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La Melancolía de las Máquinas
La Melancolía de las Máquinas
La Melancolía de las Máquinas
Libro electrónico465 páginas6 horas

La Melancolía de las Máquinas

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Una aventura nunca antes vista en Allasneda, el mundo steampunk que reimagina la Patagonia. Sumérgete en los días más oscuros de la capital de Allasneda, y en un misterio que amenaza desde las entrañas de la ciudad. Dentro de las fronteras, Luditas han desplegado una estrategia en los barrios decadentes, con slogans como “tu trabajo se perdió por culpa de la ciencia”, “No seas un esclavo más de las máquinas opresoras” o “Muerte a Thomas Belger: el amo de las máquinas”. Fuera de las fronteras se escuchan historias horribles de aquelarres, cultos y prácticas salvajes. Por otro lado, el gobierno de Gabriel Marquezi, ha logrado este gran salto adelante en la economía y estilo de vida de los allasnedianos a costa de un desarrollo industrial-militar en contra de los brujos, pero, ¿qué tanta ciencia hay detrás de toda esta maraña?
Después de que su trabajo como repartidor de periódicos en manos de una “impresora instantánea de noticias”, Ío Rietto se ve obligado a escapar de la capital de su país, Allasneda, en busca de una última oportunidad para evitar el reclutamiento del ejército y el tener que luchar en la guerra que la nación de la ciencia libra en contra los aquelarres de brujos hacia norte.
En las entrañas subterráneas, tan profundo que la tierra pareciera entrar en contacto con las almas del inframundo, Rietto encontrará un gran misterio: una chica fugitiva de cabellos rojos llamada Andrea Curie, quien se dice así misma experta en ciencia y sobre todo en radiación. ¿Quiénes están persiguiendo a esta chica? El repartidor decide buscar respuestas e intentar escapar de sus prejuicios y de los recuerdos más dolorosos de su pasado. Pronto descubrirá que, si no lo consigue, podría ser el fin de todo lo que conoce, y todo en lo que cree.

IdiomaEspañol
EditorialSascha Hannig
Fecha de lanzamiento28 jul 2023
La Melancolía de las Máquinas
Autor

Sascha Hannig

Sascha Hannig (1994), es una escritora chilena de fantasía y ciencia ficción que ha dedicado los últimos años a trabajar en política, tecnología y democracia en el siglo XXI. Creció en las místicas tierras de Chiloé, donde la magia muchas veces se cruza con la realidad. También vivió en China entre 2011 y 2012, lo que ha marcado fuertemente su carrera.Ha publicado títulos en tres idiomas y cuatro países, destacando obras como Secretos Perdidos en Allasneda (2015), Jugar a la Guerra (2018) y Deltas (2020).

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    La Melancolía de las Máquinas - Sascha Hannig

    La Melancolía de las Máquinas

    Sascha Hannig Nuñez

    Biblioteca de Chilenia

    Copyright © 2023 Sascha Hannig Nuñez

    Allasneda

    Colecciones de novelas de ciencia ficción steampunk de un grupo de jóvenes con convicciones variadas que se enfrentan a misterios, desafíos e intrigas en una realidad alterna de la Patagonia.

    Director editorial: Emiliano Navarrete

    Directores de la colección: Emiliano Navarrete y Sascha Hannig Núñez

    Autora: Sascha Hannig Núñez

    Arte de portada y contraportada: ChileniaLab x  J.S. Harriet Edición literaria: Marcela Küpfer

    Consultora editorial: Valentina Sepúlveda

    Ilustradores: J. S. Harriet.

    Corrector de prueba: Emiliano Navarrete

    Diagramación: Eric Carvajal

    Impresión: Editorial Pluma Digital

    Mapas: creados con https://watabou.itch.io/

    Arte: Francisca Momberg, Francisca Loreto y Claudia Zavala

    ISBN 978-956-9505-63-8

    La presente obra está protegida por la legislación chilena de derecho de autor Primera edición Marzo de 2023 Escrito en Tokio, editado en Puente Alto Allasneda es una saga de la editorial Biblioteca de Chilenia, editada para el mercado internacional por Editorial Puerto de Escape.

    Prólogo

    En el horizonte, un aura gris se deslizaba hacia la oscuridad de la noche. El aire olía a cabello quemado y el suelo, aún caliente, cubierto de una capa cenizas y restos de maquinaria. Viento seco rompía con el silencio mortuorio de la escena. Seis horas habían pasado desde que la última bomba había impactado contra la tierra y lo único que permanecía en pie era un pequeño arbusto de espinillo, destinado a marchitarse con el ambiente tóxico y ardiente.

