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Sobredosis
Sobredosis
Sobredosis
Libro electrónico157 páginas2 horas

Sobredosis

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Información de este libro electrónico

Sobrevivir significa enfrentar la verdad. ¿Cuánto cuesta vivir con un corazón libre?

A causa de los secretos y las circunstancias, un conjunto de personas ven unidos sus destinos. La muerte de un hombre en Madrid inicia una investigación que el agente García deberá liderar para borrar las huellas de su propio historial. El Jaguar, uno de los asesinos y narcotraficantes más peligrosos del país, se encuentra en busca y captura ante la posible conexión con el crimen. Y la vida de Nora, una prostituta cuyo pasado y presente se tambalean en una vorágine de pobreza y deshonra, se halla unida a la de su hijo, Julio, a través de un hilo tóxico de sentimientos y mentiras.

Un mismo océano de traiciones y heridas forzará a todos a valorar si el orgullo y los errores pueden perdonarse para seguir adelante. O si el odio pesa tanto como para enterrar las esperanzas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento11 dic 2020
ISBN9788418310959
Sobredosis
Autor

Ruby Atlas

Ruby Atlas nació en Madrid, en 1996, como María Iglesias Pantaleón. Es graduada en Psicología y Terapeuta Transpersonal. Su trayectoria literaria comenzó con la publicación en 2015 de la novela La voz de las sombras, un drama realista de género Young Adult. En 2019 publicó Vals de medianoche, su primer poemario de corte gótico y romántico. También ha resultado finalista en el concurso Plumas, tinta y papel de Diversidad literaria y ganadora en el Certamen de Microrrelatos Isla Tintero.

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    Sobredosis

    Ruby Atlas

    Sobredosis

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418310454

    ISBN eBook: 9788418310959

    © del texto:

    Ruby Atlas

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «Somos nuestro propio demonio y hacemos de este mundo nuestro propio infierno».

    OSCAR WILDE

    «No matter how many deaths that I die,

    I will never forget.

    No matter how many lives that I live,

    I will never regret.

    There is a fire inside of this heart

    and a riot about to explode into flames.

    Where is your God? Where is your God?

    Where is your God?

    Do you really want me?

    Do you really want me dead

    or alive to torture for my sins?

    Tell me,¿would you kill to save a life?

    Tell me, would you kill to prove you’re right?

    Crash, crash, burn, let it all burn.

    This hurricane’s chasing us all underground».

    30 SECONDS TO MARS

    1.

    Sangre fresca

    La oscuridad inundaba el local como una marea dantesca. Solo una luz tibia formaba una estela de redención inalcanzable a través de los ventanales superiores.

    El hombre que estaba sentado en el centro del garaje levantó la barbilla para observar el despertar del día y sintió que la condena abrasaba sus pensamientos. Las comisuras de sus labios no se alzaron y, tratando de mover las manos para que las esposas no le quemaran la piel, su mirada se endureció con impotencia.

    Únicamente fuera de aquellas paredes el mundo amanecía.

    Unos pasos quebraron el silencio. Evitando la claridad, una figura se situó frente a él. Aunque no pudo identificar sus rasgos, el prisionero notó la vehemencia que hacía orbitar la realidad en la dirección que el extraño deseaba. Intuyó que la respiración del desconocido le invitaba a sobrevivir antes de caer en un foso infinito y martirizante.

    Los minutos se sucedieron y el recluso quiso hablar, pero el miedo y la ansiedad se lo impidieron. Cuando el sudor apareció en su frente, la silueta se aproximó hasta que la negrura la abandonó. Unas pupilas álgidas, hogar del más insensible de los inviernos, se clavaron en las suyas y congelaron el destello de esperanza que se resistía a la resignación. Los ojos del mafioso tenían un fulgor salvaje y tiránico y destacaban al igual que un par de zafiros en mitad de la noche.

    —¿Quién te envió?

    Su voz rasgó la quietud con la solidez y el peligro de un rayo.

    El preso no contestó.

    —Los tiradores sois personas precisas. Vuestro trabajo asume riesgos. Demuéstrame que sabes distinguir en qué momento disparar al enemigo. —Hizo una pausa y se quedó inmóvil. Su mandíbula hercúlea y majestuosa sujetaba un cigarro apagado—. Dime el nombre del jefe que te encargó asesinarle.

