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La tormenta está fuera
La tormenta está fuera
La tormenta está fuera
Libro electrónico341 páginas5 horas

La tormenta está fuera

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La tormenta está fuera es una novela de ritmo preciso y lenguaje diáfano que ha impresionado a cuantos la han leído, escrita con un cabal dominio de la estructura y las técnicas narrativas, cuya principal aportación consistiría en adentrarse en la temática de la emigración dominicana hacia los Estados Unidos, presentada en los avatares del narrador-personaje que nos cuenta sus experiencias en El Bronx, así como el contrapunto vital entre Nueva York y Santiago de los Caballeros, la nostalgia del terruño y los mecanismos interiores que contribuyen a sostener la identidad personal en un país donde se habla un idioma diferente al nuestro, con un alto nivel de desarrollo industrial y empresarial, pero plagado de dolorosos contrastes económicos, sociales y culturales; una nación de tan distintas costumbres y usos, a la que el inmigrante tiene que adaptarse para sobrevivir y crecer. La tormenta está fuera es también un testimonio que da voz a la inmensa colectividad que ha dejado el territorio insular en busca de nuevos horizontes.

 

José Alcántara Almánzar

IdiomaEspañol
EditorialJose Acosta
Fecha de lanzamiento16 ene 2022
ISBN9798201768256
La tormenta está fuera

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    La tormenta está fuera - Jose Acosta

    José Acosta

    ––––––––

    La tormenta está fuera

    Acosta, José, 1964-

    La tormenta está fuera [texto] / José Acosta.  —1a. ed.—Santo Domingo: Banco Central de la República Dominicana, 2016. (Colección del Banco Central de la República Dominicana; v. 222. Serie arte y literatura; no. 76) 2ª. ed. Techo de Papel editores.

    1. Novela dominicana. 2. Literatura dominicana del siglo XXI.

    © 2016 Primera edición

    Publicaciones del Banco Central de la República Dominicana

    © 2017 Segunda edición

    © Sobre la presente edición: José Acosta

    Ilustración de la cubierta: «Marina», de Willy Pérez

    Fotografía de la ilustración de la cubierta: Eloy Pérez

    Diseño de interior y arte de la cubierta: Techo de Papel editores.

    Fotografía del autor: Joanna Herrera

    Todos los derechos reservados por el autor conforme a la ley. No se permite la reproducción total o parcial, en ningún medio o formato, sin autorización previa y por escrito del titular del Copyright.

    Impreso y hecho en los Estados Unidos.

    Made & Printed in the USA.

    Correo electrónico: joacosta29@gmail.com

    No te quedes inmóvil

    al borde del camino

    no congeles el júbilo

    no quieras con desgana

    no te salves ahora

    ni nunca.

    Mario Benedetti

    ––––––––

    En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros y a un todo, que con solo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar.

    Nathaniel Hawthorne

    A mi padre y su fe.

    1

    ––––––––

    «No me moveré de aquí hasta que sepa», murmuré, sin desafío alguno, pero con firmeza, evocando un pasaje del libro que antes de salir de casa había dejado encima de la cama. Era de noche y un aguacero de fines de otoño plantaba fugaces lirios en la calle desierta. Envuelto en el aura de los recuerdos, durante unos segundos me vi en un amplio salón bien iluminado, invadido por ancianos que se desplazaban como soldados heridos en medio de un campo de batalla, ante una mano seca y esclerótica que me señalaba con un índice tembloroso. «¡Usted aún se acuerda de su primer amor! —proclamaba la dueña de la mano, una anciana decrépita—. ¡Usted tampoco lo ha podido olvidar!».

    Y era cierto que lo recordaba, allá, lejano en la memoria, tan difuso como la brasa de un cigarrillo en el fondo de un pozo. Era la imagen de una niña, compañera de primaria, una carita enfurruñada que siempre parecía reclamarme algo. Pero ¿podía llamársele primer amor a aquello tan impreciso, a aquello que, inexplicablemente, nunca me había abandonado? Para mí aquel recuerdo encarnaba más bien una especie de miedo, la sospecha que tienen los niños de la existencia de ese mundo escabroso y complicado que se va armando un poco más allá de la infancia, un territorio oculto en las sombras que la sola presencia de la niña hacía agradable, cálido, misteriosamente acogedor.