    Tamara Salomé abrió los ojos con dificultad, un cuerpo desconocido y ácido al tacto la empujaba con fuerza hacia la tierra. Se encontraba detrás de un muro —quizá los restos de una casa— y no podía moverse. Al notar lo que la cubría, gritó cuanto sus pulmones le permitieron y su aullido retumbó con eco en la infinidad. Aquel bulto protector tenía manos, nariz, pies, todo chamuscado y quebradizo.

    Intentó arrastrarse y alejarse del lugar, pero cada metro le ardía. Su piel estaba quemada, a excepción de unas cuantas zonas del pecho y la cara. Quiso llorar, pero nadie escucharía sus gemidos. Sabía que era el final de todo. Se acostó, miró al cielo y respiró lento. Con cada movimiento de su tórax, la energía se drenaba de sus venas. Arriba, abajo, arriba, abajo… hasta que no le quedó más aliento y la oscuridad inundó su cuerpo hacia los gélidos confines del subsuelo.

    Despertó jadeando en la cabina del barco. El crujido de la madera navegando entre las nubes impidió que su grito se extendiera fuera de la habitación. Aunque todavía estaba oscuro, decidió levantarse. Sus pies tocaron el metal entablado del suelo y el frío acabó de activar su sistema nervioso.

    Tamara Salomé llevaba el cabello castaño crecido a tijeretazos, un cuello delgado y unas piernas como palillos cubiertas por un pijama negro de dos piezas. Había tenido ese tipo de pesadillas por varias semanas: vívidas, bélicas, todas terminaban en una bomba que parecía estar hecha de los gritos desesperados de un ejército. Su cerebro trataba de alertarle algo que su consciente no parecía entender, o al menos eso era lo que había concluido.

    Inhaló otra bocanada de aire, pues necesitaba enfriar sus pulmones. Caminó hasta la borda, aún desorientada. Ahí extendió sus hombros a través de la baranda y echó un vistazo a la infinidad de las montañas. Miles de aeronaves han naufragado entre esos picos nevados. Sus tripulaciones, perdidas entre la nieve y la tierra ancestral, y sus tesoros enterrados por los hielos que se formaban como costras sellando una herida en cientos de capaqs. Si eso que llamaban cambio climático era cierto, pronto comenzarían a derretirse y los cazarrecompensas profanarían esas tumbas en busca del oro y las máquinas que ahí yacían enterradas.

    —Entonces, Salomé, ¿qué harás? —susurró una voz tras de ella.

    Oliver la miraba escéptico. El chico de cabello oscuro y cejas anchas tenía una expresión permanente de seriedad y aspereza. A diferencia de ella, él ya estaba vestido con su traje de trabajo.

    —No hay nada que pueda hacer —respondió la chica—. Sabes que no creo en el destino, pero no puedo dejar de soñar con ese mundo… ¿Y si es una maldición?, ¿o alguna forma extraña de tecnología que permite proyectar sueños?

    Oliver sujetó el hombro de la chica en señal de apoyo y esbozó una mueca condescendiente.

    —Bueno, si sigues así, podrías acabar cometiendo un error garrafal en las manutenciones de la nave y terminaríamos allá abajo, con nuestros amigos los fantasmas congelados. Si alguien puede descubrir de dónde vienen, eres tú.

    Se escuchó un ruido chirriante. Una de las nubes que los cubrían brilló incandescente y la noche se desnudó, como si hubiera amanecido de golpe. A la luz le siguieron truenos, explosiones, disparos y gritos.

    —¿Qué diablos? —murmuró Oliver y se cubrió los ojos con sus lentes de aeronáutica.

    El cantar de un trombón rompió el chillido escalofriante. La nube comenzó a disiparse y entre la bruma emergió un masivo bloque de bronce. Era la proa de un barco de hierro que descendía hacia la perdición de las cumbres heladas de las montañas cordilleranas. La embarcación descarrilada tenía cuatro chimeneas de vapor y alrededor contaba con globos de aire que ardían al rojo vivo. Por los costados, flotaban pasajeros con paracaídas de emergencia, precipitándose hacia el hielo.

    —¡Ayuda! —gritó Tamara a los guardias nocturnos.

    —Despierten al capitán —replicó uno de los jefes de piso y miró a los dos chicos con desconfianza—. ¿Vieron algo?

    —Una luz, un estruendo y… disparos, le dispararon a algunos de los paracaidistas, otros se están quemando —dijo Tamara con la voz temblorosa.

    Salomé sintió que alguien le apretaba con fuerza el brazo. Oliver estaba pálido, sus ojos perdidos y tristes. La joven no estaba acostumbrada a que el chico saliera de su actitud confiada, de sabelotodo y dirigente.

    —Salomé —dijo en voz baja—, es….

    Tamara, quien aún no podía creer lo que veía, caminó de espaldas y se acercó al capitán. Un hombre de ojos amarillos, dientes podridos y apariencia fofa llamado Winston Dufoe.

