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Verdes, azules y turquesas
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Libro electrónico332 páginas5 horas

Verdes, azules y turquesas

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Información de este libro electrónico

¿Casualidad o causalidad?
Con la vida y el alma prácticamente en ruinas, Martina acepta una propuesta de cambio de aires a diez mil kilómetros de su destruida zona de confort.
Ella, que vivía entre grises, entre las sombras que dejaron los acontecimientos de los últimos años, sin ilusión ni expectativas de volver a vivir de nuevo; el azar o el destino coloreó de verdes, azules y turquesas su andadura, preludio de su transformación personal, viéndose inesperadamente en el lugar que nadie jamás hubiera imaginado, convirtiéndose en cómplice por sorpresa para ayudar a finalizar un capítulo que comenzaron otras almas cien años atrás.
Martina aprendió a perdonarse, a perdonar a la vida por todo lo que esta le quitó; a cambio, la vida le obsequió con el tesoro más valioso que se puede poseer.
Bajo la inexplicable magia de las benditas casualidades o la acertada armonía de la remota causalidad, supo pasar página, cerrar puertas y abrir ventanas, convencida de que el amor es lo que verdaderamente mueve al mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 oct 2022
ISBN9788411443494
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    Verdes, azules y turquesas - Marisi López

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Marisi López

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-349-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    «Algunas cicatrices no duelen»

    1

    A lo lejos y entre sueños, creí escuchar al despertador. Por un momento, el cansancio y la somnolencia, me hicieron olvidar que tenía un vuelo en un par de horas. Salté de la cama soplando mientras buscaba mis zapatillas por el suelo. No me podía creer que, con lo que esperé aquel día, a mi subconsciente le quedara ganas de sacar su lado perezoso justo en aquel momento.

    Corrí al baño y al resbalar el agua tibia por la espalda, pisé la realidad, a lo que por decisión propia decidí enfrentarme, y ahí fue, cuando ya en plenas facultades mentales, sonreí con los ojos cerrados bajo el agua de la ducha. Fue curioso, estaba justo en la frontera de lo que empieza y de lo que acaba. Cada movimiento, cada cajón que abría, cada mirada al espejo, tenía la perturbadora sensación de que cerraba una etapa de mi vida, como si esas imágenes que quería retener en mi cabeza fueran los únicos fotogramas que recordaría de todo lo que había vivido hasta entonces. Lo tenía todo perfectamente estudiado para ejecutar la «causa-efecto» que planeé con el ansia del suicida que prepara su final. Era raro, pero no quería detenerme en analizar esas sensaciones. Entendía que las tenía que vivir y, por supuesto, de la mejor manera. Fue por ello que escogí un vuelo a esas horas, para no tener tiempo de pensar antes de ir al aeropuerto. Eran las tres y media de la madrugada, y a esa hora solo se provocaban el desvelo aquellos que, como yo, tenían que hacer algo importante.

    Desayuné —por llamarlo de alguna manera—; tomé café, imprescindible compañero de los madrugones, cerré mis maletas con las cuatro cosas que necesité a última hora, acomodé los cojines del salón, fui a mi habitación, cogí mi cajita de recuerdos que era como mi tarjeta de identificación, la arropé en el fondo de mi bolso de mano, busqué mi libro de cabecera en la mesita de noche, y miré a mi habitación con una mezcla de nostalgia, resignación y valentía mientras apagaba la luz y cerraba la puerta. Pensé que sería más fácil todo aquello, incluso sentí en cada minuto más que pasaba que podría estar equivocándome, que quizás era demasiado drástica la idea de alejarme de todo y empezar a diez mil kilómetros de nuevo. No es que fuera miedosa, es que los cambios, a veces, me daban un poco de vértigo. Recordé las palabras de mi madre: «Martina, a veces los cambios son necesarios». No me agradaba la idea de ponerme melancólica en aquel momento de soltar todo, aquello que estaba haciendo era para algo bueno, era algo necesario, y duraría lo que tendría que durar. Tenía por delante seis meses para darme la oportunidad de parar, respirar e intentar volver a vivir, de desprenderme de los ropajes viejos que la vida me obligó a lucir y caminar desnuda si era necesario para intentar que todo se renovara de dentro para afuera. Lo importante es que yo estuviese bien, por lo que no le daría más vueltas en bucle a nada. Estaba todo meditado y daba el paso, aunque me estuviese equivocando. Era necesario hacerlo. Era necesario equivocarse si era un error, no había nada más que objetar a aquellas alturas.

