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Todos los años perdidos
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Libro electrónico218 páginas3 horas

Todos los años perdidos

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Sin otro lugar a donde dirigirse, Samuel vuelve a un Madrid del que huyó hace 22 años. Recorre las calles que ahora no consigue reconocer y trata de contactar con amigos que preferirían no volver a verlo.
Se trata de una original historia de fantasmas que atraviesan un Madrid descrito con profundidad e ironía. Personajes entrañables o perversos, plagados de detalles singulares que crean la sensación de haberlos conocido: taxistas charlatanes, camareras desdeñosas, ex policías que rememoran sus casos leyendo Moby Dick entre copas de coñac, ridículos dependientes y viejas brujas que pasean el perro, abogados perversos, prostitutas que se convierten en el último refugio, y otros seres que pertenecen a esta ciudad empavesada de indiferencia, deseo y tristeza.
Fiel a su estilo, y en línea con su novela anterior Ahora que estamos muertos, el autor dota a esta obra de una intensa carga emotiva, en la que el amor, la memoria, la desilusión y la venganza cobran dimensiones inesperadas, condensadas en una obsesión que rodea la historia sutilmente. Sin duda, merece leerse esta creación que nos devuelve la posibilidad de emocionarnos sin abandonar el sabor de la buena literatura.

El AUTOR:

Miguel Rubio, es madrileño, Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología, especialidad en Sociología Industrial y del Trabajo, y Diplomado en Trabajo Social por la Universidad Complutense de Madrid. Se ha especializado con posterioridad en bienestar social en las administraciones públicas, la lucha contra la exclusión, mediación para la inmigración, sociocultural, socioeducativa, y en drogodependencias. Ha trabajado durante más de una década con el colectivo de personas sin hogar desde los servicios sociales municipales, a los cuales sigue vinculado profesionalmente en la actualidad. Ha impartido, en el ámbito universitario, conferencias y participado en mesas redondas acerca del citado colectivo. Es aficionado al rock and roll, el cine, la novela negra y el boxeo. Ésta es su primera novela.
IdiomaEspañol
EditorialCarena
Fecha de lanzamiento17 dic 2014
ISBN9788415021506
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    Todos los años perdidos - Miguel Rubio

    Rubio.

    CAPÍTULO I

    Veintidós años esperando esto. Cuando uno espera algo durante tanto tiempo y, por fin, llega, se da cuenta de que nunca es como imaginaba. Claro, en ese tiempo ha podido representarlo mentalmente de diferentes maneras, pero lo cierto es que, cuando sucede, nunca es igual.

    Estoy sentado en la fila 17, junto a la ventanilla. Veo un ala del avión. Las azafatas están explicando cómo utilizar las mascarillas de oxígeno y el chaleco salvavidas. No sé si alguien pensará que eso puede servir de mucho en caso de que nos estrellemos. Esa sí que sería una buena, tantos años esperando para volver a Madrid y voy a subirme a un avión que termina en el fondo del océano o explotando en pleno vuelo. En fin, supongo que todo esto tiene que ver con la psicosis posterior al 11-S. Desde entonces, parece que el mundo entero ha cambiado, aunque el mío lo hizo mucho antes, 22 años antes. En este tiempo no había vuelto a tomar un avión. Mi vida ha estado detenida, congelada, y la verdad es que recuerdo que aquella última vez tenía casi tanto miedo como ahora, aunque por razones diferentes.

    Vuelvo a mirar por la ventanilla, nos dirigimos ya a la pista de despegue. Los motores empiezan a hacer un ruido que, aunque no quieras, te ponen en alerta. El aparato acelera y, de pronto, eleva su parte delantera. Todos pegamos la espalda y la nuca al asiento. Una vez leí en algún sitio que el despegue es el momento más peligroso de un vuelo, cuando suceden la mayor parte de los accidentes, como un castigo de lo dioses ante el desafío insensato de los hombres. Claro que yo nunca he creído en los dioses y hace ya tiempo que dejé de creer en los hombres, incluso en mí mismo.

    Echo un vistazo a mi alrededor. Junto a mí, un tipo gordo, sudoroso, con bigote y el pelo grasiento peinado hacia atrás, se afloja la corbata, cierra un momento los ojos y murmura cosas para sí. En la otra fila, un tío dormita; supongo que se habrá tomado algo. Desde luego, envidio esa capacidad para dormir en cualquier parte que tienen algunos, a mí siempre me cuesta conciliar el sueño, al menos así ha sido en general durante todo este tiempo; cómo era antes, no lo recuerdo bien. Una mujer, a su lado, hojea una revista con aparente despreocupación. Apoyo otra vez la cabeza en la tela blanca colocada en lo alto del asiento. Yo también cierro los ojos.

