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Historia. Historias
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Libro electrónico254 páginas2 horas

Historia. Historias

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Historias. Cercanas y a la vez lejanas. Apasionantes, sorprendentes, conmovedoras, trágicas. Diecinueve historias que hablan de la Historia. Esperamos que las hayas disfrutado tanto como sus autores al escribirlas.

Febrero. Febrero [RAOUL]
Divino marqués [Ángela Piñar]
El demonio alado [Javier Yuste González]
Æternum [Ricardo Gómez]
La caída del duque [Dorila Vázquez]
Cantos populares rusos [Ismael Manzanares (Isma)]
El alquimista [Gavalia]
El compadrito y el comisario [Sandra Martínez]
La memoria de las olas [Marta Currás]
El barco de naranjas [Alfredo Ferrero]
El precio de la adormidera [Fernando Nicolás Fantin]
Entre luces y sombras [Yolanda Boada Queralt]
Y el agua bailó sobre el puente tambaleando buena parte [David Pascual González]
El contador de pasos [Miguel Ángel Maroto]
Entre el Pirón y el Lozoya, un bandolero [Nieves Muñoz de Lucas]
De lo que aconteció al mancebo Tristán [P. J. Martínez]
Un mal presagio [Jilguero]
Et lux in tenebris Lucet [Fantin Gustavo]
Los días muertos [Yolanda Galve]

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2014
ISBN9781310932632
Historia. Historias
Autor

¡¡Ábrete libro

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    Historia. Historias - ¡¡Ábrete libro

    HISTORIA. HISTORIAS

    ¡¡Ábrete libro!!

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    Todos los derechos reservados.

    Copyright 2014 ©  los respectivos autores

    Primera edición:  2014

    Diseño de portada: David Pascual González © 2014

    Edición a cargo de: Lucía Bartolomé y Jaime Cantó

    Smashwords edition

    Índice

    Febrero. Febrero

    Divino marqués

    El demonio alado

    Æternum

    La caída del duque

    Cantos populares rusos

    El alquimista

    El compadrito y el comisario

    La memoria de las olas

    El barco de naranjas

    El precio de la adormidera

    Entre luces y sombras

    Y el agua bailó sobre el puente tambaleando buena parte

    El contador de pasos

    Entre el Pirón y el Lozoya, un bandolero

    De lo que aconteció al mancebo Tristán

    Un mal presagio

    Et lux in tenebris Lucet

    Los días muertos

    A los foreros,

    por hacerlo posible

    Febrero. Febrero

    RAOUL

    En Valderrobles, entre el Perigañol y la Caixa. Al paso pando del Matarraña. Tajamares cansados de su puente: ahora veréis correr ríos de sangre.

    El comandante Pertegaz, cabizbajo —porque el dolor aturde y avergüenza—, mira la boina blanca caída a sus pies como alondra muerta. Fragmentos de loza, astillas de la mesa volcada, una silla partida en dos. De la vasija hecha añicos serpea un raudal negro hacia las botas del general, de pie y jadeante frente al balcón abierto. Crujido de cristales bajo su peso. La pared, al fondo, desconchada. El golpe retumba todavía sobre las maldiciones, como una campanada en mitad del infierno del hombre. Pertegaz observa la huella cárdena en el yeso y busca la mano del general. Mano crispada, mano en garra. Un hilo rojo se desmadeja entre los dedos y el goteo, lento, mide un tiempo que ya no existe.

    En la estancia aúlla el cierzo. Pertegaz cree desvanecerse las lágrimas de su hombro, mutar en un frío que se clava al corazón... De pronto oye un gemido nuevo, un sollozo brutal. Cabrera se ha vuelto hacia él sin qué él se diera cuenta. En la diestra, un crucifijo grande recogido del suelo.

    —Como una perra. Como una alimaña...

    La garra acaricia con dulzura la cabeza del Agonizante.

    —Sin confesión. Mi pobre madre.

    A contraluz, el comandante intuye la humedad de la fiera. Cruza por su mente la ilusión de que la sangre que tiñe la piel verde y oscura de Cabrera no es la suya propia, sino sangre trasvasada de las heridas del Cristo. Irrumpe un relinchar de caballerías que se alejan en dirección a Beceite. Todo lo demás en el mundo es silencio. Pertegaz no sabe ya qué hacer o qué decir pero todavía se ve dar un paso adelante y se escucha repetir palabras de consuelo, de ira, de venganza.

