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Misterios en Allasneda
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Libro electrónico185 páginas2 horas

Misterios en Allasneda

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Información de este libro electrónico

Para salvarse de la cárcel, Thomas Belger debe dilucidar el enigma de las muertes que acechan a un poblado perdido en el tiempo. Pero antes, debe lidiar con una joven enigmática, un grupo de jovenzuelos inadaptados, y por supuesto, la mente asesina que se esconde bajo una leyenda de brujería. Esta historia de misterio y desesperanza nos conducirá a la ignota región llamada “Allasneda”, una genial ambientación alternativa de las mágicas tierras del Sur de Chile, donde fantasmas y brujas, junto a la ciencia ficción de la era Victoriana, recrean sendas fábulas protagonizadas por hombres intrépidos enfrentados a un mundo de prejuicios.

IdiomaEspañol
EditorialSascha Hannig
Fecha de lanzamiento10 jun 2020
ISBN9780463378557
Misterios en Allasneda
Autor

Sascha Hannig

Sascha Hannig (1994), es una escritora chilena de fantasía y ciencia ficción que ha dedicado los últimos años a trabajar en política, tecnología y democracia en el siglo XXI. Creció en las místicas tierras de Chiloé, donde la magia muchas veces se cruza con la realidad. También vivió en China entre 2011 y 2012, lo que ha marcado fuertemente su carrera.Ha publicado títulos en tres idiomas y cuatro países, destacando obras como Secretos Perdidos en Allasneda (2015), Jugar a la Guerra (2018) y Deltas (2020).

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    Vista previa del libro

    Misterios en Allasneda - Sascha Hannig

    © Sascha Hannig Nuñez 2020

    Primera edición 2020

    ISBN: 978-956-401-871-3

    Proofreading: Valentina Sepúlveda Batarce

    Santiago de Chile

    Editorial Pluma Digital

    Edición de portada: Editorial Pluma Digital

    Foto de portada: @algii43 (Pexels)

    Distribución hispana

    © Todos los derechos reservados

    A todas esas personas

    que se atreven a soñar más allá

    de lo que existe,

    que no pierden la esperanza y que trabajan para crear mundos

    donde podemos vivir en libertad.

    MISTERIOS EN ALLASNEDA

    EL CASO DE THOMAS BELGER

    Por Sascha Hannig

    Ha pasado mucho tiempo

    I

    ⏤¿Cuántos? ⏤preguntó Thomas con sus manos sobre su frente.

    ⏤Veinticuatro ⏤respondió la voz de su amigo, el juez Rogert de Allasneda.

    ⏤¿Veinticuatro?

    ⏤Veinticuatro muertos. Esto nos está causando muchos problemas, la gente no quiere cooperar, ya hemos enviado a dos investigadores de la policía.

    ⏤¿Y cómo ha resultado?

    ⏤Los encontraron ⏤Rogert hizo una pausa⏤, muertos, colgados en el lugar donde se hospedaban.

    ⏤¿Qué dicen los pueblerinos? ⏤cuestionó Belger.

    ⏤Le atribuyen toda la culpa a un fantasma, o un montón de espíritus que les obligan a suicidarse. No tengo más información.

    Thomas miró la mesa, su estómago le ardía con fuerza y no podía pensar con claridad. Sus ojos negros y profundos ocultaban sus pupilas, su piel blanca daba la impresión de que había pasado meses sin ver la luz del sol. Sus manos sorprendentemente finas, tenían un par de cicatrices de quemaduras. Algo común para quienes trabajaban en ciencia en Allasneda. Tenía una disposición triste y cansada.

    ⏤Espero que entiendas que mi primera respuesta es un no rotundo ⏤dijo el joven, ahora con los dedos entrecruzados⏤. No se trata solo de mi poca simpatía por las vísceras y la sangre, aún menos por las propias, sino además porque tengo una familia que cuidar.