    Cogí las maletas, me dirigí hacia la puerta, metí las llaves por fuera en la cerradura y miré mi salón como quien contempla un paisaje. La vista se me clavó en la sonriente foto que tengo de mi hermano con mis padres en la mesita de la lámpara, suspiré y, de alguna manera, me encomendé a su ayuda desde mi más silenciosa soledad. Apagué la luz y cerré la puerta a la vez que cerraba los ojos, dos vueltas al cerrojo y en la garganta noté un nudo al que no quise hacer caso. Agarré con fuerza las dos maletas, convertidas ya en tablas de náufrago e impaciente esperé a que subiera el ascensor.

    Entré. No fui capaz de mirarme en el espejo. Evité una mirada de desconfianza a mí misma, sabía que si paraba a observarme seguiría haciéndome mil preguntas que, llegado a aquel punto, no sabía si quería responder, ni siquiera cuestionar, así que, huyendo de cualquier conexión con mi propio reflejo en el espejo, cabizbaja y disimulando esa absurda incomodidad de sentirme vigilada, paró el ascensor y salí rápido de los dos interminables metros cuadrados de mínima cordura.

    Salí al portal. Desde la cristalera de la puerta pude ver el taxi que puntual me esperaba. Eran las cuatro en punto de la madrugada. Atento el taxista, un chico joven de piel morena y acento latino, se dispuso rápido a ayudarme con el equipaje.

    —Buenas noches o buenos días.

    —Hola —contesté con desgana. Acomodó las maletas en el coche. Digno aquel muchacho que, pese a mi poca simpatía y mínimas ganas de hablar, con admirable cortesía, hasta me abrió la puerta trasera del taxi para que subiera. Le sonreí forzosamente y le di las gracias por su caballerosidad.

    —Dígame, ¿dónde vamos?

    —Al aeropuerto, por favor. —Me ajusté el cinturón de seguridad y el coche comenzó a circular.

    Me quedé mirando por el cristal el portal de mi piso y poco a poco fue aflojándose el nudo que tenía en la garganta. Se me quedó la vista perdida a media altura en ninguna parte y estuve así, en ningún sitio, varios minutos, hasta que el taxista me llamó la atención.

    —Mi nombre es Mateo.

    Buscaba el chico mi mirada por el retrovisor. Yo me limité a sonreír asentando con la cabeza. No sabía la manera de explicarle que no tenía la mínima intención de entablar conversación con él, es más, no quería hablar con nadie en ese momento. Dentro de mi cabeza y de mi pecho había enroscada una tormenta de sentimientos brutal. No me apetecía ser cordial con nadie ni siquiera por educación, pero no sabía cómo hacérselo entender.

    —Llevo seis años en España —insistió el muchacho—. Soy de República Dominicana.

    Ahí fue donde despertó mi interés y le busqué por el espejo incrédula por la casualidad del momento.

    —Cojo un vuelo para tu país en dos horas.

    Vi cómo los ojos le sonreían en el estrecho reflejo del retrovisor.

    —¡Vaya! ¡Y yo que pensaba que usted era muda! —se reía—. Soy de San José de Ocoa, un pueblito que está al sur de la península.

    —Yo voy a Bávaro—me atreví a contarle.

    —Muy bonito lugar para las vacaciones.