    Algo le frena en seco, algo le enmudece con violencia de rayo. Al principio no comprende. Después, su cerebro aterido comienza a desgranar las órdenes. El general no ha pedido nada extraño. Sólo la presencia de un escribiente. El ademán sereno, ahogadas ya las voces del arrebato. Sin embargo, esos ojos fijos y salvajes que le despiden al salir...

    Solo en la habitación, de espaldas a la ventana que trae el rumor del río, Cabrera reconstruye en su memoria, uno a uno, los rasgos de una cara. La cara alegre y bonita de Paquita Urquiza.

    Toreando el topetazo del último reventa, el guripa de más pupila de España penetra como una exhalación en el Apolo. Runrún de noche grande, bulle y rebulle el vestíbulo del teatro. Ratonil y silencioso, Federico Chueca avanza entre la multitud por huecos inverosímiles: el corte de una levita o el infrabusto de una jamona. De un landó bamboleante desciende Echegaray hecho un pimpollo, con la barbita de mosquetero bien puesta en el rostro de mandarín chino. Saluda don José con inclinación de chistera. Responde Chueca con alzamiento de hongo.

    —¡Don Federico! ¡Don Federico!

    Arregi, el empresario, le requiere desde un rincón. Suda al borde del colapso. Parece un bufo de opereta en el momento de más angustia.

    —Don Federico, ¡gracias a Dios que ha llegado! ¡Intervenga! Evite el desastre, la ruina.

    —¿Qué pasa, Arregi?

    —¡Bretón! ¡Que dice que no sale!

    —¿Cómo que no sale?

    —Que se ha apoquinado, don Federico, que le ha entrado el canguelo. Que da nones a la criatura. ¡Es un Herodes, un Saturno! ¡Nos ha salido abortista!

    —¿Pero por qué? Si la obra es magnífica y el ensayo fue redondo.

    —¡Pues ya ve! Acaba de venirme Manolo con la cosa. Tanto Real, tantos Amantes, tanto Garín y tanta gaita y luego llegan aquí y se deshacen como azucarillos. ¡Y tenía que ser precisamente hoy, con todo lo que ha pasado! Ahora, que yo lo veía venir, ¿eh? Si ya me lo advertían todos, que encargar a Bretón un sainete es querer que los salmones vayan en burra. ¡Un individuo con menos sal que un higo seco! ¡Un wagneriano! Yo le pido a usted que interceda, que como amigo suyo le convenza. Que le amenace si es preciso. Cuenta Ud. con mi autorización.

    —¡Hombre, Arregi, pero si Manolo es un fantasioso y un exagerado! Parece mentira que no le conozca. No será para tanto. Bretón es un tío serio, un señor de Salamanca. No hay que temer tramoyitas de niño a última hora. Además —Chueca se acerca al empresario, ahueca la voz y adopta continente de espía—, asuntos más graves me conducen a Ud., querido amigo. He recibido informaciones acreditadas. Chapí merodea el teatro. Tiene previsto entrar. ¡Con fines terroristas!

    —¿Cómo? —Arregi pierde el pañuelo del respingo y enrojece de cólera como un cangrejo— ¡Ese miserable, ese soberbio, ese cobarde! ¿Con fines terroristas? ¡No se atreverá! ¡Le pego un tiro!

    —Va a acudir disfrazado para no despertar sospechas. Figúrese usted... ¡de mujer! Se ha cortado la barba, se ha puesto faja, le ha quitado los pendientes a su suegra. Quiere reventar el estreno. Planea levantarse en mitad de la representación para publicar injurias contra Ud. y Arrues. ¡Pero sobre todo contra usted! Revelar incluso cuestiones de índole... íntima. Ya me entiende.

    Compiten en altura las cejas de Arregi con los arcos del coliseo.

    —¿Lo de la tiple? —tienta, balbuceante.

    —Lo de la tiple... entre otras tiples.

    —¡Ah, canalla! ¡Falsario, indigno, caribe, desagradecido, juntacorcheas! Yo lo destripo. ¡Se acabó Chapí! Perdone Ud., Chueca, que voy a avisar al personal para que esté ojo avizor.

    Arregi se marcha con modales de tranvía. Chueca siente entonces un golpecito en la espalda. Al volverse le aclaman las huestes confederadas de Clío, de Euterpe, de Talía. Reunión fina de músicos, literatos y gacetilleros. Vital Aza al frente, con rango de capitán general.