    —Señor —exclamó.

    —Oliver —respondió el jefe de máquinas sin dejar de mirar el accidente—, ¿algún aparato para sacar gente de la nieve?

    —Para traerlos al barco sí, para descongelarlos, no lo creo —dijo el chico a su superior.

    El capitán pausó su respiración y desvió su vista a Tamara.

    —Ve a vestirte, niña —añadió al verla en su ropa de dormir y luego tomó un paño para sonarse la nariz—. Subámoslos al barco solo si están con vida —finalizó.

    Un dirigible salvavidas salió de la aeronave con seis hombres de rescate, vestidos con trajes de cuero grueso y máscaras de respiración. Las necesitaban para capear las condiciones fuera del campo de gravitación de la nave de pasajeros que ahora emitía una señal hacia el aeropuerto más cercano.

    PRIMERA PARTE

    Las máquinas

    Capítulo uno:

    No son tiempos para optimistas

    25/07, Centrociudad de Allasneda

    Un año después

    I

    —¿Por qué la sonrisa, muchacho? —preguntó desde su silla el padre, Gottfried Rietto. Sus brazos ocupaban una porción importante de la superficie de la mesa y su voz se tragaba el aire que compartían en la habitación.

    Ío levantó la mirada escéptico, pues ambos acostumbraban el silencio entre comidas. Era su forma de estar juntos sin discutir demasiado. Las manos del joven temblaban enrojecidas y apenas podía sentir los dedos de sus pies entumecidos. Su cuerpo había decidido pegarse un estirón justamente durante lo que los científicos consideraban el invierno más frío que Allasneda había enfrentado en veintitres años. Ya le quedaba demasiado corto el cobertor de su cama y cada noche tenía que decidir si dejar su pecho descubierto o exponer sus calcetines a la intemperie. Pero no era solo su cama lo que no le calzaba, tampoco lo hacían sus zapatos, sus pantalones y una que otra camiseta que dejaba su ombligo expuesto al gélido y seco aire que cubría la capital.

    El chico peinó su cabello castaño oscuro con los dedos de la mano izquierda y con la boca reafirmó aún más la sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes blancos y sus pómulos marcados. Sus ojos, de una avellana tenue, se volvían medias lunas radiantes cada vez que acomodaba esa expresión sobre los músculos de su rostro.

    —Tú sabes por qué —respondió Ío—, es miércoles veinticinco, séptimo mes.

    Gottfried emitió un rugido con la garganta. Era un hombre de contextura gruesa, nariz ruborosa y con solo la mitad de su cabellera en pie. Lo único que Ío compartía con él era la forma de la mandíbula y, en el pasado, la forma de sus manos, ahora gastadas por el trabajo. En éstas sostenía torpemente una jarra de cerámica.

    —Mi cumpleaños dieciocho —insistió el joven, aún con la mueca alegre en su cara, ahora un poco más forzada.

    —Ah… es cierto, no puedo esperar más a que te largues —respondió el viejo sin levantar la vista. Estaba concentrado en su plato, rebuscando las últimas migajas que pudiera pegar en su lengua. Esa mañana llevaba puesta una camiseta amarillenta y horadada, que lavaba con poca frecuencia, y unos pantalones de cuarentena, igual de sucios y gastados en los bordes.

    —Papá… —murmuró el chico, exhalando un aullido cansado desde la garganta.

    —Ya eres lo suficientemente mayor como para ir a la guerra, pero con esa carne pegada a los huesos morirías en dos días… o menos —divagó Gottfried.

    Ío apretó la mandíbula, estiró su espalda y subió a su habitación para acabar de ponerse su uniforme. En realidad, era el entretecho que su padre había convertido en dormitorio cuando su hermana menor había nacido. Ahí se acercó hacia la ventana circular por la que entraban hilos de viento durante la noche y sonrió al sentir la brisa enfriar su rostro. Su cabeza rozaba los pilares húmedos que separaban la construcción de la intemperie. Su casa no estaba ubicada en un barrio pobre, pero la erosión se notaba en cada esquina. Las paredes descascaradas, en el techo se formaban más goteras con cada invierno, los vidrios rotos se reparaban con cinta o sacos de papa martillados al marco, mientras que la puerta principal se había retorcido con la humedad y los temblores. Se abría y cerraba a patadas.

    —Ya me voy —anunció Ío y se colgó una bufanda alrededor del cuello.

    —Esas máquinas del demonio… —gruñó el padre ahogado por su propia grasa.

    Gottfried jamás había aprendido a leer, a escribir, o cualquier forma de arte u expresión sensorial. Aunque era un buen bailarín, rara vez estaba lo suficientemente sobrio como para exhibir sus talentos. A Ío le daba mucha tristeza ver a su padre en casa, pues los atisbos de infancia que le quedaban lo recordaban como una persona alegre y resiliente. Ya no sabía qué más hacer para devolverle las ganas de vivir. Seis meses antes, su padre había renunciado a la posibilidad de conseguir un empleo en un mundo de avances tecnológicos acelerados. El cumpleañero respiró profundo, pateó la puerta y tomó su bicicleta.