    Sosteniendo el paraguas con aire apesadumbrado, me parecía estar en otra parte, fuera del alcance de la tormenta. «Qué extraño —me dije—, aún recuerdo su nombre». Y lo pronuncié como si con ello pudiera abrir un baúl cuyo contenido, olvidado ya, ansiara recuperar, en tanto, presa de una incipiente melancolía, vislumbraba a lo lejos el ventanuco del ático de mi casa, cuyo cuadrado de luz parecía por momentos disolverse en la lluvia como una pastilla efervescente.

    Ahí estaba yo, detrás del cristal del ventanuco, unos minutos antes, recostado en la cama, buscando el sueño entre las páginas de un libro que más que leer contemplaba, a la luz lechosa de la veladora, cuando escuché los gritos de mi mujer que ascendían del primer piso, mezclados con las regurgitaciones del aguacero en las cañerías de desagüe. Poco después llamaron a la puerta. Me levanté, calcé las pantuflas y con pasos cansados fui a abrir. La luz del ático depositó el rectángulo de la puerta en la escalera en penumbra, delineando la silueta de un hombre alto, de cabellera rojiza, con la corpulencia de un jugador de rugby, recostado de lado en la balaustrada con la cabeza baja. Era Joshua, mi hijastro, quien preguntaba por unos analgésicos contra el dolor de cabeza.

    Rebusqué en el botiquín, abrí unas cajas, agité un frasco y fui a darle la mala noticia al muchacho.

    —Pierde cuidado —lo consolé—, yo se los consigo. De todos modos, tenía que salir a comprar algo para mí —mentí.

    Evalué el caudal de agua que corría por el ventanuco, abrí el pesado armario de caoba empotrado en la pared frente a mi cama, al lado de unas estanterías atiborradas de libros que constituían mi biblioteca, y busqué ropa apropiada para luchar contra el temporal. Mientras me ponía el abrigo me sentí observado por un niño de nueve años, que me miraba con particular atención, desde una foto en blanco y negro de recuerdo escolar, cuya inscripción al pie solía leer con la apatía con que se leen los anuncios comerciales: «Max Otero. Escuela Eugenio Deschamps. 1965-1966». El niño era yo. Tomé el paraguas y antes de salir me miré en la luna del armario con aire distraído, desdeñando con un mohín las tres arrugas casi invisibles que ya amenazaban con quebrantar mi frente. Tenía cuarenta y cuatro años y la pérdida de visión característica de esa edad, unida al asalto inesperado en algunos escalones de leves punzadas artríticas en la rodilla derecha, anunciaban la cercanía de una vejez opaca y dolorosa. Bajé las escaleras, la alfombra ahogaba mis pasos, atravesé la sala en penumbra sorteando el mobiliario y, al fondo del pasillo que conducía a las habitaciones del primer piso, reconocí la silueta de Kathleen, mi esposa, parada con la quietud de quien no quiere ser visto. «No tenías que molestarte», le escuché decir.

    —Me hará bien salir del arca a buscar tierra firme —bromeé. La sombra de mi mujer no se movió. Al salir al porche, adornado con grandes maceteros de flores ya maltratadas por la estación, la brisa helada me golpeó las mejillas, me ajusté la bufanda y casi enseguida escuché el mecanismo del picaporte de la puerta maniobrado desde dentro de la casa. Aunque la bodega quedaba a solo tres cuadras de la vivienda, los gruesos chorros que barrían con furia la avenida, elevando una leve nube de vapor a la luz de las farolas del alumbrado público, me impulsaron a llevarme la mano al bolsillo con la intención de cerciorarme de que llevaba conmigo las llaves del todoterreno, estacionado en el traspatio. Encontré las llaves y al volverme hacia la puerta para ir en busca del vehículo,  experimenté la sensación que desde la muerte de mi padre me atormentaba cada vez que regresaba de la oficina; la sensación de que estaba delante de la puerta equivocada y no residía en el ático de esa mole de dos plantas, ubicada en aquel vecindario de clase media del norte de El Bronx; la sensación de que antes de salir de allí yo había sido una pieza suelta de un rompecabezas, colocada por error en un hueco del conjunto donde por casualidad encajaba, pero descubierto el error, alguien la acababa de arrojar a la papelera.