    —¡Salud, oráculo de los Madriles! Aquí venimos a requerir su pronóstico. ¿Qué opina usted, maestro? ¿Habremos de señalar esta fecha con piedra negra, con piedra blanca o con canto rodado? Habemus conflictum. Yo digo que será canto rodado, porque, siendo cosa de canto, el canto rodará en manos del Robespierre del casticismo. ¡Glorioso 17 de febrero, que verás nacer el género diminuto!

    —Está usted muy chistoso, Aza. Pues vaya quitándose un poco de mármol de la cabeza, ande.

    Ríe el asturiano con ganas. A su lado menea Ramos Carrión su hermosa cabeza.

    —Bueno, Federico, habrá que oirlo para creerlo. A mí Ricardo me enseñó el libro, que es gracioso como cosa suya. Pero no sé, ¿Bretón? Si es que Bretón no tiene chispa ni fundamento cómico. Lo suyo es... pues eso, el Apocalipsis, los éxtasis místicos. Yo fío de tu criterio, claro. Pero Chapí... Reconoce que fue una pena la renuncia de Chapí.

    —Lo que fue una pena es que renunciara a reventarle los sesos a esos plantígrados de la empresa —muge un búfalo de melena desbaratada y piel fofa.

    —¡Caramba, Céspedes! Usted siempre pensando en echar desperdicios al mundo —Vital Aza expele el humo de su cigarro en filigranas de bisturí—. Cuando no son dramas propios tiene que ser chatarra ajena. ¿No le parece que ya resulta bastante feo así? El mundo, me refiero.

    Joaquín Valverde aprovecha la oportunidad para meter baza. Toma del brazo a Chueca y con habilidad lo pone en suerte delante de un sujeto de aspecto archiacadémico.

    —Federico, permíteme que te presente a Francisco Dauriac. Discípulo y pariente del célebre Kámil Sanssans. Aquí el señor Chueca, que hace zarzuelas.

    Mientras Dauriac estrecha la mano del hombrecillo bigotudo que se la ofrece, no deja de vigilar el punto donde Vital Aza y el tal Céspedes confluyen y a un pelo están de sacar navajas barberas. Le han explicado algo de la obra que le han llevado a ver esta noche —un vodevil ligero, según parece, pero con un título larguísimo que el bueno de Valverde, diccionario en ristre, ha tardado dos horas en traducirle a un francés inexistente—. En realidad, Dauriac no se entera casi de nada desde que llegó, pero eso le importa relativamente. Así que engalla el pecho. Allí campea el honor de Francia.

    Al término de cada jornada, Brunet busca una luz y lee el Quijote. Es un volumen gastado que tomó en Cheste, en la casa donde se escondía la coronela Fontiveros. Al ver ahora caminar penosamente a María Roqui y a sus tres compañeras, el pensamiento de Brunet regresa al pasaje que leyó anoche. Ya en el último capítulo de la primera parte, Don Quijote, en lo más alto o bajo de su locura, se enfrentaba a una procesión de disciplinantes: Al punto dejéis libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado le habedes fecho. Alonso Quijano ya casi tenía a la vista las tapias de su aldea y un bien ganado descanso. Pero, contra los deseos de Brunet, ni eso le valió. Sin compasión, los sabios decretaron otra vez el molimiento a palos.

    Brunet, veinte años cumplidos, traga saliva. Las cuatro mujeres marchan a su encuentro. Cinta Foz llora con desconcuelo. María Roqui llora también pero en silencio, abrazada a sí misma. Paquita Urquiza, detrás de Mariana Guardia, tiene tanto miedo que casi sonríe. Hace una semana tropezó y cayó en el camino enfangado. Brunet, que por extraña casualidad pasaba a su lado, se inclinó a socorrerla antes de que acudiera, hecha un basilisco, la indómita de Mariana. Aún así tuvo tiempo —apenas unos segundos— para tocar unos huesos flacos de pajarito y sentir el aliento cálido de la joven. Ojos verdes los de Paquita en una cara de perfiles suaves. No, no es fea la moza. Nada fea. Hay en su pequeña persona un encanto dulce y simpático. Brunet piensa que, si él se casara alguna vez, no querría que su esposa fuera muy diferente de Paquita, de esta Paquita que ahora avanza atónita, pálida, ojerosa, parpadeante. Justamente como una novia en una iglesia el día de su boda.