    —No, no voy de vacaciones. Voy por motivos de trabajo.

    —¡Wow! Fíjese cómo es la vida. Yo viajé a su país por trabajo y usted hace lo mismo y viaja al mío, ¡la vida está muy mal ordenada! Si nunca estuvo en mi país, le va a gustar. Lo único que allá la vida no es como acá. Para unas vacaciones es un lugar ideal, es un paraíso; para subsistir cambia mucho la historia, aunque nosotros los dominicanos siempre estamos bien. Es nuestra manera de ser.

    Me dejó pensativa con aquellas palabras que procedían de alguien que venía de donde yo iba. No podía ser que, por un momento y después de todos los fantasmas que tuve que ahuyentar, por una maldita casualidad me volvieran a visitar todas las dudas que dejé por el camino. Me sobrevolaba la inseguridad de si todo sería tan perfecto como había imaginado o me estrellaría de nuevo como normalmente acostumbraba a hacer en la vida. Ese chico estaba poniendo en un segundo al límite todas mis expectativas. Suspiré al borde del agobio y le miré fijamente.

    —Bueno, es cosa de vivir la experiencia.

    Con esa frase intenté convencerme a mí misma de que todo iría bien. Quería estar tranquila, no podía volver a la suspicacia de que pegaría un patinazo, y aquel derrape no sería poca cosa. Llevaba un contrato de seis meses en un hotel de lujo como gerente de ventas de una prestigiosa cadena hotelera y quizás haría algo de relaciones públicas dentro del complejo. Mi estancia allí no era cuestión de probar y si no me iba bien volverme, tenía que cumplir con el contrato y, por supuesto, defender mi compromiso a quien me dio aquella oportunidad de cambio, mi jefe, que últimamente me vio muy perdida y a pesar de ello apostó por mí para aquella vacante. Me enfrentaba a guardar el equilibrio durante mínimo seis meses sin permitirme el lujo de flaquear. Entendía que podría ser raro, incluso difícil, pero ese cambio lo necesitaba, y auguraba que solo allí sería capaz de asentar los pies de nuevo en el mundo y decidir qué hacer con mi vida.

    Llegamos al aeropuerto —menos mal que el trayecto no dio para más conversación—, me estaba angustiando bastante. Pagué la carrera y me bajé del taxi. El chico sacó las maletas y con melancolía me dijo:

    —Acuérdese de este pobre taxista dominicano que cambió el paraíso por una vida mejor para su familia. Cuando llegue a una de sus playas y meta los pies en el agua, acuérdese de mí, por favor. Ojalá algún día pueda llevar a mis hijos a que conozcan el país de su papá.

    —¡Seguro que ese día llegará! —le exclamé mientras me reía muy falsamente y cogía mis maletas.

    —¡Buen viaje, señorita! —me deseó educado aquel taxista.

    —Gracias —le correspondí mientras me dispuse a alejarme mirando el reloj y sacando del bolso la documentación para viajar. Daban las cuatro y media de la mañana.

    Entré en el aeropuerto. Las madrugadas allí son distintas, diría que no existen salvo por algún que otro viajero que dormía en los asientos usando de almohada alguna maleta. Me sentí pequeña, tan solo me acompañaba el ruido de las ruedas de mis trolleys. Facturé y, aliviada por ir sin equipaje, me indicó la señorita donde hice el check in la puerta de embarque a la que me tenía que dirigir.

    Llegué a pasar el control de seguridad y, justo allí, cuando iba a quedar a las órdenes de la policía para dejar mis cosas en la cinta del escáner, escuché una voz que me llamaba. Comencé a temblar y se me paralizó el cuerpo. Era Robert. No me lo podía creer, estaba allí, en el aeropuerto, llamándome, fue a buscarme. No podía fingir que no me importaba ni que incluso hizo que me emocionara de tal manera que me dieran unas ganas tremendas de llorar. Justo allí no podía aparecer, me hizo demasiado daño y, entre otras cosas, él, de alguna manera, contribuyó directamente a provocar mi estampida, como para intentar parar de nuevo todo a unos minutos de coger un avión rumbo a recomponer los pedazos que él dejó de mí.