    El mundo que me rodeaba se desintegraba de un modo tan tenue que no me daba cuenta. Pasar de cabeza de familia a una especie de tío desahuciado a quien le conceden un lugar donde morir, era una idea que a veces me cruzaba por la cabeza, un pájaro tenebroso que no alcanzaba a encontrar una roca donde posarse. Las señales estaban a la vista, pero algo dentro de mí se negaba a leerlas.

    El paraguas se desplegó encima de mi cabeza con un aleteo de pajarraco viejo. Como las ráfagas de viento me asaltaban por la espalda, inclinado ligeramente hacia atrás, escudándome con el paraguas, caminaba por la acera como si alguien me fuera empujando. Las casas que iba dejando a mi paso, adornadas con luces intermitentes que al encenderse garabateaban el ambiente con profusos arabescos multicolores, mostraban la llegada de la Navidad. En una cancha de baloncesto, a la luz de un farol, alcancé a ver una muleta incrustada en las grietas del pavimento, parada de tal forma que parecía servirle de apoyo a un ser invisible.

    Rodeado de bombillas que titilaban bajo la lluvia, el letrero de la bodega Family Grocery recordaba en esa atmósfera las últimas luces de un buque que se hunde en el océano. Una música estridente brotaba del negocio como el resplandor de una hoguera. Cerré el paraguas, lo sacudí y entré.

    —Vaya, vecino —bromeó el dependiente, un hombre bajito y calvo cuyo espeso bigote le daba a su rostro escuálido un extraño aire de persona saludable—, con esa cara que trae y en esas fachas, parece que acabara de escapar de prisión.

    —Tal vez venga de ahí, López —le dije. La gravedad de mi semblante, reflejado vagamente en el cristal del mostrador, dejaba traslucir la febril turbación que invadía mi mente. Desde que me alejé de casa, una frase pensada pero no aceptada del todo, clavaba su bandera cada vez menos borrosa en una tierra nueva y desconocida para mí, la tierra de la soledad: «Estoy solo en el mundo», me repetía. «Desde que murió mi padre, estoy solo en el mundo». Mi inquietud, sin embargo, no guardaba relación alguna con el sentimiento de orfandad o de desamparo, sino con el hecho de que por alguna razón algo me decía que ahora tenía que ver la realidad que me circundaba con otros ojos, unos ojos que aún no estaba seguro de poseer. Todo me resultaba familiar y a la vez extraño; me sentía como un animal doméstico extraviado en el bosque.

    Entré el frasco de analgésicos en un sobre en el que había escrito: «Estaré bien», y pedí al comerciante que lo enviara a mi casa con uno de los trabajadores.

    —Como siga lloviendo así —se rio el hombre—, tendré que mandar al muchacho en un bote.

    Sonreí por cortesía y me marché. «Estaré bien», murmuré ya fuera del establecimiento, un poco atontado por un ruidoso merengue que me arañaba los oídos, consciente de haber emulado el «estaré bien» con que mi padre se despidió de mí el día en que, por insistencia suya, lo ingresé en aquel asilo de ancianos que olía a orines rancios, a medicamentos, a cadáver. «¿Estás seguro, papá, de que deseas quedarte aquí?», le había preguntado, y él, con una forzada expresión de complacencia, palmeándome la espalda con cariño, me había dicho ese «estaré bien» del cual el hijo ahora se sujetaba como de una cuerda podrida.