    Durante estos años he revivido en mi memoria una y mil veces aquella noche de noviembre en la que mi vida cambió para siempre. Aquella estúpida noche, cuando maté a un hombre a puñaladas, el momento justo en el que salí corriendo mientras él se desangraba tirado en la calle, y los días que siguieron, cuando puse un océano y 22 años por medio para evitar ir a la cárcel.

    Fue la noche en la que perdí a la mujer que amaba, a mi madre y a mi mejor amigo, y cuando, en definitiva, me convertí en otra persona, al menos esto es lo que me gusta creer, que uno puede cambiar, que entonces fui otro diferente, como también ahora soy alguien distinto a aquel que cometió ese asesinato, aunque ya no estoy seguro. Porque, después de todo, ¿qué ha cambiado? Sí, ya no tengo 18 años. Bueno, ahora que lo pienso, ya no tengo nada de lo que tenía entonces, ni familia ni amigos ni puede que la misma cara, sólo recuerdos gastados y un enorme paréntesis vacío en medio de mi vida. Pero ¿puedo creer de verdad que soy otra persona? ¿Alguien distinto al que hizo todo aquello?

    El avión se ha estabilizado en el aire, se apagan los pilotitos indicando que puedes quitarte el cinturón de seguridad, aunque yo sigo con él puesto pese a que sé, obviamente, que en el caso de caernos al océano no serviría de nada, pero tampoco me importaría mucho, ¿o sí? Sí, seguramente eso es lo que nos hace huir y cambiar de vida incluso a costa de perderlo todo, el viejo instinto de supervivencia, algo tan primario como ese lado salvaje y animal que todos ocultamos y que puede llevarnos, en un momento dado, a matar a alguien a cuchilladas en una noche de noviembre.

    Es mediodía, cuando lleguemos a Madrid con la diferencia horaria, tendré el organismo lo suficientemente desordenado como para que no importe si a estas horas me tomo un güisqui; nunca bebo por la mañana, pero tampoco he estado nunca en una situación como la de hoy. Vuelvo a casa, podríamos decir, aunque en Madrid ya no tengo casa, pero en la ciudad en la que he vivido todo este tiempo tampoco hay nada ya que pueda retenerme, y lo cierto es que no sé bien por qué pero siento que ha llegado el momento y que debo regresar al lugar al que pertenezco, o al que una vez pertenecí.

    Pulso el timbre de la azafata y espero. Un rato después, una chica que camina, y que sonríe sintiéndose una diosa inalcanzable para la mayoría de los que la rodean, se acerca y, exhibiendo su profesional sonrisa, me pregunta:

    – ¿En qué puedo ayudarle, señor?

    Yo, que nunca he sabido sonreír por cortesía, me mantengo serio aunque procuro ser educado, y le digo:

    – Sí, por favor, ¿podría traerme un Jack Daniel’s con hielo?

    – No tenemos Jack Daniel’s, señor.

    – Entonces, Jim Beam –respondo.

    – Lo siento, pero tampoco. Hay JB y creo que Johnnie Walker.

    El gordo de al lado nos mira a uno y otro como en un partido de tenis.

    – Bueno, cualquiera de los dos –le digo encogiéndome de hombros. Pero la chica continúa sonriendo sin moverse y mirándome como si yo no hubiera dicho nada. Está claro que no tiene intención de decidir por mí.

    – Está bien, Johnnie Walker, entonces. En vaso ancho, por favor –añado.

    – Muy bien –responde, y desaparece por el pasillo. El gordo sudoroso se gira para echarle un vistazo al culo, luego señala con la cabeza y, mirándome, comenta:

    – ¡Joder! –Pero yo decido mirar otra vez por la ventanilla, haciéndole el mismo caso que la azafata me hace a mí ante la disyuntiva de decidir la marca de güisqui. No deseo entablar conversación con este tipo y tener que aguantarle un montón de horas de vuelo.

    En unos minutos, la chica me trae la bebida, servida (con lo que pienso que nos podíamos haber ahorrado el tema de las marcas, porque seguramente no distinguiría ninguna) en una diminuta bandeja como de juguete y con una servilletita a juego. Abro la ridícula mesita del respaldo de delante y pienso: ¿Por qué cojones en los aviones lo hacen todo tan pequeño, empezando por el espacio entre los asientos?.

    Cojo el vaso (el güisqui también es corto; quizá esta gente se preocupa por la salud de sus pasajeros y no quieren que se abuse del alcohol), le doy las gracias, se marcha sin mirarme y bebo un trago. El gordo, mientras tanto, le echa otra ojeada al culo de la azafata y dice con marcado acento argentino:

    – ¡Joder, vaya mina, ¿viste?!

