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El juego de tres
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El juego de tres

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A veces, ni una vida hace imposible el amor eterno.

El juego de tres es un relato que trata del amor intrascendente y del que perdura a lo largo de la eternidad, escrito desde la perspectiva de tres jóvenes durante la Valencia gris del posfranquismo. Es un texto duro, muy crudo, que nos transporta a un momento de cambio entre la libertad y el exceso.

A Ana, Toni y Miquel les une un nexo determinante: la buena suerte y también la facilidad para escoger opciones, sin temor a que las consecuencias se vuelvan en su contra. Sus vidas transcurren en plenitud, desde el acomodamiento, gracias a la excelente posición de sus familias. A cambio, estos tienen que participar en un rol impostado, a diferencia de otros de su edad que viven las mieles de un efervescente estallido de gozo irrefrenable -y que en algunos grupos se extrema hasta la anarquía-.

La amistad entre ellos terminará por aislarlos de todo. Cuando paradójicamente la sociedad celebra la emancipación, ellos se imponen unas normas. ¿Una de ellas? Prohibido enamorarse.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento28 sept 2018
ISBN9788417533762
El juego de tres
Autor

Davit Marchuet Màs

Davit Marchuet Màs (Valencia, 1970). Le han interesado siempre las artes y, a lo largo de los años, ha participado en varias disciplinas. Estudió en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos de Valencia, lo que le lleva a desarrollar una carrera profesional como diseñador gráfico y, posteriormente, a fundar una editorial de productos multimedia. Es aficionado a la pintura realista, en la que destacan retratos y desnudos. Escribió algunas obras de teatro durante su adolescencia con las que descubrió el placer de la escritura. Ha participado en varias publicaciones con relatos cortos y ha escrito diversos artículos en periódicos, como Levante-EMV y Las Provincias. Durante cinco años colaboró activamente en la revista Lletrafaller como autor de la sección «L'Auca». El autor, en El juego de los tres, su primera novela escrita originalmente en valenciano (ISBN 9788417382384), apuesta por un relato descarnado en el que deja constancia de su interés por la relación del ser humano con la evolución del espíritu. eljocdelstres.com

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    El juego de tres - Davit Marchuet Màs

    Rudimento

    —Después de once días clínicamente muerto, el doctor se vio obligado a desincrustar el volante de mi estómago. La mayor parte de mis intestinos se pudrieron durante el largo tiempo de espera. ¡El accidente frontal de mi coche contra ese camión me reventó por dentro! La intervención fue tan terrible que tan solo me unieron con siete puntos de sutura. Hace poco, después de diez años de la operación, mi cuerpo rechazó el último nudo hecho con ese maldito hilo basto, parecido al alambre.

    —¿Y durante ese tiempo? —pregunté yo con la curiosidad de quien desea encontrarse con una historia fascinante.

    Entonces calló y miró a los suyos, como pidiendo perdón por tantos años de reserva. Fue un breve silencio, un corte necesario para dejar atrás un relato que, ante el desconocimiento de sus familiares, se convirtió en esa historia fascinante.

    Conversación del autor con C. M. A. G.

    1

    Sobresalto

    La amenaza terrorista mantenía en alerta a todas las fuerzas de seguridad. En aquella época, el grupo independentista actuaba prácticamente a diario y con una brutal contundencia. El mes anterior, ETA¹ intensificó sus acciones y, en concreto, la tarde de ese jueves, cuatro nuevos asesinatos se añadieron a la larga lista de víctimas. Se preveía un verano dramático.

    En un edificio del Carrer de Baix, un estruendo resonó en medio de la calma de la siesta. No pasó ni un minuto del ruido que se escuchó por la escalera cuando la vecina del piso superior, la señora Casilda, alertó a la policía. Las alarmas se activaron con rapidez y el operativo actuó con una prontitud inusual.

    El estrépito provenía de una local en el bajo de un antiguo edificio, declarado en ruinas por el Ayuntamiento. En el barrio de El Carme había muchas edificaciones como aquella que, siendo habitual en la época, eran abandonadas de la mano de Dios o, mejor dicho, de sus gobernantes. En los años ochenta, la Administración valenciana estaba ocupada principalmente en hacerse con el control de la recién nacida autonomía y con las estadísticas de intencionalidad de voto, no tanto en conservar el patrimonio.

    El Carme permanecía en el olvido. Este barrio fue el núcleo de la antigua ciudad de Valencia, una ciudad milenaria que se cercó por dos murallas: la musulmana del siglo XI por el este y la cristiana del XIV por el oeste. Sus estrechas calles se concibieron para guardar la frescura de las viviendas, y solo cuando el Sol incide de lleno, a mediodía, sus rayos llegan al adoquinado. Es una de las ciudades más antiguas de Europa y aún conserva el espíritu de una arquitectura propia y la personalidad de un pueblo. El barrio ha sufrido durante su existencia una constante adaptación y, si bien en el pasado resguardó a los musulmanes de los invasores, su futuro se tambaleó en periodos de diversa fortuna. Sus viviendas se convirtieron en palacios de la aristocracia medieval, en un temático barrio gremial, en prostíbulo o en una zona marginal.

    En 1985, el barrio estaba tomado por la decadente juventud que defendía la anarquía con cinturones de cadenas, por punks groseros irrespetuosos con el medio, escoria rebelde fruto de una sociedad que comenzaba a consolidar la democracia. Era residencia de drogadictos, prostitutas baratas y gente de mala índole que ganduleaba para sobrevivir. No pudiendo aspirar a una vivienda mejor, se conformaban viviendo allí en comunas, de mala forma.

    En el desbarajuste, aún quedaban casas de los antiguos nativos que asistían día a día a la muerte de la ciudad que les acogía, aquella que fue noble e histórica. La gente mayor frecuentaba las calles de día, en contraste con los jóvenes desarrapados, que callejeaban por la noche con deseo de fiesta, cerveza y heroína.

    Las campanas de alguna iglesia sonaron indicando las tres y media, melancólicas.

    Bajo un sol de justicia, ya bien entrado el mes de junio, las sirenas se abrieron paso hacia el inmueble. La calle ya se encontraba tomada por los antidisturbios, dos celulares aparcaron de cualquier manera a la altura de la desvencijada puerta. De ellos bajaron agentes armados con la Z-70, creando un cordón de seguridad más reducido. Mientras los curiosos disfrutaban del espectáculo, otro coche de particular también se detuvo en el lugar de la acción. En este viajaba un hombre rechoncho, abatido por aquella profesión que lo apartaba de su auténtica vocación.

