El hundimiento del Titanic
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El hundimiento del Titanic es un magistral poema épico –una hazaña desacostumbrada en estos tiempos– en torno a una historia que, aunque conocida, no ha perdido un ápice de su tensión dramática. En efecto, el enorme transatlántico, gigantesca maravilla del mundo que naufragó una gélida mañana del año 1912, no fue sólo un buque, sino también un mito: la encarnación del progreso tal como se entendió en el siglo XIX, un concepto cuya vigencia ha sufrido un serio revés tras los avatares de la historia reciente. A lo largo de treinta y tres cantos, en este poema –explícitamente inspirado en La divina comedia de Dante, escritor que retorna a menudo entre los fantasmas evocados por Enzensberger– se efectúa una soberbia recreación de la catástrofe. Los alaridos de los náufragos, las rememoraciones nostálgicas de los muertos, los inarticulados mensajes de los supervivientes; pero también fragmentos de telegramas, las últimas informaciones meteorológicas, las desesperadas peticiones de auxilio. Asimismo, las minuciosas descripciones de los menús de a bordo, la arquitectura del buque, la decoración y las pinturas kitsch de sus salones, las inoportunas alegorías de la Paz y del Progreso. Y todo ello embalsamado en el gran vacío del agua. Pero no sólo se trata de este hundimiento registrado en los documentos de la Historia: como fantasma, el Titanic sigue navegando. Su actualidad está probada por la puntualidad con que su destino sigue reflejándose en películas, fantasías y pesadillas. El poema trata también de este Titanic imaginario, de este «naufragio mental». La redacción de este libro se inició en Cuba en 1969, se elaboró durante casi diez años y se abandonó y reemprendió varias veces a lo largo de este tiempo. Elogio de la provisionalidad y de la duda, este poema refleja asimismo la crisis del militante marxista que ha perdido las ilusiones; no se adopta una «posición correcta», la justicia de la poesía no es de este orden: en caso de duda, está de parte de quienes sucumbieron en el naufragio.
Hans Magnus Enzensberger
Hans Magnus Enzensberger (Kaufbeuren, Alemania, 1929), quizá el ensayista con más prestigio de Alemania, estudió Literatura alemana y Filosofía. Su poesía, lúdica e irónica está recogida en los libros Defensa de los lobos, Escritura para ciegos, Poesías para los que no leen poesías, El hundimiento del Titanic o La furia de la desesperación. De su obra ensayística, cabe destacar Detalles, El interrogatorio de La Habana, para una crítica de la ecología política, Elementos para una teoría de los medios de comunicación, Política y delito, Migajas políticas o ¡Europa, Europa!
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El hundimiento del Titanic - Heberto Padilla
Índice
Portada
Canto primero
Canto II
Apocalipsis. Escuela umbría, hacia 1490
Canto III
Declaración de pérdidas
Canto IV
Canto V
Canto VI
El iceberg
Canto VII
La Última Cena. Escuela veneciana, siglo XVI
Canto VIII
Canto IX
Razones de seguridad
Canto X
El aplazamiento
Canto XI
Canto XII
Canto XIV
Canto XV
Canto XVI
Canto XVII
Magro consuelo
Canto XVIII
Nuevos motivos por los que los poetas mienten
Canto XIX
Cablegramas del 15 de abril de 1912
Canto XX
Canto XXI
¡Mantengamos la calma!
Canto XXII
Modelo para una teoría del conocimiento
Canto XXIII
Estableciendo la identidad
Canto XXIV
El Rapto de Suleika. Escuela holandesa, fines del siglo XIX
Canto XXV
Instituto de investigaciones
Canto XXVI
Canto XXVII
Departamento de filosofía
Canto XXVIII
Canto XXIX
La Huida a Egipto. Escuela flamenca, 1521
Canto XXX
Canto XXXI
Canto XXXII
Canto XXXIII
Notas
Créditos
A Gaston
Canto primero
Hay alguien que escucha muy cerca de aquí,
espera, retiene el aliento.
Dice: Es mi voz la que habla.
Nunca más, dice él,
va a estar todo tan tranquilo,
tan seco y cálido como ahora.