    En una ocasión, siendo todavía un niño, le pregunté por el nacimiento, de dónde uno venía, y el viejo, estupefacto, solo atinó a comparar el nacimiento con el abordaje de un tren, «un tren que se hunde en el tiempo». A partir de ese día imaginé que iba en un tren, en el mismo vagón que mi padre, sentados uno junto al otro, contento con ver pasar las ráfagas de luz y sombra por las ventanillas, que atestiguaban que el vehículo seguía su marcha imparable futuro adentro. Pero un día el viejo tiró de la cuerda de emergencia, detuvo el tren y en el vagón entraron Kathleen y su hijo. El tren reanudó su rumbo, hasta que la muerte echó a mi padre del vehículo y los otros pasajeros y yo nos quedamos mirándonos a la cara, como si no nos reconociéramos. Desde entonces me empezó a asaltar el presentimiento de que durante toda mi vida había estado representado un papel, y que de un momento a otro me anunciarían que la función había terminado, que debía regresar a la realidad.

    «¿Qué está pasando aquí? Si nada me falta, ¿cuál es la razón de esta melancolía?», eran las interrogantes que me asediaban desde hacía tiempo, interrogantes que sorteaba a duras penas sometiéndome con más rigor a la rutina diaria. Los muros que me protegían se derrumbaban y yo me empeñaba en repararlos ladrillo a ladrillo; me negaba a mirar más allá. Y al salir de la bodega aquella noche de tormenta, concebí la idea, un tanto imprecisa, de que en algún momento de mi vida había tomado el tren equivocado, de que el que me tocaba abordar aún esperaba por mí allá, en la infancia. Vi, de repente, en el rostro de aquella niña, compañera de escuela, unos cabos sueltos que pedían a gritos ser atados. Me invadió de súbito el deseo de buscarla, de descubrir por cuáles derroteros la había llevado la vida.

    Aturdido por el peso de mis cavilaciones, me detuve de golpe en medio de la acera, como si una pared me hubiese cerrado el paso. La lluvia arreciaba. El frío y la humedad me producían la impresión de que vadeaba las aguas de un charco. Levanté la vista al cielo y al tropezarme con las ramas de un abeto supe que había cedido a la tentación de retroceder, que iba camino a casa. Presa de nostalgia, me dediqué por un instante a contemplar el ventanuco del ático, como si aquel cuadrado de luz ya formara parte de un sueño: «No me moveré de aquí hasta que sepa», murmuré entonces, como para conjurar mi destino. ¿Qué era aquello que deseaba saber? Ahora lo tenía muy claro: quería saber qué habría sido de mí si no hubiera tomado el camino que hasta entonces llevaba; quería ver de frente las otras posibilidades que me hubiera ofrecido la vida; quería dejarlo todo, echar a correr, escapar.

    Dominado por el impulso de regresar a mi ático a seguir viviendo con la misma resignación y obediencia con que me habían entrenado, di unos pasos, pero quiso el destino que en ese instante apareciera a mi costado un taxi de color negro, cuyo claxon me sacó de mis cavilaciones.

    —Lléveme a Hiddentown —pedí con resolución al entrar. No escapaba hacia el futuro, escapaba hacia el pasado sin sospechar que en el pasado ya no me encontraría, que de allí ya me habían borrado.

    2

    ––––––––

    Las decisiones —ahora lo comprendía—, las verdaderamente trascendentales, no se toman de golpe: son el resultado de un prolongado y lento envenenamiento. La pócima que me había hecho romper de esa manera tan abrupta con mi vida, ¿dónde la había ingerido? Aunque lo sospechaba, no fue sino hasta escuchar al taxista llamando a la base para pedir orientación sobre la manera de llegar a Hiddentown, cuando lo supe. Se trataba del lugar más inconcebible —por eso sonreí, maravillado y a la vez sorprendido—, del sitio donde se escuchan, con una claridad pasmosa, los últimos portazos con que el ser humano clausura su porvenir: un asilo de ancianos; el asilo donde mi padre, con el paso cansado de elefante mal herido, se fue a morir, para no obstaculizar, acaso, el desplazamiento de su manada.

    Aunque yo sabía que Hiddentown no existía, que era una ciudad inventada por unos viejos chochos, nombrada por mí en el momento en que escapaba de mis reflexiones, esperé con más ansiedad que el conductor la respuesta de la base de taxis. Cómo me hubiera alegrado escuchar las indicaciones para llegar allí, dejarme llevar mansamente a través de la ciudad azotada por el temporal, abrir el paraguas, trasponer la puerta de aquella villa y establecerme allí para siempre. Pero una voz desconcertada, que entre silbidos y traqueteos de la radio parecía estar friéndose en una sartén, me reveló que en ese mundo visto desde las ventanillas del auto, deformado por la lluvia, no existen albergues para lugares fantásticos. El conductor aminoró la marcha con intención de dejarme, mirándome inquisitivamente por el retrovisor. Era un hombre joven, ancho de hombros, ojos redondos y apagados de pez muerto.