    En su juventud, a punto de terminar el periodo de noviciado en el convento de los dominicos del Vedat de Torrent, Ricardo Mendoza renunció a servir a Cristo. El amor carnal se interpuso. El contrito era el sargento de policía, que iba a responsabilizarse de la investigación. La alarma ascendió de inmediato al gobernador civil y la responsabilidad le cayó encima como una losa de piedra. La actuación no pasaría desapercibida.

    Su carrera no pasaba por el mejor momento. A principios de año investigó un dramático caso de corrupción de menores; en la trama de proxenetas quedaron involucradas unas cuantas personas y hasta el teniente de alcalde de Burjassot. Cuatro jovencitas de quince años y dos de catorce, una de las cuales era hija de uno de los pederastas, eran obligadas a prostituirse en fiestas particulares. Desde esa experiencia en la que vio las degradaciones más asquerosas que un hombre podía cometer, necesitó abandonar la función policial y consagrarse en espíritu a Dios, desde la renuncia y el sacrificio. Su aspiración desde entonces fue medrar dentro de la prelatura para continuar la carrera eclesiástica que abandonó siendo joven en pro de la de policía. Para integrarse de lleno en la máxima órbita de los supernumerarios, ya que por economía era imposible, solo le cabía prestar sus servicios y ganarse el favor. Así consagró su existencia a vivir conforme a los mandamientos de monseñor Escrivá. Para el sargento, ser reconocido dentro de la estructura laical representaba el éxito y culminar su sueño.

    Con desagrado se forzó a comenzar el trabajo. En un gesto de desprecio instintivo, se cubrió la nariz con el pañuelo al tiempo que caminó hacia el edificio. Sin prisa se dirigió a la puerta, ignorando el saludo de los policías. Frente a la entrada se detuvo unos segundos y se secó el sudor de la nuca. Lo plegó con delicadeza, cuadrando sus puntas para devolverle su forma inicial dada a golpes de plancha, y se lo guardó escrupuloso en el bolsillo de la chaqueta. Con la argucia solo pretendía ganar tiempo. Mentalmente, el sargento oraba con devoción, preparándose para cumplir un nuevo cometido. Le atemorizaba enfrentarse a ese caso, que parecía que podría intrincarse.

    De una silla de enea desfondada colgaba la escopeta. Cuando llegó aún olía a pólvora y los cartuchos que contenía permanecían vacíos. La vivienda invitaba al desalojo. A lo largo de su carrera profesional, nunca pudo curtirse para aceptar las peripecias de aquellos a los que asistió y tuvo que soportar infinidad de situaciones que le devastaron el espíritu. A la vez que descubría hasta dónde alcanzaba la maldad de las personas, aumentaba en él la intolerancia hacia la humanidad. Frente a ese escenario, con una simple toma de contacto, el demonio de la desconfianza volvió a aparecer.

    La señora Casilda, la vecina del piso superior, se desgañitaba mientras se recogía la bata a la altura del pecho. Los rulos de la cabeza se agitaban al tiempo que chillaba y relataba historias de unos inquilinos que ocuparon, desde hacía unas semanas, semejante cuchitril. El jefe de la policía ordenó que abandonara la casa y, aunque dos agentes la empujaban con respeto hacia fuera del inmueble, ella permanecía fijada al suelo como una estatua.

    Un joven fotógrafo realizó unas instantáneas al boquete, desde donde asomaban las cabezas de unos viejecitos que vivían en la casa contigua. El tabique resultó ser una división del edificio original, que se hizo de ladrillo del cuatro; era muy delgado y débil en comparación con las paredes auténticas. El inspector trató de hacerles unas primeras preguntas a aquellos ancianos, pero no tardó en darse cuenta de que estaban sordos y eran incapaces de mantener una conversación en aquel momento.

    La vecina seguía sin cerrar la boca y los dos agentes, ya sin educación, empujaban con brío a la criatura, que permanecía aferrada al marco de la puerta. La anciana quería ofrecer su versión de los hechos conforme a la experiencia vivida.

    —¡Son de la ETA! —chillaba descontrolada—. ¡Ya lo decía yo, ya! El más alto, chica, con lo guapo que es, creo que lo he visto en el telediario. Lleva un pendiente en la oreja.

    ¿Qué era lo que no estaba bien? El jefe de la policía llevaba más de veinte años de servicio y su instinto parecía no funcionar aquel día. A veces, con tan solo encajar dos o tres indicios, era suficiente como para intuir el suceso y poder establecer una causa. En esa habitación no era capaz de empezar a hilar una trama; únicamente estaba en disposición de asegurar un hecho: lo que hubiera pasado allí, no tenía nada que ver con ninguna banda terrorista.

    Por una parte, la habitación mantenía un cierto orden y, por tanto, nada hacía sospechar que allí se hubiera perpetrado un robo. En un cajón entreabierto cualquier ladrón avispado podría haber visto con facilidad dos billetes de cinco mil pesetas y un puñado de mil, junto a ropa interior femenina bastante descarada. El tiro en la pared, que desprendió una gran cantidad de polvo por toda la estancia, fue disparado de muy cerca, visto el tamaño del orificio. Dibujado en el suelo, debajo de la silla, un círculo de unos dos metros de diámetro contenía un símbolo que no conocía; parecía estar relacionado con alguna secta o rito satánico. Era un triángulo, sobre el cual unas líneas curvas que lo comprendían componían una forma de tres puntas. Toda la sala permanecía cargada hasta arriba de velas de diferentes calibres, consumidas en gran parte hasta el extremo de haberse fundido esparciendo la cera a sus pies. Unas cuerdas, atadas al envigado del techo, caían hasta el suelo, justo encima del símbolo. En una esquina, bajo una ventana que daba a un minúsculo patio de luces, un revistero contenía revistas de índole sexual, de profundo contenido sexual. La más expuesta, Teenage School Girls, publicaba en portada a dos jovencitas chupando unas piruletas en actitud provocadora. Y después un trípode, allí en medio, dispuesto en dirección hacia ese altar perverso y obsceno.

    ¿Qué unía todo aquello?

    ¿Qué pasó en aquel escenario?