    II

    Desde que tenía trece años, Ío trabajaba repartiendo periódicos para La Gaceta Real de Allasneda, una de las dos principales oficinas de prensa en la Centrociudad. Era un trabajo que compartía con otros dos chicos: Gustavo y Tabata, con quienes dividía rutas, zonas y horarios según los días de la semana.

    A los habitantes de la ciudad les importaba mantenerse informados sobre todo lo que ocurría en el territorio nacional, por banal o intrascendente que fuera. De vez en cuando, Ío se detenía unos minutos a un lado de la calle, abría el periódico y se preguntaba cómo sería dedicarse a escribir las historias que encerraba. Los cazadores de noticias, también llamados reporteros, lograban que hasta el conflicto entre dos pequeños negocios de la ciudad resultara en una historia interesante. Sin embargo, algunas de sus prácticas eran ampliamente cuestionadas, especialmente las que utilizaban para atrapar chismes de la política. Seis meses atrás, un cazador de noticias había sido encarcelado por atacar a un cartero y robar la correspondencia de un senador vinculado con el Departamento del Tesoro. La historia que publicaron finalmente, sobre los desencuentros entre un reportero y un senador, fue un rotundo éxito y solo nos motivó a los escritores, a salirse de los márgenes en busca de la historia más descabellada.

    Aquella mañana, el aire estaba como de costumbre: brumoso y pesado. Ío entró a La Gaceta por la puerta trasera: un ducto estrecho y metálico que lo obligaba a encorvarse para hacerse paso al sótano de la imprenta.

    —Eh, muchacho —escuchó a su jefatura directa, Yiol, un capataz que llevaba más años en aquella imprenta que los solsticios que Ío había presenciado durante toda su vida. Si bien tenía maneras toscas y una mirada dura, había desarrollado compasión por Ío, especialmente desde que su madre se había marchado.

    —Señor —le respondió el joven.

    —¿Es mi idea o estás más alto, de nuevo? —preguntó su jefe, levantando unos paquetes de periódicos enrollados y una lista con las direcciones de los suscriptores.

    Ío se ruborizó, miró hacia una esquina y encogió los hombros. Yiol le sonrió y le dio dos palmadas en el hombro. Luego le entregó los paquetes del día.

    —Bueno, eso sería todo. Ah, feliz cumpleaños muchacho —dijo en tono neutro y volvió a las oscuras entrañas de la imprenta.

    Ío sintió un golpe de emoción en el pecho.

    III

    25/07, Centrociudad de Allasneda

    Andrea estaba sentada en una banca de la estación de barcos aerostáticos. Si hubieran capturado la escena en una fotografía, habría destacado entre el público. Llevaba su cabellera rojiza, ni lisa ni ondulada, ojos curiosamente grises, piel cremosa, sus labios un poco entumecidos y azulados justo debajo de su nariz ligeramente aguileña. Su barbilla descansaba sobre un vestido gris mecánico, con un encaje que se esforzaba por cubrir todo su cuerpo del frío. Sus botas negras acababan con el vestuario y humeaban por todas partes.

    La joven esperaba con los ojos entrecerrados para poder oír mejor a la distancia. Era un dón y una maldición que llevaba encima desde su nacimiento.

    Unos minutos antes del arribo de la nave, se acercó al punto de desembarco. Sonrió ligeramente y esperó que la máquina atracara. Estaba en primera fila y su corazón palpitaba tan fuerte que sentía que iba a escalar por su garganta. Sus mejillas enrojecidas exponían su nerviosismo y sus pupilas comenzaban a dilatarse.

    —Manténganse tras la línea, manténganse tras la línea —repetía un robot que se deslizaba de un lado a otro sobre un riel engrasado en el piso.

    Las puertas del barco se abrieron, las escaleras mecánicas se desenvainaron y encajaron frente a Andrea. Unos minutos después, los pasajeros iniciaron el descenso. Eran sobre todo navegantes y turistas, más uno que otro banquero se escabullía entre los pasajeros. Cual granos en embudo, las hordas se dirigieron a hacer cola en el control de valijas, un paso obligatorio para todo aquel que llegara a la ciudad desde hace al menos un año atrás.

    Pasaron un par de minutos, luego una hora. El barco se despegó del puerto moviendo una brisa helada por toda la plataforma. Pero Andrea seguía ahí, le dolían los pies y sus manos se helaban con cada respiro. Un guardia se le acercó pasivo y se detuvo a alrededor de un metro.