    —Lléveme al aeropuerto Kennedy —rectifiqué, antes de que el auto se detuviera por completo. Los ojos del conductor se contrajeron con una expresión de extrañeza. Una llama diminuta se posó en sus pupilas como si dentro de él hubiesen encendido una linterna.

    —¿Va a recoger a alguien? —preguntó al detenerse ante la luz de un semáforo que refulgía levemente sobre el esmalte del capó. Le respondí que no. Más relajado, cerrando los ojos y dejando caer la cabeza en el asiento, le comuniqué que viajaba a la República Dominicana.

    —¡Y las maletas! —exclamó de pronto, fija la vista en mi rostro adormilado.

    —En mis bolsillos —contesté con tranquilidad, mirando la espalda del taxista cubierta con un traje negro ceñido al cuerpo, ancha y musculosa como la grupa de un caballo. El aguacero empezaba a amainar. La autopista, a la luz de los faroles, era un cuchillo hundiéndose en la oscuridad. El conductor puso la direccional, cambió de carril, pisó el acelerador y adelantó una línea de camiones de largo recorrido formados en una caravana tan solemne y marcial que parecía trasladarse hacia alguna guerra lejana.

    —¡Qué suerte la suya, primo —me dijo no bien dejó atrás el chirrido de los enormes neumáticos de los vehículos pesados—, pasarse las navidades en el país!

    Al escuchar la palabra «primo» me estremecí en el asiento como impactado por una bala. Llamarme «primo» era llamarme dominicano y yo, que había llegado a los diez años a los Estados Unidos y nunca había regresado a la isla, aquel «primo» siempre me incomodaba. Era como si unos seres desconocidos me vistiesen a la fuerza con unas ropas ridículas, me hicieran posar delante de un espejo y me dijeran: «Ese eres tú». En la secundaria lo había aceptado muy a mi pesar, como un modo, más bien, de plegarme a un grupo, y en la universidad, cuando me asaltaban con aquel apelativo, a veces recurría al «no spanish; english, please», para marcar la distancia.

    Sin embargo, en la empresa inmobiliaria Otero & Son, que pasé a administrar en cuanto terminé la carrera de Negocios, tuve que tirar la toalla. La mayoría de nuestros clientes, inquilinos de nueve edificios adquiridos por mi padre en la década del sesenta a precio de vaca muerta, no solo eran hispanohablantes, sino también dominicanos. Y hasta unas horas antes, si alguien me hubiese llamado «primo», me habría dejado abandonar, simplemente, a la corriente. Pero bajo las nuevas circunstancias, bajo el dominio de esas nacientes leyes que empezaban a regir mi destino, no me hallaba en disposición de dejarme colgar el letrero. Sentí cómo mi rostro se contrajo con un gesto de furor, apreté los puños y tensé la espalda al enderezarme en el asiento. Tras una breve pausa, con voz desafiante, pero contenida, quise saber qué había llevado al conductor a dictaminar tan a la ligera que yo era dominicano. Hubo un silencio. Una mirada iracunda se posó en el retrovisor.

    —¡La pinta! —estalló, indignado, el taxista, viendo en mi pregunta una afrenta contra sus raíces—. ¡Al dominicano se le conoce por la pinta! ¡No importa que usted haya nacido aquí, a leguas se le nota que es usted dominicano! Negarlo sería negarse a sí mismo, ¡primo!

    Intenté una sonrisa sarcástica, pero mi boca, conquistando una insospechada autonomía, se me negó, torciéndose con una mueca de amargura tan visible como un cactus en medio de un campo de trigo. «¿Qué es ser dominicano?», pregunté entonces cambiando de tono, con una mezcla de humillación y vergüenza, ya sin enojo, más bien con humildad. Yo no lo sabía y nadie había podido explicármelo hasta entonces, sin echarle mano a términos folclóricos que nada me decían. Unos se lanzaban a extremos culinarios y otros, más románticos, hablaban de la tierra del merengue y la bachata, como si en estos ritmos musicales estuviese concentrado todo el sentido de pertenencia que yo buscaba no solo desentrañar, sino también aprehender.