    ¿Qué mente enferma necesitaría todos aquellos elementos en su casa? ¿Y para qué?

    El cerebro del sargento buscó respuestas mientras recorría la estancia con la mirada. Al pasar por el lado de la mesa, advirtió unas salpicaduras resecas de lo que parecía ser sangre, y no dudó en tantear su textura. Observó el elemento viscoso, restregándolo entre los dedos, y se extrañó.

    El fotógrafo también empujó, junto a los dos agentes, a la vecina, que aún mantenía el envite frente a las arremetidas de los tres individuos, que desconocían que una vecina pesada es capaz de soportar cualquier cosa con tal de no perderse ningún detalle de la casa de otro. Seguramente, durante varios días, mantendría al corriente del suceso a cualquiera que se cruzara. La información de primera mano es necesaria para tergiversar un relato que esconde una historia que no se sabe, pero se intuye, y ese es el secreto de la verdadera informadora de barrio que no tiene nada más importante que hacer que dedicarse a la labor humanitaria en pro del beneficio colectivo, a costa de la difamación individual. Un poco complicado de entender para mentes bien intencionadas y carentes de un instinto básico del que solo algunas mujeres y hombres pueden complacerse.

    Recorrió la estancia de nuevo y se detuvo delante del soporte. En el artificio no estaba fijada la cámara, era bastante nuevo y casi desentonaba allí. Sus patas abiertas permanecían en medio del escenario como si alguien hubiera hecho uso de ellas. ¿Sería posible que alguien hubiera filmado lo que ocurrió allí momentos antes? No entendía nada. ¿Quién querría filmar qué? Su cabeza procesaba la información: el símbolo, la escopeta, las cuerdas, las revistas pornográficas, el trípode. ¿Qué relación tenía todo entre sí? De repente, comenzó a imaginar una supuesta escena. Las revistas le aportaron un ingrediente sexual: evidentemente, lo ocurrido fue filmado en vídeo. ¿Podría tratarse de una violación terminada en asesinato a manos de un vicioso psicópata?

    El inspector se aturdió. No conseguía pensar con aquel alboroto y ordenó a un agente que pidiera una ambulancia. Seguidamente se dirigió a las ventanas que daban a la calle y las comprobó, cerradas y seguras. No tenían señales de estar forzadas, lo mismo que la puerta, que al llegar los primeros policías se encontraron abierta. Con seguridad los inquilinos abandonaron el inmueble a gran velocidad, sin asegurarse de cerrar. Caminó hasta la cocina, pero no vio fogones ni frigorífico alguno. Todo era muy extraño. Parecía que nadie viviera allí, pero, al mismo tiempo, la casa estaba habitada, eso era indudable. Una cucaracha repantigada se sorprendió por la visita y corrió por el banco, queriendo refugiarse. El inspector, sin que los nervios pudieran alterarlo nunca, cogió un vaso y, boca abajo, encerró al insecto, negándole la libertad.

    ¡Qué duro era el inspector!

    Poseía una mente tan calculadora como fría. El único placer lo experimentaba cuando se sentaba a la mesa para engullir cualquier cosa comestible. Ese comportamiento le llevó a tener una barriga prominente que, unida a un cuerpo tan vasto y desproporcionado, lo convertían en un ser descomunal. Después de tres años de servicio ininterrumpido necesitaba un paréntesis, pero los escasos medios lo mantenían fiel a su compromiso. Estaba harto del sistema, lento y viciado de burocracia, y al mismo tiempo rápido a la hora de soltar delincuentes. Se aisló de la humanidad, era la manera de sobrevivir. La pobre mujer podía intentar complacerlo, pero él permanecía siempre impasible, infranqueable, arisco y seco. Nada en este mundo podía provocarle un gesto de ternura o de visceralidad. Únicamente cuando se encontraba solo cojeaba, a causa de un callo que le fastidiaba el pie derecho.

    ¡Era muy duro el inspector!

    Otro agente llamó la atención del inspector desde las habitaciones interiores. Caminó hacia esas estancias. La humedad dominaba el ambiente. Mientras se adentraba por el estrecho pasillo, percibió el olor a viejo, a podrido. En la habitación, que parecía ser la de matrimonio, se encontraba el agente, que mantenía las puertas abiertas de un armario destartalado. No contenía nada. La cama estaba desnuda, sin sábanas. El colchón era nuevo y el cuarto estaba repleto de velas. El agente le mostró el interior de la mesilla mientras le confirmaba que no había otra cosa más en la habitación que lo que le iba a mostrar. El cajón chirrió por la fricción y reveló su contenido. El inspector buscó respuestas en los ojos del compañero, que fue contestado con una encogida de hombros que obligó a recolocar la vista en las varias cajitas de preservativos de la marca Durex y la cuerda de su interior.

    Visitaron la otra habitación doble. No había otros muebles, a parte de una silla que también acumulaba revistas pornográficas en medio de las dos camas. El inspector caminó hasta ellas para ojearlas. No eran revistas normales donde sensuales chicas muestran sus cuerpos exóticos, aquellas estaban repletas de imágenes donde hombres y mujeres se buscaban y fundían hasta alcanzar el placer de la manera más sucia que pudiera haber imaginado. Se sintió herido y humillado. Sus creencias no aceptaban tanta inmoralidad; era un hombre demasiado recto y amante de la disciplina como para ver degradado el acto del amor entre un hombre y una mujer a ese insolente encuentro sin moral. Entre el montón de pornografía apareció una fotografía, no muy reciente, de tres jóvenes abrazándose. Parecían saludables y contentos, felices y muy unidos entre sí: eran dos chicos y una chica de unos dieciséis años, que contrastaban con tal volumen de obscenidad.

    Fuera lo que fuera, la escena apoyaba la primera idea del sargento de policía. Esa casa era el refugio para llevar a cabo las eróticas fantasías de un pervertido, a quien se le fue la mano. Alguien llamó desde el salón al inspector.

    Al volver al salón, dos enfermeros que inspeccionaban el entorno con la mirada en busca de algún cuerpo herido preguntaron el motivo que los requirió allí. El inspector se acercó a uno de ellos y le habló al oído. El sanitario maldijo entre dientes, pero obedeció. Del maletín extrajo una ampolla transparente que pinchó con una jeringuilla para obtener su líquido. Con desgana y sin pronunciarse, se dirigió a la señora Casilda, que se negaba a salir del lugar, y en completa indiferencia se la clavó, inyectándole el fármaco a la mujer, la cual en dos o tres segundos cayó desplomada entre los brazos de los ATS.