    Yo le hago el mismo caso que antes y vuelvo a mi ventanilla.

    El comandante, mediante la megafonía, comenta algo sobre la altitud, la velocidad, la temperatura exterior y el tiempo aproximado de vuelo. Al rato, el tipo de mi lado empieza a roncar con la boca abierta, y yo reprimo el deseo de meterle la servilleta como si fuera una papelera a ver si así se calla.

    Las azafatas reparten prensa argentina. Me gustaría leer algún periódico español. Una vez tuve que cambiar de vida, dejar atrás lo que me había acompañado hasta entonces, y tanto fue así que desconecté por completo de todo lo relativo a mi ciudad y al país del que procedía. Intenté olvidarme absolutamente de todo y, aunque eso no es posible, aprendí a compartimentar vivencias, sentimientos, recuerdos, heridas. Era como si en mi mente hubiera una habitación independiente para cada cosa, y, en alguna de ellas, incluso, olvidé a propósito dónde había dejado la llave. Ahora estoy dispuesto a hacer lo mismo pero a la inversa: un viaje de vuelta en todos los sentidos. Me olvidaré de lo que me ha acompañado estos últimos años y empezaré de nuevo, si es que eso es factible. Le pregunto a la chica que me ha servido la bebida si tienen prensa española. Me dice que no y, aunque lo hace sonriendo, me parece detectar en su voz cierto tono de fastidio, y se me ocurre que me gustaría soltarle: Joder, no hay Jack Daniel’s ni Jim Beam ni prensa española ni hueco para meter las piernas. ¡¿Qué clase de vuelo es este?!. Pero lo único que hago es coger el Clarín y ensayar una sonrisa cortés que no acaba de salirme del todo.

    Termino la bebida antes que el periódico, y me gustaría tomarme otro güisqui. ¿Por qué no?, me digo. Pero decido que no tengo ganas de ver otra vez a la chica de la sonrisa congelada y que me suelte que esta vez no hay güisqui ni hielo ni vasos, o que, simplemente, me diga que deje de dar el coñazo y que me duerma, como el tipo de al lado. Miro la programación de la televisión y caigo en la cuenta de que da igual lo que pongan esta noche, porque estaré a miles de kilómetros de distancia; en cualquier caso, nunca veo mucho la tele. Cierro el periódico y lo coloco junto a las revistas de venta a bordo. Una azafata diferente pasa y me recoge la bandeja con el vaso y la servilleta, que no se ha tragado el gordo. Pliego la mesita, echo hacia atrás un poco el respaldo y trato de olvidarme de los ronquidos de mi compañero, e intento dormir un poco.

    Es inútil. Paso un rato en una especie de duermevela, pero mi mente me lleva una y otra vez a aquella noche de noviembre que tantas veces he rememorado a lo largo de este tiempo. Y vuelvo a recordar cómo empezó todo.

    CAPÍTULO II

    Julio y yo éramos amigos desde pequeños, vivíamos en el mismo barrio e íbamos al mismo colegio, de hecho, estuvimos juntos hasta secundaria, pero él repitió un par de veces; sin embargo mantuvimos la amistad. Yo fui, con el paso del tiempo, cambiando de amigos: a los del barrio les sucedieron los del instituto y, a éstos, los de la universidad, y él siempre me acompañó. Compartimos desde críos los juegos en la calle (sí, entonces los niños jugábamos en la calle, al fútbol, al rescate, al churro, a la olla, a las chapas y a mil cosas más). También el descubrimiento de bandas de rock que escuchábamos sin parar: Beatles, Stones, Credence, Led Zeppelin, Kiss, luego el punk y la New Wave. Los libros, menos, porque a mí me encantaba la lectura pero al él no tanto; sólo leía cómics, y a mí no me interesaban demasiado. Después, las aventuras importantes: empezamos a salir con chicas, ir a conciertos y frecuentar bares y discotecas.