Se escucha a sí mismo
en su cabeza burbujeante.
Dice: No hay nadie más
aquí. Ésta tiene que ser mi voz.
Espero, retengo el aliento,
escucho. El rumor distante
en mis oídos, antena
de carnes suaves, no significa nada.
Es tan sólo el latido
de la sangre en las venas.
He esperado mucho tiempo
con el aliento retenido.
Rumor blanco en los auriculares
de mi máquina del tiempo.
Sordo zumbido cósmico.
Ni un sonido, ninguna llamada de auxilio.
La radio permanece muda.
O éste es el fin,
me digo, o es que
ni siquiera hemos comenzado.
¡Aquí, sí! ¡Ahora!
Se oye un rasguido, un crujir, algo
que se desgarra. Aquí está. Una uña helada
que araña la puerta y se queda quieta.
Algo cruje.
Un lienzo largo e interminable,
una inmaculada tela blanca
que se desgarra, lentamente al principio
y luego más y más deprisa,
se rasga en dos pedazos con un silbido.
Esto es el principio.
¡Escuchad! ¿No lo oís?
¡Agarraos bien!
Y regresa el silencio.
Sólo se oye un sutil tintineo
en los aparadores,
el temblor del cristal,
más y más tenue
hasta desaparecer.
¿Quieres decir que
eso fue todo? Sí. Todo pasó.
Eso fue sólo el principo.
El principio del fin
es siempre discreto.
A bordo son ahora
las once cuarenta. Hay una grieta
de doscientos metros
en el casco de acero,
bajo la línea de flotación,
abierta por un cuchillo gigantesco.
El agua corre
hacia las escotillas.
Emergiendo treinta metros,
el iceberg pasa silencioso,
se desliza junto al barco resplandeciente,
y se pierde en la oscuridad.
Canto II
Fue muy ligero el golpe. Primer mensaje por radio:
Hora 00:15. Mayday. Llamada general. Posición 41° 64’ Norte
50° 14’ Oeste. ¡Realmente fabuloso, este Marconi!
Un tictac en la cabeza, en el auricular, inalámbrico,
y no obstante lejano, muy lejano, ¡a más de medio siglo!
Ni sirenas ni campanas de alarma, simplemente
unos golpes discretos contra la puerta de la cabina,
tosecillas en el salón de fumar. Sobre el puente D, mientras
abajo el agua sube, el steward ata los cordones de las botas
a un viejo caballero quejumbroso vinculado
a las máquinas herramienta y a la industria metalúrgica.
¡Damas mías, coraje! ¡Que no os consuma la fatiga!
¡Al galope!, exclama el señor McCawley, profesor de gimnasia,
atravesando el gimnasio artesonado,
impecable como siempre con su traje de franela.
Dromedarios mecánicos oscilan mudos y cadenciosos.
Nadie sospecha que este hombre infatigable padece de una úlcera de [estómago,
que no sabe nadar, que tiene miedo. John Jacob Astor,
por su parte, hunde su lima de uñas en un salvavidas
para mostrar a su esposa (de soltera Connaught)
lo que contiene (probablemente corcho) mientras penetra
el agua a chorros en la bodega de proa y su helado turbión
gorgotea entre las sacas del correo, se filtra en los
pañoles. Los músicos, de uniforme inmaculado,
interpretan Wigl Wagl Wak My Monkey,
un popurrí de «The Dollar Princess».
Todos al Metropol. La loca alegría del loco Berlín.
Solamente allá abajo, allá donde como siempre
se comprende primero,
agarran a toda prisa los bebés,
petates y edredones rojos. La chusma
del entrepuente no habla inglés ni alemán, pero hay algo
que no requiere explicación:
que a la primera clase le toca el primer turno
y que nunca hay botellas de leche suficientes,
ni zapatos ni botes salvavidas para todos.
Apocalipsis. Escuela umbría, hacia 1490
No es joven ya, suspira,
saca un gran lienzo, medita,
discute tenaz y largamente con el cliente,
un carmelita avaro llegado de los Abruzzos.
Prior o superior. Ya comienza el invierno.
Crujen las articulaciones