    A la entrometida se la llevaron, al tiempo que los presentes agradecieron el servicio de los sanitarios. Finalmente, los policías pudieron encargarse de sus quehaceres. Cada pista que obtuvieran sería de vital importancia para resolver el enigma. Su pulso se apercibió demasiado acelerado y recurrió a una píldora que extrajo del bolsillo.

    La cabeza le dolía y eso no presagiaba nada bueno.


    ¹ N. del A.: El número de asesinatos de ETA en la época franquista, desde 1968 a 1975, fue de cuarenta y cuatro víctimas. En el periodo democrático, hasta el día del relato, se sumaron cuatrocientas setenta y ocho muertes más, de las que en los años 80, hasta ese 13 de junio, los asesinatos ascendieron a trescientos nueve.

    2

    Valer

    —Hola, Paula. ¿Cómo estás, preciosa? Sí, ya sé que hace muchos días que no te llamo, pero me ha sido imposible. No sabes cómo me absorbe la empresa, siempre estoy discutiendo con el encargado. No, no… ¿Cómo dices eso, bomboncito mío? Atiéndeme, por favor. ¡Claro que te amo! Lo que pasa es que… sí, sí. ¡Claro, mujer! Si sabes que eres mi tentación. Sí, tú. Venga, no seas así. Esta noche pensaba recogerte y llevarte a cenar a… ¿cómo lo adivinaste? Quiero que comas las mejores gambas de Valencia. Después vendremos a casa, los dos solitos, y… ¡qué ordinaria eres a veces, Paula! ¿Por qué me dices eso? Si siempre te tengo presente, lo que ocurre es que la fábrica me quita mucho tiempo, y esta hija mía me da tantos disgustos. Es como tener un gato callejero, ahora lo ves, ahora no lo ves. ¡Estoy preocupado por ella! Pobrecita, solo me tiene a mí. Bueno, mi ex aún vive, por desgracia, pero esa hija de perra es como si no existiera. Lo único que quiere es quemar el dinero que me ha robado. ¡Que esa es otra! E ir de picos pardos por ahí todo el día. Vale, no te pongas así, que necesito que estemos los dos juntitos esta noche. Claro que te quiero, si tú eres la luz que guía mi ser. Te recojo a las nueve y media, ¿vale? Dime que sí, dime que sí. ¡Fantástico! Te dejo, voy a ducharme y a ponerme bien atractivo para ti. Un besito, caramelito, bombón, dulzura de papá. —Colgó—. ¡Qué pesada! ¡Un poco más y llamo a la venezolana!

    Vicente Rosell, empresario, miembro de la Confederación Empresarial Valenciana y presidente de la Federación Regional de Caza era un hombre conocido en las altas esferas. De dudosa reputación, tenía el aura corrupta por naturaleza y no dudaba en servir para medrar o ahogar para mantenerse. Era amigo íntimo de unos cuantos consellers y políticos de aparente distinción y amante de caros entretenimientos como la caza, el barco, los bingos y las fiestas privadas en grandes hoteles y restaurantes de lujo.

    Consiguió llegar a la cumbre de la manera más simple y absurda, lo que no podía ser de otra manera en un hombre tan zoquete. Heredó una pequeña fábrica de pinturas de su padre, un buen hombre de moral íntegra. Una tarde, ejerciendo de comercial, mientras conducía, un coche lo embistió por detrás. El vehículo se salió de la carretera de Algemesí a Almussafes. Fue una casualidad, una muy buena casualidad, que a tan solo unos quinientos metros estuviera uno de los clubs más afamados de la comarca.

    A excepción del automóvil, que sufrió un aparatoso golpe, el incidente quedó en un susto. El distraído conductor que lo golpeó resultó ser un general de la Capitanía Militar de Madrid, acompañado por la Plana Mayor de la Región Militar de Levante. A Vicente le hacía falta una tónica y sentarse para que se le pasara el mareo, y Diego de León y Quesada de los Olmos, que así se llamaba el madrileño, se ofreció a llevarlo al club para que se recuperara.

    Rosell no recordó nunca lo que pasó aquella noche. No es que se desmayara, sino que en nada aquellos militares y el empresario estaban cantando el «Asturias, patria querida» abrazados entre ellos y unas simpáticas chicas, que no paraban de servir cava a unos y otros. Dos días tardó Vicente en llegar a casa después de que unos policías lo encontraran en un banco del Parterre de la ciudad.

    El empresario no se pudo explicar ni justificar la ausencia. Esa fue la primera de las grandes discusiones de la pareja por motivos semejantes. Días más tarde, el militar de Madrid se puso en contacto con él para saber de su estado y ofrecerle un trueque, que le cubriría la factura de la reparación del coche. El accidente fue el inicio de la amistad de los dos y, sobre todo, representó un impulso sin parangón para las ventas de la fábrica de pinturas y de otros negocios que se firmaron en el futuro.

    Desde el incidente, Noucoltin no dejó de vender al ejército español el suministro de pinturas: desde el verde de dos componentes para los vehículos hasta la plástica para los edificios de los batallones. Pronto la empresa se tuvo que diversificar para atender la variedad de pedidos del general de León. Así aparecieron Noucoltin Moquetas, Noucoltin Revestimentos, Noucoltin Decoración y Noucoltin Cerramientos, esta última relacionada con la especulación de inmuebles militares.

    A Vicente aquello le sirvió para aumentar sus ingresos; no obstante, se vio forzado a realizar viajes, cada vez más prolongados y a mayor distancia. Su mujer, que pronto se acomodó a la buena vida, también abandonó el trabajo en un mediocre bufete de abogados y se aseguró las mejores atenciones para su físico, adornándolo además con joyas y abrigos de visón.

    El nuevo estatus le procuró nuevas amistades y un círculo absurdo de hipocresía que, aunque no acababa de entender, lo satisfacía. Se prodigaban en cenas de gala, actos militares y políticos en los que tenía que relacionarse con la alta clase social, reuniones con empresarios y delegados de multinacionales. La americana de cuadros fue reemplazada por un costosísimo fondo de armario de camisetas de seda y trajes de lana de los mejores sastres españoles. A Vicente le humillaba un cuerpo de proporciones infames: espalda cargada y ancha, barriga prominente y piernas delgadas y cortas.