    —Señorita, es el último barco aerostático de hoy… tenemos que cerrar la plataforma.

    IV

    Apenas emprendió rumbo calle abajo, dos lágrimas resbalaron por su barbilla. Entonces, su rostro se sonrojó, incluso recolorando sus labios. Para cuando llegó a la entrada del edificio en el que vivía, secó sus mejillas y deformó su expresión para ocultar cualquier trazo de tristeza. Era un complejo moderno de ladrillos gruesos y una puerta blanca de manera más alta que las otras de la cuadra. Sobre el timbre, las iniciales M.T. y el símbolo de un reloj con manecillas señalando las 15:45 estaban grabados en una placa de metal. Entró y cerró los ojos una vez más para retraer sus lágrimas.

    —Ah, Andrea, ¿ya regresaste de tus trámites? —escuchó la voz de su jefe al final del pasillo. El departamento tenía dos pisos, pero una profundidad y diseño que no dejaba entrar demasiada luz entre las habitaciones.

    —Sí, señor —respondió la joven con tono enérgico.

    Al cerrar la puerta se quedó inmóvil, pues creyó sentir la tierra moverse bajo sus pies. Puso su mano sobre la pared y miró la lámpara sobre su cabeza. Esta oscilaba lo suficiente para dudar, pero no para salir corriendo. Cuando el movimiento se detuvo, desactivó el calentador a vapor de su vestido, se sacó su chaqueta y se dirigió a la habitación en la que Matthew Todd la dejaba quedarse a cambio de su trabajo. Era angosta y apenas cabía su maleta y una cama, pero era todo lo que necesitaba. Se puso un overol de cuero manchado de aceite, unas antiparras y unos guantes gruesos. Antes de retornar a sus labores, una nueva lágrima se deslizó por su mejilla, su cara se ruborizó y apretó los labios para contener la explosión de emociones que la sobrecogían. Agarró la nota que llevaba en el bolsillo, la rompió en cientos de pedazos. Corrió al baño, se lavó el rostro con agua fría y solo entonces se dirigió hacia el taller.

    Matthew Todd era un inventor cuarentón, su mentón cuadrado estaba cubierto por una barba con pintas canosas. No obstante, su cabello pelirrojo, sus pecas y su nariz recta lo hacían ver mucho más joven de lo que realmente era. Siempre llevaba guantes, una chaqueta de cuero gruesa y unos protectores para sus empeines, pues muchos objetos pesados solían resbalarse desde las mesas en ese taller.

    Todd se había hecho de una pequeña fortuna años atrás al lanzar al mercado unos lentes que permitían ver a través de las nubes, la niebla y el smog. Después de enviudar muy joven, y sin herederos ni familia cercana, Todd se dedicó a enfrentar el luto construyendo aparatos que lo hacían feliz o que contribuyeran a áreas como la medicina y la educación. Lo primero, debido a que su esposa falleció en una operación; lo segundo, pues Marta era profesora en una escuela local. Todd solía verse alegre y amable cuando se dirigía a otros, pero su tono se tornaba tristón cuando alguien lograba hacerlo reír de verdad.

    En la sala de los inventos había una máquina con varias pinzas metálicas y colores cromados y pasteles. Era el futuro de la industria, según Todd. Un aparato que utilizaba la basura como energía y que limpiaría todas las calles, playas y recovecos de Allasneda. La devolvería a su esplendor, a esa época antes de la plaga, antes de la ola de contaminación que destruyó todo el mar y la que obligó a la gente a estar con máscaras de gas por tres años. Era su gran orgullo. Para Andrea, era la oportunidad de usar su tiempo y conocimiento científico en algo práctico, que realmente marcara una diferencia para la gente y que trajera un futuro más atractivo que el que parecía esperarles. La gente necesitaba esperanza en aquellos tiempos oscuros.

    —¿Sentiste el temblor? —le preguntó Todd al escucharla entrar, sin girar la vista hacia su dirección.

    —Querrá decir el último temblor. Ya perdí la cuenta —añadió la chica con una mueca en los labios.

    —Quizá son el augurio de una gran catástrofe —comentó el inventor y se acomodó los suspensores en sus hombros.

    Andrea tragó saliva. Todos sabían que había un terremoto pendiente en la ciudad. Allasneda había sido fundada en una tierra imposible y que dos o tres veces por siglo la tierra temblaba para sacudirse a la humanidad que construía sueños sobre su espalda. Cerró los ojos para volver su atención al ahora y se dirigió a una de las estaciones de trabajo. Abrió su libreta, dio una vuelta por los tres inventos que ahí habían y tomó nota de los avances en las últimas horas. Era buena con los números, con las medidas y los cálculos. Aunque lo que tenía en capacidad para predecir qué pasaba si se mezclaban dos químicos, le restaba y faltaba agónicamente en creatividad y habilidades blandas.