    ⏤No veo que tengas opción, en realidad ⏤advirtió el juez.

    Estaban sentados en la oficina del juzgado, Rogert semi-oculto en un montón de papelería, su cabello ya mostraba signos de calvicie, pese a que ambos solo tenían un par de años de diferencia de edad. Además, su cara comenzaba a desarrollar una segunda barbilla. Tenía su diploma universitario en la pared. Belger lo observaba serio, con el cabello desarreglado y su mirada perdida, como de costumbre. Su amigo le acercó un montón de notificaciones a su nombre, acusaciones de impuestos impagos y patentes de inventos vencidas, pero por las que había recibido regalías. La deuda era tan grande que al verla, Belger no estaba seguro de que podría pronunciar la cifra sin hacer el ridículo.

    ⏤La oficina de la Corona te quiere en la cárcel, o saldando tu deuda de inmediato ⏤le advirtió el juez.

    ⏤¡Ja!, Tú sabes que no tengo dinero ⏤respondió Belger, aún sin quitar su expresión seria de entre sus ojos⏤. Y gran parte de eso es culpa de ustedes y sus regulaciones.

    ⏤Sabemos que estás trabajando en una máquina ⏤respondió el juez⏤, una máquina para identificar la energía espectral.

    ⏤Querrás decir, una charlatanería ⏤se quejó Belger⏤. No he podido siquiera hacerla andar, mucho menos darle utilidad.

    ⏤No necesita funcionar ⏤le respondió su amigo⏤. Sé perfectamente que puedes resolver este caso, y he hablado en tu nombre para que, si lo logras, tu deuda sea saldada completamente. Te doy mi palabra como amigo, pero también como agente del Estado.

    Belger se apretó la nariz e intentó sonreír a su amigo. Odiaba que hubieran tomado caminos tan diferentes, pero muchas veces le había resultado útil. En el fondo, sentía vergüenza de depender de él, y de siempre poder contar con él.

    ⏤¿Dónde está ese pueblo? ¿Cómo se llama? ⏤preguntó el inventor.

    ⏤El pueblo es tan viejo como su nombre...

    ⏤Al grano.

    ⏤Se llama Puerto Nataliano, no tenemos registros, sólo sabemos la ubicación. ¿Puedes ayudarnos o no? ⏤dijo el juez.

    Thomas entrecerró los ojos. Inhaló una bocanada de aire tan profunda que sintió algunos de sus alveólos quemarse en sus pulmones. Luego volvió a mirar los papeles que tenía en frente. Parecía que clamaran por su sangre. Era el correo de años que se había negado a abrir.

    ⏤¿Cuándo tengo que partir?

    ⏤Mañana ⏤respondió Rogert y le acercó la mano en señal de que el trato estaba cerrado⏤. Como siempre, es un placer haber llegado a acuerdo.

    El científico no contestó las palabras de su amigo, le dio la mano con firmeza, tomó los papeles que se encontraban sobre la mesa y se retiró de la habitación.

    II

    Una fuerte lluvia caía sobre las calles de la ciudad, generando riachuelos entre las aceras y la calzada. Sobre estos, se desplazaban hojas de otoño y ratas escapando de las alcantarillas inundadas. El ruido rechinante y desesperado le advertía a los transeúntes que se alejaran.

    Belger se cubrió la cabeza con un paraguas, tomó los papeles de sus deudas y los lanzó a un basurero-incinerador. Era lo último de la tecnología de disposición de residuos.

    Luego separó los documentos del caso y comenzó a leerlos en el camino a casa. Los miraba con un aire entre molesto y curioso, enardecido en acabar lo antes posible y poder regresar a su vida normal. Al cabo de unas veinte cuadras, se acercó a un edificio que goteaba por todos lados: su domicilio. Estaba en la parte antigua de la ciudad de Allasneda, una que se había empobrecido en los últimos años.