    El cambio de posición, como siempre, comportó sacrificios. Vivían en un ático cerca de la Plaza del Ayuntamiento, abarrotado de trofeos cinegéticos de dudoso gusto que él mismo reunió a lo largo de innumerables viajes exóticos por todo el mundo. Se proveyeron de servicio propio que se ocupaba de atenderles como si la estancia fuera en un gran hotel. Comidas exquisitas, extrema atención y protocolo, mucho protocolo, tanto en la mesa como en la relación entre los habitantes. Después de quince años de matrimonio y una niña en común, Débora le pidió el divorcio, argumentando que la soledad se apoderó de ella. Se fue con una buena parte del patrimonio a vivir la añoranza junto a un inspector de Hacienda, que prometió romper ciertos papeles después de la buena disposición de Rosell. Como muestra de buena voluntad, Débora le dejó al cargo a la hija de ambos. Una cosa era desplumarlo, otra dejarlo solo.

    Ana tenía doce años cuando las desavenencias se manifestaron en ruptura; una edad complicada que le hizo vivir momentos difíciles y que, al mismo tiempo, le perfiló la personalidad para siempre. Era caprichosa, rencorosa y muy, muy manipuladora. Sabía que su padre pagaba con dinero lo que no conseguía o no quería ofrecer en especias. Era un quid pro quo del que siempre salía beneficiada materialmente. Su padre le daba completa libertad y dinero para mantenerse, a cambio de que ella no diera problemas. La joven pronto entendió la situación y recurrió al ingenio para vivir de la mejor manera posible.

    El revés, a pesar de la dificultad que supuso, fue a la larga más una ventaja que un inconveniente. A Ana la fortuna le sonreía con facilidad y le salía al paso barriendo los inconvenientes, por lo que de una u otra forma cualquier infortunio terminaba resultándole beneficioso a medio plazo. Aun así, no usó el privilegio para conseguir bienes o favores; no le interesaba la ropa de marca o despilfarrar en Galerías Preciados. Ella no ambicionaba una de las primeras tarjetas de plástico sin fondos que se imponían entre la gente de solvencia, solo se refugiaba del opresor estatus social que no soportaba.

    Vivía a caballo entre el ático y un piso compartido con unas amigas de Burjassot. Cuando dormía en la casa, lo hacía tan solo para mantener el exiguo vínculo con su padre. De esta manera la unión entre ellos se mantenía viva, aunque en muchas ocasiones la estancia de Ana interrumpía la libertina vida del empresario, el cual prefería la distancia con la hija para usar la vivienda como picadero. Era conocedora de que, si desaparecía de la vida de su padre, la posición perdería fuelle rápidamente, con el consecuente menoscabo de estabilidad. Con su madre rompió toda relación, no podía hacer lo mismo con su padre. Los regresos a la casa conyugal le permitían recuperar el nivel económico y rebuscar, de entre las diversas substancias que el hombre se procuraba, algunos gramos de cocaína. La ratería era consentida, aunque ambos actuaban con disimulo cuando uno se veía robado y la otra descubierta. El hombre, a pesar del desafecto, la trataba con generosidad y accedía a contentar a la hija con lo que pedía. Tal vez así entendía que satisfacía el papel de padre, desatendiendo por otra parte las necesidades y preocupaciones reales que le son propias a un progenitor.

    Era la típica chica de clase de la cual los compañeros se enamoran. Sus labios permanecían siempre húmedos y tiernos, necesitados de llamar la atención y excitar. El cabello, agraciado, le colgaba hasta la escápula. Negro como el azabache, tal como sus ojos grandes y relucientes, con los que miraba con picardía. Figura excelente, bien proporcionada, donde sus curvas eran las apropiadas para despertar el apetito de un hombre. Vestía con ropa sencilla, por lo general con vestidos cortos y bastante escotados o con vaqueros ceñidos. El cuerpo, esculpido por Dios, se quedaba corto en comparación al mayor atractivo que destacaba en ella: su cautivadora simpatía.

    No acostumbraba a usar bolso, pero sí alguna bandolera o mochila en la que llevaba el tabaco, unos cuantos mecheros, la documentación y una cajita metálica en la que guardaba sus vicios. Pocas veces introdujo en ella un pintalabios o un perfilador de ojos. No necesitaba resaltar sus pómulos o ponerse una sombra bajo las cejas. La feminidad en ella era natural y no le importaba negarse el tiempo ocupándose con complementos añadidos. Aun con su poca predisposición a pintarse, se diría sin ningún riesgo a equivocarse que era una criatura perfecta, la más atractiva que pudiera existir.

    Era preciosa y consciente de que esa suerte le fue concedida como un don, del que pretendía aprovecharse mientras pudiera. De la misma manera que un matemático resolvería una operación complicada, ella también sabía conseguir lo que se propusiera gracias a su atractivo. Le encantaba sentirse deseada. Las traviesas miradas que recibía habitualmente eran para ella una distracción, un entretenimiento con el que divertirse para reafirmar su supremacía. En aquel juego de seducción era una ganadora dispuesta a doblar siempre.

    La superioridad que dimanaba de ella aumentó después de superar la separación de sus padres, a raíz de la cual se convirtió en un ser independiente. No daba razones a nadie y rara era la vez que cedía en contra de su parecer. Las órdenes las daba ella: ella era la dueña de su destino y se proporcionaba una existencia en la que ser el centro. Aborrecía la opulencia de la familia y sus alardes de nobleza económica, por lo que su exilio familiar se convirtió en una liberación.

    Vicente abrió el agua y al instante entró en la ducha canturreando, contento. Aquel cuerpo extraño ocupaba gran parte de un plato inmenso cerrado por una mampara de vidrio opaco. El baño era una joya barroca decorada con un gusto estrafalario, poco práctico. Por fortuna, el servicio se encargaba de limpiarlo con minuciosidad. Acostumbrado a lidiar con las mujeres de la limpieza, sabía que en el momento en que lo abandonaba, tan solo pasaban veinte minutos en encontrarlo perfecto de nuevo. Era reconfortante que fuera así, aunque aquella noche no ocurriría esto. Era la noche que libraba el servicio y Vicente aprovechó para organizarse una buena fiesta de soltero multimillonario.