    El grupo de mujeres se ha detenido frente al grupo de hombres. Del puño desfallecido de María se descuelga un rosario. Cinta Foz se arrodilla y esconde el rostro entre las manos. Paquita Urquiza permanece erguida a su lado, la mirada de asombro puesta en los hombres, como si acabara de descubrirlos ahora y se le antojaran aparecidos, fantasmas, espíritus o cualquier cosa de otro mundo. Como si nunca antes hubiera visto un hombre.

    Brunet toma aire. Mariana. La suerte ha querido que le toque Mariana. Mariana Guardia, que ya tiembla. Mariana Guardia, por cuyas mejillas al fin ruedan lágrimas. Mariana Guardia, de triste semblante, que reza labios adentro, con la mirada prendida en lo invisible.

    La Peña Aznar Lagaya, la cumbre del Perigañol y más arriba el cielo despejado y el sol del invierno. Sobre el rumor a ras de tierra de súplicas y llantos, se alza una voz. Sin pensarlo, sin vacilar, Brunet carga el fusil al hombro, apunta y, cuando le dicen, aprieta los dientes y dispara.

    A las diez de la noche Tomás Bretón comparece en la sala. No cabe un alma en el teatro y no cabe tampoco el alma de Tomás Bretón en el cuerpo de Tomás Bretón, que quisiera huir, salir corriendo calle Alcalá arriba o calle Alcalá abajo, que eso da igual, o si no, volando por el primer respiradero del techo, moderno Mercurio en este Apolo victimario. Con tal ánimo aterriza Tomás en el sillón dictatorial. Por lo ceniciento de su piel y lo estragado de su talle diríase personaje de El Greco. Saluda al público cuando lo que quisiera de verdad es despedirse. Imagina que se le han olvidado todos los años de estudio, que no va a saber ni cómo coger la batuta. Prevé escenas de espanto, de ridículo. Ah, ¿quién le mandaría a él meterse en camisa de once varas? ¡Invadir un territorio para el que no está ni remotamente dotado! ¡Y además con esas prisas! ¡En diecinueve días! ¡Diecinueve días, como si él, Bretón, fuera Rossini! ¡Y todavía peor, porque Rossini no tuvo encima a un Arregi calentándole los cascos! ¿Acaso hace él melodías de organillo? ¡Pues anda que no hay que darle vueltas al pentagrama! Bretón, medio trastornado, sintiéndose más solo que la una, se inclina y le confía al primer violín: «!Ay, Anselmo! Que me he equivocado, que esta vez me he equivocado». El concertino se le queda mirando con pasmo. Más que nada porque él no se llama Anselmo.

    Bretón suspira y se dice que ya no hay remedio, que sólo cabe echarle valor. Total, igual no hay fracaso. ¡El público es tan caprichoso! Y algunas partes, sinceramente, no están tan mal. Él lo ha hecho lo mejor que ha podido, eso desde luego. Cuestión ahora de concentrarse, de ir poquito a poco y por tiempos. Primero lo primero: el preludio. Hay que meter a la gente en ambiente. Bretón lo repasa en un segundo de principio a fin: los compases alegres de la habanera —en presto, casi una fanfarria—, transición y, de puntillas, desde la escena de apertura hasta el barrio de La Latina donde aguarda la cantaora; después, el lamento noble y enamorado de Julián, la canción del boticario, nueva transición y otra vez al tema del dúo principal; el redoble de tambor y los dos acordes de cierre.

    Bien, ahí está, sin faltar nada. En su cabeza, en perfecto orden. No se ha ido. Bretón mira a la orquesta, atenta a su indicación. Percibe por detrás el aliento de tres mil personas. Respira hondo. Levanta la mano. Silencio, ni el vuelo de una mosca. Pero el corazón al galope. Aplica la batuta al aire. Por fin, lanza la orden. Su muñeca gira enérgica. Y la música brota hecha carne.

    Paquita Urquiza piensa que ha sido un terremoto traído por los espíritus. Una vez, de niña, vivió uno. Éste ha sido más fuerte, mucho más fuerte. El cielo ha saltado a la tierra y ahora se levanta frente a ella. Nota un peso sobre el vientre que no puede apartar. No consigue tampoco recuperar el suelo bajo sus pies. Paquita ni siquiera es consciente pero de sus ojos todo va desapareciendo muy deprisa, tragado por una noche negra como boca de lobo a pesar de esa luz ardiente que no se apaga.