    Thomas Belger era un maestro de Ciencias Inexactas de sólo 23 años en la Universidad Real de Allasneda. Muchos lo llamaban un prodigio, ya que adelantó el colegio y se graduó de la universidad en tiempo récord. De hecho, a los 19 años creó su primera solución de gran trascendencia para su país. Sin embargo, tenía una pésima capacidad de administración, por lo que a menudo era estafado por sus propios amigos o perdía el dinero en un mal negocio.

    Thomas vivía con su sobrino Víctor, un huérfano de catorce años quien había perdido a sus padres en un incendio pocos años atrás, y al que había adoptado en el instante en el que las llamas acabaron de chamuscar su bicicleta. Para ambos, aquel había sido el momento que había arruinado su vida. A Víctor, la experiencia le había dejado una total incapacidad de permanecer en una habitación con las puertas cerradas. Para Thomas, era una historia de culpa que lo hundía profundamente en sus pensamientos.

    2. Puerto Nataliano

    I

    Thomas cogió su maleta con melancolía. Luego metió las partes separadas de su máquina de comunicación espectral en otro maletín, más pequeño y seguro. Tomó su gruesa chaqueta de gabardina, gastada por el tiempo, y depositó todos sus sueños en los grandes bolsillos que esta ocupaba. Un hilo, un destornillador, una pequeña linterna de carga magnética, unos alambres y un rollo de cable de cobre.

    Acto seguido, cerró todas las puertas y gavetas en el departamento, excepto por una: su mesa de noche. La abrió sutilmente exponiendo un revólver. Lo había comprado después de los incidentes de la universidad, el momento donde más sintió amenazada su vida.

    Si bien no era efectivo contra fantasmas, era necesario tener algún tipo de protección si viajaba cerca de la frontera. Tomó el arma desde el mango y la escondió en el forro falso de la chaqueta.

    Estaba seguro de que sus experimentos estaban lejos de llegar a puerto, pero había sido por ese artefacto que despertó en su casa y no en la cárcel cumpliendo condena por su deuda. Antes de salir, miró por última vez su hogar, que estaba repleto de ollas hasta el tope con agua de las goteras del edificio.

    ⏤¿Por qué estamos haciendo esto? ⏤dijo Víctor a su tío, mientras cargaba un saco en su espalda⏤. Pensé que nunca más te ibas a meter en un caso de hecho, lo has dicho mil veces... nunca más quiero trabajar con la policía.

    El chico exhibía varias cicatrices enrojecidas en la frente y una especialmente profunda desde sus labios hasta debajo de su mentón, que seguía como un delta hasta su pecho y que le daba una apariencia que causaba repulsión entre quienes no lo conocían. A menudo, Víctor se encerraba en sus novelas, que leía compulsivamente.

    ⏤No puedo decirte ⏤dijo Thomas, arrastrando la maleta hasta las escaleras.

    Víctor miró a su tío con extrañeza. Siempre se comportaba de forma misteriosa. Sabía que su padre era mucho mayor que Thomas, y que había una razón socialmente vergonzosa para eso: eran medios hermanos, y su madre los había criado sola, por lo que a menudo la acusaban de prostituta.

    Su padre no hablaba casi nunca de la abuela, pero presumía de que su hermanito como lo llamaba, era un genio. El niño también tenía claro de que Belger veía a su hermano, es decir, a su difunto padre, de manera paternal. Quizá con un apego mayor al que él había tenido. Pese a su corta edad, trataba de ser la menor carga posible para su tutor, y eso lo había empujado a madurar aceleradamente.

    Su personalidad, sin embargo, estaba en un momento de crisis de identidad. Trataba de caerles bien a otros chicos de su edad, pero se sentía fuertemente rechazado por su deformidad. Por mucho que pudiera estar sentado junto a los adolescentes de la cuadra, por mucho de que ya no lo alejaran con bromas crueles, hablaban de cosas que él no sentía que podría tener. Hablaban de sus novias, de sus futuros, de sus familias. Jugaban a los desafíos y proezas deportivas. Víctor no se sentía cómodo en ninguna de esas situaciones.