    La mente del triunfador navegó por infinidad de fantasías deshonestas junto a Paula, la cuarentona que aseguraba no tener más de veinticinco años. Era especial, comparada con las otras, por ser tan maleable. Se la convencía con facilidad para experimentar nuevas experiencias. No salía gratis que la mujer, que conservaba un físico envidiable, se dejara enredar por él. Una velada con Vicente representaba una exquisita cena de veinte mil duros en carísimos restaurantes de lujo, una exposición a un acto social repleto de personalidades y gente famosa y, en cualquier caso, horas y horas de consumo de estupefacientes y vicio donde la imaginación se consolidaba en escenas pervertidas. Si por dinero el honor naufragaba, por la cocaína aún se descendía a estratos inferiores. Esta era una droga poco extendida, reservada tan solo a gente con posibilidades. Por unas rayas muchos estaban dispuestos a acompañarlos, y Paula no conocía límites al seleccionar la comparsa.

    El vaho cubrió los vidrios y azulejos y, pasado un cuarto de hora, la habitación pareció contener una nube a presión. Se secó con una toalla y se vistió con un esponjoso albornoz blanco. Pasó la mano por el espejo para poderse ver y se peinó el poco pelo que le quedaba. Cantaba y le pareció estar en el cielo, tranquilo, relajado, en su casa, toda para él. Se perfumó de arriba abajo sin medida, preparándose para darse un homenaje.

    De repente, unos golpecitos sonaron en la misma puerta del baño.

    —¿Papi?

    Una profunda sensación de pánico le estremeció. La noche se puso en peligro. Vicente se bloqueó y, como si fuera un adolescente fumando a escondidas de los padres, intentó callar y guardar silencio para ver si de esta manera se resolvía la situación. ¡Qué tontería! Nunca le visitaba. Si lo hacía era para pasar la noche, guardar las apariencias y sacarle dinero, claro.

    —¿Papi? ¿Estás ahí? —insistió candorosamente la puñetera detrás de la puerta.

    —Sí, Ana, estoy en la ducha. ¿Te vas ya? —preguntó con la esperanza de recibir un «sí» mientras maldecía desde el interior la desgraciada fortuna que lo sitiaba.

    —Hoy me quedo, he pasado por la bodega y traigo un jamón de categoría para cenar. Voy a la cocina a preparar alguna cosa más —contestó la hija, consciente de que a su padre le fastidiaba la respuesta y no la esperaba esa noche.

    —No te preocupes, yo con cualquier gamba me arreglo. Digo, con cualquier cosa. No te preocupes y sigue con tus cosas. —Vicente arriesgó con el comentario, por lo que intentó que el tono pareciera inocente. No podía echarla de casa.

    —Pero papi, si tú no sabes ni freírte un huevo y hoy no tenemos servicio. Tú tranquilo, que yo te hago la cena hoy —reiteró Ana, riéndose entre dientes al comprender que aquella noche su padre planeaba alguna cosa y aquello le otorgaba una ventaja.

    Vicente, dentro del baño, estalló en una danza de maldiciones viendo que la noche se arruinaba. Incapaz de resolver el dilema, se limitó a caminar en círculos mientras sacudía los brazos, suplicando una solución que lo librara de la pesada de su hija.

    Al dirigirse a la cocina, descubrió en el salón la agenda privada de teléfonos abierta al lado del aparato. Conocía la existencia de aquella libreta, si bien nunca la tuvo tan cerca. En la p solo había dos entradas anotadas: Paula, atrevida y Piqui, bombón. Dos nombres que lo decían todo. Se rió y, satisfecha por confirmar la sospecha, organizó el máximo ruido que pudo para ponerlo nervioso. Conectó la televisión, abrió y cerró puertas, arrastró sillas…

    Con aquel jaleo se aceleró la presión arterial del desgraciado.

    —Pero ¿a qué viene todo este escándalo? —se quejó su padre, preso de un estado de nervios.

    —¿Qué alboroto? De saber que no era bienvenida, no me habría preocupado de venir a verte. Está claro que te ha sentado como un tiro mi presencia —refunfuñó la joven.

    —Pero no llamas nunca ni sé nada de ti. Me tienes olvidado y entras y sales sin dar explicaciones. Es razonable que me sorprenda verte después de más de diez días, y mira… al final tengo que hacer mi vida, ¿no?

    —Tú también podrías llamarme. No he venido en un buen momento. —Ana se enfadó, precipitando así la discordia.

    —Pero yo te hacía con tus amigos hoy —se explicó su padre, tratando de arreglar su discurso—. Ya me había planteado comerme un Yoplait y acostarme en el sofá. ¡Estoy tan cansado de que me vayan tirando de las mangas! Mira, un día así, de tranquilidad, se agradece. ¿Qué quieres que te diga?

    La joven sabía que su padre llegó hasta el límite, no iba a echarla de casa. Alcanzado el histrionismo, era la oportunidad de soltar carrete para obtener de él su último capricho. Todo iba estupendo.

    —Pues he venido, para que veas, aun teniendo esta noche un compromiso ineludible. ¡No sabes lo que me ha costado quitármelo de encima! —La chica pronunció sus palabras con un tono de recriminación que ni tan siquiera se esforzó en que pareciera convincente.

    —¡Pues qué boba! ¿Cómo dejas tus cosas de lado? Mira que tus amigos estarán esperándote, y tú aquí, con un viejo que en nada se va a dormir. —Vicente tenía alguna cosa a la que agarrarse y la esperanza se manifestó en sus palabras.

    Era la oportunidad de obtener lo que ansiaba.

    —Es que tengo que comentarte una cosa. Pero así en frío, decirlo e irme me sabe mal. ¡Como si hubiera venido tan solo para sonsacarte!

    —Dime lo que necesitas y vete con tus amigos, mujer. —A Vicente se le abrieron los ojos.

    Ana sentó a su padre en un sofá y se acurrucó en su regazo, haciéndole arrumacos.

    —Mis amigos y yo estamos pensando en rodar una película. ¿Qué te parece? —preguntó ella poniendo todo el énfasis.

    —¡Hija, qué buena idea! Me alegro de que tengáis inquietudes, así es como me gusta la juventud: con ganas de hacer cosas.