    Entonces, notó que sobre la mesa de trabajo principal había un aparato extraño, una especie de núcleo rodeado de tubos metálicos y de cristal, que movían un líquido en su interior de manera errática. El aparato brillaba en destellos, como un corazón latiendo lento y enfermo en un recipiente.

    —¿Profesor? —murmuró, pero no escuchó respuesta de su supervisor.

    Dibujó la forma de la máquina en su libreta, anotó cuanto pudo de su apariencia y luego dejó el lápiz mecánico a un lado. Con la mano izquierda, sujetó el núcleo desde la base y notó que era sorprendentemente pesado para su contextura.

    —¡No! —el grito de Todd la interrumpió y sintió que el aparato se le deslizaba por entre los dedos.

    Justo antes de que cayera, atrapó el artilugio con rapidez y lo cobijó contra el pecho. Todd se acercó a ella y se lo arrebató con una fuerza que la chica no le había visto usar nunca. El rostro del inventor estaba serio y enrojecido. Con el alma nuevamente en su cuerpo, la chica se disculpó abochornada por lo que fuera que había ocurrido.

    —Disculpa si te asusté —respondió el científico con una sonrisa—. Pensé que sabías reconocer una fuente de poder basada en energía espectral.

    Un escalofrío rodó por la espalda de la chica.

    ——Oh… es radioactivo… —musitó, aún en shock—. ¿Debo tomar otra ducha entonces? ¿Píldoras de yodo?

    Todd consideró la pregunta por un segundo, dejó la máquina sobre el mesón, la cubrió con una manta y negó con la cabeza.

    —No, está casi muerto, es… un proyecto personal.

    —No sabía que estaba experimentando con energía espectral… —respondió la chica.

    El científico sonrió, aunque algo había cambiado en su mirada, ahora más esquiva.

    —Algunos preferimos llamarla energía solamente. No tienes que preocuparte. Solo avísame si tus dientes o tu cabello comienzan a caerse. Podría ser una mala señal.

    Los ojos grises de Andrea se abrieron como perlas, su piel se tornó azul por el miedo.

    —¡Guoh! De verdad has perdido todo el sentido del humor —exhaló el inventor regordete y en seguida le sonrió más tranquilo—. Había salido de la habitación por un minuto para buscar esto —dijo y le mostró una carta—. El año pasado no supe qué día era tu cumpleaños y cuando recibí la respuesta de tu padre era demasiado tarde. Así que esta vez me preparé.

    Andrea seguía un poco confundida. Matthew sonrió de nuevo, fue a la cocina y trajo una caja en ambas manos cubierta en un papel brillante dorado y una cinta roja alrededor. La chica creyó notar que el hombre estaba cojeando un poco.

    —Profesor Todd… no sé qué decir… no necesita darme un regalo —respondió la chica con un nudo en la garganta.

    —Tonterías, no solo te lo mereces por tu trabajo, sino que además no pudiste seguir en la universidad ni volver a casa… esto es lo mínimo que puedo hacer —constató el científico—. Ábrelo ahora, quiero mirar tu cara cuando sepas qué es.

    Universidad la joven suspiraba cada vez que escuchaba esa palabra. La academia de química cerró un año antes, cuando la mitad de sus profesores y compañeros se alistaron para ir al frente. Ella era demasiado cobarde para esas cosas, y Todd, quien ya la alojaba como favor a sus padres, le permitió quedarse a cambio de trabajo. Todos los días despertaba imaginando que todo era un sueño, que podría ir y seguir su vida normal. Todas las mañanas se habían convertido en tristes golpes de realidad.

    Recibió el paquete con una modestia silenciosa. Estaba pesado y decidió ubicarlo sobre un mesón del taller. Miró a un costado, ahí había dos sobres reposando: una carta desde Ancuria, su pueblo natal, dirigida a ella, y otra carta con el sello del reino, sin remitente y dirigida a Todd. Pensó que era sospechoso, pero rápidamente desvió la vista. No era de su incumbencia, era desleal, ilegal y rastrero ver la correspondencia de otra persona. En aquellos tiempos ya era difícil tener algo de privacidad y las cartas selladas eran un tesoro invaluable.

    Andrea desarmó el moño y se encontró con un maletín de cuero rojizo, con olor a nuevo ligeramente químico y detalles dorados en los broches. Con sus dedos, delicadamente estilizados, abrió el sello del contenedor. Dentro, habían dos cosas: una película de kineteca enrollada y un aparato extraño, similar a un proyector filmográfico pero mucho más pequeño.

    —¿Una filmadora? —dijo la chica y sus ojos se abrieron como huevos por la aparente emoción.

    —No cualquier filmadora —respondió Todd—, una filmadora portátil y eléctrica, para que puedas captar el mundo con esa sensibilidad tan rara que tienes.