    Le esperé mucho tiempo, muchas horas, muchas noches, días, meses, y ni rastro. Supuse que ya sabía que era yo quien iba a alejarse de todo literalmente. Se creyó con la licencia de ir a no sé qué demonios para volver a desordenarme la cabeza.

    Robert y yo estuvimos juntos cuatro años, pero acabó la relación y creo que de la manera más catastrófica que nadie pudiese imaginar. Él era escritor, y como buen artista, un ser extraño y a menudo con una conducta fuera de lo común. Le conocí a través de una amiga, Paola. Ella era fanática de los libros y había asistido a alguna que otra charla que él dio por Madrid. Robert era de un pueblo del norte y, al mudarse a la capital, Paola le invitó a salir con nuestro grupo de amigos para que conociese a gente. Congeniamos bien desde el primer momento. Yo era rara a la hora de relacionarme con gente nueva, pero con él en su momento fue distinto. La noche que nos conocimos quedamos en un pub del centro de Madrid y desde que nos presentaron estuvimos toda la noche hablando. Compartíamos aficiones y gustos, opuestos en muchos sentidos, pero había equilibrio. Fue buena la conexión que surgió entre los dos.

    Al principio me aterró la idea de empezar una relación, porque no entraba en mis planes, pero creía sentir que era algo especial y no me pude resistir a dejarme llevar por él. Comenzamos con un café alguna que otra tarde, seguimos con mensajes filosóficos de la vida durante varias semanas, después una propuesta de cena y copa, y justo a los tres meses, me vi pasando la noche con él en mi apartamento. Pensé en su momento que nació algo bonito y sincero, tanto que volví a sonreír a su lado. Creí sentir seguridad, plenitud y un bienestar que, para no contar con ello, me hacía estar tranquila, sin premeditar nada. Teníamos una relación estable y fluida, sin problemas, sin agobios. Me daba mi espacio y yo el suyo.

    Al año de relación me insinuó la idea de vivir juntos. Pasábamos más de la mitad de la semana en su casa o en la mía, y pensó que podríamos dar un paso más con lo nuestro. Me pareció algo totalmente abrumador. Estaba muy bien con él, pero no quería ilusionarme de tal manera que cuando aquello se acabara me doliera más de lo que tenía planificado. Siempre tuve la recelosa corazonada de que Robert era alguien pasajero en mi vida, convivir para mí era un punto y aparte personal. Llevaba varios años viviendo sola y no me atraía la idea de pronto tener que adaptarme a las manías de nadie. Daba igual quien fuera. Rara como me considero, no sabía si aquella iniciativa estaba hecha para mí, pero accedí a su propuesta con la única condición de que él se mudara a mi piso. Robert estaba de alquiler, yo pagué lo que me quedaba de hipoteca con un extra que percibí por un proyecto de mi empresa, así que era lo más lógico. No estaba muy segura de aquel giro en mi vida, pero pensé que a mis treinta y dos años, por incoherente que yo pensara que fuera, suponía que era hora de pensar en algo serio y dejar a un lado un poco los rasgos más marcados de mis manías personales.

    Me sentía bien con él, en los comienzos de nuestra historia fue infinitamente atento conmigo, un tipo ambicioso en la vida, perfeccionista en su trabajo y defensor de su vocación: escribir. Logró trabajar en la redacción de una editorial, aunque no llevaba demasiado bien eso de poner a punto libros de terceras personas para su publicación. Él era escritor, quería ser quien estaba al otro lado de la mesa, y aunque consagró su tiempo a su tercera novela, no le iban las cosas como deseaba. Siempre nadaba entre la frustración y esa lucha interna, porque pensaba que el sacrificio era directamente proporcional al éxito. Se pasaba las noches enteras sin dormir sentado en el ordenador escribiendo. Mil veces lo encontré por las mañanas dormido encima del teclado de la mesa de su despacho con las gafas puestas de medio lado.