    En mi fuero interno lo que realmente sentía contra mi país era rencor. Tenía la certeza de que no había sido yo quien había abandonado mi patria, sino ella a mí. Cada vez que pensaba en esto en mi mente aparecía una casita de bloques de cemento, pintada de rosado, con un jardincillo de rosas y buganvillas y, en el traspatio, un naranjo y un frondoso árbol de mango. Era la casa de mi infancia en la isla y era a la vez un camino que de un sueño se hundía en mi realidad. Un día, yo tenía diez años, se presentó a la casita un hombre bien vestido, de elevada estatura y rostro manso. «Es tu padre —me dijo una voz que ya es como un eco difuso—; viene a buscarte para que pases una temporada con él en Nueva York». Y la casita rosada se fue borrando como si nunca hubiese existido, dándole paso a todo lo que ahora percibía a través de los cristales del taxi: puentes y edificios enormes. Y una lengua que aprendí casi sin tener conciencia de ello, una especie de mecanismo de defensa para poder adaptarme a ese nuevo mundo que, girando a mi alrededor con fragores de carrusel, por momentos amenazaba con aislarme.

    Una tarde, al llegar de la escuela, mi padre me tomó de la mano y me sentó enfrente de él en los sillones de la sala del apartamento donde residíamos por aquella época, y empezó a hablarme de usted como a un adulto: «Su madre acaba de morir en un accidente automovilístico. Yo viajaré solo a resolver los trámites del funeral, para que usted no descuide sus deberes escolares. Tiene que ser fuerte». Y entonces supe que, ante las situaciones difíciles, había que crecer de golpe, convertirse en hombre para aceptar esa realidad que dejaba fuera de mi vida a mi madre y esa tierra perdida en el pasado con esa casita de color rosado en cuyo jardincillo crecían rosas y buganvillas y donde —recuerdo ahora— a veces se escuchaba ronronear un gato.

    ¿Qué es ser dominicano? Sí, el conductor había guardado silencio, no se atrevía a mirar por el retrovisor, lo había desarmado. Contemplaba sus hombros tensos, su vista fija en la autopista mojada, el limpiaparabrisas como diciendo adiós. Vislumbré dentro de aquel cuerpo un destello de duda, una leve opresión en el corazón, el espasmo de impotencia que se siente cuando se intenta recoger, de la esquiva franja de la razón, las frágiles palabras con que se suelen describir los sentimientos.

    El conductor, suspirando, pareció de repente relajarse. Levantó la vista y depositó en el retrovisor sus ojitos turbios.

    —Le confieso, primo, que nunca me habían hecho esa pregunta. —Respiró hondo, mirando ahora con aire confuso la autopista—. No sabría explicarle qué es ser dominicano, la verdad sea dicha; son tantas las cosas que me vienen a la cabeza que, de intentarlo, me quedaría mudo. —Guardó un silencio ceremonioso, como si un enigma se desatara ante él—. Pero sí puedo contarle —prosiguió— el momento, muy particular en mi vida, en que me sentí plenamente dominicano. Llevaba tres años sin ir al país y mi esposa y yo decidimos pasarnos un fin de semana en la casa de sus padres, en Los Montones, una aldea situada en las montañas, al norte de la ciudad de Santiago. En la noche nos acomodaron en una cabaña, muy acogedora, techada de cana, separada de la casa principal y de la cocina por un seto de cayenas, que la familia, numerosa, había hecho construir para ofrecer privacidad a sus huéspedes. Dormía al lado de mi mujer en la cabaña cuando, en la madrugada, me despertó un estruendoso batir de alas, seguido del canto de un gallo. Luego cantó otro gallo y después otro y otro; algunos parecían cantar desde un lugar muy remoto. Mi esposa dormía, sentía su respiración reposada a mi lado. Abrí los ojos en la oscuridad, impulsado por el deseo de no solo escuchar, sino de ver, el canto de los gallos. Fue entonces cuando realmente tomé conciencia de que me hallaba en mi país, que había un sitio en el mundo que era mío, donde ni yo, ni mis hijos, ni los hijos de mis hijos serían extranjeros. Y no crea que era la primera vez que oía cantar a los gallos —siguió diciendo el taxista—, toda mi vida los había escuchado. Pero fue la primera vez que, además de escucharlos con los oídos, los escuché con el corazón.