    —Solo es un cortometraje, queremos presentarlo en el próximo Festival de Cinema Jove. Este año se inaugura la primera edición y es una idea genial para que nuevos creadores tengamos una plataforma de proyección artística y comercial. Lo interesante del certamen es que es para jóvenes con pocos medios. ¡Ojalá llegáramos a tiempo para participar en esta primera edición! Como no llegamos a tiempo, nos lo tomaremos con calma y lo vamos a hacer bien para presentarnos el próximo año. No tenemos pretensiones de ganar nada, pero así podemos dar libertad a nuestra imaginación y ser creativos, experimentar con nuevas formas de arte.

    Aquel año comenzó el festival que, por sus características seminales, aseguraba frescura y novedad. Los participantes tenían que tener un máximo de treinta y cinco años y las modalidades acogían tanto largometrajes como cortos, profesionales o amateurs. Esto supuso una participación abierta y no dependiente de medios o influencias, y a Ana le entusiasmó el espíritu de la muestra. Era arriesgado, innovador, joven y estaba libre de influencias mediáticas. ¡Era perfecto!

    —¡Qué idea tan fantástica! Conozco a alguien de la Conselleria de Cultura que podría echaros una mano —aportó su padre, creyendo que la brega de la película seguro ocuparía un buen puñado de horas de la hija—. Me debe un favor y a lo mejor incluso ganáis —propuso su padre, haciéndose el simpático.

    —¡Ah, no! No quiero favores de ninguna clase. Ya sabes que no me gustan tus sucias amistades cargadas de favores y complacencias. Nos presentaremos sin ir de la mano de nadie, ¿vale?

    —Conforme. No diré nada a nadie, pero pensadlo bien, porque de hacerlo por amor al arte o sacar un dinero…

    —¡Siempre el dinero! El dinero no nos preocupa, es un corto muy casero. Lo que sí necesitamos es un escenario. Habíamos pensado en alguna casa antigua de El Carme, así ya tenemos los interiores y los exteriores. ¿Tú no conocerás a alguien por allí que nos alquile una por cuatro duros? —preguntó ella haciéndole carantoñas.

    —No sé, pero cuenta con ella. Tengo un químico en la fábrica que vive por allí y sabrá de algún alquiler económico. Hablaré con él y buscaremos un buen pisito por la vieja ciudad. No sufras, que el papi te lo arreglará todo, como siempre.

    —Como siempre.

    —Como siempre, para que a mi Ana no le falte de nada y no tenga ninguna queja de su padre.

    —Gracias. —La chica besó a su padre y le pellizcó las mejillas. Sabía que esto lo incomodaba y le facilitaría una salida rápida. Le otorgó unos minutos de conversación intrascendente con la que le animó a visitarla en la casa de Burjassot para que la conociera, sabiendo de antemano que esto nunca ocurriría, y desapareció por la casa rebuscando ropa.

    —Vale, ahora vete a ver a tus amigos. Mira, yo creo que ni voy a cenar. Me voy a la cama ahora mismo.

    Después de recibir veinte mil pesetas de su padre y sisarle unas dosis de coca para su uso de un cajón del escritorio, se marchó en un suspiro, obedeciendo al juego que mantenía con él: quid pro quo.

    Al cerrarse la puerta, Vicente elevó los brazos al cielo dando gracias a Dios, y se felicitó por haberse librado del imprevisto gracias a su inteligencia. Creyó que tenía la suerte a su favor aquella noche y que con dinero podía conseguir lo que se propusiera.

    3

    Convidar

    El tictac del reloj de pared se oía entre los largos minutos de intervalo que pasaban entre comentario y comentario. Las palabras, a modo de letanía, iban dirigidas a formalizar un paradigma de amor, respeto y doctrina. Todo parecía ser cuestionado por don José, quien llevaba la palabra de Dios a la cena, la única palabra de Dios.

    El repertorio escenificó un clima infernal de lascivia, lujuria e intereses personales que destruían los fundamentos de la Santa Madre Iglesia. Para el invitado de la noche, el mundo agonizaba en sus últimos días de pecado.

    Mientras en la calle la juventud estaba de fiesta por ser viernes, Toni permanecía callado e intentó cumplir con el papel de chico modélico que se le asignó. Era castaño claro. Llevaba el pelo largo, en una cabellera que le cubría el cuello y con la que solía luchar para tenerla en condiciones. El cuerpo atlético evidenciaba la especial atención que dedicaba a cuidarse. Dentro de la Escuela de Artes se contaban mil historias de él entre las jóvenes. Era un seductor, tanto en las formas como en los hechos, y se aseguraba de ir siempre bien vestido, con pantalones de pinzas, camisas ceñidas y jerséis de marca en los que no ocultaba los anagramas de los fabricantes.

    De haber podido, y sin decir adiós, hubiera abandonado a los cinco. El convite exigía una excelente comida, escuchar mucho y manifestarse dispuesto a aceptar cualquier disquisición que dijera la visita. Se le revolvía el estómago de participar de la pantomima; no soportaba mantener las formas delante de un desconocido del que no le interesaba nada en absoluto. Se mordía la lengua para no hablar y contradecirlo. Hubiera querido concitarlo, descubrirle cualquier experiencia personal que le espantara. No entendía por qué tenía que verse en ese salón, soportando la clase de moralidad de un hombre de existencia corrupta y degenerada por los engaños, la corrupción y el desprecio a sus trabajadores.

    Se coartó en muchas ocasiones; aun así, aguantó con estoicismo los desafíos que lanzó por la garganta el inquisidor del siglo XX. Mantuvo las formas y la compostura porque esa noche él era la marioneta de su padre al servicio del patrimonio familiar. Conocía la importancia del acontecimiento y, esforzándose como en otras ocasiones, quiso contribuir con su granito de arena. Toni, exhibiendo una corrección exquisita, se cuidó de no evidenciar la constante atención que le dispensaba al reloj de pared durante el transcurso de la velada.

    La mesa se vistió con la mejor cristalería, fina porcelana policromada de la Cartuja de Sevilla y cubiertos de plata fileteados de oro. El menú, digno para paladares excelentes, consistió en crema de verduras, una fuente de marisco con medio bogavante, un par de carabineros, tres gambas y unas nécoras, solomillo caramelizado acompañado de setas y trufas y, de postre, una mousse de chocolate al brandy con fruta de temporada.

    Todo fue calculado a la perfección. Setenta y cinco centímetros de espacio por comensal, que comprendían: cuatro copas, tres tenedores, tres cucharas, tres cuchillos y dos platos dispuestos con elegancia. Para dotar de mayor solemnidad el acto, un centro floral custodiado por dos candelabros de estilo modernista del belga Henry van de Velde.