    II

    Después de un día de viaje al sur, la carreta mecanizada se detuvo. El pueblo no se podía equiparar a Allasneda ni en las pulgas de los vagabundos. Se veía como congelado en el tiempo, edificios de pocos pisos y algunas roñosas construcciones donde la gente había puesto amuletos en las ventanas y marcado las puertas con cruces para alejar a los espíritus.

    Thomas había leído un poco de la historia de Puerto Nataliano. En sus años dorados, el pueblo había sido una mina de aeoro, literalmente. Un punto clave para la excavación del gas dorado que se utilizaba en la maquinaria de aquella exorbitante época.

    Muchos grandes empresarios de Allasneda habían instalado operaciones en el pueblo. Como obras de altruismo, construyeron una fuerte infraestructura en la ciudad, que luego del paso del tiempo, se hallaba roída por el mar de la costa. Según lo poco que pudo leer, una serie de accidentes en contra de aquellos capitalistas y el descubrimiento de la fuerza del vapor en base a otros gases más baratos, los había empujado a irse del pueblo, y con eso había comenzado la decadencia.

    Sin embargo, al poner mejor ojo en los detalles, Belger pudo ver unas columnas de humo en los límites del pueblo, que intuyó provenían de las fábricas. Además, habían algunas casas que habían sido recientemente refaccionadas, y que destacaban entre el óxido, la sal y el moho que estaban comiéndose todo alrededor.

    ⏤Nuevas fábricas ⏤murmuró a su sobrino.

    ⏤Yo pensé que veníamos al campo a escapar de ese olor ⏤respondió el chico.

    ⏤Pero parece que están reviviendo el pueblo ⏤añadió Belger⏤. Quizá si cambiáramos a fuerza eléctrica, no sería necesario contaminar tanto.

    ⏤Pero la fuerza eléctrica se hace con vapor ⏤meditó Víctor.

    ⏤No necesariamente ⏤le sonrió Thomas⏤. Si mi investigación de este año tiene éxito, quizá podrías usar agua, energía electromagnética o incluso, magia.

    Víctor lo miró desorbitado. Hablar abiertamente de magia era un tabú, ser confundido con un brujo, muerte segura en los sectores más rurales.

    ⏤Recuerda que la magia no es más que ciencia no-descubierta ⏤insistió Thomas.

    El niño no respondió, quedo ahogado por las palabras de su tío, y siguió caminando con un modo incómodo. Como casi todos en Allasneda, odiaba la brujería. Hablar de ella era suficiente para darle un dolor de estómago, o eso le habían enseñado en la escuela. La magia, pensó, causó las plagas y solo gracias a la ciencia Allasneda sobrevivió a tales golpes de los brujos oscuros. Denunciar a los que se escondían era un deber cívico. Las pestes, como la muerte blanca, rebrotaban cada tanto en las zonas cívicas, y los niños eran enviados lejos apenas se confirmaba el primer caso.

    III

    Guiado por un precario mapa que el juez le había dado, Belger trató de hallar la posada en la que supuestamente los recibirían. Sin embargo, sólo encontraba callejones sin salida o largas plazas centrales que el mapa no consideraba, por lo que finalmente se vio obligado a leer uno por uno el nombre de cada calle hasta encontrar la que buscaba.

    Víctor, que ya transpiraba de cansancio, lo seguía con las maletas por cada callejón que Thomas recorría en busca de una dirección, nombre o señal. No fue por casualidad que al mirar al cielo, Belger divisara el cartel de una posada que se mimetizaba con el entorno, al final del callejón.

    Posada Honney decía el cartel con letras borrosas. Thomas se apresuró a comparar el nombre del cartel con el de su mapa, y al comprobar que era la misma dirección, ayudó a su sobrino a levantarse con jadeos y tomó el picaporte para llamar a la

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