    Aunque el taxista había dejado de hablar, yo sentía que su voz continuaba vibrando dentro de mi ser, levantando con ramas y ladrillos unos paisajes hermosos, raros e impenetrables.

    —¿Por qué va para allá? —me preguntó de repente. En su voz había algo de enojo, de reproche—. No lo entiendo, primo. Si, como me reveló, no tiene familia, ni amigos, ni nadie que lo espere, ¿por qué va?

    —¿Por qué voy? —respondí—. Tal vez a eso voy, a saber por qué

    voy.

    3

    ––––––––

    Aunque había escampado, me quedó la sensación de que el vaho de la lluvia permanecía impregnado en mi memoria igual que el vapor que empaña los espejos. Los letreros verdes que anunciaban la cercanía del aeropuerto se fueron sucediendo, hasta que empezaron a aparecer, en enormes carteles, las terminales aeroportuarias seguidas por el nombre de las líneas aéreas.

    —Supongo que se va por American —me dijo el taxista, mientras tomaba la rampa que conducía hacia la terminal de dicha aerolínea. Asentí y un momento después, cuando el auto se detuvo, tras pagar el importe del viaje, le comenté que en su historia de los gallos había mencionado a Santiago, ciudad hacia donde, precisamente, me dirigía, y le pregunté si por casualidad conocía a una persona entendida en dicha urbe que me pudiera servir de guía.

    —Podría contratarla por una semana, quizás por más tiempo. Y pagaría muy bien —recalqué.

    —¡Un guía para andar en Santiago! —se rio—. Usted no necesita un guía para andar en Santiago. La ciudad es relativamente pequeña y cualquier taxista que tome en el aeropuerto se la podría mostrar de cabo a rabo en un par de horas.

    En el momento en que le aclaraba que no iba a hacer turismo y que prefería, por razones de seguridad, a alguien recomendado de antemano, sentimos unos golpes en el baúl del taxi. Era un guardia de seguridad del aeropuerto ordenando en inglés que movieran el vehículo, que allí no podía permanecer estacionado. El taxista lo movió unos diez metros, me apeé y antes de irme el conductor bajó el cristal de la ventanilla y me llamó. Me asomé y por primera vez le vi completo el rostro, un rostro ancho, de pesadas mandíbulas, rayado por un delgado bigote.

    —Creo que puedo conseguirle a alguien. Deme su nombre —pidió, apurado. Mientras lo anotaba, con dificultad de niño de primaria, en un pequeño bloc amarillo, masculló entre dientes «O-te-lo», separando las sílabas, y lo corregí: «Otero, no Otelo», pero a él no pareció importarle—. Si consigue boleto para el primer vuelo de la mañana, busque a una persona con el nombre suyo escrito en un cartelito una vez salga de aduana —me dijo. Luego agregó—: ¿Podría hacerle una pregunta? Y perdone mi curiosidad.

    —Por supuesto —le dije y me pegué más a la ventanilla. El aire frío empezaba a robarme el calor ganado dentro del vehículo.

    —Es sobre Hiddentown...

    —¡Sobre Hiddentown! —sonreí—. No es nada. Olvídelo. Otro manotazo en el baúl nos interrumpió. El guardia de seguridad nos miró con un gesto amenazador. Le dije al conductor que Hiddentown era una larga historia y prometí contársela si nuestros caminos se volvían a cruzar.

    —Cuéntesela a Sarah —me gritó, poniendo el vehículo en marcha.

    —¿Quién es Sarah? —le grité a mi vez.

    —Su guía —le escuché decir. Esperé hasta que el auto se perdiera por la rampa y entré

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