    Todo iba relativamente bien entre los dos. Éramos dos seres raros por naturaleza, pero la convivencia era aceptable. En la cama dábamos rienda suelta a nuestras singularidades y sabíamos cómo satisfacer al otro sin pedirlo. La relación era tasadamente perfecta, tanto, que a Robert le publicaron su tercera novela cuando la terminó. En su editorial quisieron darle la oportunidad con una tirada pequeña e introducirla en el mercado a ver qué tal rodaba y no le empezó a ir nada mal.

    El problema, su problema, surgió cuando un día al despertar me encontré mal. Tenía mareos y muchas náuseas. Él me llevó al hospital, no paraba de vomitar y no me podía incorporar de la cama. Me hicieron una analítica. Cuando entramos en la consulta a darnos los resultados, nos dieron la enhorabuena. Estaba embarazada de unas cuatro semanas.

    Robert se quedó callado sin mirarme. Yo esperaba al menos un gesto de alegría que compensara un poco tanto mi malestar clínico como el ciclón de pensamientos que como mujer brotaron en mí en menos de un segundo. Yo también pensé que no era el mejor momento. No quería llamarlo accidente, porque era fruto del presunto amor que nos teníamos. Éramos una pareja estable, llevábamos tres años durmiendo juntos. Entendía que era algo que podría pasar apurando recursos, algo natural entre dos personas que mantienen sexo prácticamente a diario, pero no, Robert se quedó callado, se levantó de la consulta de urgencias y me dejó sola sentada con el médico que no sabía qué cara ponerme. Se limitó a preguntarme si él era mi pareja. Yo le contesté que después de lo que acababa de hacer ya no lo sabía.

    Robert siguió todo el camino callado. La vuelta a casa la hicimos en silencio. A mí la desesperación, los miedos y supongo que la alteración de hormonas que tendría en sangre me echaron a llorar. No sabía por qué lloraba, pero era lo único que me apetecía hacer en esa situación. Era triste que una pareja se tomara esa noticia de aquella manera, era lo más triste que le podía pasar a alguien, que cuando naciera y creciera se enterara de cómo se tomaron sus padres el saber de su futura existencia en el mundo.

    Particularmente, me gustaban los niños. Tenía dos sobrinos y alguna amiga que otra ya había tenido bebés. Nunca se me pasó por la cabeza tener los míos propios. Pienso que esa llamada que te hace la naturaleza en forma de maternidad aún no había llamado a mi puerta, pero estaba claro que ya llegó; y aunque todo pasó en muy pocos minutos, ya podía sentir algo muy especial y extraño dentro de mí que hacía que todo fuera muy distinto al día anterior.

    Llegamos a casa. Él fue directamente a la ducha, yo me senté en el sofá. Cuando me quedé sola, me miraba la tripa, y aunque seguía llorando con una mano en el bajo vientre, fui capaz hasta de sonreír. Fue mágico eso de sentir una vida dentro de mí de un minuto a otro. Robert salió del baño y se dirigió hacia mí. Me dijo que no era momento de tener ese hijo, que él no podía hacerse cargo de nosotros, que llevaba toda la vida esperando una oportunidad para su carrera de escritor y, ahora que empezaba a despuntar, no podía responsabilizarse con un trabajo para mantenernos y formar una familia, que me quería mucho, que era una mujer increíble, pero aquello lo había desbordado. Todo eso lo decía mientras abría la habitación que teníamos en el hueco de las escaleras y sacaba sus maletas. Arrugué el entrecejo, para mi cabeza era inviable ver cómo recogía sus cosas para marcharse. ¡No podía ser, Dios mío! Hacía una hora que me enteré que esperaba un hijo de él y ese hombre se limitaba a largarse de casa como si tuviera la peste, de la manera más egoísta y cruel que se podría hacer, ni siquiera dignándose en preguntarme que cómo me sentía ni lo que yo pensaba de todo. Simplemente nos abandonaba y se suponía que allí acababa lo nuestro. Me quedaba sola, embarazada y punto final.