    —No seguía órdenes.

    El captor caminó en círculos a su alrededor.

    —Romero, elige con cuidado a quién temes. —El agresor soltó un suspiro jactado de dignidad—. Cuéntame la verdad.

    —No tengo la información que buscas.

    —Permite que te sorprenda. —El extraño prendió fuego al pitillo—. El ansia de poder no se extingue. Gran parte de la sociedad lo ignora porque la gente piensa que es posible aplacar la corrupción encarcelando a unos cuantos criminales de las altas esferas. Quieren creerlo, pero se equivocan. Una vez que la ambición brota en el corazón, no hay una vía que la extermine.

    »Se extiende hasta envenenar el alma. Y no existe un antídoto para la sed de supremacía. —Sus facciones adquirieron un aire soberbio—. ¿Has oído hablar del depredador Ápex?

    —No me importan tus teorías sanguinolentas. Sácame de aquí.

    —La paciencia es una virtud que escasea. Mantén la calma. Te lo explicaré. —Dio otra calada, absorto en el pánico que el delincuente insistía en camuflar—. Después de tantos años, resulta curioso que compartamos con los animales el impulso de situarnos en la cúspide de la cadena alimenticia. Hoy mantenemos intacta una conexión con la esencia primitiva, con una faceta indomesticable de nuestra raza y equiparable a la de los grandes carnívoros. Y conservamos esa capacidad de liderazgo diferenciándonos poco del reino salvaje.

    »En él, los superdepredadores carecen de cazadores naturales, y eso los convierte en soberanos de su ecosistema. No obstante, nosotros, que hemos evolucionado y desarrollado armas y modos de ataque de mayor letalidad, somos los Ápex de la era actual. Amos de este suelo. Nuevos señores que pueden conseguir lo que deseen, puesto que no hay nada que los detenga.

    Romero se mordió la lengua para no escupirle a la cara. Algo de aquel sujeto le provocaba escalofríos. Le miró y advirtió que el tatuaje de un jaguar recorría su pecho fornido, el cual llevaba cubierto por una camiseta blanca de tirantes. Un pálpito le transmitió que el dibujo guardaba un significado profundo, más allá de la simple ferocidad de la criatura, y que el cuerpo de ese hombre había sido marcado para recordarle que las capacidades físicas y psíquicas creaban un templo a su servicio.

    —Tú decides el rol. Esclavo de tus debilidades o dueño de ellas. —El secuestrador se acercó con una dulzura ladina—. Si quieres reencontrarte con tu familia, colabora.

    Una palidez fantasmal cruzó las mejillas del tirador, haciéndole perder la compostura. Pese a recuperarse a gran velocidad, el desconocido analizó el derrumbe de su fortaleza y permitió que la presión cayera sobre él.

    —¿Están a salvo? —Una irritación coloreó las mejillas del prisionero—. ¿Me reuniré con ellos en cuanto esto termine?

    —Regresaréis juntos. Tienes mi palabra.

    Aunque el silencio volvió a gobernar el lugar, en esta ocasión, su peso fue insoportable. El arrestado bajó los párpados e intentó recapacitar, pero no abundaban las opciones. La situación le forzaba a exponer la verdad ante ese insidioso marionetista.

    —Rico Hernández. Él me encargó robar la mercancía y entregársela. —Una pequeña pausa le previno de tragar el veneno de su propia inseguridad—. No sé nada acerca de sus círculos. Solo recibí indicaciones para quitar a ese viejo del camino.

    El captor esbozó una sonrisa que habría hecho que Hades se arrodillara a sus pies. Su expresión dio a entender a Romero que el interrogatorio había concluido.

    —Confiaba en que participarías. No ha sido tan difícil, ¿cierto?

    El aludido ignoró el comentario. El desprecio en su semblante desafiaba el presente.

    El tipo del tatuaje chasqueó los dedos y dos ayudantes corpulentos, vestidos con ropas grises y ajustadas, entraron en el local. Agarraron al encadenado y siguieron las indicaciones de su jefe, que se dirigió a una puerta blindada frente a la cual hizo un gesto de bienvenida.