    El corazón de la chica quería estallar. Todas sus preocupaciones desaparecieron por un instante, opacadas por la emoción instantánea. Por primera vez, se acercó a Matthew y lo abrazó con fuerza, apenas pudiendo cruzar ambas manos por su espalda.

    —Es fantástica, muchas gracias —respondió la joven con voz suave.

    —Y eso no es todo —dijo el inventor—, la película que ves ahí, es la primera filmación que hizo esta cámara.

    Andrea volvió a sonreír, abrió la cinta y se quedó quieta un momento, elucubrando una oración entre los labios.

    —No es un modelo clásico… necesitaré fabricar un lugar para reproducirla.

    —Oh —exclamó él, con una sonrisa aún más grande—, ya habrá tiempo para eso. Ahora, grábame moviendo algunos tornillos para que parezca que estoy haciendo algo productivo. Se lo enviaré a nuestros benefactores. A ver si este año logro construir una piscina.

    V

    Bibliografía: usos de la magia

    Autor: clasificado. Información: clasificada

    Queda estrictamente prohibida la distribución de este documento

    Pasto, Charles

    Historia de la brujería: una introducción. Extracto. Capítulo 5, páginas 123-125.

    (…) experimentos conducidos en especímenes brujos durante los años posteriores a las plagas de Allasneda demostraron que, más allá del misticismo y el miedo, la brujería tenía una explicación perfectamente científica. Las brujas utilizan energía espectral y así pueden realizar sus proezas, que van desde conducir energía electromagnética, generar plagas o provocar alucinaciones, hasta la destrucción de la materia (…). Esta misma energía, sin embargo, es radioactiva y en el largo plazo enferma tanto a quienes rodean al espécimen como al usuario mismo. Por esta razón, la mayoría de los brujos solo utilizan su conexión con la energía espectral cuando son presionados por factores externos (…). Para detectar a un brujo existe una serie de pruebas que pueden ser aplicadas. En el pasado, se solía aplicar presión para lograr una confesión por medio de inducción de dolor, pero causaba demasiados falsos positivos. Un lector de energía electromagnética simple puede detectar la carga que los brujos emanan. Este se ha convertido en el nuevo estándar (…).

    Notas: solicitar más información departamento de documentación sobre usos y tratamiento de residuos radioactivos.

    Capítulo dos:

    Una piedra en el engranaje

    25/07

    I

    El trabajo de Ío le tomaba alrededor de cuatro horas. Era rápido y trabajar en eso todos los días lo había hecho desarrollar estrategias para buscar los caminos más eficientes dentro de la ciudad. Evitaba aglomeraciones, vueltas innecesarias y cualquier distracción en su ruta. No sentía frío alguno cuando pedaleaba y menos cuando encendía el motor a vapor de la bicicleta, pues la conducción del material metálico irradiaba un calor reconfortante.

    Cuando cruzó la plaza central de Allasneda, sus piernas le pidieron un descanso. Los recortes en raciones de alimentos, ya escasos en su casa, le estaban haciendo efecto, así que se detuvo a un lado de la vía, se sacó el casco y miró su lista. Ya no le quedaban más periódicos que entregar y apenas iban a ser las once de la mañana. Estiró sus brazos detrás de su cabeza e intentó flectar su espalda. Justo después de que su espina tronara, un silbato dejó a todos los transeúntes mudos por un instante.

    El sonido provenía de la imprentanoticiosa o un aparato perteneciente a El informante de Allasneda, la competencia del periódico donde trabajaba Ío. La máquina era un cilindro gigantesco que echaba humo por el tope. Contaba con un reloj a media altura y una boca cerrada en la base, rodeada de botones, palancas y boquillas. Ío divisó una larga fila esperando frente a la máquina. Un hombre de sombrero mecanizado ingresó una moneda de cinco pesos en un orificio del mostrador y en cosa de segundos, se imprimió en sus manos una larga hoja de papel humeante. Era un boletín que, en vez de cerca de cien planas de las noticias del día anterior, entregaba a los ciudadanos los rumores más actualizados del país. Para Ío, esa forma de leer noticias sacrificaba la calidad de los detalles e incluso la verdad detrás de los hechos, pero la popularidad de la imprenta era innegable.

    —¡Rietto! —escuchó una voz desde la distancia.

    El día estaba particularmente nublado por el smog, pero aquella voz era inconfundible. Tabata, su compañera de entregas, caminó hacia él, enérgica y con el morral liviano en un costado. Llevaba la corbata suelta, su cabello negro rizado enmarañado y la cara un tanto ennegrecida por el aire. No hablaban con frecuencia, pero cuando cruzaban miradas se ponía muy nervioso, sudaba y su corazón latía fuertemente. Esta vez no era la excepción.

    —Ho-hola —tartamudeó Ío.