    Aquella situación me dejó al límite de la estabilidad mental, tanto, que no era capaz de pestañear. Mi inmovilidad y mi silencio profundo en el sofá contractaba con el nerviosismo y el monólogo de excusas que él hacía mientras metía sus cosas a granel en las maletas, monólogo que no fui capaz de escuchar. Recuerdo que hablaba y hablaba, quizás para argumentar lo que estaba haciendo, pero no recuerdo realmente lo que me decía, tan solo recuerdo que abrió la puerta y, sin mirarme a la cara, me dijo que lo sentía, y se marchó. Lloré tanto aquel día, tanto, que me quedé dormida en el sofá.

    Cuando desperté, era domingo. Me notaba los ojos hinchados y pegajosos de la llantina de la noche anterior, pero estaba bien; además, curiosamente me sentía acompañada. Crecía un bebé en mí, una criatura que tendría a un energúmeno como padre, pero era mío y de nadie más, me las apañaría para sacarlo adelante. Hubiese sido incapaz de arrancarlo de mí y mucho menos de suplicarle a nadie que no me dejara sola, porque ya no estaría sola nunca más en mi vida.

    Llamé a Paola. La invité a comer a casa como si no hubiese nada que contar y pude compartir con alguien de sentimientos puros e incondicionales la odisea en la que me vi envuelta en cuestión de unas horas. A las únicas personas que eché de menos en esos momentos tan vertiginosos fue a mis padres. Necesité de ellos un beso, que me dijeran que todo iría bien, que estaban felices de la llegada de ese nieto y que saldríamos todos adelante sin problema. Aunque ellos ya no estaban conmigo, los podía sentir a mi lado.

    Al día siguiente llamé al trabajo. Les dije que tenía un cuadro de gastroenteritis agudo para no acudir. Sentía muchas náuseas y prefería esperar para ver si se me pasaban antes de dar la noticia. No tenía claro cómo iba a decirlo, ni la reacción de mi jefe, quise esperar unos días para poder asimilar mi nueva situación.

    Retomé el trabajo una semana después como pude. Al menos no tenía tantos mareos y, al trabajar en una agencia de publicidad, estaba sentada la mayoría del tiempo; eso sí, la cabeza no la tenía para nuevas ideas promocionales, pero bueno, esquivaba cualquier tipo de conversación con los compañeros que me obligaran a dar algún detalle personal y pude pasar unas semanas en mi burbuja más particular.

    En seis semanas, Robert no fue ni para enviarme un miserable mensaje y preocuparse, ya ni siquiera de mí, sino de su hijo; sinceramente, quise pensar que él, poco a poco iría digiriéndolo todo y volvería a casa en cualquier momento. Era imposible que lo que hizo se quedara tal y como lo dejó. Era demasiado cobarde y ruin, pero no apareció por ningún sitio. Su familia, que estaba al tanto de lo ocurrido, me apoyó muy forzosamente, puesto que lo primero que me insinuaron, tanto la madre como la hermana de Robert, fue que siempre me quedaba la posibilidad de no llevar a término mi embarazo por las circunstancias de encontrarme sola. Yo defendí mi decisión de ser madre soltera y, aunque se les notó escépticas desde el primer momento, sentí que de alguna manera tendría algún tipo de apoyo.