    El servicio, vestido con el traje de gala, atendía con destreza la mesa. El cambio de platos era rápido y el rellenado de la copa de vino o agua apenas se hacía esperar. Todo se coordinó a la perfección en el piso que la familia tenía cerca de Vivers, en el barrio de Exposició.

    Aquella cena se hizo esperar. El invitado era un industrial textil, muy conocido por sus quiebras repentinas, expulsiones masivas de trabajadores y escándalos de impagos a Hacienda. Un personaje que, con independencia de estas cuestiones, alternaba de manera influyente en el Opus Dei; un hombre importante que se rodeaba de personas preponderantes.

    El industrial, sin duda, deseaba que cambiara el Gobierno y que se instalara nuevamente la derecha. Poseía muchos intereses generados bajo esa expectativa. La obra necesitaba actuar satisfaciendo sus pretensiones. A pesar de eso, el Opus esperaba la oportunidad con una inmensa red de personas influyentes que procuraban por el interés general y consentían el particular. El círculo comprendía a políticos, incluso del PSOE, sectores empresariales, económicos y universitarios. La red se extendía alcanzando cada vez a más gente que, bien por la causa o por la oportunidad, codiciaba participar de un rol que ofreciera prestigio o ingresos.

    La empresa familiar de Agustín Falcó realizó unas fuertes inversiones en unos terrenos a las afueras de la ciudad, las cuales colgaban de un hilo por la lentitud de la burocracia. La reparcelación de la zona suponía construir una barriada al oeste de Valencia. La operación se cuantificaba en centenares de millones de pesetas en juego y dependía en buena parte de que ese hombre tirara de los hilos oportunos dentro de la prelatura de Escrivá de Balaguer. Era una evidencia que no lo haría gratis ni a cambio de un único cheque. Si se le ayudaba, aparte de satisfacer con dinero a la obra, quedaría inmerso en un continuo juego de intercambio de favores.

    El esfuerzo por complacerlo fue excesivo. Si ciertamente había mucho en juego, nada pareció quedar a la altura del invitado. En ningún momento halagó ni un bocado de aquellas viandas carísimas, y mucho menos pronunció alabanza alguna. De boca del invitado solo se oían comentarios de un futuro funesto y, después de dar cabida en su estómago a todo, comentó que la gula era el pecado más delicioso.

    Cualquier esfuerzo era poco para persuadirle. El patriarca organizó la cena para transmitirle los valores de su familia, católica como Dios mandaba. Se encontraban su mujer, sus dos hijos y la nuera. Los convidantes, callados, asentían a los comentarios, tan sectarios y moralistas como cuando el régimen franquista se encontraba en pleno apogeo. Las mujeres, sabedoras de la misoginia del industrial, se preocuparon por no mirarle a los ojos y mantuvieron en todo momento una actitud sumisa. El invitado tampoco se dirigió a ellas en ninguna ocasión.

    El más encorsetado fue Toni. A él, de espíritu anárquico y rebelde, le costó mantener la lengua quieta. Aun así, no se la jugó. Aquella era una oportunidad muy esperada por su padre y trató de controlarse.

    Su padre acaparó desde hacía muchos años una empresa de construcción. Ya de joven y siendo simplemente el encargado de un tío suyo soltero, hermano de su padre, el señor Falcó encabezó un golpe de estado para hacerse con el negocio. Su padre, jefe de obras, también contratado por el fundador, consintió en ser la tapadera. Nunca se supo qué pasó en realidad; lo cierto es que al buen hombre lo encontraron muerto unos encofradores dentro de un vehículo en el recinto de una obra.

    De esta manera, el abuelo de Toni heredó la próspera empresa, aunque en realidad fue su padre quien la regentó. Si bien nunca se demostró su implicación, el éxito de la felonía retrotrajo a quien fue su instigador. El joven Falcó dejó de frecuentar los lugares por donde alternaba la gente joven para librarse de las murmuraciones, lo que le predispuso a detestar y evitar las habladurías. El recogimiento duró demasiado y Falcó perdió la juventud entre remordimientos, comportándole un matrimonio tardío.

    Durante los años sesenta y setenta, el señor Falcó se integró en el Movimiento Nacional, y de esta forma consiguió quedarse contratos importantes. Más tarde, en la época de la UCD, llegada la ansiada democracia, la empresa dio el salto definitivo. La facturación se multiplicó por seis. Los viajes del señor Falcó a Madrid siempre resultaban rentables, aun cuando pagara importantes comisiones en señal de gratitud.

    La trayectoria de Agustín Falcó, aun siendo un hombre importante, se catalogaba con dificultad conforme a la moral cristiana. No era un despreocupado de su familia, absorbido por el trabajo y sus conspiraciones, sino más bien al contrario. El señor Falcó, que se casó habiendo cumplido los cuarenta años, no descuidaba el orden y la estabilidad de los suyos. Para mantener a la familia unida y rodeada de comodidades, instaló el negocio en un chalet de L’Eliana, entre Betera y Llíria, en una urbanización de calles perpendiculares. La parcela estaba cuidada y engalanada con árboles y plantas diversas, sobre un tapiz verde de hierba. En medio del vergel, un inmenso edificio de estilo moderno se levantaba para ser el domicilio social de COLEFSA, «Construccions Levante-Falcó S. A.».

    Era en ese chalet donde pasaban la mayor parte del tiempo la mayoría de sus miembros, sobre todo la abnegada Amparo, mujer de Agustín. La señora pasaba el día acostada en la hamaca, al lado de la piscina, tomando el sol junto a Carmina, la nuera. La mansión disponía de varias plantas: en la baja un excelente gimnasio y las oficinas; en las superiores la vivienda, que contaba con varios salones, comedor, sala de juego y las habitaciones.

    Si bien la empresa era del patriarca, era Borja, el hijo mayor, un treintañero estúpido y pedante, quien manejaba el negocio en definitiva, quien se atribuía el éxito de la familia como propio. Borja, además, se empleaba con otras ocupaciones. La voluminosa cuenta bancaria de la que se dotó le sirvió para invertir en los negocios de unos amigos, que se dedicaban a montar clubs de alterne de clase alta, los cuales se convirtieron en referentes allá donde

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