    —¿Ya terminaste? —preguntó la joven mirando alrededor de Ío.

    —Sí, estaba… pensaba… volver al periódico ahora —respondió.

    La joven sonrió. Entre sus ojos y su nariz se formaba una arruga, y en sus mejillas se marcaban dos margaritas que a Ío le quitaban el aliento. Tabata tomó su cartera y bajó la mirada con los labios apretados entre sí mientras meditaba su próxima oración.

    —Me falta entregar estos dos, pero… no quiero ir a este departamento más —dijo señalando una de las direcciones—. Está en la ruta, pero me pone muy incómoda. El dueño es extraño, una especie de científico loco.

    —Oh… —murmuró Ío.

    —Si pudieras entregarlo por mí, mañana entregaré dos direcciones tuyas.

    Aquella petición lo decepcionó. Sin embargo, pensó, si le hacía ese favor hoy quizá podría hablar más con ella en el futuro. La mera idea provocaba que su corazón saltara en su pecho.

    —Me queda un poco fuera de ruta, pero lo haré, confía en eso —dijo con voz ronca, intentando esconder lo que le quedaba de pubertad.

    —Muchas, muchas gracias —respondió la chica y le sonrió nuevamente.

    Cuando Tabata había emprendido su camino, Ío exhaló con fuerza el aire de sus pulmones. Estaba cansado, pero no tenía mucho más por hacer esa tarde e intentó convencerse de que el favor valdría la pena. Sus hormonas lo habían traicionado de nuevo.

    II

    El camino no era el ideal para las ruedas de su bicicleta. Aunque muy rara vez caía nieve en la Centrociudad, el aire gélido y seco congelaba toda la humedad a su paso, lo que obligaba a quien se atreviera a enfrentarlo a lidiar con el hielo jabonoso que dejaba a su paso. En fin… una ruta que normalmente hubiera tomado veinte minutos, acabó significándole horas.

    Al llegar, Ío sacó el periódico y tocó el timbre. Aún tenía que firmar la ficha de entrega de Tabata y volver a La Gaceta a buscar la paga del día. Unos segundos después, una chica abrió la puerta del apartamento. Tenía los ojos inyectados en lágrimas y una tristeza abismal marcaba sus labios.

    —El periódico —dijo y tragó saliva.

    —Llegas tarde y no eres la chica de siempre —susurró la mujer.

    —No, hubo un pequeño cambio de ruta hoy, pero aquí lo tiene, sano y salvo —dijo Ío y le entregó el rollo de papel.

    —Supongo que no ha sido tu culpa —dijo sollozando y tomó el paquete—. Estos días todo parecen ser malas noticias, ¿no crees?

    El chico sonrió con compasión e hizo una sutil reverencia. Apenas cerró la puerta, dio media vuelta y emprendió camino al periódico.

    III

    Ío tenía que volver a cruzar por la plaza de la Centrociudad para llegar a la central de distribución. Ahí se detuvo un segundo para descansar. Al respirar, la nariz le ardía bastante por la mezcla de gases industriales, humos y fantasmas.

    Una escuadra militar bajaba por la calle hacia la plaza central. En su camino, recogían uno a uno todos los periódicos que encontraban. Las personas que esperaban inmóviles a salir del campo visual de los soldados cuchicheaban agitadas. Sus pieles grisáceas y sus trajes mecánicos los hacían parecer androides, maniquíes autómatas cercanos a humanos.

    —Tenemos órdenes de retirar estos periódicos de circulación —dijo uno de los militares mientras le arrebataba el boletín a un tendero.

    Ío intentó evitar a los uniformados en el camino de regreso. Justo en el callejón detrás de su destino, vio a un viejo conocido fumando frente a la carnicería.

    —Hola, chiquillo —dijo el carnicero al verlo acercarse con aquellos ojos pesados y su contextura raquítica. Ío pasaba por ahí a menudo de regreso a su casa. Antes lo hacía a diario pues podían comprar carne en la semana. El mero recuerdo de las cenas con su madre, su hermana y su padre le retorcían el estómago y dejaban un sabor amargo en el paladar.

    —¿Sabe qué está pasando? —preguntó el chico.

    El hombre apretó su nariz y cerró los ojos unos instantes, luego volvió a mirar a Ío y aspiró su cigarro.

    —Al parecer llegaron rumores del frente —murmuró el carnicero—. Mi hijo está luchando en Pentagónita, que está al oeste, no muy lejos de ese punto —finalizó.

    —Lo siento mucho… —lamentó Ío con la voz ahogada.

    Entonces se fijó en los detalles del rostro el carnicero, frío y grisáceo cuál ceniza. Sus pómulos hinchados y sus manos enrojecidas temblaban desde sus hombros hasta la punta de sus dedos.

    —Chico,

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