    Una mañana al despertarme había sangrado. Me asusté tanto que directamente fui al hospital y, tras una ecografía, a mi bebé ya no se le escuchaba el tambor que tenía por corazón. Sentí tanto dolor, tanta rabia de no poder llorar abrazada a alguien, ni de poder culpar en la cara a la persona que no deseó que esa criatura viviera. Sentí mucha lástima, lástima de mí, de verme y sentirme sola, como siempre, tragándome algo tan doloroso como es una noticia de ese tipo. Me hicieron un legrado esa misma tarde y, con ello, se puso fin a mi corta aparición en la etapa de la maternidad. Fue tan bonita como dura a la vez. Intenté ponerme en contacto con las que hubiesen sido la abuela y la tía de mi hijo para contárselo, pero nadie me devolvió la llamada ni contestaron a los mensajes que les envié para hablar con ellas. Directamente desaparecieron, me apartaron de un plumazo de sus vidas al puro estilo de su hijo y hermano.

    Bea, una muy buena amiga psicóloga que conozco desde el instituto, me fue a visitar dos días después alertada por Paola. Anímicamente no me vio en condiciones y pensó en que ella era la mejor ayuda para una cabeza rota. Me sentó muy bien hablar con alguien desde lo más profundo de mí, con ella siempre es todo más digerible. No me levantaba del suelo en el mismo instante del derrumbe, pero se acostaba conmigo para acompañarme hasta que poco a poco conseguía incorporarme de mis catástrofes mentales. Tuve pensamientos suicidas años atrás cuando pasó lo de mi hermano y, gracias a ella, se fueron disipando, haciéndome ver que ese no era el camino correcto. No debía coger un atajo cuando me perdía, era mejor sentarme a esperar a que alguien pasara a mi rescate antes de tirarme por un precipicio. Me metió la idea de que las cosas pasan por algo y las que no también, y todos esos rollos que, aunque los mires desde lejos e incluso seas capaz de discrepar sus argumentos, al aplicarlos en aquel momento a mi vida actual fueron como una cicatrización exprés en las heridas. Al menos la rabia y el odio que me creó los últimos acontecimientos hacia Robert los canalicé un poco. Fue bueno sacar mi ira, al fin y al cabo, entendí que no era sano convivir en guerra con alguien que ya no tenía nada que ver conmigo. Yo era la única persona con la que tenía que dormir todas las noches, qué mejor que me llevara bien conmigo misma, que era mi mejor compañía; así que solté, fluí y comencé a aflojar la cuerda imaginaria que puse en el cuello de Robert para que se asfixiara.

    De eso hacía ya siete meses. En todo ese tiempo, y aunque se enteró que perdí a su hijo por amistades en común, no se dignó en preocuparse por mí, es más, intentó ir a casa a recoger algunas cosas que dejó olvidadas cuando yo no estaba. Cambié la cerradura a su partida y, al no poder entrar, desistió la idea de llevárselas para evitar verme. Yo tampoco quería tropezar con nada suyo en casa, por lo que algunas cosas me regalé el gusto de tirarlas a la basura y otras se las di a Paola para que se las hiciera llegar. Quería dejar mi casa limpia de todo lo negativo que me recordara a él y sus cosas. Llegó al punto de que me molestaba verlas, pero se presentó allí, siete meses después de abortar sola, casi nueve de largarse de casa, con el pretexto de que me dejó embarazada sin querer, a un paso de cruzar a mi nueva vida. A las cinco de la mañana fue a buscarme al aeropuerto.

    —¡Tina! ¡Tina!

    Me llamó a gritos mientras corría hacia mí. Me quedé impávida justo detrás de las cintas para acceder al control de seguridad policial. Robert llegó cansado de la carrera, tanto que, faltándole el aire, se encorvó y apoyó sus manos en las rodillas. Respiraba entrecortado por el esfuerzo e intentaba recuperar el aliento.

    —Tina, he sido un auténtico desastre contigo, soy un monstruo, el peor hombre del mundo, ni siquiera me merezco que me mires, pero no sabía cómo hacerlo. Me descolocó por completo la llegada del

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