    —Tus hijos te esperan —declaró.

    El recluso dio un paso adelante y la luz de la sala le obligó a apartarse unos metros. Cuando sus pupilas se adaptaron a la claridad, vio que en medio del recinto había una pila llena de líquido rojo, una fuente de tamaño mediano de la que brotaban diminutas burbujas. Intentó comprender los acontecimientos desde la razón, sin embargo, la histeria comenzó a dominarle al entender el juego. Escapar de la carnicería no resultaría factible.

    Los dos secuaces ahuecaron las manos y hundieron al hombre en la bañera hasta que sus gritos dejaron de causar ondas en la superficie, ahogándolo en la sangre de sus seres queridos.

    El líder, asegurándose de que el tirador no respiraba, observó la escena despreocupadamente. Aceptaba con satisfacción que la muerte era el efecto secundario de un trabajo que el destino le había asignado. Y cumplía su ocupación con pericia e indiferencia.

    Cerró el habitáculo y, mientras lo acunaba una elegancia que excedía lo humano, un ronroneo inundó las tinieblas.

    2.

    A contracorriente

    El frescor del otoño arropaba Madrid con la melancolía de principios de octubre. Una neblina cubría los senderos y pintaba de gris la urbanización.

    Al otro lado de la banda amarilla, en un lugar fuera de las vías, la parte frontal de un automóvil había sido destrozada, y un río de sangre seca marcaba el asiento delantero hasta finalizar su recorrido en el suelo. Allí yacía el cuerpo de un hombre de mediana edad, en cuyo rostro aún se reflejaba el horror experimentado durante los segundos previos a que la bala perforara su cerebro.

    El estupor sumía en la inexpresividad a los agentes que vigilaban el área de la carretera precintada. La crudeza del suceso contribuía a que dos o tres policías se pasearan alrededor del perímetro evitando leer el pánico en la boca rasgada de la víctima, eludiendo así el deber de estudiar los sesos esparcidos por el asfalto.

    Un BMW M3 CS azul marino irrumpió en el punto kilométrico y aparcó entre la brigada de detectives hostilmente. La puerta delantera se abrió y un tipo de unos cuarenta años, vestido con una camisa negra y unos vaqueros oscuros, bajó del coche y se colocó unas gafas de sol contra la luz fantasmagórica del mediodía. La petulancia de sus rasgos añadía un toque de intimidación a su apariencia bárbara.

    Se aproximó al incidente y contempló desalentado el cadáver. La imagen por sí sola desprendía toxicidad. Uno de los policías que se hallaba inspeccionando el caso junto al resto de profesionales detuvo la conversación que mantenía y acudió a su encuentro. Respondía al nombre de Gonzalo Muñoz y tenía unos ojos risueños y una barba rojiza que le aportaban un aspecto jovial.

    —Otra manada de traficantes ha perdido su almuerzo. Hurra.

    El dueño del deportivo se agachó a examinar el escenario.

    —¿Qué ha ocurrido?

    —Según lo que nos han ofrecido las fuentes, el coche viajaba desde Barcelona. Alcanzando nuestra comunidad, el conductor tomó un desvío hacia Villaverde Bajo, que apenas se halla a tres kilómetros, y cruzando la carretera de madrugada, recibió un disparo desde otro vehículo que le hizo perder el control del volante, provocando un pequeño incendio al colisionar contra las barreras de la vía. Aunque aún necesitamos los resultados de los forenses, nuestros equipos creen que murió en el acto y que el fuego deshizo la piel de sus brazos.

    »Sin embargo, este no llegó a extenderse a los asientos traseros, debajo de los cuales había mercancía oculta. —El hombre se pasó la mano por la frente, buscando respuestas con una expresión perpleja—. Hemos hallado restos de cocaína de una bolsa resquebrajada. El problema es que no podemos asegurar cuánta cantidad había porque la caja o los paquetes que transportara ya no siguen en ese escondite.

    Hugo García posó la mirada en el horizonte, dedicándole un gesto frío al mundo. Parecía que algo imposible de expulsar de su garganta quemara sus cuerdas vocales.

    —¿Algún rastro

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