendréis un lugar al que consideréis hogar, ni amigos a los que recurrir, ni un refugio que buscar. Disfrutad de vuestra inmortalidad, señorita Adler. Me temo que no durará mucho tiempo.

    En la habitación de la calle Chicksand, las chicas ahí reunidas lanzaron aullidos de repulsión. «¡Que sinvergüenza!» , gritó una. «¡Me gustaría arrearle, pero bien!», gritó otra. Finalmente, Raffles silenció la indignación, y proseguí con mi afligido monólogo.

    Me desmayé y me desperté no sé cuánto tiempo después. A la hora que fuese, estaba rodeada por mi madre y por mi padre, nuestro médico local y por varias criadas que corrían de un lado a otro, llevando diligentemente cuencos de agua y toallas sucias, y evitando resueltamente mi mirada. Era por la mañana, o al menos era de día, y la luz entraba a través de las cortinas mal colocadas. La luz me hería los ojos y me irritaba la piel, y, más que eso, me ofendía con su alegre brillo y su inútil mensaje de esperanza.

    —¡Cerrad esas malditas cortinas, zorras estúpidas! —grité, escupiendo sangre y luchando por sentarme en mi ridícula y lujosa cama, con su comodidad insípida, sus esponjosas almohadas y su provisión de ayuda humana—. ¡Malditas y estúpidas zorras!

    Al oír mis palabras mi querida madre se desmayó, golpeando el suelo de mi

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