    Desde bambalinas el escritor Ricardo de la Vega susurra las palabras que Meseijo va cantando en el escenario. También la gente del pueblo tiene su corazoncito... Emilio ha salido intenso, entregado al papel de mozo encelado, tomándolo casi como cuestión personal. ¡Demonios, si antes de actor él fue también cajista de imprenta, como Julián! A su lado, Leocadia Alba le da réplica perfecta, ¡y todavía no ha pronunciado su primer tiés madre, momento que borda! Cuando irrumpe en las tablas el grueso de la compañía, termina el coro y el teatro entero aplaude entusiasmado reclamando la repetición del número, Manolo Delgado, el director de escena, se dirige a de la Vega y le abraza con efusión. Ya no hay dudas, y alguna hubo. La obra será un éxito.

    Cinta Foz, llevada a Valderrobles. Dos heridas abiertas en mitad del pecho. El pecho que alimentó niños, el pecho que pronto devorarán las ratas.

    Hijas de Madrid loadas por Hilarión. Todos han reído con las coplas del boticario y siguen riendo ahora con su monólogo. Solo el marqués de Negros, septuagenario, permanece ceñudo en su asiento. Este Ricardito, ¡se creerá muy gracioso! La Susana y el viejo... Siempre el viejo verde para dar risa. Propina un puñetazo al antepecho y en el palco vecino le oyen exclamar: ¡Goethe se enamoró con setenta años! ¡Y se enamoró de verdad! ¡Con más verdad que a los veinte! Asoma una lágrima a la pupila del caballero. ¡Qué sabréis vosotros!, farfulla, mientras registra el bolsillo de su chaleco.

    Juan Pertegaz, a lomos de su caballo. Ha contemplado desde lejos la escena. Ahora escupe con asco y maldice. A alguno en el piquete le ha temblado el pulso. Aun a tanta distancia ha podido ver con claridad el relámpago de sangre en la cara de María Roqui, la única que ha caído de bruces.

    El empresario Arregi deambula por el teatro. Busca una mujer recién afeitada. Todos los rostros femeninos deben someterse a su escrutinio de halcón. En una fila de la platea, esa individua repintada, esa ceja característica, esa pelusilla en el labio, esa expresión malvada. ¡Chapí, criminal! ¡Te tengo!, grita triunfante. Un bigardón se levanta. ¿Qué le está usted diciendo a mi señora madre, tío berzas?

    ¿Por qué no me miraba a mí? En el último momento tenía los ojos fijos en el agujero del cañón y le imploraba a él. ¡A él! Como si fuera el tubo de hierro el que tuviera voluntad y de la voluntad del hierro dependiera que no le volasen las entrañas.

    Delante del bello decorado del café, la chiclanera se adelanta con gallardía. Pilar Vidal, proboscídica, provocativa, aguardentosa, celebra el canto. El público escucha y mira embelesado. En el patio de butacas Vital Aza se dirige a Céspedes, tres filas por delante: ¡Conviértete, hugonote! ¡Házte devoto de Nuestra Señora! Céspedes se encoge de hombros. Antropoide, rezonga despectivo.

    Los cuerpos yacen confundidos en un amasijo de ropas y de sangre. Pobrecillas —dice el padre Vallés, conmovido—. Apenas tuvieron pecados de qué confesarse. El oficial llega lentamente al cuadro. Se inclina y tuerce el gesto... Sí, no hay duda. Una de ellas todavía está viva.

    Clarín sonríe ante la reacción de Julián y la señá Rita al descubrir las voces que llegan de la casa. Si esta noche no me muero es que no me muero ya. Meseijo pronuncia cada frase penetrando en su sentido. Con triple escolta mujeril don Hilarión sale pimpante a escena. Oleaje en el público. Por fin va a ser mostrado el reencuentro de los novios. Luisa Campos camina hacia el proscenio con todo el garbo de Susana. Bretón cruza una mirada de inteligencia con la actriz. Muy despacio, muy despacio, le dice con los labios. El director marca el cambio de compás a la orquesta. Una música ondulante se eleva desde el foso hasta las tablas y allí se ofrece para que el cajista y la costurera, raza neta de Madrid y raza eterna de todos los que se quieren a

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