    Julio no completó el bachiller y se puso a trabajar en la gestoría de su tío. Él, como yo, era hijo único, y también compartíamos que nuestras madres eran viudas. Yo terminé COU, aprobé la Selectividad, y empecé Periodismo, no sé bien por qué. Había diferentes posibilidades y ninguna me llenaba del todo, pero tenía claro que quería ir a la Universidad, supongo que era algo que había idealizado, me llamaban la atención las viejas historias de revueltas estudiantiles (en mi cabeza se mezclaban el Mayo del 68 con Woodstock, Wight, Berkley, los hippies), el ambiente liberal y las chicas, claro. Además, para mi madre, que trabajaba de ordenanza en el Ministerio de Industria, era su gran ilusión, que su único hijo tuviera una carrera universitaria. En mi familia nadie lo había logrado. De modo que me matriculé en la Complutense y ahí descubrí todo un mundo muy distinto al que había conocido hasta entonces. Hice nuevos amigos, aprendí a jugar al mus y me pasé buena parte del primer curso en la cafetería, que, en aquella época, era, con toda probabilidad, uno de los lugares más animados de Madrid. Cuando llegaron los exámenes tuve que ponerme las pilas y darme la gran panzada de estudiar. Conseguí aprobar todo, menos tres asignaturas, que dejé para septiembre; luego, dos de ellas también las aprobé; sin duda, un triunfo. Mi madre estaba orgullosa y, a decir verdad, yo también. El verano lo pasé como siempre, en Madrid. Sé que ahora resulta raro, pero mi madre y yo jamás salimos de vacaciones. En mi barrio los chicos que salían era porque su familia tenía casa en algún pueblo; no era nuestro caso. De todas formas no me importó. Trabajé de socorrista en una piscina y estaba deseando volver a clase (algo que hasta entonces nunca me había pasado) para encontrarme con mis nuevos amigos y con Lucía, sobre todo, con ella.

    Ese curso, en el bar de la Facultad, había conocido a Roberto, que era un año mayor que yo. Su padre era un importante abogado que empezaba a frecuentar círculos políticos. Él empezó a estudiar en ICADE, pero suspendió prácticamente todo, y su viejo, como escarmiento, le obligó a matricularse un año en la Complutense. Menuda idea. Creo que pasó más tiempo en nuestra cafetería, que era también el lugar de encuentro de otros muchos estudiantes del campus, que en las aulas; de hecho no creo que apareciese mucho por la Facultad de Derecho. Lo cierto es que a Roberto le encantó el ambiente, tanto que siguió sin estudiar y decidió que permanecería allí todo el tiempo que le fuera posible. Aunque era evidente que veníamos de planetas distintos, enseguida congeniamos y nos hicimos inseparables. Era un gran tipo, alto, fuerte y guapo, el típico chaval de buena familia, de aspecto sano. Como un deportista americano me parecía entonces, con buenos modales y simpático con todo el mundo. Un líder natural. Le gustaba presumir de nuestra amistad (lo que a mí, en el fondo, me llenaba de orgullo) y era muy generoso con el dinero de su padre. Pronto empezamos a salir con otros compañeros, se formó un numeroso grupo a nuestro alrededor. A veces, yo traía a Julio, que también hizo buenas migas con Rober. Bebíamos, fumábamos porros de vez en cuando, salíamos con tías sin ninguna gana de comprometernos, y nos reíamos, nos reíamos mucho, nos reíamos prácticamente de todo. Supongo que éramos los príncipes de la ciudad. Al menos nos sentíamos así.

    A finales de marzo, como cada año, organizaron en la Universidad la fiesta de la primavera, y allí conocimos a Lucía. Ahora que lo pienso, aunque ella no tuviera ninguna culpa, su aparición fue, probablemente, lo que cambió todo. Me refiero a ese pequeño y mágico mundo de infancia prolongada, amistad, despreocupación y diversión que nos habíamos construido. Y también a lo que vino después.

    Aquella tarde yo estaba bastante borracho. Rober, como siempre, hizo de relaciones públicas con su encantadora sonrisa (mejor incluso que la sonrisa profesional de la azafata que no sabe de bourbon y güisqui, todo hay que decirlo). Al anochecer, el grupo de ella y el nuestro terminaron juntos, tirados en el césped, charlando y riendo como si nos conociéramos desde siempre. Lucía también había bebido bastante, nos enrollamos y, bueno, fue como era entonces: abrazos, besos, toqueteos y poco más. Aun así, en mi memoria lo guardo como una tarde de las más especiales que recuerdo.

    Al día siguiente quedamos los dos en el bar de la Facultad, y supongo que ambos quisimos restar importancia al asunto, estábamos de fiesta, habíamos bebido y ninguno deseábamos comprometernos en serio. O eso pensábamos. Así que continuamos viéndonos dentro del nuevo grupo que se había formado con las dos pandillas. Aquellos días pasábamos mucho tiempo en el campus, tomando litronas, jugando a las cartas, discutiendo para arreglar el mundo. A veces echábamos partidos de fútbol chicos contra chicas (eran muy divertidos aunque ellas nos molían a patadas) y competiciones de pulsos. Al fin y al cabo no éramos más que chavales, eso sí, algo gallitos, tratando de impresionar a las chicas. Roberto, como era zurdo, siempre ganaba con la izquierda y, a veces, también con la derecha. Le encantaban los retos, competir y, sobre todo, le encantaba ganar.

    Puede que aquellos fuesen los mejores meses de mi vida. Pasaba el tiempo

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